jueves, 30 de mayo de 2019

LEER



Hay una expectación especial cuando abrimos un libro y comenzamos su lectura sin saber lo que nos espera, sin conocer si el libro ha tenido buenas o malas críticas y sin que nadie, un amigo, un familiar, nos haya recomendado leerlo. En ocasiones uno se guía por el nombre del autor, porque antes ha disfrutado con sus escritos previos, pero otras veces, ante un escritor desconocido, uno se arriesga a empezar la lectura atraído por la portada o por el breve resumen que precede al texto o, quizá, por una intuición especial que no se sabe de dónde viene, pero nos invita a seguir leyendo. Comenzamos el libro con la máxima atención esperando que en pocas páginas su contenido nos atrape, lo que no siempre sucede, aunque a veces basta con la primera línea: "Desde la puerta de La Crónica Santiago mira la avenida Tacna, sin amor:", "Anoche soñé que había vuelto a Manderley". Y una vez que se establece ese lazo invisible, nuestra conciencia se abandona al curso del relato dejando que sea nuestro inconsciente quien se apropie de la belleza de la prosa, de la música de las palabras, de ese motivo secreto que siempre se esconde detrás de la escritura. Entonces uno ya lee como si estuviera dentro del libro, igual que oímos hipnotizados una sinfonía o nos extasiamos ante un paisaje.

Y nos da lo mismo que lo leído sea una novela, un ensayo, un poema o un artículo periodístico, porque no es la extensión lo que cuenta. A veces es la misma historia quien decide la extensión que precisa para ser contada. Jorge Luis Borges escribía argumentos o resúmenes de novelas, quizá porque pensaba que desarrollar esos esquemas era una pérdida de tiempo, pero en esos cortos escritos de Borges hay una insuperable aventura literaria.

Quizá la lectura active en el cerebro áreas o redes neuronales que nos producen placer, o ensimismamiento, o éxtasis, como también debe hacerlo la música, en las mismas áreas o en otras semejantes. Esos imaginados rincones de la mente, receptores de ficción y productores de placer, no discriminan lo antiguo de lo nuevo, lo culto de lo popular, lo experimental de lo consagrado, la literatura comprometida de la de evasión: solo es necesario que se produzca una resonancia, una sintonía, que no tiene por qué ser la misma en todas las personas, ni la misma en distintos momentos de la vida.

La literatura es también una invitación a crear, como las nubes invitan a volar o los árboles inspiran quietud. Cuando uno traspasa la última página leída desearía continuar escribiendo ese libro, o inventar otras palabras distintas que acaso lleguen a conmover a alguien en algún lugar. Y qué larga es la espera hasta que otro libro nos atrae y sentimos su tacto y ojeamos sus páginas en busca de esa sensación que nos atrapa. Porque si una línea, una frase o un fragmento despiertan de improviso nuestra atención, todo volverá a recomenzar eternamente.

Imagen: Amanecer.