sábado, 28 de noviembre de 2015

La muerte de Artemisa (Novela) - Últimos capítulos -Epílogo.


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28

                                     MADRID, 12 DE SEPTIEMBRE, 22,30 HORAS.

El señor Osborne había estado poco comunicativo durante toda la tarde, sin que los intentos de Silvia de entablar conversación hubieran tenido el menor éxito. Y lo que era más sorprendente: no había bebido una sola gota de whisky. Era difícil discernir si estaba o no preocupado, su rostro no reflejaba emoción alguna y sus ojos muy azules tenían una engañosa vacuidad senil. Pero Silvia había aprendido a captar pequeños matices y aquella noche percibía en él una actitud tensa. Y se sentía intranquila. Era consciente de que no debía preguntar ni aludir a ningún tema concreto, ese era el trato, pero no le parecía justo. Si existía algún peligro real, alguna amenaza inminente, era preferible saberlo. Cualquier cosa mejor que la incertidumbre.

Sin previo aviso el señor Osborne abandonó su mutismo.

-Ya no habrá que esperar mucho tiempo. Dentro de unas horas todo habrá terminado.

Silvia no dijo nada y esperó.

-Todo depende de una llamada, una simple llamada telefónica. Si no se produce... - El señor Osborne pareció meditar-. En fin, si no se produce esa llamada, este viaje habrá sido lo que aparentaba ser: un pequeño viaje de placer, unas cortas vacaciones. Pero si ese teléfono empieza a sonar -miró a Silvia con dureza-, nos separaremos en el momento en que empiece la acción. Había pensado que esperases aquí con el niño, es un buen refugio y probablemente estuvierais a salvo. Pero no quiero correr ningún riesgo. Mañana a las 9,30 hay un vuelo directo a Bruselas; debes tomarlo y regresar. Con toda seguridad yo me reuniré contigo en el aeropuerto y cogeré ese mismo avión, pero si me retraso o no aparezco, no me esperes.
-¿Cuándo nos separaremos?

-En cuanto esté decidida la acción. El niño y tú iréis directamente al aeropuerto y esperaréis la salida del vuelo. Será más incómodo, pero sin duda más seguro.

La muchacha se sintió dominada por el miedo y también advirtió que no temía sólo por ella. Desde el principio había descargado en él sus inquietudes, no sabía bien por qué, pero a su lado se sentía segura. Y ahora, en el momento más crítico, el señor Osborne aparecía ante sus ojos como el anciano indefenso que acaso en realidad era.

-¿No hay otra alternativa mejor? -preguntó.
-No, no la hay.
-Entonces será mejor que tenga listas mis cosas.

Movió la cabeza afirmativamente el señor Osborne y durante unos segundos ambos se contemplaron en silencio. Luego el anticuario volvió a perderse en sus oscuras meditaciones.




                                                                         29

                                                        EL HOMBRE DE MODA


Me costaba un gran esfuerzo mantenerme en pie, tenía una desagradable sensación de debilidad y me asaltaba un vértigo recurrente. Descubrí un lavabo y me mojé las sienes y la nuca, luego bebí agua en el cuenco de las manos. Me sentí mejor y me arriesgué a abandonar la sujeción de las paredes. Caminé hacia la ventana, cuya imagen se había convertido en un puerto de esperanza. Aspiré la fragancia de los pinos y dejé que la brisa me acariciara. A punto de saltar me di cuenta de que la puerta de la habitación estaba abierta. Después de todo no sería preciso utilizar la ventana.

Nadie me impidió abandonar el pabellón. El exterior estaba oscuro, aunque se veían luces en la dirección de la casa grande. La música sonaba con mayor intensidad y me pareció oír voces aisladas. Me planteé por primera vez cómo escapar de la finca. Por descontado la puerta principal estaría vigilada, pero debía existir una puerta de servicio o algún lugar de la tapia que pudiese escalar. Resolví seguir un sendero que me pareció el mismo por el que habíamos llegado. Eché a andar y traté de avanzar oculto por los árboles de la linde del camino, pero no sirvió de mucho esta precaución. Había avanzado escasos metros cuando una potente luz me enfocó directamente a los ojos y una voz familiar me conminó:

-No se mueva, no intente escapar.

Eran mis viejos guardianes. Me cubrí la cabeza con las manos y murmuré resignado:

-Está bien, no me moveré, pero aparte esa luz.

-Andando, le esperan.
-¿A mí? No puedo creerlo. ¿No se tratará de un error?
-Siga andando.
-Ya voy, ya voy. No me encuentro muy bien, ¿sabe? Ha debido sentarme mal algo.

El gorila me miró con asombro, pero no hizo ningún comentario. Me dejé llevar hacia la casa grande. Era un edificio blanco, macizo y sin gracia, si se exceptuaba una especie de mirador circular en el segundo piso que rompía la monotonía del caserón. Sobrepasamos lo que parecía ser la entrada principal y nos dirigimos hacia la parte posterior, de donde provenía la música y la mayor iluminación.


A mis ojos se ofreció un espectáculo deslumbrante. En torno a una piscina de contornos abstractos y transparentes aguas verdosas se movían, conversaban, nadaban o bailaban no menos de cincuenta personas. A un lado se extendía una inmensa pradera de césped que contrastaba con la sobriedad montaraz del campo circundante. En un ángulo, sobre un kiosco de música, actuaba un conjunto de rock. Se veían severos esmóquines, lujosos trajes de noche, largas túnicas de sugestivas transparencias y, en contraste, espléndidas ninfas semidesnudas que se arrojaban alborotando a la piscina. Ristras de farolillos de papel se cernían sobre las cabezas de los bailarines como un ingenuo techo de luz. Todos sonreían y parecían felices, incluyendo a los camareros que se desplazaban etéreos entre la gente ofreciendo la mercancía de sus bandejas. Estaba tan desconcertado que mis amigos tuvieron que obligarme a seguir. De pronto me preocupó el aspecto deplorable que yo debía presentar, pero ya algunas personas se habían percatado de mi presencia y, de entre ellas, vi que se destacaba el rumano Vianescu.

-¿Qué tal se encuentra, amigo? Veo que ya está recuperado-. Despidió con un gesto a los matones-. Venga por aquí, estoy seguro de que necesita comer algo.

Sin esperar respuesta me tomó del brazo y llamó a un camarero que se acercó velozmente. Personas desconocidas, de rostros curiosos, se acercaban a mí.

-El señor Sánchez está agotado y necesita comer -explicó Vianescu. Luego, señalando a la bandeja, me informó-: Mire, estos emparedados de foie son excelentes, coja uno, o mejor dos, eso es. Le recomiendo también estos canapés de salmón fresco; en cambio el caviar no es de lo mejor y no creo que le sentase nada bien en su estado actual.

El rumano iba acumulando comida en un gran plato que yo sostenía estupefacto. Otro camarero vino a aportar nuevas viandas.


-A ver que tenemos aquí. Ah, tortilla de patatas y jamón ibérico. Esto si que le conviene, Sánchez, alimentos sencillos de fácil digestión. Le serviremos un buen plato. Pero empiece a comer, hombre, no le dé apuro, tiene que recuperarse. Caramba, perdóneme, me había olvidado de la bebida. ¿Qué le vendría bien, un whisky? No, claro, usted no bebe whisky. Entonces vino, creo yo, precisamente están sirviendo un Borgoña muy agradable. ¿O prefiere Rioja? Bueno, este mismo. Tenga, sosténgalo  con la otra mano.

Pensé si no estaría todavía bajo los efectos de la droga. Tal era la sensación de irrealidad que me embargaba. Pero Vianescu tenía razón: no había tomado alimento en todo el día y estaba a punto de desfallecer. Empecé a engullir comida ante la mirada sonriente de aquellas personas que se ofrecían a sujetarme la copa de vino y me brindaban nuevas exquisiteces.

-Bueno, ¿está en condiciones de seguir? -preguntó Vianescu-. Perfecto. Deje ahí su plato y traiga consigo su copa. Quiero que conozca a algunos amigos.

Conforme avanzábamos hacia el núcleo central de la fiesta, la gente se volvía a mirarme y los más audaces pedían ser presentados.

-Vianescu, preséntenos, por favor.
-Está bien. Mire, Sánchez, estos son... ¡Qué diablo, preséntense ustedes mismos! No pretenderán que recuerde todos los nombres.

