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28
MADRID,
12 DE SEPTIEMBRE, 22,30 HORAS.
El señor Osborne
había estado poco comunicativo durante toda la tarde, sin que los intentos de
Silvia de entablar conversación hubieran tenido el menor éxito. Y lo que era
más sorprendente: no había bebido una sola gota de whisky. Era difícil
discernir si estaba o no preocupado, su rostro no reflejaba emoción alguna y
sus ojos muy azules tenían una engañosa vacuidad senil. Pero Silvia había
aprendido a captar pequeños matices y aquella noche percibía en él una actitud
tensa. Y se sentía intranquila. Era consciente de que no debía preguntar ni
aludir a ningún tema concreto, ese era el trato, pero no le parecía justo. Si
existía algún peligro real, alguna amenaza inminente, era preferible saberlo.
Cualquier cosa mejor que la incertidumbre.
Sin
previo aviso el señor Osborne abandonó su mutismo.
-Ya
no habrá que esperar mucho tiempo. Dentro de unas horas todo habrá terminado.
Silvia
no dijo nada y esperó.
-Todo
depende de una llamada, una simple llamada telefónica. Si no se produce... - El
señor Osborne pareció meditar-. En fin, si no se produce esa llamada, este
viaje habrá sido lo que aparentaba ser: un pequeño viaje de placer, unas cortas
vacaciones. Pero si ese teléfono empieza a sonar -miró a Silvia con dureza-,
nos separaremos en el momento en que empiece la acción. Había pensado que
esperases aquí con el niño, es un buen refugio y probablemente estuvierais a
salvo. Pero no quiero correr ningún riesgo. Mañana a las 9,30 hay un vuelo directo
a Bruselas; debes tomarlo y regresar. Con toda seguridad yo me reuniré contigo
en el aeropuerto y cogeré ese mismo avión, pero si me retraso o no aparezco, no
me esperes.
-¿Cuándo
nos separaremos?
-En
cuanto esté decidida la acción. El niño y tú iréis directamente al aeropuerto y
esperaréis la salida del vuelo. Será más incómodo, pero sin duda más seguro.
La
muchacha se sintió dominada por el miedo y también advirtió que no temía sólo
por ella. Desde el principio había descargado en él sus inquietudes, no sabía
bien por qué, pero a su lado se sentía segura. Y ahora, en el momento más
crítico, el señor Osborne aparecía ante sus ojos como el anciano indefenso que
acaso en realidad era.
-¿No
hay otra alternativa mejor? -preguntó.
-No,
no la hay.
-Entonces
será mejor que tenga listas mis cosas.
Movió
la cabeza afirmativamente el señor Osborne y durante unos segundos ambos se
contemplaron en silencio. Luego el anticuario volvió a perderse en sus oscuras
meditaciones.
29
EL
HOMBRE DE MODA
Me
costaba un gran esfuerzo mantenerme en pie, tenía una desagradable sensación de
debilidad y me asaltaba un vértigo recurrente. Descubrí un lavabo y me mojé las
sienes y la nuca, luego bebí agua en el cuenco de las manos. Me sentí mejor y
me arriesgué a abandonar la sujeción de las paredes. Caminé hacia la ventana,
cuya imagen se había convertido en un puerto de esperanza. Aspiré la fragancia
de los pinos y dejé que la brisa me acariciara. A punto de saltar me di cuenta
de que la puerta de la habitación estaba abierta. Después de todo no sería
preciso utilizar la ventana.
Nadie
me impidió abandonar el pabellón. El exterior estaba oscuro, aunque se veían
luces en la dirección de la casa grande. La música sonaba con mayor intensidad
y me pareció oír voces aisladas. Me planteé por primera vez cómo escapar de la
finca. Por descontado la puerta principal estaría vigilada, pero debía existir
una puerta de servicio o algún lugar de la tapia que pudiese escalar. Resolví
seguir un sendero que me pareció el mismo por el que habíamos llegado. Eché a
andar y traté de avanzar oculto por los árboles de la linde del camino, pero no
sirvió de mucho esta precaución. Había avanzado escasos metros cuando una
potente luz me enfocó directamente a los ojos y una voz familiar me conminó:
-No
se mueva, no intente escapar.
Eran
mis viejos guardianes. Me cubrí la cabeza con las manos y murmuré resignado:
-Está
bien, no me moveré, pero aparte esa luz.
-Andando,
le esperan.
-¿A
mí? No puedo creerlo. ¿No se tratará de un error?
-Siga
andando.
-Ya
voy, ya voy. No me encuentro muy bien, ¿sabe? Ha debido sentarme mal algo.
El
gorila me miró con asombro, pero no hizo ningún comentario. Me dejé llevar
hacia la casa grande. Era un edificio blanco, macizo y sin gracia, si se
exceptuaba una especie de mirador circular en el segundo piso que rompía la
monotonía del caserón. Sobrepasamos lo que parecía ser la entrada principal y
nos dirigimos hacia la parte posterior, de donde provenía la música y la mayor
iluminación.
A
mis ojos se ofreció un espectáculo deslumbrante. En torno a una piscina de
contornos abstractos y transparentes aguas verdosas se movían, conversaban,
nadaban o bailaban no menos de cincuenta personas. A un lado se extendía una
inmensa pradera de césped que contrastaba con la sobriedad montaraz del campo
circundante. En un ángulo, sobre un kiosco de música, actuaba un conjunto de
rock. Se veían severos esmóquines, lujosos trajes de noche, largas túnicas de
sugestivas transparencias y, en contraste, espléndidas ninfas semidesnudas que
se arrojaban alborotando a la piscina. Ristras de farolillos de papel se
cernían sobre las cabezas de los bailarines como un ingenuo techo de luz. Todos
sonreían y parecían felices, incluyendo a los camareros que se desplazaban etéreos
entre la gente ofreciendo la mercancía de sus bandejas. Estaba tan
desconcertado que mis amigos tuvieron que obligarme a seguir. De pronto me
preocupó el aspecto deplorable que yo debía presentar, pero ya algunas personas
se habían percatado de mi presencia y, de entre ellas, vi que se destacaba el
rumano Vianescu.
-¿Qué
tal se encuentra, amigo? Veo que ya está recuperado-. Despidió con un gesto a
los matones-. Venga por aquí, estoy seguro de que necesita comer algo.
Sin
esperar respuesta me tomó del brazo y llamó a un camarero que se acercó
velozmente. Personas desconocidas, de rostros curiosos, se acercaban a mí.
-El
señor Sánchez está agotado y necesita comer -explicó Vianescu. Luego, señalando
a la bandeja, me informó-: Mire, estos emparedados de foie son excelentes, coja
uno, o mejor dos, eso es. Le recomiendo también estos canapés de salmón fresco;
en cambio el caviar no es de lo mejor y no creo que le sentase nada bien en su
estado actual.
El
rumano iba acumulando comida en un gran plato que yo sostenía estupefacto. Otro
camarero vino a aportar nuevas viandas.
-A
ver que tenemos aquí. Ah, tortilla de patatas y jamón ibérico. Esto si que le
conviene, Sánchez, alimentos sencillos de fácil digestión. Le serviremos un
buen plato. Pero empiece a comer, hombre, no le dé apuro, tiene que
recuperarse. Caramba, perdóneme, me había olvidado de la bebida. ¿Qué le
vendría bien, un whisky? No, claro, usted no bebe whisky. Entonces vino, creo
yo, precisamente están sirviendo un Borgoña muy agradable. ¿O prefiere Rioja?
Bueno, este mismo. Tenga, sosténgalo con
la otra mano.
Pensé
si no estaría todavía bajo los efectos de la droga. Tal era la sensación de
irrealidad que me embargaba. Pero Vianescu tenía razón: no había tomado
alimento en todo el día y estaba a punto de desfallecer. Empecé a engullir
comida ante la mirada sonriente de aquellas personas que se ofrecían a
sujetarme la copa de vino y me brindaban nuevas exquisiteces.
-Bueno,
¿está en condiciones de seguir? -preguntó Vianescu-. Perfecto. Deje ahí su
plato y traiga consigo su copa. Quiero que conozca a algunos amigos.
Conforme
avanzábamos hacia el núcleo central de la fiesta, la gente se volvía a mirarme
y los más audaces pedían ser presentados.
-Vianescu,
preséntenos, por favor.
-Está
bien. Mire, Sánchez, estos son... ¡Qué diablo, preséntense ustedes mismos! No
pretenderán que recuerde todos los nombres.
Ellos
sonreían y daban sus nombres y estrechaban mi mano como si yo fuese una
celebridad.
-Yo
fui amiga de Artemisa -dijo una mujer.
-¿Sabe
que no ha muerto?
-¿No?
¿Y aquel cadáver?
-Era
un cadáver falso.
Vianescu
se reía ladinamente de mis palabras, que sin duda empezaban a contagiarse del
ambiente.
-No
se ría usted, Vianescu. Tengo pruebas de que Artemisa vive.-El rumano seguía
sonriendo y me invitaba a seguir.
-No
se pare demasiado con estos. Es gente de medio pelo, recién llegados que
probablemente hoy disfrutan de su primera invitación y ya se creen con derecho
a figurar.
-¿Por
qué quieren conocerme?
-¿Cómo
que por qué? ¡Es usted el hombre de moda, Sánchez! Pero no les haga mucho caso,
a no ser que quiera acostarse con alguna jovencita. Si le apetece, dígamelo y
le arreglaré una cita. Ellas estarán encantadas.
Era
inútil preguntar, empezaba a dudar de mi propia coherencia. Aquello no encajaba
en absoluto con todo lo anterior.
-Un
momento, quiero que el Dr. Reuber le examine.
-Está
totalmente recuperado -dijo el alemán después de tomarme el pulso.
-¿Es
usted doctor?
-Bueno,
eso depende -. Reuber dejó oír una risa cascada.
-En
su especialidad, lo es -dijo Vianescu.
-No
soy médico, si es eso lo que usted pregunta, pero soy un experto en explorar la
mente humana.
-¿Y
qué ha encontrado en la mía?
-Nada,
mi querido amigo, absolutamente nada. No hay nada oculto en su mente, puedo
asegurárselo.
-¿Está
seguro?
-Por
completo -aseveró Reuber mirando de reojo al rumano-. Si hubiera habido algo,
usted nos lo hubiera dicho. La dosis de droga que ha recibido...
-Ha
estado a punto de matarme.
-Bueno,
no se excite -dijo Vianescu-. Ya ha pasado todo. Lo importante es que nunca
existió ese mensaje subconsciente.
-¿Y
de qué manera me afecta ese descubrimiento?
-De
una manera no desfavorable -Vianescu sonrió enigmáticamente-. Pero sigamos,
recuerde que esto es una fiesta y usted uno de los principales invitados.
-Más
que un invitado, soy en realidad algo así como el ternero de dos cabezas o la
mujer barbuda, ¿no?
-Es
usted gracioso, Sánchez -rió Vianescu.
Nuevas
gentes me rodearon y me asediaron a preguntas. Una chica joven, de cara anodina
y no desagradable cuerpo, generosamente exhibido, me invitó a bailar. Acepté y
nos dirigimos a la gran pista de baile. Era una pieza lenta y la muchacha se
pegó a mi cuerpo e inició un experto frote ondulatorio en algunos puntos. Pero
no estaba yo en mi mejor momento erótico. Separé a la chica con brusquedad y le
pregunté:
-¿Cómo
te llamas?
-
Amalia
-Bueno,
Amalia, ¿qué haces tú aquí?
-¿Qué?
Estoy en la fiesta.
-Ya
veo, pero ¿a quién conoces? ¿Quién te ha traído?
-He
venido con Guillermo. Me ha traído Guillermo.
-Guillermo,
muy bien. ¿Y quién es Guillermo?
-¿No
le conoces? Pues es uno de los importantes.
-Te
creo. ¿Cuál es su apellido?
-No
lo sé -dijo Amalia desconcertada-. Nunca se lo he preguntado.
-
Amalia, ¿crees que estás entre amigos?
-Claro,
vaya pregunta.
-¿No
crees que algunos puedan ser unos asesinos?
-¡Asesinos,
qué cosa tan terrible!
-Pues
lo son. Hace poco han estado a punto de matarme.
-¡Qué
horror, no puedo creerte!
-Pues
es cierto, te lo juro. Yo mismo llamaría a la policía si no me vigilaran tan de
cerca. Pero podrías hacerlo tú. ¡Tú podrías llamar a la policía!
-¡No,
no puedo hacer eso! -Era evidente que a la muchacha ya no le agradaba mi
presencia.
-¿Por
qué no?
-No
le gustaría al Gran Padre.
-¡¿A
quién?!
Una
ráfaga de miedo cruzó por el semblante de Amalia, que se desasió de un tirón y
se escabulló entre la gente. Miré en derredor y encontré aquellas malditas
expresiones risueñas. Comprendí que estaba llegando al límite de lo humanamente
soportable. Con voz alterada me dirigía a ellos:
-¿Lo
habéis oído? No le gustaría al Gran Padre. Eso es lo que ha dicho. ¿Y quién es
el Gran Padre, me lo podéis explicar?
Era
obvio que mis preguntas resultaban inconvenientes, pero no me arredré y me
acerqué a un tipo bajito, de ojos huidizos y pelo refulgente pegado al cráneo.
Le tomé por una solapa de su chaqueta de seda y grité:
-Tú,
enano repugnante, ¿me dirás quién es el Gran Padre? -Le aparté a un lado y me
encaré con una dama que me miraba con prevención -: Y usted, señora mía, ¿sabe
que está entre asesinos? ¿Lo saben todos ustedes? ¿O son todos iguales?
Apareció
enseguida Vianescu y me sacó de allí.
-Se
está pasando, Sánchez -dijo en tono agrio.
-Dígame,
Vianescu, ¿es temible el Gran Padre?
-¡Cállese!
Ya ha dicho bastantes tonterías. Compórtese como una persona normal.
-¿Y
si me niego?
-Tal
vez prefiera entonces volver a la celda.
Aún
respiraba agitádamente e hice un esfuerzo para serenarme.
-De
acuerdo, me portaré bien.
-No
me haga pensar que le he sobrestimado. Creí que era usted un hombre curioso,
con ganas de aprender cosas interesantes.
-No
se equivoca.
-Pues
tenga paciencia. Todo aprendizaje es lento, no lo olvide. ¿Ve aquella pareja?
Seguro que los reconoce.
Miré
en la dirección que me indicaba Vianescu y descubrí a Franco Dalessio y a
Silvana Scampi. Dalessio me pareció más viejo que en las fotografías y quizás
un poco más bajo. La sonrisa era encantadora y el esmoquin blanco impecable. Su
rostro estaba delicadamente maquillado, una sombra de color siena acentuaba la
oscuridad de sus ojos y los labios, demasiado gruesos tal vez, brillaban con
suavidad. La fragancia de su perfume evocaba el incienso. Sus gestos y ademanes
resultaban un poco excesivos, sin perder en ningún momento una innegable
elegancia natural. De Silvana Scampi lo primero que llamaba la atención eran
sus ojos rasgados, inmensos y transparentes; después uno podía ya considerar su
cuerpo largo, de caderas suaves y anchos hombros, un cuerpo de nadadora
olímpica que movía con la sensualidad de una pantera. Un examen más minucioso
descubría pequeños haces de arrugas en las sienes y en el cuello, y uno podía
cuestionarse si la deslumbrante negrura de su pelo no sería hija de la
cosmética.
Me
invitaron a sentarme junto a ellos y comenzaron a hablarme como si fuese un
conocido de toda la vida. Pero a esas alturas ya estaba yo familiarizado con
ese tipo de cosas. Apenas si participé en la conversación, me sentía exhausto y
profundamente desmoralizado, harto de aquella absurda puesta en escena.
Dalessio hablaba de barcos y yo procuraba asentir o negar de vez en cuando con
pequeños movimientos de cabeza. A mi alrededor continuaba la fiesta. En la zona
de baile se celebraba un concurso de tangos. Alguien había caído vestido a la
piscina y algunas personas seguían alborozadas su ejemplo. En el comienzo de la
arboleda cinco elegantes varones hacían pis al unísono, jaleados por un número
equivalente de damas, en lo que parecía ser una competición de potencia
miccional. Otros seres solitarios, con aspecto de estar perdidos en el
universo, vagaban por los senderos de piedra y camareros incesantes y ubicuos
surcaban el espacio con sus bandejas plateadas. En ese momento Dalessio decía:
-...
porque ya no somos tan jóvenes y para navegar a vela es necesario estar en
forma. ¡Ja, ja! Antes que no me hablaran de yates de recreo, pero ahora... ¿No
está de acuerdo, caro?
Observé
consternado al italiano durante unos segundos.
-Oiga,
Dalessio, todo eso que me cuenta es encantador y le aseguro que en otro momento
disfrutaría hablando de barcos con usted. Yo también tengo un barco, ¿sabe?
Nada del otro mundo, un barco pequeño, pero muy marinero. Y amo el mar tanto
como usted pueda amarlo a bordo de sus fastuosos yates, al fin y al cabo es el
mismo mar, ¿no? Sin embargo... sin embargo me gustaría, desearía, que alguien me
explicara qué estoy haciendo aquí. Es muy importante para mí. ¡Necesito saber
qué está pasando!
-Pero,
amigo mío, usted es un invitado a esta fiesta -dijo Silvana poniendo su mano en
mi brazo.
-Eso
me han dicho. Todo el mundo lo dice. ¿Pero por qué, por qué? ¿Pretenden que me
vuelva loco? ¿Creen que puedo olvidar que hace unas horas he estado a punto de
morir? -Se me agarrotaban las palabras en la garganta. Apreté los dientes y
miré hacia otro lado-. Estoy cansado, muy cansado.
-Eh,
vamos, no se ponga triste. Necesita una copa.- A una seña de Dalessio tuve ante
mí una variada colección de bebidas. Escogí un vaso al azar.
-Ecco,
ahora se sentirá mejor. Es mejor no preguntar. ¿Para qué? Está usted bien, ¿no
es cierto? Nadie le molesta. Disfrute de la noche. Es una noche hermosa, la
temperatura es suave, el aire huele a flores. ¡Mmmm! Aspire profundo, cosi.
¿Le gusta Silvana? Está bellísima esta noche. ¿Por qué no baila con ella y la
estrecha entre sus brazos? No se entristezca, se lo ruego. Nadie debe estar triste
en una noche tan maravillosa.
Su
rostro reflejaba una profunda desolación y su interés por mi felicidad no podía
parecer más auténtico. Me cubrí la cara con las manos y traté desesperádamente
de no pensar en nada.
-Hábleme
de Artemisa, entonces -dije al fin.
-Oh,
bueno -Dalessio chasqueó la lengua-. Se empeña en hablar de cosas tristes.
Pobre Artemisa, todos la queríamos. ¡Hemos sentido tanto su muerte!
-¿Por
qué murió? ¿Por qué tuvo que morir?
-¿Por
qué se muere, por qué? Artemisa era una mariposa de vida fugaz. Y un día se
extinguió como una flor.
Tuve
que hacer un esfuerzo para no aplastar la nariz de aquel inmundo comediante.
Sonreí al formular mi siguiente pregunta:
-¿Quizás
Artemisa se enfrentó con el Gran Padre?
Dalessio
se sobresaltó.
-Bien,
es...
Reapareció
Vianescu en ese instante y Dalessio recuperó la sonrisa.
-Me
llevo a nuestro invitado -dijo el rumano-. Quiero que conozca a otra persona.
-Pero
resulta que yo no quiero conocer a nadie más -declaré con resolución.
Pero
bastó un cambio de tono en la voz de Vianescu para que capitulara.
-Vamos,
muévase y no me haga perder el tiempo.- Le seguí sin rechistar y Vianescu me
palmeó la espalda como a un perrito-. Tenga paciencia, estamos cerca del final.
-¿Cuál
es el final, la muerte?
-Sea
cual sea, está cercano.
Afronté
el siguiente grupo de invitados con expresión indiferente, resignado a escuchar
las mismas banalidades, pero esta vez me esperaba una sorpresa. Había un hombre
alto y fornido, de rostro aniñado y voz poderosa, que acaparaba la atención de
un grupo de gente. Hablaba muy alto y reía de sus propias ocurrencias. Cuando
me vio llegar enmudeció y, sin demasiados miramientos, apartó a las personas
que le rodeaban y vino a mi encuentro.
-Adrián
Sánchez, supongo.
-Sí.
-Soy
Carlos Luis Aresti -me tendió la mano-, estaba deseando conocerle.
Mi
mano quedó congelada en el aire.
-¿Aresti?
¿Usted es...?
-El
director de El Diario, en efecto.
-Pero
entonces... -miré a Vianescu que sonreía con placer.
-Les
dejo un momento -dijo-. Charlen de sus cosas.
-Le
sorprende verme aquí, ¿verdad? -dijo Aresti.
-No
acabo de entenderlo. En El Diario se publicó... ustedes sugirieron las posibles
conexiones de la muerte de Artemisa.
-Sí,
todo formaba parte de la misma estrategia, una especie de antídoto. Nosotros
dijimos algunas vaguedades que todo el mundo conoce -especialmente la policía-,
para así alejar cualquier sospecha. De ningún modo hubiéramos profundizado en
el tema.
-Por
supuesto Itciar y Cortés no sabían nada de esto.
-Evidentemente,
Sánchez, evidentemente. Usted y su grupo de amigos han estado jugando a
detectives y han estado a punto de quemarse los dedos. Por fortuna nuestra
común amiga Itciar decidió en el último momento confiarme los papeles de
Artemisa.
-¡Itciar
le entregó los papeles!
-Así
lo habían acordado, ¿no?
Era
cierto, no había nada que reprocharle a Itciar. Sólo que ahora ya estaba todo
perdido. Había conservado la remota esperanza de que los documentos pudieran
servirme de ayuda en el último momento. Ahora era el fracaso absoluto. Oí tras
de mí la voz de Vianescu.
-¿Está
preparado, Sánchez?
-¿Preparado?
¿Para qué?
-Arriba
ese ánimo, hombre. Es un honor -dijo Aresti.
-¿Pero
a qué se refiere?
-No
todo el mundo lo conoce -. Dalessio y Silvana se habían acercado y sonreían.
-¿De
qué hablan? Dígamelo, Vianescu.
-Hablan
del Gran Padre. Quiere verle a usted.
-¡Ah,
al fin el misterioso Gran Padre!
Procuré
darle un tono jocoso a mis palabras, pero el anuncio de Vianescu me produjo un
repentino vacío en el estómago. El rumano no se dejó engañar.
-Vamos,
no se preocupe. Es sólo un momento.
El
vestíbulo de la casa no era demasiado grande, pero acumulaba una cantidad
sorprendente de objetos valiosos. Igual ocurría con el salón, pero el conjunto
resultaba frío como un museo. Al fondo de la sala distinguí el inicio de una
escalera de caracol. Subimos al piso superior y comprendí que nos hallábamos en
el mirador circular. Había ante nosotros una gran puerta de madera que el
rumano abrió sin llamar.
-Entre.
Avancé
unos pasos en el interior de la habitación y la puerta se cerró tras de mí.
Vianescu me había dejado solo. No es que la compañía de aquel tipo me agradase,
pero había desarrollado hacia él un sentimiento de sumisión. Su ausencia,
ahora, me hacía sentirme indefenso.
La
habitación era circular. Muebles antiguos dispuestos de manera anárquica
llenaban en exceso la estancia creando una sensación de agobio. Las ventanas
estaban cerradas y hacía calor, el aire estaba enrarecido. La única luz
provenía de una lámpara de pie que difundía un tenue resplandor amarillento. Se
oía música a muy bajo volumen. Permanecí quieto sin saber qué hacer.
-No
se quede ahí parado. Acérquese.
Me
sobresalté. La voz fina y aflautada provenía de un sillón de respaldo alto,
vuelto hacia uno de los ventanales. Me aproximé con paso inseguro. Perdido en
las profundidades de la butaca había un viejecito pequeño y consumido, de
cabellos blancos y mirada acuosa. Estaba correctamente vestido con traje gris y
corbata oscura, y tenía cubiertas las rodillas con una manta. Olía suavemente a
lavanda. Todo en él emanaba pulcritud.
-Siéntese
ahí -señaló una silla-. Supongo que tendrá calor. Yo, sin embargo, tengo
frío, siempre tengo frío.
Me
senté frente al anciano sin hablar.
-Le
ruego que no fume, si es posible.- Tenía el cuello reseco y arrugado y la
camisa parecía estarle demasiado grande-. ¿Quiere tomar un coñac?
Negué
con la cabeza y el anciano continuó:
-Me
han prohibido el tabaco y el alcohol. Lo primero lo respeto y ya casi ni me
cuesta. En cuanto a lo segundo, tomo de vez en cuando una copa de coñac. Siendo
coñac bueno no creo que me haga demasiado mal.
Con
mano vacilante tomó una copa de una mesita baja de mármol y dio un breve sorbo.
Me miró unos segundos y asintió repetidamente con la cabeza.
-Por
lo general detesto conocer gente nueva, pero en su caso he hecho una excepción.- Inclinó la cabeza e
hizo una larga pausa-. Me han dicho que es usted profesor de literatura. Por
eso he querido conocerle. No es habitual encontrar a un intelectual en estos
asuntos.
-Muy
bien, ya me conoce.- No sabía si el viejo quería ser irónico o hablaba en
serio-. ¿Qué más quiere?
