jueves, 24 de septiembre de 2015

Almas gemelas

Firenze. Leonardo Régnier. 2013.


Causalidad y casualidad solo se parecen en el sonido. La causalidad es una constante en nuestro universo, la razón nos dice que en todo proceso existe una causa previa. Siempre y cuando vivamos en un tiempo que fluye de atrás a delante: si el tiempo se inmovilizara, fluyera indistintamente hacia el pasado y el futuro, o sencillamente no existiese, desaparecería la necesidad de una relación causa-efecto. En determinados fenómenos cuánticos, por ejemplo, parece no existir causalidad, lo que no es extraño porque se trata de otro universo, o una parte del nuestro con sus propias leyes, o una locura que nadie entiende.
Una casualidad es otra cosa, aunque haya una relación. Que un suceso sea casual, no implica que suceda sin causa, la tiene, pero no la conocemos. Hablamos de casualidad cuando vivimos un hecho imprevisto, que nos sorprende porque no podemos determinar su causa. Es hasta cierto punto frecuente en la investigación, hallar algo distinto a lo que se está buscando. Serendipity, lo llaman en inglés. ¿Usted diría que Flemming descubrió la penicilina por casualidad, o Marie Curie el radio? En ambos casos fue un hallazgo no buscado, pero si ambos científicos no hubieran trabajado intensamente, cada uno en su terreno, no se habría producido el descubrimiento.

Muy diferente es la coincidencia de pensamiento o de acción entre dos personas, aunque a veces también sorprenda. Es lo que Jung llamaba sincronicidad, aunque no supiera explicar científicamente este proceso. La neurociencia explica este fenómeno asociativo de una manera que me parece convincente. Todo reside en nuestro cerebro inconsciente (no confundir con el subconsciente freudiano, aunque sean términos relacionados), que es, como ahora sabemos, el regulador del 80% o más de nuestro comportamiento, incluyendo la ideación no reflexiva. Todas nuestras percepciones del mundo material, las que captamos por los sentidos, pero también las ideas y emociones que incorporamos por la convivencia, la lectura o por cualquier modo no atribuible directamente a los sentidos físicos, se acumulan en nuestro cerebro inconsciente y son elaboradas, con participación o no de nuestra conciencia.

En el estrato más primitivo de nuestro cerebro inconsciente están los reflejos de supervivencia. Si uno se encuentra en la selva con un león, corre, y si un conductor va a estrellarse, pisa el freno a fondo. En ambas acciones la conciencia no interviene para nada, es más, se entera después y a veces ni se entera. "¿Qué ha pasado?", suele preguntar el conductor si sobrevive al accidente. Si el cerebro inconsciente no es todo lo rápido que sería de desear, el león se come al paseante selvático y el conductor no evita la catástrofe.
Pero el cerebro inconsciente no solo es responsable de las acciones reflejas. Estructura habitualmente casi todos nuestros esquemas de comportamiento. Imagine que usted empieza un trabajo nuevo. El primer día, desde que suena el despertador, desayuna, sube al autobús o conduce, saluda a sus compañeros y desarrolla su cometido, hasta que vuelve a su casa y se desmadeja en el sofá, habrá empleado "los cinco sentidos" en hacer bien las cosas. Es decir, cada acción estará precedida por una reflexión consciente, lo cual es agotador, porque la conciencia es lenta y dubitativa. A los pocos días, si no le han despedido, su cerebro consciente cederá el mando al cerebro inconsciente, que es más rápido y eficiente, y usted realizará a la perfección todos esos actos cotidianos mientras piensa en su novia o en el coche que le gustaría tener.

Ahora bien, si lo que quiere es comprarse un piso tendrá que reflexionar y usar su cerebro consciente, porque es una acción infrecuente en la que influyen muchos factores. Pero aun en este caso, gran parte del proceso electivo correrá a cargo del estrato inferior de su cerebro, ya que presentará ante usted esquemas adquiridos que quizá ni siquiera recuerda: cómo es la casa que usted vio un día y deseó tener, la orientación del edificio, el capricho que siempre tuvo de tener un despacho o cómo imaginó que serían la cocina y los sanitarios. La satisfacción que obtendrá si el inmueble que compra cumple todos o algunos de esos objetivos, la experimentará en su conciencia, pero en realidad procede de su cerebro inferior que ha visto realizadas sus expectativas.

En las relaciones entre personas el proceso es muy semejante. Uno puede conocer a una persona, no importa el sexo, y tardar meses o años en estructurar una relación con ella, o no tenerla nunca; por el contrario, puede establecerse un flujo de empatía inesperado entre ambos y crearse una precoz relación cordial. Aunque una reflexión del cerebro consciente, posterior al encuentro, puede aportar elementos concluyentes, el mayor trabajo recae una vez más en el cerebro inconsciente. Dicho en lenguaje coloquial: caerse bien o mal, eso que llamamos primera impresión, depende de la resonancia que se establezca entre los cerebros inconscientes de las dos personas. Si entre esos dos individuos la forma de percibir y la elaboración posterior de un hecho es muy distinta, no existirá afinidad entre ellos. Si por el contrario, esas dos personas han aprendido a percibir y sentir de una manera semejante, descubrirán de manera inconsciente que son afines en muchas cosas. Podría decirse que sus cerebros inconscientes han empezado a trabajar de forma sincrónica. Esta es la razón por la que dos personas, al conocerse, pueden descubrir con sorpresa que piensan de manera parecida, o dicho de manera más técnica, se reconocen uno en el otro. Expresiones coloquiales como "somos almas gemelas" o "me has leído el pensamiento" derivan de esta circunstancia. Son las afinidades electivas que tanto le extrañaban a Goethe.

El que esta circunstancia devenga en amor súbito o sea el comienzo de una buena amistad, ya es una cuestión más literaria que científica.