Ellos sonreían y daban sus nombres y estrechaban mi mano como si yo fuese una celebridad.

-Yo fui amiga de Artemisa -dijo una mujer.
-¿Sabe que no ha muerto?

-¿No? ¿Y aquel cadáver?
-Era un cadáver falso.

Vianescu se reía ladinamente de mis palabras, que sin duda empezaban a contagiarse del ambiente.

-No se ría usted, Vianescu. Tengo pruebas de que Artemisa vive.-El rumano seguía sonriendo y me invitaba a seguir.
-No se pare demasiado con estos. Es gente de medio pelo, recién llegados que probablemente hoy disfrutan de su primera invitación y ya se creen con derecho a figurar.
-¿Por qué quieren conocerme?
-¿Cómo que por qué? ¡Es usted el hombre de moda, Sánchez! Pero no les haga mucho caso, a no ser que quiera acostarse con alguna jovencita. Si le apetece, dígamelo y le arreglaré una cita. Ellas estarán encantadas.

Era inútil preguntar, empezaba a dudar de mi propia coherencia. Aquello no encajaba en absoluto con todo lo anterior.

-Un momento, quiero que el Dr. Reuber le examine.
-Está totalmente recuperado -dijo el alemán después de tomarme el pulso.
-¿Es usted doctor?
-Bueno, eso depende -. Reuber dejó oír una risa cascada.
-En su especialidad, lo es -dijo Vianescu.

-No soy médico, si es eso lo que usted pregunta, pero soy un experto en explorar la mente humana.
-¿Y qué ha encontrado en la mía?
-Nada, mi querido amigo, absolutamente nada. No hay nada oculto en su mente, puedo asegurárselo.
-¿Está seguro?
-Por completo -aseveró Reuber mirando de reojo al rumano-. Si hubiera habido algo, usted nos lo hubiera dicho. La dosis de droga que ha recibido...
-Ha estado a punto de matarme.
-Bueno, no se excite -dijo Vianescu-. Ya ha pasado todo. Lo importante es que nunca existió ese mensaje subconsciente.
-¿Y de qué manera me afecta ese descubrimiento?
-De una manera no desfavorable -Vianescu sonrió enigmáticamente-. Pero sigamos, recuerde que esto es una fiesta y usted uno de los principales invitados.
-Más que un invitado, soy en realidad algo así como el ternero de dos cabezas o la mujer barbuda, ¿no?
-Es usted gracioso, Sánchez -rió Vianescu.

Nuevas gentes me rodearon y me asediaron a preguntas. Una chica joven, de cara anodina y no desagradable cuerpo, generosamente exhibido, me invitó a bailar. Acepté y nos dirigimos a la gran pista de baile. Era una pieza lenta y la muchacha se pegó a mi cuerpo e inició un experto frote ondulatorio en algunos puntos. Pero no estaba yo en mi mejor momento erótico. Separé a la chica con brusquedad y le pregunté:

-¿Cómo te llamas?
- Amalia
-Bueno, Amalia, ¿qué haces tú aquí?
-¿Qué? Estoy en la fiesta.
-Ya veo, pero ¿a quién conoces? ¿Quién te ha traído?
-He venido con Guillermo. Me ha traído Guillermo.
-Guillermo, muy bien. ¿Y quién es Guillermo?
-¿No le conoces? Pues es uno de los importantes.
-Te creo. ¿Cuál es su apellido?
-No lo sé -dijo Amalia desconcertada-. Nunca se lo he preguntado.
- Amalia, ¿crees que estás entre amigos?
-Claro, vaya pregunta.
-¿No crees que algunos puedan ser unos asesinos?
-¡Asesinos, qué cosa tan terrible!
-Pues lo son. Hace poco han estado a punto de matarme.
-¡Qué horror, no puedo creerte!
-Pues es cierto, te lo juro. Yo mismo llamaría a la policía si no me vigilaran tan de cerca. Pero podrías hacerlo tú. ¡Tú podrías llamar a la policía!
-¡No, no puedo hacer eso! -Era evidente que a la muchacha ya no le agradaba mi presencia.
-¿Por qué no?
-No le gustaría al Gran Padre.
-¡¿A quién?!



Una ráfaga de miedo cruzó por el semblante de Amalia, que se desasió de un tirón y se escabulló entre la gente. Miré en derredor y encontré aquellas malditas expresiones risueñas. Comprendí que estaba llegando al límite de lo humanamente soportable. Con voz alterada me dirigía a ellos:

-¿Lo habéis oído? No le gustaría al Gran Padre. Eso es lo que ha dicho. ¿Y quién es el Gran Padre, me lo podéis explicar?

Era obvio que mis preguntas resultaban inconvenientes, pero no me arredré y me acerqué a un tipo bajito, de ojos huidizos y pelo refulgente pegado al cráneo. Le tomé por una solapa de su chaqueta de seda y grité:

-Tú, enano repugnante, ¿me dirás quién es el Gran Padre? -Le aparté a un lado y me encaré con una dama que me miraba con prevención -: Y usted, señora mía, ¿sabe que está entre asesinos? ¿Lo saben todos ustedes? ¿O son todos iguales?

Apareció enseguida Vianescu y me sacó de allí.

-Se está pasando, Sánchez -dijo en tono agrio.
-Dígame, Vianescu, ¿es temible el Gran Padre?
-¡Cállese! Ya ha dicho bastantes tonterías. Compórtese como una persona normal.
-¿Y si me niego?
-Tal vez prefiera entonces volver a la celda.


Aún respiraba agitádamente e hice un esfuerzo para serenarme.

-De acuerdo, me portaré bien.
-No me haga pensar que le he sobrestimado. Creí que era usted un hombre curioso, con ganas de aprender cosas interesantes.
-No se equivoca.
-Pues tenga paciencia. Todo aprendizaje es lento, no lo olvide. ¿Ve aquella pareja? Seguro que los reconoce.

Miré en la dirección que me indicaba Vianescu y descubrí a Franco Dalessio y a Silvana Scampi. Dalessio me pareció más viejo que en las fotografías y quizás un poco más bajo. La sonrisa era encantadora y el esmoquin blanco impecable. Su rostro estaba delicadamente maquillado, una sombra de color siena acentuaba la oscuridad de sus ojos y los labios, demasiado gruesos tal vez, brillaban con suavidad. La fragancia de su perfume evocaba el incienso. Sus gestos y ademanes resultaban un poco excesivos, sin perder en ningún momento una innegable elegancia natural. De Silvana Scampi lo primero que llamaba la atención eran sus ojos rasgados, inmensos y transparentes; después uno podía ya considerar su cuerpo largo, de caderas suaves y anchos hombros, un cuerpo de nadadora olímpica que movía con la sensualidad de una pantera. Un examen más minucioso descubría pequeños haces de arrugas en las sienes y en el cuello, y uno podía cuestionarse si la deslumbrante negrura de su pelo no sería hija de la cosmética.


Me invitaron a sentarme junto a ellos y comenzaron a hablarme como si fuese un conocido de toda la vida. Pero a esas alturas ya estaba yo familiarizado con ese tipo de cosas. Apenas si participé en la conversación, me sentía exhausto y profundamente desmoralizado, harto de aquella absurda puesta en escena. Dalessio hablaba de barcos y yo procuraba asentir o negar de vez en cuando con pequeños movimientos de cabeza. A mi alrededor continuaba la fiesta. En la zona de baile se celebraba un concurso de tangos. Alguien había caído vestido a la piscina y algunas personas seguían alborozadas su ejemplo. En el comienzo de la arboleda cinco elegantes varones hacían pis al unísono, jaleados por un número equivalente de damas, en lo que parecía ser una competición de potencia miccional. Otros seres solitarios, con aspecto de estar perdidos en el universo, vagaban por los senderos de piedra y camareros incesantes y ubicuos surcaban el espacio con sus bandejas plateadas. En ese momento Dalessio decía:

-... porque ya no somos tan jóvenes y para navegar a vela es necesario estar en forma. ¡Ja, ja! Antes que no me hablaran de yates de recreo, pero ahora... ¿No está de acuerdo, caro?

Observé consternado al italiano durante unos segundos.