-Quería
preguntarle algo. Me gustaría saber por qué se prestó a realizar este trabajo.
Cerré
los ojos y sonreí.
-¿Sabe?
De un tiempo a esta parte todo el mundo me pregunta lo mismo.
-¿Y
conoce usted la respuesta?
-No
lo sé muy bien -fijé mi mirada en los ojos turbios del Gran Padre-. Puede que
por curiosidad. Quería conocer un mundo diferente.
-Y
ahora que lo conoce, ¿qué le parece? ¿Lo encuentra despiadado?
-Despiadado
es un calificativo benévolo.
El
viejo emitió unos sonidos ásperos que me sobresaltaron. Tardé en comprender que
se estaba riendo.
-Claro,
claro, aunque por supuesto no es así. Usted sólo ha conocido el aspecto
negativo.
-¿Es
que hay aspectos positivos?
-Desde
luego. Nosotros trabajamos por el bien de la humanidad.
De
nuevo pensé que aquel hombre se burlaba, pero no había atisbo de sarcasmo en
sus palabras.
-No
me haga reír.
-No
espero que lo comprenda -dijo el anciano-. No debe ser fácil en su situación.
Además los años me han demostrado que la experiencia del poder es muy difícil
de comunicar y rara vez es perfectamente entendida. No obstante, trataré de
explicárselo.
Bebió
un poco más de coñac y se arrebujó en la manta.
-Las
sociedades humanas han perseguido siempre el bien común, sin entender muy bien
en qué consistía y sin saber cómo lograrlo. Lo que es bueno para la comunidad
con frecuencia no lo es para algunos y viceversa. Nunca llueve a gusto de
todos. Sin embargo, el bien común es un objetivo necesario para el desarrollo
de los pueblos. ¿Cómo resolver el problema? Lo más fácil es dárselo resuelto a
las comunidades en vez de esperar a que ellas lo resuelvan. Siempre es más
fácil ponerse de acuerdo entre unos pocos, que esperar a que lo haga una
multitud. Por tanto hay que conseguir que las colectividades acepten el bien
común como aceptan la lluvia o la sequía, el verano o la primavera. Es decir,
como algo que les viene dado.
-Es
decir -dije-, con un absoluto desprecio por su libertad.
-Absoluto
no -corrigió el Gran Padre-. Todo lo absoluto es indeseable. Por eso la
libertad absoluta, como la verdad absoluta, es también negativa. Si el poder
residiera verdaderamente en el pueblo y sus derivados -parlamentos, asambleas,
etc. -, aún estaríamos en la edad media. Por tanto, lo más adecuado es que
exista una libertad relativa bajo la supervisión de la élite rectora. Es el
concepto de elite lo que quiero hacerle ver.
El
tono dialogante del extraño personaje me había envalentonado y dije con
irritación:
-Perdone,
pero yo no quiero ver nada. Esta conversación es grotesca, tiene que admitirlo.
Estoy aquí en contra de mi voluntad y le supongo al tanto de que he sido
apaleado, torturado y drogado. Después me piden que participe en una fiesta
absurda y por último se empeña usted en que mantengamos una discusión
político-filosófica que no me interesa nada. Dígame si no resulta grotesco. Aún
no sé qué va ser de mí y a usted no se le ocurre otra cosa que glosarme las
excelencias del fascismo.
Guardé
silencio un poco alarmado, pero el viejo se limitó a fijar en mí su mirada sin
brillo.
-Le
ruego que no se impaciente. Ya verá como el esfuerzo no queda sin recompensa.
Ha identificado como fascistas mis argumentos y ha caído en un error muy común.
A menudo la elite es tildada de fascista. Últimamente todo lo que no es popular
se califica alegremente de fascista. Pero el fascismo es algo muy reciente,
mientras que la élite es tan antigua como la humanidad. Yo estoy en contra del
fascismo porque tiende a no respetar la libertad de pensamiento y expresión.
Por el contrario, pienso que hay que dejar que el ciudadano exprese libremente
sus ideas mientras no perturbe el Orden. Pero hay que estar por encima de las
ideas. No se puede conducir el mundo con las ideas del pueblo. Paradójicamente
los pueblos necesitan ser gobernados por encima de sus ideas... para que esas
ideas puedan existir.
-¿Y
que ocurre cuando está amenazado el Orden?
-Ah,
entonces hay que convencer, corromper o eliminar a los líderes.
Le
miré asombrado.
-Bueno,
veo que al fin es sincero. Pretende estar a favor del bien común y sin embargo
me habla cínicamente de corromper, de eliminar...
-¿Por
qué cínicamente? Mucha gente tendría que perder el respeto a algunas palabras.
Veamos, he dicho convencer: nada que objetar, supongo, ustedes los demócratas
se rigen por la convicción. He hablado después de corromper: bien, solo se
puede corromper lo corruptible. ¿Qué confianza puede ofrecer un líder corrupto?
Es mejor apartarlo para que no siga engañando al pueblo. Por último he hablado
de eliminar y, como siempre que se aborda, el tema de la muerte resulta tabú.
¿Por qué? Creo que el hombre normal debería vencer ese atavismo y enfrentarse
con la realidad de que a veces es necesario matar. Matar no es siempre
un acto deleznable. Aunque algunas leyes y religiones abominen de él, el crimen
puede ser incluso un arte, como escribió un inglés cuyo nombre he olvidado. En definitiva,
deberíamos exonerar el crimen, restarle todo sentido peyorativo. Todo estriba
en dar con las justificaciones. Nadie le culpará por matar un animal, porque en
nuestra cultura existen cientos de justificaciones para hacerlo. El gran paso
consiste en comprender que, en determinados casos, también existen
justificaciones para matar a un ser humano. Puede que yo le parezca un monstruo
por pensar así, pero recuerde cuántos gobernantes han encontrado esa
justificación y de qué manera hacen uso de ella.
El
anciano hizo otra larga pausa.
-Lo
que ocurre -prosiguió- es que se cometen excesos. Inevitablemente es necesario
utilizar a gente de rango inferior que, por lo común, se extralimita. Es muy
lamentable, pero son hechos aislados. Y aún así: el vulgo no entiende que los
males de un sistema elitista son males menores; los defectos de la democracia,
por el contrario, son aniquiladores del
Orden. Y para el bien común es más tolerable la restricción de la libertad
individual que la ineficacia de un colectivo.
De
nuevo sobrevino el silencio y esta vez pareció que el Gran Padre había concluido
su disertación. Aguardé unos minutos y me arriesgué a preguntar:
-¿Qué
van a hacer conmigo?
Pareció
no haber oído, pero al poco volví a escuchar su vocecilla.
-Sí,
es lógico. Comprendo que en este momento sea eso lo que más le interese. ¿Le importaría
servirme un poco más de coñac? Está ahí la botella.
Hice
lo que me pedía y esperé.
-Puede
irse cuando quiera -anunció el Gran Padre.
-¿Qué
quiere decir? -Mi corazón empezó a latir apresurádamente.
-Quiero
decir que está libre.
-Entonces...
¿puedo irme ahora?
-Puede
irse cuando guste.
Debería
haber comenzado a correr en aquel preciso instante, pero mi maldita curiosidad
me forzó a preguntar:
-¿Por
qué?
-Usted
ya no representa ningún peligro. Una cosa es que la muerte pueda estar
justificada y otra matar inútilmente. Todavía no ha entendido que nuestra
lógica es la misma en el castigo y en el perdón. Yo tengo un gran respeto por la vida y destruir
la suya ahora sería arbitrario. Usted ya no es ninguna amenaza.
-¿Y
no teme que divulgue todo lo que sé?
-Al
contrario, espero que lo haga. Cuanto más diga menos le creerán. ¿Quiere
hacerme otro favor antes de irse? Se ha terminado la música y me llega el
molesto ruido de la piscina. ¿Quiere darle la vuelta al disco?
Me
aproximé a la mesa donde reposaba un antiguo tocadiscos. Tome el disco por los
bordes y lo hice girar. Distraídamente leí la etiqueta: Primera sinfonía de
Gustav Mahler. ¡Mahler otra vez! Mi aventura empezaba y terminaba con la música
de Mahler. ¡Qué extraña coincidencia! Durante un segundo divagué sobre las
afinidades electivas de aquellos dos monstruos antagónicos, Calabor y el Gran
Padre. Puse el disco en el plato y mi mano se deslizó en busca de la tecla de
puesta en marcha. Pero no llegué a pulsarla, me quedé paralizado ante la insólita
idea que cruzó por mi cerebro. Sentí que el sudor me corría por las manos.
Temblando, releí la etiqueta del disco. Era absurdo, pero...
-¿Tiene
alguna dificultad? -preguntó la vocecilla del Gran Padre.
