sábado, 28 de noviembre de 2015

La muerte de Artemisa (Novela) - Últimos capítulos -Epílogo.


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28

                                     MADRID, 12 DE SEPTIEMBRE, 22,30 HORAS.

El señor Osborne había estado poco comunicativo durante toda la tarde, sin que los intentos de Silvia de entablar conversación hubieran tenido el menor éxito. Y lo que era más sorprendente: no había bebido una sola gota de whisky. Era difícil discernir si estaba o no preocupado, su rostro no reflejaba emoción alguna y sus ojos muy azules tenían una engañosa vacuidad senil. Pero Silvia había aprendido a captar pequeños matices y aquella noche percibía en él una actitud tensa. Y se sentía intranquila. Era consciente de que no debía preguntar ni aludir a ningún tema concreto, ese era el trato, pero no le parecía justo. Si existía algún peligro real, alguna amenaza inminente, era preferible saberlo. Cualquier cosa mejor que la incertidumbre.

Sin previo aviso el señor Osborne abandonó su mutismo.

-Ya no habrá que esperar mucho tiempo. Dentro de unas horas todo habrá terminado.

Silvia no dijo nada y esperó.

-Todo depende de una llamada, una simple llamada telefónica. Si no se produce... - El señor Osborne pareció meditar-. En fin, si no se produce esa llamada, este viaje habrá sido lo que aparentaba ser: un pequeño viaje de placer, unas cortas vacaciones. Pero si ese teléfono empieza a sonar -miró a Silvia con dureza-, nos separaremos en el momento en que empiece la acción. Había pensado que esperases aquí con el niño, es un buen refugio y probablemente estuvierais a salvo. Pero no quiero correr ningún riesgo. Mañana a las 9,30 hay un vuelo directo a Bruselas; debes tomarlo y regresar. Con toda seguridad yo me reuniré contigo en el aeropuerto y cogeré ese mismo avión, pero si me retraso o no aparezco, no me esperes.
-¿Cuándo nos separaremos?

-En cuanto esté decidida la acción. El niño y tú iréis directamente al aeropuerto y esperaréis la salida del vuelo. Será más incómodo, pero sin duda más seguro.

La muchacha se sintió dominada por el miedo y también advirtió que no temía sólo por ella. Desde el principio había descargado en él sus inquietudes, no sabía bien por qué, pero a su lado se sentía segura. Y ahora, en el momento más crítico, el señor Osborne aparecía ante sus ojos como el anciano indefenso que acaso en realidad era.

-¿No hay otra alternativa mejor? -preguntó.
-No, no la hay.
-Entonces será mejor que tenga listas mis cosas.

Movió la cabeza afirmativamente el señor Osborne y durante unos segundos ambos se contemplaron en silencio. Luego el anticuario volvió a perderse en sus oscuras meditaciones.




                                                                         29

                                                        EL HOMBRE DE MODA


Me costaba un gran esfuerzo mantenerme en pie, tenía una desagradable sensación de debilidad y me asaltaba un vértigo recurrente. Descubrí un lavabo y me mojé las sienes y la nuca, luego bebí agua en el cuenco de las manos. Me sentí mejor y me arriesgué a abandonar la sujeción de las paredes. Caminé hacia la ventana, cuya imagen se había convertido en un puerto de esperanza. Aspiré la fragancia de los pinos y dejé que la brisa me acariciara. A punto de saltar me di cuenta de que la puerta de la habitación estaba abierta. Después de todo no sería preciso utilizar la ventana.

Nadie me impidió abandonar el pabellón. El exterior estaba oscuro, aunque se veían luces en la dirección de la casa grande. La música sonaba con mayor intensidad y me pareció oír voces aisladas. Me planteé por primera vez cómo escapar de la finca. Por descontado la puerta principal estaría vigilada, pero debía existir una puerta de servicio o algún lugar de la tapia que pudiese escalar. Resolví seguir un sendero que me pareció el mismo por el que habíamos llegado. Eché a andar y traté de avanzar oculto por los árboles de la linde del camino, pero no sirvió de mucho esta precaución. Había avanzado escasos metros cuando una potente luz me enfocó directamente a los ojos y una voz familiar me conminó:

-No se mueva, no intente escapar.

Eran mis viejos guardianes. Me cubrí la cabeza con las manos y murmuré resignado:

-Está bien, no me moveré, pero aparte esa luz.

-Andando, le esperan.
-¿A mí? No puedo creerlo. ¿No se tratará de un error?
-Siga andando.
-Ya voy, ya voy. No me encuentro muy bien, ¿sabe? Ha debido sentarme mal algo.

El gorila me miró con asombro, pero no hizo ningún comentario. Me dejé llevar hacia la casa grande. Era un edificio blanco, macizo y sin gracia, si se exceptuaba una especie de mirador circular en el segundo piso que rompía la monotonía del caserón. Sobrepasamos lo que parecía ser la entrada principal y nos dirigimos hacia la parte posterior, de donde provenía la música y la mayor iluminación.


A mis ojos se ofreció un espectáculo deslumbrante. En torno a una piscina de contornos abstractos y transparentes aguas verdosas se movían, conversaban, nadaban o bailaban no menos de cincuenta personas. A un lado se extendía una inmensa pradera de césped que contrastaba con la sobriedad montaraz del campo circundante. En un ángulo, sobre un kiosco de música, actuaba un conjunto de rock. Se veían severos esmóquines, lujosos trajes de noche, largas túnicas de sugestivas transparencias y, en contraste, espléndidas ninfas semidesnudas que se arrojaban alborotando a la piscina. Ristras de farolillos de papel se cernían sobre las cabezas de los bailarines como un ingenuo techo de luz. Todos sonreían y parecían felices, incluyendo a los camareros que se desplazaban etéreos entre la gente ofreciendo la mercancía de sus bandejas. Estaba tan desconcertado que mis amigos tuvieron que obligarme a seguir. De pronto me preocupó el aspecto deplorable que yo debía presentar, pero ya algunas personas se habían percatado de mi presencia y, de entre ellas, vi que se destacaba el rumano Vianescu.

-¿Qué tal se encuentra, amigo? Veo que ya está recuperado-. Despidió con un gesto a los matones-. Venga por aquí, estoy seguro de que necesita comer algo.

Sin esperar respuesta me tomó del brazo y llamó a un camarero que se acercó velozmente. Personas desconocidas, de rostros curiosos, se acercaban a mí.

-El señor Sánchez está agotado y necesita comer -explicó Vianescu. Luego, señalando a la bandeja, me informó-: Mire, estos emparedados de foie son excelentes, coja uno, o mejor dos, eso es. Le recomiendo también estos canapés de salmón fresco; en cambio el caviar no es de lo mejor y no creo que le sentase nada bien en su estado actual.

El rumano iba acumulando comida en un gran plato que yo sostenía estupefacto. Otro camarero vino a aportar nuevas viandas.


-A ver que tenemos aquí. Ah, tortilla de patatas y jamón ibérico. Esto si que le conviene, Sánchez, alimentos sencillos de fácil digestión. Le serviremos un buen plato. Pero empiece a comer, hombre, no le dé apuro, tiene que recuperarse. Caramba, perdóneme, me había olvidado de la bebida. ¿Qué le vendría bien, un whisky? No, claro, usted no bebe whisky. Entonces vino, creo yo, precisamente están sirviendo un Borgoña muy agradable. ¿O prefiere Rioja? Bueno, este mismo. Tenga, sosténgalo  con la otra mano.

Pensé si no estaría todavía bajo los efectos de la droga. Tal era la sensación de irrealidad que me embargaba. Pero Vianescu tenía razón: no había tomado alimento en todo el día y estaba a punto de desfallecer. Empecé a engullir comida ante la mirada sonriente de aquellas personas que se ofrecían a sujetarme la copa de vino y me brindaban nuevas exquisiteces.

-Bueno, ¿está en condiciones de seguir? -preguntó Vianescu-. Perfecto. Deje ahí su plato y traiga consigo su copa. Quiero que conozca a algunos amigos.

Conforme avanzábamos hacia el núcleo central de la fiesta, la gente se volvía a mirarme y los más audaces pedían ser presentados.

-Vianescu, preséntenos, por favor.
-Está bien. Mire, Sánchez, estos son... ¡Qué diablo, preséntense ustedes mismos! No pretenderán que recuerde todos los nombres.