-Oiga, Dalessio, todo eso que me cuenta es encantador y le aseguro que en otro momento disfrutaría hablando de barcos con usted. Yo también tengo un barco, ¿sabe? Nada del otro mundo, un barco pequeño, pero muy marinero. Y amo el mar tanto como usted pueda amarlo a bordo de sus fastuosos yates, al fin y al cabo es el mismo mar, ¿no? Sin embargo... sin embargo me gustaría, desearía, que alguien me explicara qué estoy haciendo aquí. Es muy importante para mí. ¡Necesito saber qué está pasando!
-Pero, amigo mío, usted es un invitado a esta fiesta -dijo Silvana poniendo su mano en mi brazo.
-Eso me han dicho. Todo el mundo lo dice. ¿Pero por qué, por qué? ¿Pretenden que me vuelva loco? ¿Creen que puedo olvidar que hace unas horas he estado a punto de morir? -Se me agarrotaban las palabras en la garganta. Apreté los dientes y miré hacia otro lado-. Estoy cansado, muy cansado.
-Eh, vamos, no se ponga triste. Necesita una copa.- A una seña de Dalessio tuve ante mí una variada colección de bebidas. Escogí un vaso al azar.

-Ecco, ahora se sentirá mejor. Es mejor no preguntar. ¿Para qué? Está usted bien, ¿no es cierto? Nadie le molesta. Disfrute de la noche. Es una noche hermosa, la temperatura es suave, el aire huele a flores. ¡Mmmm! Aspire profundo, cosi. ¿Le gusta Silvana? Está bellísima esta noche. ¿Por qué no baila con ella y la estrecha entre sus brazos? No se entristezca, se lo ruego. Nadie debe estar triste en una noche tan maravillosa.

Su rostro reflejaba una profunda desolación y su interés por mi felicidad no podía parecer más auténtico. Me cubrí la cara con las manos y traté desesperádamente de no pensar en nada.

-Hábleme de Artemisa, entonces -dije al fin.

-Oh, bueno -Dalessio chasqueó la lengua-. Se empeña en hablar de cosas tristes. Pobre Artemisa, todos la queríamos. ¡Hemos sentido tanto su muerte!
-¿Por qué murió? ¿Por qué tuvo que morir?
-¿Por qué se muere, por qué? Artemisa era una mariposa de vida fugaz. Y un día se extinguió como una flor.

Tuve que hacer un esfuerzo para no aplastar la nariz de aquel inmundo comediante. Sonreí al formular mi siguiente pregunta:

-¿Quizás Artemisa se enfrentó con el Gran Padre?

Dalessio se sobresaltó.

-Bien, es...

Reapareció Vianescu en ese instante y Dalessio recuperó la sonrisa.

-Me llevo a nuestro invitado -dijo el rumano-. Quiero que conozca a otra persona.
-Pero resulta que yo no quiero conocer a nadie más -declaré con resolución.

Pero bastó un cambio de tono en la voz de Vianescu para que capitulara.


-Vamos, muévase y no me haga perder el tiempo.- Le seguí sin rechistar y Vianescu me palmeó la espalda como a un perrito-. Tenga paciencia, estamos cerca del final.
-¿Cuál es el final, la muerte?
-Sea cual sea, está cercano.

Afronté el siguiente grupo de invitados con expresión indiferente, resignado a escuchar las mismas banalidades, pero esta vez me esperaba una sorpresa. Había un hombre alto y fornido, de rostro aniñado y voz poderosa, que acaparaba la atención de un grupo de gente. Hablaba muy alto y reía de sus propias ocurrencias. Cuando me vio llegar enmudeció y, sin demasiados miramientos, apartó a las personas que le rodeaban y vino a mi encuentro.

-Adrián Sánchez, supongo.
-Sí.
-Soy Carlos Luis Aresti -me tendió la mano-, estaba deseando conocerle.

Mi mano quedó congelada en el aire.

-¿Aresti? ¿Usted es...?
-El director de El Diario, en efecto.
-Pero entonces... -miré a Vianescu que sonreía con placer.
-Les dejo un momento -dijo-. Charlen de sus cosas.
-Le sorprende verme aquí, ¿verdad? -dijo Aresti.

-No acabo de entenderlo. En El Diario se publicó... ustedes sugirieron las posibles conexiones de la muerte de Artemisa.
-Sí, todo formaba parte de la misma estrategia, una especie de antídoto. Nosotros dijimos algunas vaguedades que todo el mundo conoce -especialmente la policía-, para así alejar cualquier sospecha. De ningún modo hubiéramos profundizado en el tema.
-Por supuesto Itciar y Cortés no sabían nada de esto.
-Evidentemente, Sánchez, evidentemente. Usted y su grupo de amigos han estado jugando a detectives y han estado a punto de quemarse los dedos. Por fortuna nuestra común amiga Itciar decidió en el último momento confiarme los papeles de Artemisa.
-¡Itciar le entregó los papeles!
-Así lo habían acordado, ¿no?

Era cierto, no había nada que reprocharle a Itciar. Sólo que ahora ya estaba todo perdido. Había conservado la remota esperanza de que los documentos pudieran servirme de ayuda en el último momento. Ahora era el fracaso absoluto. Oí tras de mí la voz de Vianescu.

-¿Está preparado, Sánchez?
-¿Preparado? ¿Para qué?
-Arriba ese ánimo, hombre. Es un honor -dijo Aresti.
-¿Pero a qué se refiere?

-No todo el mundo lo conoce -. Dalessio y Silvana se habían acercado y sonreían.
-¿De qué hablan? Dígamelo, Vianescu.
-Hablan del Gran Padre. Quiere verle a usted.
-¡Ah, al fin el misterioso Gran Padre!

Procuré darle un tono jocoso a mis palabras, pero el anuncio de Vianescu me produjo un repentino vacío en el estómago. El rumano no se dejó engañar.

-Vamos, no se preocupe. Es sólo un momento.

El vestíbulo de la casa no era demasiado grande, pero acumulaba una cantidad sorprendente de objetos valiosos. Igual ocurría con el salón, pero el conjunto resultaba frío como un museo. Al fondo de la sala distinguí el inicio de una escalera de caracol. Subimos al piso superior y comprendí que nos hallábamos en el mirador circular. Había ante nosotros una gran puerta de madera que el rumano abrió sin llamar.

-Entre.

Avancé unos pasos en el interior de la habitación y la puerta se cerró tras de mí. Vianescu me había dejado solo. No es que la compañía de aquel tipo me agradase, pero había desarrollado hacia él un sentimiento de sumisión. Su ausencia, ahora, me hacía sentirme indefenso.


La habitación era circular. Muebles antiguos dispuestos de manera anárquica llenaban en exceso la estancia creando una sensación de agobio. Las ventanas estaban cerradas y hacía calor, el aire estaba enrarecido. La única luz provenía de una lámpara de pie que difundía un tenue resplandor amarillento. Se oía música a muy bajo volumen. Permanecí quieto sin saber qué hacer.

-No se quede ahí parado. Acérquese.

Me sobresalté. La voz fina y aflautada provenía de un sillón de respaldo alto, vuelto hacia uno de los ventanales. Me aproximé con paso inseguro. Perdido en las profundidades de la butaca había un viejecito pequeño y consumido, de cabellos blancos y mirada acuosa. Estaba correctamente vestido con traje gris y corbata oscura, y tenía cubiertas las rodillas con una manta. Olía suavemente a lavanda. Todo en él emanaba pulcritud.

-Siéntese ahí -señaló una silla-. Supongo que tendrá calor. Yo, sin embargo, tengo frío,  siempre tengo frío.

Me senté frente al anciano sin hablar.

-Le ruego que no fume, si es posible.- Tenía el cuello reseco y arrugado y la camisa parecía estarle demasiado grande-. ¿Quiere tomar un coñac?

Negué con la cabeza y el anciano continuó:


-Me han prohibido el tabaco y el alcohol. Lo primero lo respeto y ya casi ni me cuesta. En cuanto a lo segundo, tomo de vez en cuando una copa de coñac. Siendo coñac bueno no creo que me haga demasiado mal.

Con mano vacilante tomó una copa de una mesita baja de mármol y dio un breve sorbo. Me miró unos segundos y asintió repetidamente con la cabeza.

-Por lo general detesto conocer gente nueva, pero en su caso  he hecho una excepción.- Inclinó la cabeza e hizo una larga pausa-. Me han dicho que es usted profesor de literatura. Por eso he querido conocerle. No es habitual encontrar a un intelectual en estos asuntos.
-Muy bien, ya me conoce.- No sabía si el viejo quería ser irónico o hablaba en serio-. ¿Qué más quiere?
-Quería preguntarle algo. Me gustaría saber por qué se prestó a realizar este trabajo.