El
corazón me dio un vuelco y me apresuré a oprimir el botón adecuado.
-No,
no, ninguna.
Temí
que mi aspecto me delatara, pero la expresión del viejo no había variado.
Alargó hacia mí una mano blanca que estreché con brevedad. Me deseó suerte y
pareció hundirse aún más en el sillón, desentendido de mi presencia y de cuanto le rodeaba.
Alcancé la puerta y descendí la escalera sin precipitación. Vianescu me
esperaba.
-¿Le
ha satisfecho la entrevista?
-Sí,
claro, imagínese -dije con voz insegura.
-Vamos,
controle sus nervios. Ahora está usted libre. ¿Quiere quedarse en la fiesta un
rato más o prefiere irse ahora?
-No
quisiera parecer descortés, pero preferiría irme cuanto antes.
-De
acuerdo. Le llevarán ahora mismo.
Me
acompañó hasta el coche, donde me esperaban mis primitivos guardianes.
-Bueno,
Sánchez, siento que nos hayamos conocido en unas circunstancias no muy
agradables para usted. Usted me cae bien.
-Usted
no, Vianescu. Y no ha sido un placer conocerle.
Creí
advertir una ligera tensión en sus mandíbulas, pero enseguida sonrió y me dio
una palmada en el hombro.
-Disfrute
de su libertad.
Volvió
la espalda y se alejó en dirección a la fiesta.
Hube
de soportar de nuevo la capucha, pero esta vez no tuve que tenderme en el
asiento. El viaje de regreso me pareció interminable. Por fin el coche se detuvo,
me hicieron bajar, me quitaron la máscara y desaparecieron sin decir adiós. Me
hallaba en un descampado y a mi alrededor todo era oscuridad. Distinguí unas
luces lejanas y corrí hacia ellas. Pronto alcancé las primeras calles. El lugar
era desconocido para mí y por el tipo de edificios supuse que me encontraba en
un barrio periférico. Eché a andar por las calles desiertas: tenía que
encontrar un teléfono y llamar a Tracy. Busqué una cabina sin éxito y, al borde
de la desesperación, divisé un rótulo luminoso. Era un pequeño bar y estaba
abierto. Algunos parroquianos rezagados que jugaban a las cartas interrumpieron
la partida para mirarme. El dueño, tras el mostrador, me miró con recelo. Hice
caso omiso y me precipité sobre la barra:
-¿Puedo
telefonear?
El
tabernero pareció pensárselo y luego, sin pronunciar palabra, señaló un
teléfono de pared. En la taberna se había hecho un gran silencio. Procuré
controlar mis nervios y marqué el número de Tracy.
El
Centro Informático de la Jefatura Superior de la Policía funcionaba
ininterrumpidamente. A cualquier hora del día o de la noche podía ser necesario
obtener un dato o realizar una identificación. Durante la noche el frenético
ritmo de trabajo del Centro disminuía, así como el número de personas encargadas
del servicio. El teléfono empezó a sonar a las tres y media de la madrugada en
el despacho contiguo a la sala de ordenadores. Uno de los técnicos atendió la
llamada.
-Delgado,
es para ti. Voz de mujer.
Acompañó
sus palabras con una sonrisa picaresca, dado lo avanzado de la hora. Se encogió
de hombros el aludido y alegó ignorancia sobre la identidad de la comunicante,
lo que de ningún modo convenció a su colega. Entró en la oficina, tomó el
auricular y se identificó. Al otro extremo del hilo una voz femenina dijo:
-Hemos
recibido el pedido de muñecas.
Delgado
no dijo nada durante unos instantes y de inmediato su cerebro empezó a
funcionar a velocidad similar a la de los ordenadores.
-¿Quiere
repetir, por favor?
Con
un titubeo, la voz repitió la frase. El técnico, marcando mucho las sílabas,
contestó:
-Entonces
las niñas serán felices.
Siguió
un largo silencio.
-Tiene
usted algo para mí, supongo -dijo Delgado.
-Sí,
tengo un mensaje.
-Adelante,
la escucho.
Cuando
regresó a la sala de ordenadores su compañero le interrogó con la mirada.
Estuvo a punto de contestar que le había llamado alguien de su familia, pero lo
pensó mejor y dijo que era una amiga, lo cual satisfizo la curiosidad de su
amigo, que ya no hizo más preguntas. Esperó unos minutos hasta que el otro
estuvo concentrado en su trabajo, se sentó ante su monitor, pulsó algunas
teclas y esperó. Sobre la pantalla aparecieron letras y números. Siguió
tecleando. Por último pulsó INTRO y esperó. Le temblaban un poco las manos.
Encendió un cigarrillo sin perder de vista el monitor. No tuvo que esperar
demasiado: sobre la pantalla se inscribieron nuevos caracteres que leyó
atentamente. Pero sólo cuando apareció la última frase y el ordenador
enmudeció, Delgado notó que le faltaba la respiración. Esa última frase era
también una instrucción, sólo que ahora era la máquina quien ordenaba.
30
MADRID,
13 DE SEPTIEMBRE, 4 HORAS.
El
señor Osborne no pudo reprimir un pequeño sobresalto cuando el teléfono empezó
a sonar. Contuvo con un gesto el movimiento instintivo de Silvia y alargó el
brazo hacia el aparato. El señor Osborne había decidido permanecer despierto
aquella noche y la ecuatoriana había insistido en acompañarle. Silvia no había
conseguido tranquilizarse y deseaba que nadie llamara, pero parecía que sus
deseos no iban a realizarse.
El
señor Osborne levantó el auricular, escuchó durante unos segundos e
inmediatamente colgó. Levantó la cabeza y su mirada se encontró con la de
Silvia, ella percibió la tensión del hombre. El anticuario se levantó y se
sirvió un whisky -el primero en muchas horas-, se acercó a la muchacha con una
sonrisa descolorida en los labios y con voz clara ordenó:
-En
marcha.
Minutos
después el señor Osborne, vistiendo de nuevo el uniforme de piloto, conducía
lentamente el Volvo a través de las calles semidesiertas. Durante el trayecto
ponía en orden sus ideas, aunque ningún pensamiento era de orden afectivo: las
perturbaciones emocionales de los últimos días se habían disipado en el momento
de iniciarse la acción.
El
empleado nocturno del hotel le entregó su llave sin mencionar para nada el
problema del pasaporte. Una vez en su habitación, comprobó que la camarera
había entrado a preparar el cuarto. Cerró con llave la puerta y corrió las
cortinas. Se arrodilló ante la ventana y tiró con ambas manos de la rejilla que
cubría el radiador. Una espesa capa de polvo tapizaba el receptáculo, signo
inequívoco de que la doncella no había curioseado en aquel lugar. Allí había
guardado el señor Osborne el paquete traído de Holanda. Deshizo rápidamente el
envoltorio y durante unos segundos contempló su contenido. No era un arma
especialmente construida para él, pero se había modificado sustancialmente el
modelo de serie. Se había acoplado un visor telescópico de infrarrojos y
adaptado para un tipo especial de munición capaz de perforar una pared maestra.
Por lo demás, era en apariencia una manejable y atractiva carabina de
competición. El hombre acarició las piezas y montó el arma, la palpó, la sopesó
y se encaró la carabina, que se adaptó a su cuerpo como una mujer. Miró la hora
y comprendió que no estaba sobrado de tiempo. Desmontó el arma, envolvió las
piezas y guardó la munición en un bolsillo. Se acercó a la puerta y escuchó: en
el exterior todo era silencio.
No
se cruzó con nadie en el corredor. Un ascensor igualmente vacío le llevó hasta
la última planta y por una escalera de servicio alcanzó la azotea. Salvó sin
gran dificultad el último obstáculo -una puerta de hierro que abrió con una
ganzúa- y se encontró en el techo del edificio. Soplaba un viento frío y sobre
su cabeza el cielo era negro y las estrellas brillaban con violencia. Por un
momento miró extrañado hacia arriba. Le pareció que las estrellas eran
diferentes y no fue capaz de reconocer ninguna constelación. Sacudió la cabeza
y avanzó entre un bosque de antenas y chimeneas hasta alcanzar el antepecho de
la terraza. Miró ante sí y contempló las masas oscuras de los edificios y las
luces parpadeantes por efecto de la neblina. Le pareció una ciudad impersonal y
ajena, no diferente a otras. Por alguna razón le asaltó el pensamiento de que
el arma que portaba tampoco era diferente a otras, ni él era diferente a otros,
ni la vida podría ser nunca diferente a como fue. El señor Osborne volvió a
sacudir la cabeza y oprimió con fuerza la carabina. Lentamente, mirando con
atención hacia la calle, se desplazó siguiendo la balaustrada. Recorrió unos
metros y se detuvo. Retrocedió unos pasos. Volvió a avanzar y permaneció unos
instantes con la vista fija en algún punto lejano. Sacó del bolsillo de la
chaqueta unos pequeños prismáticos y los enfocó en aquella dirección. En su
rostro apareció una tenue sonrisa. Muy notable, pensó. Había motivos para
sorprenderse: desde aquel preciso lugar, si se utilizaba el instrumento óptico
adecuado, era posible distinguir un estrecho pasaje entre dos edificios. Pero
si uno se movía a derecha o a izquierda, por poco que fuese, y variaba el punto
de observación, el callejón desaparecía de la vista como por arte de magia.
El
señor Osborne montó de nuevo el arma e introdujo en ella la munición. Sabía que
no tendría oportunidad de hacer más de un disparo, todo lo más dos. Se apostó
en el pretil y dirigió el arma hacia el callejón. A través del visor infrarrojo
divisó un coche oscuro estacionado, medio oculto por un voladizo. Estimó que el
pasaje tendría cinco metros de anchura. Inspiró profundamente y consultó su
reloj. No conocía la hora exacta en que habría de actuar, pero daba por seguro
que sería antes del amanecer. Descansó el arma, enfocó los binoculares y
esperó. Ningún pensamiento extraño vino a perturbarle.
Comenzaba
a insinuarse la claridad cuando el señor Osborne creyó percibir movimiento en
el pasaje. Apuntó la carabina y a través del visor telescópico vio salir a un
hombre de uno de los edificios. El individuo se movía con cautela: se detuvo en
medio del callejón y giró la cabeza de un lado a otro, luego cruzó la distancia
que le separaba del coche y desapareció en su interior. El señor Osborne no
pudo oír ruido alguno, pero si vio como se encendían las luces del coche. Sus
manos estaban húmedas y algunas gotas de
sudor rodaban por su frente. Permaneció inmóvil. Los faros del coche lanzaron
una ráfaga que iluminó el extremo del callejón. Esta señal se repitió tres
veces. Apareció entonces un hombre algo encorvado, cubierto con un abrigo o un
impermeable blanco. El señor Osborne contuvo la respiración y curvó el dedo
sobre el gatillo. Dos hombres armados flanqueaban al primero y los tres
comenzaron a cruzar en dirección al automóvil. El señor Osborne vaciló una
fracción de segundo y recordó fugazmente las extrañas estrellas, luego se
maldijo a sí mismo y disparó. El estampido despertó un sinfín de ecos y en
algún lugar ladró un perro. El hombre del abrigo blanco saltó hacia atrás y
cayó de espaldas. Presintió más que vio a los guardaespaldas apuntando sus
armas en dirección al destello y volvió a disparar sobre el hombre caído. No
esperó a comprobar la efectividad del segundo proyectil y empezó a correr entre
el bosque de antenas.
El
hotel seguía desierto y silencioso. El señor Osborne avanzó con el arma en la
mano. Llamó al ascensor y, mientras descendía, trató de adivinar cómo
resolvería un eventual encuentro con algún huésped trasnochador o algún
empleado. Si es un huésped, pensó, tal vez me confunda con un vigilante; si es
un empleado... El señor Osborne deseó no tener que hacer uso de la escopeta
otra vez. El ascensor le llevó hasta el sótano del hotel. Estaba en el área de
cocinas y servicios. Se movió con rapidez, como si conociera previamente el
terreno, hasta dar con la puerta de retirada de basuras. Manipuló los cerrojos,
que no opusieron gran resistencia, y salió al exterior. Se hallaba en una calle
lateral y no había nadie a la vista. Se quitó la chaqueta y envolvió con ella
el arma. A pocos metros estaba estacionado el Volvo. Se instaló en el coche,
inspiró profundamente y dejó escapar el aire con lentitud. Luego se secó el
sudor de la frente, aceleró con suavidad y se alejó del hotel.
No
tenía conciencia clara de por qué había vuelto al chalet. Debía permanecer en
lugar seguro durante las horas restantes hasta poder abordar el avión de
regreso. ¿Pero por qué en el chalet? No había razón ninguna para volver allí:
todos los rastros habían sido borrados. Había descartado encontrarse con Silvia
en el aeropuerto, pero en una ciudad había cientos de sitios donde esconderse
durante unas horas. Desde luego el chalet era un sitio seguro o al menos lo
había sido hasta entonces. Sin embargo, el señor Osborne sabía que la decisión
de regresar obedecía a un oscuro y repentino impulso. Quizás tuviera alguna
relación con el hecho de que, una vez finalizado el trabajo, no hubiera sentido
la indiferencia -a veces satisfacción- que experimentara en otros tiempos en
semejantes ocasiones. Por el contrario, le había invadido un inexplicable
cansancio, una relajación no placentera, que le hizo parar el coche para darse
unos segundos de tregua y meditar. Por último había resuelto volver a la casa,
y ahora, cuando el alba extendía por las calles su luz imprecisa, permanecía
inmóvil dentro del coche, a pocos metros del chalet, sin decidirse a entrar.
Bajó
al fin del coche y caminó por la acera con paso firme, llevaba la carabina en
la mano derecha con el cañón apuntando hacia el suelo. Ante la puerta de la
casa se volvió a mirar al cielo: ya no había estrellas, la luz las había
borrado. De pronto supo que, de alguna manera, su regreso se relacionaba con
las estrellas que no supo reconocer. De otro modo, todo hubiera podido ser
diferente. Pero ya nada sería nunca diferente.
El
pequeño vestíbulo estaba oscuro. El señor Osborne lo cruzó y entró en el cuarto
de estar. No encendió la luz. Había una suave penumbra que le permitió
distinguir sobre la mesa la botella de whisky. Con la mano izquierda desenroscó
el tapón y se sirvió un vaso; su mano derecha asía con fuerza el arma. Bebió un
sorbo y, en ese instante, notó una presencia a su espalda. No oyó ni vio nada,
pero comprendió que no estaba solo. Bajó la mano despacio y dejó el vaso sobre
la mesa. Esperó un segundo, tal vez dos, y luego, con repentina celeridad, giró
sobre sí mismo y abrió fuego. A tan corta distancia el primer proyectil abrió
un boquete enorme en el pecho del primer hombre, que se desplomó con los brazos
abiertos sin emitir un gemido. Después oyó muchas detonaciones que no procedían
de su arma. Aún consiguió disparar dos veces más, pero las balas se perdieron
en el techo. El señor Osborne cayó de rodillas. No sentía dolor alguno, sólo
deseaba saber, quizás por pura deformación profesional, cuantos impactos había
recibido. Intentó llevarse las manos al pecho, pero no lo consiguió y quedó
tendido en el suelo sobre un costado. Alguien encendió la luz y el señor
Osborne alzó la vista. Vio borrósamente a varios hombres. Uno de ellos se acercó,
era un hombre rubio, con gafas de montura dorada y rostro aniñado. Sonreía
levemente cuando, con precaución para no mancharse de sangre, empujó con un pie
e hizo rodar el cuerpo sin vida del señor Osborne.
31
A
PROPOSITO DE MAHLER
El
comisario Ferrer llenó cuidadosamente su pipa y apretó el tabaco con el pulgar.
Todo ello de manera automática, ya que su atención estaba prendida en mi
relato. Escuchaba con estudiada indiferencia, como correspondía a su profesión,
pero no era difícil adivinar que seguía con interés el curso de mi historia.
Resultaba curioso verlo allí, en el estudio, rodeado por los muchachos, en dura
lucha con los muelles del sofá. Pero había sido él quien había insistido en
celebrar la entrevista en el estudio de Tracy. Era la tarde del día 13 de
septiembre.
-¿Le
importaría repetir el mensaje? -pidió Ferrer.
-En
absoluto -repliqué-. Decía textualmente:
CONTACTO:
DELGADO, 7302235. CLAVE: HEMOS RECIBIDO EL PEDIDO DE MUÑECAS. DEBE CONTESTAR:
LAS NIÑAS SERAN FELICES. SIGUE MENSAJE:
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(N)EXT (P)REV" GET MOPTION
READ
ESTE
MENSAJE ANULA LOS ANTERIORES.
-Entonces,
después de darle muchas vueltas, llegamos a la conclusión de que el número que
figura a continuación de Delgado era un número de teléfono.
-Comprendo.
Y usted llamó.
-Sí.
Mejor dicho, llamó Itciar, ya que estaba previsto que lo transmitiese Artemisa,
o sea una mujer.
