martes, 5 de enero de 2016

Bailén - 1966. (2)

Tejares.


Hay cuatro médicos en Bailén. Martín, Pedro y Paco, el pediatra, son del Seguro; el cuarto es un médico viejo (no recuerdo su nombre), prestigiado, que solo ve privados. Apenas se relaciona con sus colegas. Cuando me lo presentan se muestra displicente.

A los dos días Martín se va. Por la mañana paso consulta en el dispensario; luego me dan la lista de visitas a domicilio, unas cuatro cinco diarias; algunas quedan para la tarde. Lo primero que me sorprende es que tengo que atender a adultos y niños. El Seguro todavía no tenía bien definidos los límites de edad, excepto los lactantes, que solo los atendía el pediatra. Tengo que acostumbrarme a las expresiones locales:

- Don Manuel, aquí le traigo al chico "que se va de hilo".

No sé lo que quiere decir y el acento empeora las cosas. Al final consigo saber que "irse de hilo" es tener diarrea.

Cuando termino el trabajo me encierro en mi habitación y escribo poemas. Sé que no escribo bien poesía, pero no puedo escribir otra cosa. Hay momentos en los que no puedo hacer nada. Me tiendo en la cama y espero a que desaparezca la ansiedad. 

Una tarde, al volver a la pensión, conozco a Antonio. Es un hombre alto, corpulento, pelo entrecano cortado como un marine, en la cuarentena, cercano a los cincuenta. Gafas de miope profundo, cejas muy pobladas, sonriente. Me lo presenta el dueño de la pensión, que es tío suyo, como quien presenta a dos celebridades, y en cierto modo, dentro del estrecho ámbito del pueblo, es así. Enseguida advierto que estoy hablando con una persona culta y educada. No recuerdo quién me contó su historia, probablemente él mismo, o entre unos y otros. Antonio ha sido Provincial de la Compañía de Jesús en Sudamérica, es teólogo y licenciado en Historia. Cuando lo conozco ya no es sacerdote  y nunca sabré la causa de su secularización. Al abandonar la Compañía vuelve a Bailén, su pueblo natal, y monta una pequeña academia de bachillerato. No tiene casa ni ninguna pertenencia, vive en la pensión de sus tíos, quizá su única familia. Se interesa por mí, hablamos, congeniamos: es muy sencillo congeniar con un hombre como Antonio.

Ya no me encierro por las tardes. Me reúno con Antonio y otras personas en  el bar de la Estación de Autobuses. El grupo es heterogéneo: un concejal, viejo amigo de Antonio, algunos maestros, gente que trabaja en los tejares. Antonio trata con sencillez a todo el mundo, se adapta a cualquier conversación, no establece diferencias entre unos y otros. Una tarde vamos al cine, la película es "Becket", la versión cinematográfica de la obra de Anouilh. Inconmensurables Peter O'Toole y Richard Burton. Esa noche, en la pensión, hablamos sobre "Becket o el honor de Dios". Nos dan las tres de la mañana. Antonio ha mediado una botella de brandy y yo casi le cuento mi vida. Cada vez son más frecuentes las veladas nocturnas. Aunque casi me dobla la edad, creo que tengo un amigo. 

Una mañana acude a mi consulta un trabajador de los tejares. Es un hombre de mediana edad. Me enseña las palmas de sus manos: están agrietadas como se agrieta la tierra sin agua. Me cuenta que le han visto otros médicos y le han recetado pomadas que no le han aliviado. No he visto en mi vida lesiones parecidas.

- Así no puedo trabajar -dice.

Le pido que vuelva al día siguiente. En mi cuarto consulto el libro de Dermatología hasta encontrar una imagen similar. Podría ser una hiperqueratosis palmo plantar. Escribo en una receta la fórmula magistral que copio del libro y al día siguiente se la doy al paciente.

- Que le preparen este ungüento en la farmacia. Se lo aplica en las lesiones por la noche y se venda las manos. Todos los días.

Por la tarde voy a la farmacia. El boticario sonríe y mueve la cabeza.
- Ya le hemos preparado eso a tu paciente. No creo que le sirva de mucho. Ese ya ha probado de todo.
- Esta fórmula seguro que no -le contesto, aunque no tengo la más mínima confianza en que funcione.

Una semana después el hombre aparece en mi consulta como Lázaro saliendo de la tumba.

- ¡Me ha curado, doctor! ¡Me ha curado!

Le examino las manos. Efectivamente las lesiones se han reducido mucho, algunas han desaparecido. Pienso que ha sido el ácido salicílico.

- Escuche, Juan, esto no se cura. Tiene que seguir poniéndose la pomada. Si deja de ponérsela, le volverá a salir.

Es lo que ocurre con la mayoría de las lesiones cutáneas, pero quién se lo explica a Juan, que va enseñando la palma de sus manos a todo el pueblo. Así es como se labra el prestigio de los médicos: con el elogio que corre de boca en boca transmitido por personas felices que no saben por qué se han curado. No son los profesionales los que emiten el veredicto, son los pacientes, que creen que hemos obrado milagros. He conocido médicos muy ricos y famosos, con extensas clientelas y una ignorancia supina de su profesión. Y lo sé porque los he sustituido. Nada se puede hacer en contra de la fe popular, como me ocurrió a mí en Bailén con aquel enfermo. Sus lesiones recidivaron un tiempo después, pero para entonces ya me pedían consultas privadas.