Cerré los ojos y sonreí.

-¿Sabe? De un tiempo a esta parte todo el mundo me pregunta lo mismo.
-¿Y conoce usted la respuesta?
-No lo sé muy bien -fijé mi mirada en los ojos turbios del Gran Padre-. Puede que por curiosidad. Quería conocer un mundo diferente.
-Y ahora que lo conoce, ¿qué le parece? ¿Lo encuentra despiadado?
-Despiadado es un calificativo benévolo.

El viejo emitió unos sonidos ásperos que me sobresaltaron. Tardé en comprender que se estaba riendo.

-Claro, claro, aunque por supuesto no es así. Usted sólo ha conocido el aspecto negativo.
-¿Es que hay aspectos positivos?
-Desde luego. Nosotros trabajamos por el bien de la humanidad.

De nuevo pensé que aquel hombre se burlaba, pero no había atisbo de sarcasmo en sus palabras.

-No me haga reír.
-No espero que lo comprenda -dijo el anciano-. No debe ser fácil en su situación. Además los años me han demostrado que la experiencia del poder es muy difícil de comunicar y rara vez es perfectamente entendida. No obstante, trataré de explicárselo.

Bebió un poco más de coñac y se arrebujó en la manta.


-Las sociedades humanas han perseguido siempre el bien común, sin entender muy bien en qué consistía y sin saber cómo lograrlo. Lo que es bueno para la comunidad con frecuencia no lo es para algunos y viceversa. Nunca llueve a gusto de todos. Sin embargo, el bien común es un objetivo necesario para el desarrollo de los pueblos. ¿Cómo resolver el problema? Lo más fácil es dárselo resuelto a las comunidades en vez de esperar a que ellas lo resuelvan. Siempre es más fácil ponerse de acuerdo entre unos pocos, que esperar a que lo haga una multitud. Por tanto hay que conseguir que las colectividades acepten el bien común como aceptan la lluvia o la sequía, el verano o la primavera. Es decir, como algo que les viene dado.
-Es decir -dije-, con un absoluto desprecio por su libertad.
-Absoluto no -corrigió el Gran Padre-. Todo lo absoluto es indeseable. Por eso la libertad absoluta, como la verdad absoluta, es también negativa. Si el poder residiera verdaderamente en el pueblo y sus derivados -parlamentos, asambleas, etc. -, aún estaríamos en la edad media. Por tanto, lo más adecuado es que exista una libertad relativa bajo la supervisión de la élite rectora. Es el concepto de elite lo que quiero hacerle ver.

El tono dialogante del extraño personaje me había envalentonado y dije con irritación:

-Perdone, pero yo no quiero ver nada. Esta conversación es grotesca, tiene que admitirlo. Estoy aquí en contra de mi voluntad y le supongo al tanto de que he sido apaleado, torturado y drogado. Después me piden que participe en una fiesta absurda y por último se empeña usted en que mantengamos una discusión político-filosófica que no me interesa nada. Dígame si no resulta grotesco. Aún no sé qué va ser de mí y a usted no se le ocurre otra cosa que glosarme las excelencias del fascismo.

Guardé silencio un poco alarmado, pero el viejo se limitó a fijar en mí su mirada sin brillo.


-Le ruego que no se impaciente. Ya verá como el esfuerzo no queda sin recompensa. Ha identificado como fascistas mis argumentos y ha caído en un error muy común. A menudo la elite es tildada de fascista. Últimamente todo lo que no es popular se califica alegremente de fascista. Pero el fascismo es algo muy reciente, mientras que la élite es tan antigua como la humanidad. Yo estoy en contra del fascismo porque tiende a no respetar la libertad de pensamiento y expresión. Por el contrario, pienso que hay que dejar que el ciudadano exprese libremente sus ideas mientras no perturbe el Orden. Pero hay que estar por encima de las ideas. No se puede conducir el mundo con las ideas del pueblo. Paradójicamente los pueblos necesitan ser gobernados por encima de sus ideas... para que esas ideas puedan existir.
-¿Y que ocurre cuando está amenazado el Orden?
-Ah, entonces hay que convencer, corromper o eliminar a los líderes.

Le miré asombrado.

-Bueno, veo que al fin es sincero. Pretende estar a favor del bien común y sin embargo me habla cínicamente de corromper, de eliminar...

-¿Por qué cínicamente? Mucha gente tendría que perder el respeto a algunas palabras. Veamos, he dicho convencer: nada que objetar, supongo, ustedes los demócratas se rigen por la convicción. He hablado después de corromper: bien, solo se puede corromper lo corruptible. ¿Qué confianza puede ofrecer un líder corrupto? Es mejor apartarlo para que no siga engañando al pueblo. Por último he hablado de eliminar y, como siempre que se aborda, el tema de la muerte resulta tabú. ¿Por qué? Creo que el hombre normal debería vencer ese atavismo y enfrentarse con la realidad de que a veces es necesario matar. Matar no es siempre un acto deleznable. Aunque algunas leyes y religiones abominen de él, el crimen puede ser incluso un arte, como escribió un inglés  cuyo nombre he olvidado. En definitiva, deberíamos exonerar el crimen, restarle todo sentido peyorativo. Todo estriba en dar con las justificaciones. Nadie le culpará por matar un animal, porque en nuestra cultura existen cientos de justificaciones para hacerlo. El gran paso consiste en comprender que, en determinados casos, también existen justificaciones para matar a un ser humano. Puede que yo le parezca un monstruo por pensar así, pero recuerde cuántos gobernantes han encontrado esa justificación y de qué manera hacen uso de ella.

El anciano hizo otra larga pausa.

-Lo que ocurre -prosiguió- es que se cometen excesos. Inevitablemente es necesario utilizar a gente de rango inferior que, por lo común, se extralimita. Es muy lamentable, pero son hechos aislados. Y aún así: el vulgo no entiende que los males de un sistema elitista son males menores; los defectos de la democracia, por el contrario, son aniquiladores  del Orden. Y para el bien común es más tolerable la restricción de la libertad individual que la ineficacia de un colectivo.

De nuevo sobrevino el silencio y esta vez pareció que el Gran Padre había concluido su disertación. Aguardé unos minutos y me arriesgué a preguntar:


-¿Qué van a hacer conmigo?

Pareció no haber oído, pero al poco volví a escuchar su vocecilla.

-Sí, es lógico. Comprendo que en este momento sea eso lo que más le interese. ¿Le importaría servirme un poco más de coñac? Está ahí la botella.

Hice lo que me pedía y esperé.

-Puede irse cuando quiera -anunció el Gran Padre.
-¿Qué quiere decir? -Mi corazón empezó a latir apresurádamente.
-Quiero decir que está libre.
-Entonces... ¿puedo irme ahora?
-Puede irse cuando guste.

Debería haber comenzado a correr en aquel preciso instante, pero mi maldita curiosidad me forzó a preguntar:

-¿Por qué?
-Usted ya no representa ningún peligro. Una cosa es que la muerte pueda estar justificada y otra matar inútilmente. Todavía no ha entendido que nuestra lógica es la misma en el castigo y en el perdón. Yo  tengo un gran respeto por la vida y destruir la suya ahora sería arbitrario. Usted ya no es ninguna amenaza.
-¿Y no teme que divulgue todo lo que sé?

-Al contrario, espero que lo haga. Cuanto más diga menos le creerán. ¿Quiere hacerme otro favor antes de irse? Se ha terminado la música y me llega el molesto ruido de la piscina. ¿Quiere darle la vuelta al disco?

Me aproximé a la mesa donde reposaba un antiguo tocadiscos. Tome el disco por los bordes y lo hice girar. Distraídamente leí la etiqueta: Primera sinfonía de Gustav Mahler. ¡Mahler otra vez! Mi aventura empezaba y terminaba con la música de Mahler. ¡Qué extraña coincidencia! Durante un segundo divagué sobre las afinidades electivas de aquellos dos monstruos antagónicos, Calabor y el Gran Padre. Puse el disco en el plato y mi mano se deslizó en busca de la tecla de puesta en marcha. Pero no llegué a pulsarla, me quedé paralizado ante la insólita idea que cruzó por mi cerebro. Sentí que el sudor me corría por las manos. Temblando, releí la etiqueta del disco. Era absurdo, pero...