-Muy
profesional. Pero dígame una cosa, ¿por qué llamó? ¿Qué le impulsó a llamar? En
realidad fue un acto compulsivo, a ciegas, usted no tenía ni idea de lo que
estaba haciendo.
-¿Qué
hubiera hecho usted en mi caso? -pregunté a mi vez.
-Esa
posibilidad no podría darse jamás -declaró Ferrer entornando los ojos.
-Bueno,
eso es cierto. De todos modos intente comprenderlo, yo había descubierto que,
después de todo, existía un mensaje en mi cerebro. ¡Tenía que intentar
transmitirlo! Era la única cosa que podía hacer siguiendo mi propia iniciativa.
No vuelva a decirme ahora que me he movido en una dirección determinada sin
saber si favorecía una causa justa o injusta. Me da igual. Independientemente
del bien o del mal, eso era lo que tenía que hacer. En cuanto a usted, no puede
tener queja. Le he ayudado bien en sus manejos. ¿O no?
-Ha
sido un modelo de colaboración -afirmó con la cabeza el comisario-. Pero
sigamos, ¿cómo supo que el mensaje estaba realmente en su mente?
-Dicho
ahora puede parecer un razonamiento descabellado. Fue una de esas asociaciones
mentales repentinas, que si uno las analiza pierden toda consistencia, pero que
si no se razonan resultan treméndamente reveladoras. Yo estaba allí, poniendo
en marcha el tocadiscos del Gran Padre, asombrado de las coincidencias en torno
a Mahler, cuando distraídamente leí el título del disco que tenía entre las
manos: era la primera sinfonía de Mahler, también llamada Titán... ¡Titán!
Sentí como un relámpago. ¡Había una referencia a Titán en el verso que Artemisa
había copiado en su agenda! :... y siempre el tronco de árbol a cuestas del
titán. Lo vi todo claro de pronto. No podía ser una coincidencia. Recordé
entonces una frase de Calabor: "Cualquier cosa puede ser transmitida por
la música si quien escucha sabe entender". ¿No era una referencia clara a
la forma de descifrar el mensaje? En aquel instante tuve la certeza absoluta de
haber encontrado la solución. ¡En la primera sinfonía de Mahler debía estar
la clave para descifrar el mensaje! Temí que el viejo notara mi excitación.
Pero no, estaba demasiado satisfecho con la magnanimidad que acababa de demostrar
para preocuparse de otras cosas.
-Así
que le soltaron sin más.
-Sí.
Estaban convencidos de que era inofensivo.
-¿Qué
ocurrió después?
-Tracy
me recogió. Por suerte tenía aquí, en el estudio, una grabación de la primera
de Mahler. Estábamos todos, los mismos que estamos ahora aquí, y antes de que
yo les contase lo que me había ocurrido, puse el disco y comencé a escuchar. Al
principio no ocurrió nada. ¿Conoce esa sinfonía? Empieza como un susurro, como
un avance de barcos en la niebla. El susurro de interrumpe de pronto por el
sonido de trompetas que anuncian algo inminente, algo que de momento no ocurre.
Se oyen entonces dos notas que se repiten y evocan el canto de un pájaro en el
bosque. La música se hace más fuerte y compleja sin concretarse en un tema.
Vuelven las trompetas y se repite el canto del pájaro y, por fin, de esas dos
notas surge un tema alegre como una canción infantil. En ese momento empecé
a... no sé si oír, percibir o saber. No es fácil explicarlo. Sé que antes no
había nada en mi mente y de pronto todo estaba allí. No tuve la sensación de
recordar algo olvidado, me pareció que las palabras habían estado siempre en mi
memoria. Entonces, como ya le he dicho, Itciar llamó. Y hasta aquí lo que sé,
comisario. Después dormí catorce horas seguidas. Y ahora supongo que usted
tendrá algo que decirnos.
Ferrer
carraspeó y dedicó una mirada circular a su auditorio.
-Hay
que reconocer que ha tenido usted suerte, Sánchez. Se ha escapado por los
pelos. Todos ustedes son muy afortunados, verdaderamente. Debo admitir que
Calabor me engañó. Debió prever que tanto yo como sus adversarios supondríamos
que usted era un simple reclamo y actuaríamos en consecuencia. Como así ha
sido. Lo que yo no supe ver es que Calabor había ejecutado una doble pirueta:
usted, además de un cándido palomo, era realmente el emisario. Una jugada
maestra, arriesgada, pero maestra, justo es reconocerlo. Sin embargo, en un
plan de Calabor no suelen existir ambigüedades, por lo que sospecho que su
misión tenía una doble finalidad. Había dos objetivos y ambos se cumplieron. El
primero consistía en distraer a sus adversarios y usted los distrajo
eficazmente. Lo que yo no acababa de entender era su elección. ¿Por qué usted?
¿Por qué había elegido Calabor a una persona frágil, no adiestrada, que hubiera
podido fracasar en la misión? No podía entenderlo, sabiendo como sabía, que su
elección había sido cuidadosamente considerada. Ahora creo saber por qué.
Hizo
una pausa para encender la pipa. Nadie se movió, reinaba el más absoluto silencio.
-La
gente en general no sabe que los servicios de inteligencia de muchos países
dedican elevados presupuestos a la investigación de la conducta humana. Muchos
avances en la teoría del comportamiento se deben precisamente a estas
organizaciones. A veces, el prever una conducta es más interesante que saber
disparar o colocar explosivos. Pues bien, una de las hipótesis más conocidas y
manejadas en esos ambientes es la del Hombre Extraño. Se basa en la capacidad
aleatoria de decisión que puede tener una persona normal en determinadas
situaciones que no les son habituales. Se ha comprobado que la reacción de
personas expertas en situaciones límite suele ser estereotipada y previsible.
Por el contrario, un Hombre Extraño -es decir, una persona no informada, ajena
al medio -, actúa, no según su experiencia, puesto que no la tiene, sino según
su iniciativa, que es imprevisible. Calabor debió pensar en esto al escogerlo a
usted. Ahora mismo justificaba usted una decisión porque era la única en la que
actuaba "según su propia iniciativa". Un agente profesional hubiera
sido fácilmente interceptado, y aún en el caso de que hubiera podido burlar el
cerco, su manera de actuar hubiera sido previsible, computable. En cambio,
nadie podía contar con su capacidad de improvisación. Estoy seguro de que
Calabor no le dio ninguna norma al respecto.
-No.
Sólo me dijo que en caso de emergencia utilizase el sentido común,
-¿Se
da cuenta? Sentido común. Es decir: improvisación, iniciativa.
-Sin
embargo -intervino Jaime-, Adrián pudo no actuar después de la muerte de
Artemisa. Pudo entregarse a la policía o, sencillamente, esconderse y esperar.
-Pero
no lo hizo. Existía ese riesgo, desde luego, pero también había un trabajo
previo. Calabor estimuló su fantasía, sus ansias de emociones diferentes, en
fin, todo eso. Creo que él sabía que usted no iba a abandonar.
-Por
eso Calabor no le prestó ayuda -dijo Tracy.
-Exacto
-asintió Ferrer-. Calabor no quiso interferir en su espontaneidad. Si sus
adversarios hubieran detectado el más mínimo indicio de cobertura la farsa se
hubiera venido abajo. Ellos pensaron lo mismo que yo: que usted estaba actuando
por cuenta propia, metiéndose inconscientemente en terrenos peligrosos,
impulsado por el terror a que le hicieran responsable de un crimen.
-Así
fue en realidad.
-No
del todo. Al principio sí, pero usted sabe que luego existieron motivaciones
más personales, más en relación con sus poéticos anhelos de aventura.
-Tampoco
olvide que usted, de manera no muy limpia, me forzó a seguir.
-Es
cierto -Ferrer sonrió-. Y tal vez deba pedirle excusas. Pero se nos estaba
echando el tiempo encima y después del episodio de la discoteca temí que usted
claudicara. A propósito: también Calabor contribuyó al final.
-¿A
qué se refiere?
-¿Quién
cree que intentó convencerlos de que Artemisa no estaba muerta?
-¿Calabor?
-¿Quién
si no? Nosotros no fuimos, o sea que sólo pudo ser él. Tal vez quiso introducir
un elemento nuevo de desconcierto a modo de estímulo. El que la chica estuviera
viva podía significar una nueva esperanza.
-Entonces,
está realmente muerta...
-De
eso no hay duda. En estos asuntos, como siempre, lo único real son los muertos.
Se
produjo otro silencio. Daniel se removió inquieto en la silla:
-Ha
dicho que el plan de Calabor tenía dos objetivos. El primero es que Adrián
fuera un elemento de distracción. ¿Cuál era el segundo?