Ellos sonreían y daban sus nombres y estrechaban mi mano como si yo fuese una celebridad.

-Yo fui amiga de Artemisa -dijo una mujer.
-¿Sabe que no ha muerto?

-¿No? ¿Y aquel cadáver?
-Era un cadáver falso.

Vianescu se reía ladinamente de mis palabras, que sin duda empezaban a contagiarse del ambiente.

-No se ría usted, Vianescu. Tengo pruebas de que Artemisa vive.-El rumano seguía sonriendo y me invitaba a seguir.
-No se pare demasiado con estos. Es gente de medio pelo, recién llegados que probablemente hoy disfrutan de su primera invitación y ya se creen con derecho a figurar.
-¿Por qué quieren conocerme?
-¿Cómo que por qué? ¡Es usted el hombre de moda, Sánchez! Pero no les haga mucho caso, a no ser que quiera acostarse con alguna jovencita. Si le apetece, dígamelo y le arreglaré una cita. Ellas estarán encantadas.

Era inútil preguntar, empezaba a dudar de mi propia coherencia. Aquello no encajaba en absoluto con todo lo anterior.

-Un momento, quiero que el Dr. Reuber le examine.
-Está totalmente recuperado -dijo el alemán después de tomarme el pulso.
-¿Es usted doctor?
-Bueno, eso depende -. Reuber dejó oír una risa cascada.
-En su especialidad, lo es -dijo Vianescu.

-No soy médico, si es eso lo que usted pregunta, pero soy un experto en explorar la mente humana.
-¿Y qué ha encontrado en la mía?
-Nada, mi querido amigo, absolutamente nada. No hay nada oculto en su mente, puedo asegurárselo.
-¿Está seguro?
-Por completo -aseveró Reuber mirando de reojo al rumano-. Si hubiera habido algo, usted nos lo hubiera dicho. La dosis de droga que ha recibido...
-Ha estado a punto de matarme.
-Bueno, no se excite -dijo Vianescu-. Ya ha pasado todo. Lo importante es que nunca existió ese mensaje subconsciente.
-¿Y de qué manera me afecta ese descubrimiento?
-De una manera no desfavorable -Vianescu sonrió enigmáticamente-. Pero sigamos, recuerde que esto es una fiesta y usted uno de los principales invitados.
-Más que un invitado, soy en realidad algo así como el ternero de dos cabezas o la mujer barbuda, ¿no?
-Es usted gracioso, Sánchez -rió Vianescu.

Nuevas gentes me rodearon y me asediaron a preguntas. Una chica joven, de cara anodina y no desagradable cuerpo, generosamente exhibido, me invitó a bailar. Acepté y nos dirigimos a la gran pista de baile. Era una pieza lenta y la muchacha se pegó a mi cuerpo e inició un experto frote ondulatorio en algunos puntos. Pero no estaba yo en mi mejor momento erótico. Separé a la chica con brusquedad y le pregunté:

-¿Cómo te llamas?
- Amalia
-Bueno, Amalia, ¿qué haces tú aquí?
-¿Qué? Estoy en la fiesta.
-Ya veo, pero ¿a quién conoces? ¿Quién te ha traído?
-He venido con Guillermo. Me ha traído Guillermo.
-Guillermo, muy bien. ¿Y quién es Guillermo?
-¿No le conoces? Pues es uno de los importantes.
-Te creo. ¿Cuál es su apellido?
-No lo sé -dijo Amalia desconcertada-. Nunca se lo he preguntado.
- Amalia, ¿crees que estás entre amigos?
-Claro, vaya pregunta.
-¿No crees que algunos puedan ser unos asesinos?
-¡Asesinos, qué cosa tan terrible!
-Pues lo son. Hace poco han estado a punto de matarme.
-¡Qué horror, no puedo creerte!
-Pues es cierto, te lo juro. Yo mismo llamaría a la policía si no me vigilaran tan de cerca. Pero podrías hacerlo tú. ¡Tú podrías llamar a la policía!
-¡No, no puedo hacer eso! -Era evidente que a la muchacha ya no le agradaba mi presencia.
-¿Por qué no?
-No le gustaría al Gran Padre.
-¡¿A quién?!