-¿Tiene alguna dificultad? -preguntó la vocecilla del Gran Padre.

El corazón me dio un vuelco y me apresuré a oprimir el botón adecuado.

-No, no, ninguna.


Temí que mi aspecto me delatara, pero la expresión del viejo no había variado. Alargó hacia mí una mano blanca que estreché con brevedad. Me deseó suerte y pareció hundirse aún más en el sillón, desentendido  de mi presencia y de cuanto le rodeaba. Alcancé la puerta y descendí la escalera sin precipitación. Vianescu me esperaba.

-¿Le ha satisfecho la entrevista?
-Sí, claro, imagínese -dije con voz insegura.
-Vamos, controle sus nervios. Ahora está usted libre. ¿Quiere quedarse en la fiesta un rato más o prefiere irse ahora?
-No quisiera parecer descortés, pero preferiría irme cuanto antes.
-De acuerdo. Le llevarán ahora mismo.

Me acompañó hasta el coche, donde me esperaban mis primitivos guardianes.

-Bueno, Sánchez, siento que nos hayamos conocido en unas circunstancias no muy agradables para usted. Usted me cae bien.
-Usted no, Vianescu. Y no ha sido un placer conocerle.

Creí advertir una ligera tensión en sus mandíbulas, pero enseguida sonrió y me dio una palmada en el hombro.

-Disfrute de su libertad.

Volvió la espalda y se alejó en dirección a la fiesta.


Hube de soportar de nuevo la capucha, pero esta vez no tuve que tenderme en el asiento. El viaje de regreso me pareció interminable. Por fin el coche se detuvo, me hicieron bajar, me quitaron la máscara y desaparecieron sin decir adiós. Me hallaba en un descampado y a mi alrededor todo era oscuridad. Distinguí unas luces lejanas y corrí hacia ellas. Pronto alcancé las primeras calles. El lugar era desconocido para mí y por el tipo de edificios supuse que me encontraba en un barrio periférico. Eché a andar por las calles desiertas: tenía que encontrar un teléfono y llamar a Tracy. Busqué una cabina sin éxito y, al borde de la desesperación, divisé un rótulo luminoso. Era un pequeño bar y estaba abierto. Algunos parroquianos rezagados que jugaban a las cartas interrumpieron la partida para mirarme. El dueño, tras el mostrador, me miró con recelo. Hice caso omiso y me precipité sobre la barra:

-¿Puedo telefonear?

El tabernero pareció pensárselo y luego, sin pronunciar palabra, señaló un teléfono de pared. En la taberna se había hecho un gran silencio. Procuré controlar mis nervios y marqué el número de Tracy.




El Centro Informático de la Jefatura Superior de la Policía funcionaba ininterrumpidamente. A cualquier hora del día o de la noche podía ser necesario obtener un dato o realizar una identificación. Durante la noche el frenético ritmo de trabajo del Centro disminuía, así como el número de personas encargadas del servicio. El teléfono empezó a sonar a las tres y media de la madrugada en el despacho contiguo a la sala de ordenadores. Uno de los técnicos atendió la llamada.

-Delgado, es para ti. Voz de mujer.

Acompañó sus palabras con una sonrisa picaresca, dado lo avanzado de la hora. Se encogió de hombros el aludido y alegó ignorancia sobre la identidad de la comunicante, lo que de ningún modo convenció a su colega. Entró en la oficina, tomó el auricular y se identificó. Al otro extremo del hilo una voz femenina dijo:

-Hemos recibido el pedido de muñecas.

Delgado no dijo nada durante unos instantes y de inmediato su cerebro empezó a funcionar a velocidad similar a la de los ordenadores.

-¿Quiere repetir, por favor?

Con un titubeo, la voz repitió la frase. El técnico, marcando mucho las sílabas, contestó:

-Entonces las niñas serán felices.

Siguió un largo silencio.


-Tiene usted algo para mí, supongo -dijo Delgado.
-Sí, tengo un mensaje.
-Adelante, la escucho.

Cuando regresó a la sala de ordenadores su compañero le interrogó con la mirada. Estuvo a punto de contestar que le había llamado alguien de su familia, pero lo pensó mejor y dijo que era una amiga, lo cual satisfizo la curiosidad de su amigo, que ya no hizo más preguntas. Esperó unos minutos hasta que el otro estuvo concentrado en su trabajo, se sentó ante su monitor, pulsó algunas teclas y esperó. Sobre la pantalla aparecieron letras y números. Siguió tecleando. Por último pulsó INTRO y esperó. Le temblaban un poco las manos. Encendió un cigarrillo sin perder de vista el monitor. No tuvo que esperar demasiado: sobre la pantalla se inscribieron nuevos caracteres que leyó atentamente. Pero sólo cuando apareció la última frase y el ordenador enmudeció, Delgado notó que le faltaba la respiración. Esa última frase era también una instrucción, sólo que ahora era la máquina quien ordenaba.


                                                                         30

                                         MADRID, 13 DE SEPTIEMBRE, 4 HORAS.

El señor Osborne no pudo reprimir un pequeño sobresalto cuando el teléfono empezó a sonar. Contuvo con un gesto el movimiento instintivo de Silvia y alargó el brazo hacia el aparato. El señor Osborne había decidido permanecer despierto aquella noche y la ecuatoriana había insistido en acompañarle. Silvia no había conseguido tranquilizarse y deseaba que nadie llamara, pero parecía que sus deseos no iban a realizarse.

El señor Osborne levantó el auricular, escuchó durante unos segundos e inmediatamente colgó. Levantó la cabeza y su mirada se encontró con la de Silvia, ella percibió la tensión del hombre. El anticuario se levantó y se sirvió un whisky -el primero en muchas horas-, se acercó a la muchacha con una sonrisa descolorida en los labios y con voz clara ordenó:


-En marcha.

Minutos después el señor Osborne, vistiendo de nuevo el uniforme de piloto, conducía lentamente el Volvo a través de las calles semidesiertas. Durante el trayecto ponía en orden sus ideas, aunque ningún pensamiento era de orden afectivo: las perturbaciones emocionales de los últimos días se habían disipado en el momento de iniciarse la acción.

El empleado nocturno del hotel le entregó su llave sin mencionar para nada el problema del pasaporte. Una vez en su habitación, comprobó que la camarera había entrado a preparar el cuarto. Cerró con llave la puerta y corrió las cortinas. Se arrodilló ante la ventana y tiró con ambas manos de la rejilla que cubría el radiador. Una espesa capa de polvo tapizaba el receptáculo, signo inequívoco de que la doncella no había curioseado en aquel lugar. Allí había guardado el señor Osborne el paquete traído de Holanda. Deshizo rápidamente el envoltorio y durante unos segundos contempló su contenido. No era un arma especialmente construida para él, pero se había modificado sustancialmente el modelo de serie. Se había acoplado un visor telescópico de infrarrojos y adaptado para un tipo especial de munición capaz de perforar una pared maestra. Por lo demás, era en apariencia una manejable y atractiva carabina de competición. El hombre acarició las piezas y montó el arma, la palpó, la sopesó y se encaró la carabina, que se adaptó a su cuerpo como una mujer. Miró la hora y comprendió que no estaba sobrado de tiempo. Desmontó el arma, envolvió las piezas y guardó la munición en un bolsillo. Se acercó a la puerta y escuchó: en el exterior todo era silencio.


No se cruzó con nadie en el corredor. Un ascensor igualmente vacío le llevó hasta la última planta y por una escalera de servicio alcanzó la azotea. Salvó sin gran dificultad el último obstáculo -una puerta de hierro que abrió con una ganzúa- y se encontró en el techo del edificio. Soplaba un viento frío y sobre su cabeza el cielo era negro y las estrellas brillaban con violencia. Por un momento miró extrañado hacia arriba. Le pareció que las estrellas eran diferentes y no fue capaz de reconocer ninguna constelación. Sacudió la cabeza y avanzó entre un bosque de antenas y chimeneas hasta alcanzar el antepecho de la terraza. Miró ante sí y contempló las masas oscuras de los edificios y las luces parpadeantes por efecto de la neblina. Le pareció una ciudad impersonal y ajena, no diferente a otras. Por alguna razón le asaltó el pensamiento de que el arma que portaba tampoco era diferente a otras, ni él era diferente a otros, ni la vida podría ser nunca diferente a como fue. El señor Osborne volvió a sacudir la cabeza y oprimió con fuerza la carabina. Lentamente, mirando con atención hacia la calle, se desplazó siguiendo la balaustrada. Recorrió unos metros y se detuvo. Retrocedió unos pasos. Volvió a avanzar y permaneció unos instantes con la vista fija en algún punto lejano. Sacó del bolsillo de la chaqueta unos pequeños prismáticos y los enfocó en aquella dirección. En su rostro apareció una tenue sonrisa. Muy notable, pensó. Había motivos para sorprenderse: desde aquel preciso lugar, si se utilizaba el instrumento óptico adecuado, era posible distinguir un estrecho pasaje entre dos edificios. Pero si uno se movía a derecha o a izquierda, por poco que fuese, y variaba el punto de observación, el callejón desaparecía de la vista como por arte de magia.


El señor Osborne montó de nuevo el arma e introdujo en ella la munición. Sabía que no tendría oportunidad de hacer más de un disparo, todo lo más dos. Se apostó en el pretil y dirigió el arma hacia el callejón. A través del visor infrarrojo divisó un coche oscuro estacionado, medio oculto por un voladizo. Estimó que el pasaje tendría cinco metros de anchura. Inspiró profundamente y consultó su reloj. No conocía la hora exacta en que habría de actuar, pero daba por seguro que sería antes del amanecer. Descansó el arma, enfocó los binoculares y esperó. Ningún pensamiento extraño vino a perturbarle.


Comenzaba a insinuarse la claridad cuando el señor Osborne creyó percibir movimiento en el pasaje. Apuntó la carabina y a través del visor telescópico vio salir a un hombre de uno de los edificios. El individuo se movía con cautela: se detuvo en medio del callejón y giró la cabeza de un lado a otro, luego cruzó la distancia que le separaba del coche y desapareció en su interior. El señor Osborne no pudo oír ruido alguno, pero si vio como se encendían las luces del coche. Sus manos estaban húmedas y  algunas gotas de sudor rodaban por su frente. Permaneció inmóvil. Los faros del coche lanzaron una ráfaga que iluminó el extremo del callejón. Esta señal se repitió tres veces. Apareció entonces un hombre algo encorvado, cubierto con un abrigo o un impermeable blanco. El señor Osborne contuvo la respiración y curvó el dedo sobre el gatillo. Dos hombres armados flanqueaban al primero y los tres comenzaron a cruzar en dirección al automóvil. El señor Osborne vaciló una fracción de segundo y recordó fugazmente las extrañas estrellas, luego se maldijo a sí mismo y disparó. El estampido despertó un sinfín de ecos y en algún lugar ladró un perro. El hombre del abrigo blanco saltó hacia atrás y cayó de espaldas. Presintió más que vio a los guardaespaldas apuntando sus armas en dirección al destello y volvió a disparar sobre el hombre caído. No esperó a comprobar la efectividad del segundo proyectil y empezó a correr entre el bosque de antenas.

El hotel seguía desierto y silencioso. El señor Osborne avanzó con el arma en la mano. Llamó al ascensor y, mientras descendía, trató de adivinar cómo resolvería un eventual encuentro con algún huésped trasnochador o algún empleado. Si es un huésped, pensó, tal vez me confunda con un vigilante; si es un empleado... El señor Osborne deseó no tener que hacer uso de la escopeta otra vez. El ascensor le llevó hasta el sótano del hotel. Estaba en el área de cocinas y servicios. Se movió con rapidez, como si conociera previamente el terreno, hasta dar con la puerta de retirada de basuras. Manipuló los cerrojos, que no opusieron gran resistencia, y salió al exterior. Se hallaba en una calle lateral y no había nadie a la vista. Se quitó la chaqueta y envolvió con ella el arma. A pocos metros estaba estacionado el Volvo. Se instaló en el coche, inspiró profundamente y dejó escapar el aire con lentitud. Luego se secó el sudor de la frente, aceleró con suavidad y se alejó del hotel.


No tenía conciencia clara de por qué había vuelto al chalet. Debía permanecer en lugar seguro durante las horas restantes hasta poder abordar el avión de regreso. ¿Pero por qué en el chalet? No había razón ninguna para volver allí: todos los rastros habían sido borrados. Había descartado encontrarse con Silvia en el aeropuerto, pero en una ciudad había cientos de sitios donde esconderse durante unas horas. Desde luego el chalet era un sitio seguro o al menos lo había sido hasta entonces. Sin embargo, el señor Osborne sabía que la decisión de regresar obedecía a un oscuro y repentino impulso. Quizás tuviera alguna relación con el hecho de que, una vez finalizado el trabajo, no hubiera sentido la indiferencia -a veces satisfacción- que experimentara en otros tiempos en semejantes ocasiones. Por el contrario, le había invadido un inexplicable cansancio, una relajación no placentera, que le hizo parar el coche para darse unos segundos de tregua y meditar. Por último había resuelto volver a la casa, y ahora, cuando el alba extendía por las calles su luz imprecisa, permanecía inmóvil dentro del coche, a pocos metros del chalet, sin decidirse a entrar.

Bajó al fin del coche y caminó por la acera con paso firme, llevaba la carabina en la mano derecha con el cañón apuntando hacia el suelo. Ante la puerta de la casa se volvió a mirar al cielo: ya no había estrellas, la luz las había borrado. De pronto supo que, de alguna manera, su regreso se relacionaba con las estrellas que no supo reconocer. De otro modo, todo hubiera podido ser diferente. Pero ya nada sería nunca diferente.


El pequeño vestíbulo estaba oscuro. El señor Osborne lo cruzó y entró en el cuarto de estar. No encendió la luz. Había una suave penumbra que le permitió distinguir sobre la mesa la botella de whisky. Con la mano izquierda desenroscó el tapón y se sirvió un vaso; su mano derecha asía con fuerza el arma. Bebió un sorbo y, en ese instante, notó una presencia a su espalda. No oyó ni vio nada, pero comprendió que no estaba solo. Bajó la mano despacio y dejó el vaso sobre la mesa. Esperó un segundo, tal vez dos, y luego, con repentina celeridad, giró sobre sí mismo y abrió fuego. A tan corta distancia el primer proyectil abrió un boquete enorme en el pecho del primer hombre, que se desplomó con los brazos abiertos sin emitir un gemido. Después oyó muchas detonaciones que no procedían de su arma. Aún consiguió disparar dos veces más, pero las balas se perdieron en el techo. El señor Osborne cayó de rodillas. No sentía dolor alguno, sólo deseaba saber, quizás por pura deformación profesional, cuantos impactos había recibido. Intentó llevarse las manos al pecho, pero no lo consiguió y quedó tendido en el suelo sobre un costado. Alguien encendió la luz y el señor Osborne alzó la vista. Vio borrósamente a varios hombres. Uno de ellos se acercó, era un hombre rubio, con gafas de montura dorada y rostro aniñado. Sonreía levemente cuando, con precaución para no mancharse de sangre, empujó con un pie e hizo rodar el cuerpo sin vida del señor Osborne.






                                                                         31

                                                    A PROPOSITO DE MAHLER


El comisario Ferrer llenó cuidadosamente su pipa y apretó el tabaco con el pulgar. Todo ello de manera automática, ya que su atención estaba prendida en mi relato. Escuchaba con estudiada indiferencia, como correspondía a su profesión, pero no era difícil adivinar que seguía con interés el curso de mi historia. Resultaba curioso verlo allí, en el estudio, rodeado por los muchachos, en dura lucha con los muelles del sofá. Pero había sido él quien había insistido en celebrar la entrevista en el estudio de Tracy. Era la tarde del día 13 de septiembre.

-¿Le importaría repetir el mensaje? -pidió Ferrer.
-En absoluto -repliqué-. Decía textualmente:

CONTACTO: DELGADO, 7302235. CLAVE: HEMOS RECIBIDO EL PEDIDO DE MUÑECAS. DEBE CONTESTAR: LAS NIÑAS SERAN FELICES. SIGUE MENSAJE:
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-Entonces, después de darle muchas vueltas, llegamos a la conclusión de que el número que figura a continuación de Delgado era un número de teléfono.

-Comprendo. Y usted llamó.
-Sí. Mejor dicho, llamó Itciar, ya que estaba previsto que lo transmitiese Artemisa, o sea una mujer.
-Muy profesional. Pero dígame una cosa, ¿por qué llamó? ¿Qué le impulsó a llamar? En realidad fue un acto compulsivo, a ciegas, usted no tenía ni idea de lo que estaba haciendo.
-¿Qué hubiera hecho usted en mi caso? -pregunté a mi vez.
-Esa posibilidad no podría darse jamás -declaró Ferrer entornando los ojos.
-Bueno, eso es cierto. De todos modos intente comprenderlo, yo había descubierto que, después de todo, existía un mensaje en mi cerebro. ¡Tenía que intentar transmitirlo! Era la única cosa que podía hacer siguiendo mi propia iniciativa. No vuelva a decirme ahora que me he movido en una dirección determinada sin saber si favorecía una causa justa o injusta. Me da igual. Independientemente del bien o del mal, eso era lo que tenía que hacer. En cuanto a usted, no puede tener queja. Le he ayudado bien en sus manejos. ¿O no?
-Ha sido un modelo de colaboración -afirmó con la cabeza el comisario-. Pero sigamos, ¿cómo supo que el mensaje estaba realmente en su mente?

-Dicho ahora puede parecer un razonamiento descabellado. Fue una de esas asociaciones mentales repentinas, que si uno las analiza pierden toda consistencia, pero que si no se razonan resultan treméndamente reveladoras. Yo estaba allí, poniendo en marcha el tocadiscos del Gran Padre, asombrado de las coincidencias en torno a Mahler, cuando distraídamente leí el título del disco que tenía entre las manos: era la primera sinfonía de Mahler, también llamada Titán... ¡Titán! Sentí como un relámpago. ¡Había una referencia a Titán en el verso que Artemisa había copiado en su agenda! :... y siempre el tronco de árbol a cuestas del titán. Lo vi todo claro de pronto. No podía ser una coincidencia. Recordé entonces una frase de Calabor: "Cualquier cosa puede ser transmitida por la música si quien escucha sabe entender". ¿No era una referencia clara a la forma de descifrar el mensaje? En aquel instante tuve la certeza absoluta de haber encontrado la solución. ¡En la primera sinfonía de Mahler debía estar la clave para descifrar el mensaje! Temí que el viejo notara mi excitación. Pero no, estaba demasiado satisfecho con la magnanimidad que acababa de demostrar para preocuparse de otras cosas.
-Así que le soltaron sin más.
-Sí. Estaban convencidos de que era inofensivo.
-¿Qué ocurrió después?

-Tracy me recogió. Por suerte tenía aquí, en el estudio, una grabación de la primera de Mahler. Estábamos todos, los mismos que estamos ahora aquí, y antes de que yo les contase lo que me había ocurrido, puse el disco y comencé a escuchar. Al principio no ocurrió nada. ¿Conoce esa sinfonía? Empieza como un susurro, como un avance de barcos en la niebla. El susurro de interrumpe de pronto por el sonido de trompetas que anuncian algo inminente, algo que de momento no ocurre. Se oyen entonces dos notas que se repiten y evocan el canto de un pájaro en el bosque. La música se hace más fuerte y compleja sin concretarse en un tema. Vuelven las trompetas y se repite el canto del pájaro y, por fin, de esas dos notas surge un tema alegre como una canción infantil. En ese momento empecé a... no sé si oír, percibir o saber. No es fácil explicarlo. Sé que antes no había nada en mi mente y de pronto todo estaba allí. No tuve la sensación de recordar algo olvidado, me pareció que las palabras habían estado siempre en mi memoria. Entonces, como ya le he dicho, Itciar llamó. Y hasta aquí lo que sé, comisario. Después dormí catorce horas seguidas. Y ahora supongo que usted tendrá algo que decirnos.

Ferrer carraspeó y dedicó una mirada circular a su auditorio.

-Hay que reconocer que ha tenido usted suerte, Sánchez. Se ha escapado por los pelos. Todos ustedes son muy afortunados, verdaderamente. Debo admitir que Calabor me engañó. Debió prever que tanto yo como sus adversarios supondríamos que usted era un simple reclamo y actuaríamos en consecuencia. Como así ha sido. Lo que yo no supe ver es que Calabor había ejecutado una doble pirueta: usted, además de un cándido palomo, era realmente el emisario. Una jugada maestra, arriesgada, pero maestra, justo es reconocerlo. Sin embargo, en un plan de Calabor no suelen existir ambigüedades, por lo que sospecho que su misión tenía una doble finalidad. Había dos objetivos y ambos se cumplieron. El primero consistía en distraer a sus adversarios y usted los distrajo eficazmente. Lo que yo no acababa de entender era su elección. ¿Por qué usted? ¿Por qué había elegido Calabor a una persona frágil, no adiestrada, que hubiera podido fracasar en la misión? No podía entenderlo, sabiendo como sabía, que su elección había sido cuidadosamente considerada. Ahora creo saber por qué.

Hizo una pausa para encender la pipa. Nadie se movió, reinaba el más absoluto silencio.


-La gente en general no sabe que los servicios de inteligencia de muchos países dedican elevados presupuestos a la investigación de la conducta humana. Muchos avances en la teoría del comportamiento se deben precisamente a estas organizaciones. A veces, el prever una conducta es más interesante que saber disparar o colocar explosivos. Pues bien, una de las hipótesis más conocidas y manejadas en esos ambientes es la del Hombre Extraño. Se basa en la capacidad aleatoria de decisión que puede tener una persona normal en determinadas situaciones que no les son habituales. Se ha comprobado que la reacción de personas expertas en situaciones límite suele ser estereotipada y previsible. Por el contrario, un Hombre Extraño -es decir, una persona no informada, ajena al medio -, actúa, no según su experiencia, puesto que no la tiene, sino según su iniciativa, que es imprevisible. Calabor debió pensar en esto al escogerlo a usted. Ahora mismo justificaba usted una decisión porque era la única en la que actuaba "según su propia iniciativa". Un agente profesional hubiera sido fácilmente interceptado, y aún en el caso de que hubiera podido burlar el cerco, su manera de actuar hubiera sido previsible, computable. En cambio, nadie podía contar con su capacidad de improvisación. Estoy seguro de que Calabor no le dio ninguna norma al respecto.
-No. Sólo me dijo que en caso de emergencia utilizase el sentido común,
-¿Se da cuenta? Sentido común. Es decir: improvisación, iniciativa.
-Sin embargo -intervino Jaime-, Adrián pudo no actuar después de la muerte de Artemisa. Pudo entregarse a la policía o, sencillamente, esconderse y esperar.
-Pero no lo hizo. Existía ese riesgo, desde luego, pero también había un trabajo previo. Calabor estimuló su fantasía, sus ansias de emociones diferentes, en fin, todo eso. Creo que él sabía que usted no iba a abandonar.

-Por eso Calabor no le prestó ayuda -dijo Tracy.
-Exacto -asintió Ferrer-. Calabor no quiso interferir en su espontaneidad. Si sus adversarios hubieran detectado el más mínimo indicio de cobertura la farsa se hubiera venido abajo. Ellos pensaron lo mismo que yo: que usted estaba actuando por cuenta propia, metiéndose inconscientemente en terrenos peligrosos, impulsado por el terror a que le hicieran responsable de un crimen.
-Así fue en realidad.
-No del todo. Al principio sí, pero usted sabe que luego existieron motivaciones más personales, más en relación con sus poéticos anhelos de aventura.
-Tampoco olvide que usted, de manera no muy limpia, me forzó a seguir.
-Es cierto -Ferrer sonrió-. Y tal vez deba pedirle excusas. Pero se nos estaba echando el tiempo encima y después del episodio de la discoteca temí que usted claudicara. A propósito: también Calabor contribuyó al final.
-¿A qué se refiere?
-¿Quién cree que intentó convencerlos de que Artemisa no estaba muerta?
-¿Calabor?
-¿Quién si no? Nosotros no fuimos, o sea que sólo pudo ser él. Tal vez quiso introducir un elemento nuevo de desconcierto a modo de estímulo. El que la chica estuviera viva podía significar una nueva esperanza.
-Entonces, está realmente muerta...
-De eso no hay duda. En estos asuntos, como siempre, lo único real son los muertos.

Se produjo otro silencio. Daniel se removió inquieto en la silla:


-Ha dicho que el plan de Calabor tenía dos objetivos. El primero es que Adrián fuera un elemento de distracción. ¿Cuál era el segundo?
-Ser el auténtico mensajero -contestó el comisario-. Es posible que haya habido otros mensajeros falsos o quizás verdaderos. Tal vez mandaron varios con la esperanza de que al menos uno rompiera el cerco. No lo sabemos -se encogió de hombros -. No podemos saberlo todo. El hecho es que nadie imaginó que usted sería el auténtico.
-Pero no entiendo. Yo descubrí la clave por casualidad. ¿Que hubiera sucedido si no tropiezo con el disco?
-Posiblemente nada. O puede que Calabor hubiera hecho algo en el último momento. No lo sabemos.
-¿Qué va a ocurrir ahora? -preguntó de pronto Cortés-. ¿Van a detener a esa banda? ¿Quién pagará por las muertes? ¿Qué pasa con Aresti? ¿Quién es el Gran Padre?

Ferrer alzó exageradamente las cejas.

-Demasiadas preguntas, joven. Como le dije el otro día a Sánchez, mi trabajo no es encarcelar asesinos. Tampoco interesa remover demasiado estos asuntos, son temas delicados que escapan a mi competencia... y a la de ustedes. Les aconsejo que no compliquen más las cosas. Esas personas son conocidas, sabemos a qué se dedican y cuáles son sus negocios. En cuanto a los asesinatos, no tiene por qué preocuparse, Sánchez. Nadie va a acusarle de nada.

-¿Pero esos crímenes van a quedar impunes? -se asombró Cortés. Ferrer se encogió de hombros.
-Imaginaba algo así -dije-. Es mejor no insistir, Cortés. Ese mundo huele bastante a podrido.
-No es desde luego un mundo de valquirias como el suyo, Sánchez -dijo Ferrer sin inmutarse.
-Hay algo que aún no nos ha dicho -dijo Tracy-. El mensaje que transmitimos, ¿fue efectivo?

Todos nos volvimos a mirar a Ferrer.

-Sí, fue efectivo.
-¿Quiere decir que Blackfire no se realizó?
-Eso mismo.
-Bien, díganos, ¿qué era Blackfire?

Ferrer movió negativamente la cabeza y empezó a limpiar la pipa.

-Lo siento, pero no puedo decir más.
-¿Qué? -salté de mi asiento.
-Comprendo que es frustrante, pero no puedo revelar ni una palabra más sobre este asunto.

-Espere un momento, Ferrer, ¡necesito saber por qué me he jugado la vida! ¿No lo comprende? Si no consigo saberlo tendré toda la vida la sensación de haber sido un juguete, una marioneta. Creo que he colaborado con ustedes. Merezco esa recompensa.

Descubrí entonces que el rostro de un policía podía llegar a parecer amistoso.

-Es mejor que no lo sepa, Sánchez. Lea la prensa de mañana, de pasado mañana: encontrará conspiraciones, atentados, golpes de estado, quiebras, secuestros, contrabandos... Todo lo que constituye a diario la sucia actividad de este sucio mundo. Piense que alguna de esas noticias puede corresponder a Blackfire. ¿No cree que sería muy infeliz sabiéndolo?  Conserve una idea no demasiado contaminada de su aventura. Usted ha sido honesto con arreglo a sus principios y eso es lo que cuenta. Pretendió cruzar la frontera entre dos mundos y en parte lo consiguió. Pero esa frontera sigue existiendo y usted pertenece al mundo real; el otro, para usted, es mejor que siga siendo imaginario. Su aventura ha terminado: ahora nos toca a los profesionales limpiar el establo.

No supe qué responder. Ferrer se levantó, estrechó las manos de todos y salió apresuradamente. Miré con desconcierto a los chicos y tropecé con la mirada seria de Tracy. El muchacho se quitó las gafas y se frotó los ojos con ambas manos.

-Creo que Ferrer tiene razón -dijo-. Es mejor que el juego termine ya.

Le miré sorprendido, pero moví la cabeza afirmativamente. Acaso yo pensaba lo mismo. Entonces, por primera vez en mucho tiempo, me acordé del mar.





                                                                   EPILOGO


En el aeropuerto, mientras esperaba que anunciaran mi vuelo, intenté sin éxito aclarar mi situación con Marta.

-¿Para qué quieres que hablemos? Tu manía de analizar siempre ha estropeado las cosas.
-Lo sé, Marta, pero esto ha sido diferente. No ha sido un vulgar reencuentro, al menos para mí.
-Ni para mí tampoco, nunca había tenido tanto miedo de perderte.
-Y sin embargo nos volvemos a separar.
-De una forma muy distinta, reconócelo. Pero no quiero pensar en el futuro.
-¿Por qué?
-No quiero forzar los acontecimientos.
-¿No deberíamos volver a intentarlo?

-No. No de la misma manera.
-Entiendo. Quieres conservar tu libertad.
-Sí, Adrián, quiero ser libre y que tú también lo seas. Quiero que nos amemos en libertad.
-No suena mal eso que dices, pero me costará acostumbrarme otra vez a vivir sin ti.
-No vas a vivir sin mí. Y tampoco te vas al fin del mundo. Ahora adiós, Adrián.

Se colgó de mi cuello y me besó muy fuerte. Luego se desasió con brusquedad y se alejó de mí con paso rápido. A una cierta distancia se volvió y agitó la mano. Le contesté de la misma manera y me uní a los pasajeros que avanzaban hacia la puerta de embarque. Todavía me volví una vez más a mirarla, pero la riada de gente ya la había ocultado de mi vista.

Mientras el avión se elevaba pensé en el regreso y no me pareció indeseable. Me gustó la idea de reanudar mis clases, escribir novelas y pasear junto al mar. Tampoco era tan malo ser un tipo corriente al que nadie busca por asesinato. En poco tiempo esta aventura se convertiría en un sueño y yo mismo pondría en duda su realidad.

-Buenas tardes, mi querido amigo.


El cinturón de seguridad impidió que me pusiera en pie de un salto. ¡Aquella voz! Me volví hacia mi compañero de viaje: tal y como había temido aquel hombre tenía un ojo de cristal.

-¡Calabor!
-Tiene un magnífico aspecto, Adrián. Un poco magullado, pero le encuentro desbordante de satisfacción.
- Por todos los demonios, ¿qué hace aquí?
-Viajar, lo mismo que usted -rió suavemente Calabor.
-¡Usted! -grité con voz ahogada-. ¡Usted me engañó, me utilizó, me...!

Alzó Calabor su mano mayestática.

-No le engañé en absoluto. Tal vez no le dije demasiadas cosas, pero no le mentí. Hicimos un trato que, por cierto, usted ha cumplido perfectamente.
-Ah, ya entiendo. Está aquí para felicitarme, ¿no es eso? Pues puede podía haberse ahorrado la molestia.
-Le hablo en serio, Adrián. ¿Quién sabe si volveremos  a colaborar en el futuro?
-¡Ah, no, eso si que no! Ni se le ocurra. Está visto que no he ahuyentado del todo los fantasmas. Escuche -le apunté con un dedo-: Usted no existe, es una sombra, una fantasía, la invención de un novelista loco. Hágame un favor, compórtese como un pasajero más. Hábleme del tiempo, de fútbol, del gobierno, de lo que quiera, pero hábleme de cosas vulgares, por favor, cuanto más vulgares, mejor.


Calabor dejó oír su risa armoniosa.

-De acuerdo, de acuerdo. Como usted prefiera.

Inmediatamente, y en franca contradicción con lo anterior, deseé hacerle una pregunta.

-Espere un momento. Dígame una última cosa. ¿Qué sabe de Lucía?
-Ah, Lucía -Calabor me miró con expresión burlona-. ¿Qué podría decirle? Ella fue una colaboradora circunstancial, como usted, y una vez finalizado el trabajo no suelo mantener un contacto permanente con mis colaboradores. Ahora bien...
-¿Qué?
-Lo último que me dijo es que le había fascinado su pequeño pueblo, su paisaje, sus costumbres. Creo que añadió que tenía intención de volver un día u otro, cuando todo hubiera terminado.

No contesté y me volví a mirar por la ventanilla. El sol brillaba con fuerza en el exterior y el avión se deslizaba suavemente por un cielo sin nubes. Me pareció que eso ya lo había dicho antes. No me inquieté demasiado: era probable que algunas cosas se repitieran en los próximos tiempos. A lo cual, por cierto, no iba a oponer yo el más mínimo reparo.

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