-Ser
el auténtico mensajero -contestó el comisario-. Es posible que haya habido
otros mensajeros falsos o quizás verdaderos. Tal vez mandaron varios con la
esperanza de que al menos uno rompiera el cerco. No lo sabemos -se encogió de
hombros -. No podemos saberlo todo. El hecho es que nadie imaginó que usted
sería el auténtico.
-Pero
no entiendo. Yo descubrí la clave por casualidad. ¿Que hubiera sucedido si no
tropiezo con el disco?
-Posiblemente
nada. O puede que Calabor hubiera hecho algo en el último momento. No lo
sabemos.
-¿Qué
va a ocurrir ahora? -preguntó de pronto Cortés-. ¿Van a detener a esa banda?
¿Quién pagará por las muertes? ¿Qué pasa con Aresti? ¿Quién es el Gran Padre?
Ferrer
alzó exageradamente las cejas.
-Demasiadas
preguntas, joven. Como le dije el otro día a Sánchez, mi trabajo no es
encarcelar asesinos. Tampoco interesa remover demasiado estos asuntos, son
temas delicados que escapan a mi competencia... y a la de ustedes. Les aconsejo
que no compliquen más las cosas. Esas personas son conocidas, sabemos a qué se
dedican y cuáles son sus negocios. En cuanto a los asesinatos, no tiene por qué
preocuparse, Sánchez. Nadie va a acusarle de nada.
-¿Pero
esos crímenes van a quedar impunes? -se asombró Cortés. Ferrer se encogió de
hombros.
-Imaginaba
algo así -dije-. Es mejor no insistir, Cortés. Ese mundo huele bastante a
podrido.
-No
es desde luego un mundo de valquirias como el suyo, Sánchez -dijo Ferrer sin
inmutarse.
-Hay
algo que aún no nos ha dicho -dijo Tracy-. El mensaje que transmitimos, ¿fue
efectivo?
Todos
nos volvimos a mirar a Ferrer.
-Sí,
fue efectivo.
-¿Quiere
decir que Blackfire no se realizó?
-Eso
mismo.
-Bien,
díganos, ¿qué era Blackfire?
Ferrer
movió negativamente la cabeza y empezó a limpiar la pipa.
-Lo
siento, pero no puedo decir más.
-¿Qué?
-salté de mi asiento.
-Comprendo
que es frustrante, pero no puedo revelar ni una palabra más sobre este asunto.
-Espere
un momento, Ferrer, ¡necesito saber por qué me he jugado la vida! ¿No lo
comprende? Si no consigo saberlo tendré toda la vida la sensación de haber sido
un juguete, una marioneta. Creo que he colaborado con ustedes. Merezco esa
recompensa.
Descubrí
entonces que el rostro de un policía podía llegar a parecer amistoso.
-Es
mejor que no lo sepa, Sánchez. Lea la prensa de mañana, de pasado mañana:
encontrará conspiraciones, atentados, golpes de estado, quiebras, secuestros,
contrabandos... Todo lo que constituye a diario la sucia actividad de este
sucio mundo. Piense que alguna de esas noticias puede corresponder a Blackfire.
¿No cree que sería muy infeliz sabiéndolo?
Conserve una idea no demasiado contaminada de su aventura. Usted ha sido
honesto con arreglo a sus principios y eso es lo que cuenta. Pretendió cruzar
la frontera entre dos mundos y en parte lo consiguió. Pero esa frontera sigue
existiendo y usted pertenece al mundo real; el otro, para usted, es mejor que
siga siendo imaginario. Su aventura ha terminado: ahora nos toca a los profesionales
limpiar el establo.
No
supe qué responder. Ferrer se levantó, estrechó las manos de todos y salió
apresuradamente. Miré con desconcierto a los chicos y tropecé con la mirada
seria de Tracy. El muchacho se quitó las gafas y se frotó los ojos con ambas
manos.
-Creo
que Ferrer tiene razón -dijo-. Es mejor que el juego termine ya.
Le
miré sorprendido, pero moví la cabeza afirmativamente. Acaso yo pensaba lo
mismo. Entonces, por primera vez en mucho tiempo, me acordé del mar.
EPILOGO
En
el aeropuerto, mientras esperaba que anunciaran mi vuelo, intenté sin éxito
aclarar mi situación con Marta.
-¿Para
qué quieres que hablemos? Tu manía de analizar siempre ha estropeado las cosas.
-Lo
sé, Marta, pero esto ha sido diferente. No ha sido un vulgar reencuentro, al
menos para mí.
-Ni
para mí tampoco, nunca había tenido tanto miedo de perderte.
-Y
sin embargo nos volvemos a separar.
-De
una forma muy distinta, reconócelo. Pero no quiero pensar en el futuro.
-¿Por
qué?
-No
quiero forzar los acontecimientos.
-¿No
deberíamos volver a intentarlo?
-No.
No de la misma manera.
-Entiendo.
Quieres conservar tu libertad.
-Sí,
Adrián, quiero ser libre y que tú también lo seas. Quiero que nos amemos en
libertad.
-No
suena mal eso que dices, pero me costará acostumbrarme otra vez a vivir sin ti.
-No
vas a vivir sin mí. Y tampoco te vas al fin del mundo. Ahora adiós, Adrián.
Se
colgó de mi cuello y me besó muy fuerte. Luego se desasió con brusquedad y se
alejó de mí con paso rápido. A una cierta distancia se volvió y agitó la mano.
Le contesté de la misma manera y me uní a los pasajeros que avanzaban hacia la
puerta de embarque. Todavía me volví una vez más a mirarla, pero la riada de
gente ya la había ocultado de mi vista.
Mientras
el avión se elevaba pensé en el regreso y no me pareció indeseable. Me gustó la
idea de reanudar mis clases, escribir novelas y pasear junto al mar. Tampoco
era tan malo ser un tipo corriente al que nadie busca por asesinato. En poco
tiempo esta aventura se convertiría en un sueño y yo mismo pondría en duda su
realidad.
-Buenas
tardes, mi querido amigo.
El
cinturón de seguridad impidió que me pusiera en pie de un salto. ¡Aquella voz!
Me volví hacia mi compañero de viaje: tal y como había temido aquel hombre
tenía un ojo de cristal.
-¡Calabor!
-Tiene
un magnífico aspecto, Adrián. Un poco magullado, pero le encuentro desbordante
de satisfacción.
-
Por todos los demonios, ¿qué hace aquí?
-Viajar,
lo mismo que usted -rió suavemente Calabor.
-¡Usted!
-grité con voz ahogada-. ¡Usted me engañó, me utilizó, me...!
Alzó
Calabor su mano mayestática.
-No
le engañé en absoluto. Tal vez no le dije demasiadas cosas, pero no le mentí.
Hicimos un trato que, por cierto, usted ha cumplido perfectamente.
-Ah,
ya entiendo. Está aquí para felicitarme, ¿no es eso? Pues puede podía haberse
ahorrado la molestia.
-Le
hablo en serio, Adrián. ¿Quién sabe si volveremos a colaborar en el futuro?
-¡Ah,
no, eso si que no! Ni se le ocurra. Está visto que no he ahuyentado del todo
los fantasmas. Escuche -le apunté con un dedo-: Usted no existe, es una sombra,
una fantasía, la invención de un novelista loco. Hágame un favor, compórtese
como un pasajero más. Hábleme del tiempo, de fútbol, del gobierno, de lo que
quiera, pero hábleme de cosas vulgares, por favor, cuanto más vulgares, mejor.
Calabor
dejó oír su risa armoniosa.
-De
acuerdo, de acuerdo. Como usted prefiera.
Inmediatamente,
y en franca contradicción con lo anterior, deseé hacerle una pregunta.
-Espere
un momento. Dígame una última cosa. ¿Qué sabe de Lucía?
-Ah,
Lucía -Calabor me miró con expresión burlona-. ¿Qué podría decirle? Ella fue
una colaboradora circunstancial, como usted, y una vez finalizado el trabajo no
suelo mantener un contacto permanente con mis colaboradores. Ahora bien...
-¿Qué?
-Lo
último que me dijo es que le había fascinado su pequeño pueblo, su paisaje, sus
costumbres. Creo que añadió que tenía intención de volver un día u otro, cuando
todo hubiera terminado.
No
contesté y me volví a mirar por la ventanilla. El sol brillaba con fuerza en el
exterior y el avión se deslizaba suavemente por un cielo sin nubes. Me pareció
que eso ya lo había dicho antes. No me inquieté demasiado: era probable que
algunas cosas se repitieran en los próximos tiempos. A lo cual, por cierto, no
iba a oponer yo el más mínimo reparo.
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