lunes, 20 de abril de 2015

La banalidad del mal

Violeta y azul

Volvamos a Hannah Arendt y su "banalidad del mal". De toda una obra literaria, periodística y filosófica, a esta mujer se la recuerda por una frase. La escribió en una crónica para el New Yorker, durante el proceso de Eichmann en Israel (1961): "Fue como si en aquellos últimos minutos [Eichmann] resumiera la lección que su larga carrera de maldad nos ha enseñado, la lección de la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes". El término banalidad aplicado a un exterminador suscitó innumerables condenas entre judíos y no judíos, pues ¿cómo calificar de banal a un genocida? Arendt ofreció una aclaración inteligente que no cambió las cosas: "Eichmann no era Macbeth. A excepción de una diligencia poco común por hacer todo aquello que pudiese ayudarle a prosperar, no tenía absolutamente ningún motivo". No debería extrañarnos, los conceptos de bien y mal adoptados por comunidades exaltadas, sea por principios religiosos, raciales o políticos, son tan incontrovertibles como inciertos.

La cuestión es que quitar la vida a una sola persona por venganza, por odio, por obtener un beneficio o por otra razón, no es un acto banal para el asesino: siente temor al castigo, subvierte quizá sus principios morales y a veces su sentido de culpa le empuja al suicidio. Pero asesinar a 1.500 personas es en efecto banal porque se convierte en un oficio, una rutina macabra, un acto cotidiano que se ejecuta de manera casi inconsciente y no perturba en modo alguno la conciencia del ejecutor. Creo que esto es lo que expresó Hannah Arendt y es aplicable a todos los Eichmann que vinieron después.

He reflexionado sobre esto al saber que había sido detenido en Mexico "El Carnicero de Ciudad Juarez", un capo del narcotráfico. En 2008 se le atribuyeron 1.600 muertes, y en 2010 ya eran 3.115 las personas exterminadas. He mirado su fotografía en el periódico y he tratado de encontrar en él rasgos malignos, una mirada asesina, no sé, algo que delatase en su expresión la atrocidad cometida, como quería Lombroso. En vano, es una fotografía policial como otras, la imagen hostil de un recluso que lo mismo podría haber sido detenido por robar un banco que por haber dado positivo en un control de alcoholemia. Sin embargo es el ejecutor de más de tres mil personas a las que habrá matado sin odio, sin rencor, impasible, con oficio, con innegable destreza. Por eso su maldad es terriblemente banal, como habría certificado Arendt de haber vivido en nuestra época.

¿Habrá sentido este hombre el horror, como el Kurtz de Conrad? No lo sé, pero recuerden que solo es un hombre, un ser humano como usted y como yo, con las mismas neuronas y los mismos neurotransmisores, y piensen que esas estructuras no son anormales en este individuo, y que por sus venas no circula una hormona de maldad. Les parecerá terrible, pero este sujeto solo es, como Eichmann, un hombre banal experto en su oficio. Ante estas cosas, es verdad que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes.