jueves, 21 de mayo de 2015

LA MUERTE DE ARTEMISA (Novela) - CAPÍTULOS 16 Y 17

In the street. Fotografía de Mercedes Vall Viñuela

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                                AUTOPISTA PARIS-BURDEOS, 10 DE SEPTIEMBRE



Habían dejado atrás París y el señor Osborne conducía relajadamente. En contra de lo previsto, el niño no había dado excesivo quehacer. Había dormido casi todo el tiempo, despertándose sólo en demanda de alimento. El señor Osborne se alegraba; hubiera tenido reparo de emplear tranquilizantes con el niño. Por lo demás, Silvia se había comportado magníficamente y demostraba que conocía el oficio; también se alegraba por eso. El señor Osborne sentía un optimismo moderado. Sabía que un exceso de optimismo era contraproducente en su trabajo; la mente debía permanecer alerta en todo momento, fríamente preparada para afrontar cualquier imprevisto. Al mismo tiempo sentía revivir antiguas sensaciones, ese extraño cosquilleo que precede a la acción.

Su compañera no había sido curiosa acerca del paquete traído desde Amsterdam. Mientras ella preparaba el equipaje el señor Osborne había sacado al niño de la cuna y, con suma delicadeza, lo había dejado sobre la cama. Luego había colocado el envoltorio en el fondo de la cuna y lo había cubierto con las ropas, alisándolo de manera que no se produjesen desniveles significativos. Había acostado de nuevo al pequeño, que no pareció sentirse incómodo. Una vez cerrada la cremallera sólo era visible la cabecita del niño y nada hacía suponer que allí había algo escondido. Silvia había presenciado la operación sin hacer ningún comentario.



Conforme se alejaban de Bélgica el clima se hizo más agradable. En aquel momento, cincuenta kilómetros al sur de París, el sol se desembarazó de las nubes y comenzó a brillar. No tenía intención el señor Osborne de hacer el viaje de un tirón, pese a que deseaba llegar cuanto antes a su punto de destino; pero también sabía que la precipitación es un error de principiante y el señor Osborne era todo menos eso. Con un punto de inquietud advirtió que acaso actuaba con excesiva minuciosidad -se felicitaba a cada momento por su destreza en prevenir contratiempos-, y se preguntó si esa actitud no revelaría, en el fondo, un oculto sentimiento de inseguridad. Le asaltó de nuevo el fantasma de la vejez, pero se dijo que, a fin de cuentas, lo que contaba eran los resultados. Echó una ojeada ala siento posterior. El pequeño estaba despierto y jugaba con un sonajero. Procuró alejar de su mente todo pensamiento pesimista; sin duda, viejo o joven, la suerte le acompañaba por el momento. Conectó la radio del coche y sonrió a su compañera. Pensaba dormir en Burdeos y continuar a primera hora del día siguiente hasta la frontera española. El señor Osborne se concentró en el verdor de la campiña y pensó que, después de todo, era el último y definitivo trabajo de esta índole que pensaba efectuar.




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                                                             REENCUENTRO


Necesitaba estar solo y mezclarme con la gente como un desocupado más. Quería callejear, detenerme ante los escaparates, pisar aceras, sumarme a un ambiente ajeno, olvidar, siquiera momentáneamente, el absurdo que me envolvía. La soledad había sido insoportable al principio y de no ser por los muchachos mi huida hubiera sido breve. Gracias a ellos me sentía con ánimo para llevar a cabo una empresa descabellada, pero sin duda esperanzadora. Lo cierto era que, en las últimas horas, apenas había pensado por mí mismo. Al margen de una innegable confusión, ¿qué sentía en aquel momento? Sobre todas las cosas tenía una intensa sensación de inminencia: como si todos mis proyectos fueran a frustrarse en el instante siguiente, y en cualquier momento alguien pudiera tocar mi hombro y me conminase a darme preso. También tenía miedo. No un pánico incontrolado como el que me había dominado al descubrir el cadáver de Artemisa, pero sí un temor oscuro y persistente que no conseguía neutralizar. Advertí que bajo el miedo latía un incómodo desasosiego, un fastidio creado por la alteración inesperada de los acontecimientos. Era ridículo, pero me molestaba que alguien desconocido hubiera perturbado el planteamiento inicial. ¿Con qué derecho alteraban mi aventura? Porque no sólo me sentía amenazado, sino que no sabía bien qué hacer. Era extraño inquietarse por algo tan banal en mis circunstancias, quizás fuese un recurso mental inconsciente para desviar mi atención hacia cosas más tangibles. Sí, era preciso pensar despacio y adoptar una actitud propia, no ser un mero espectador de cuanto me sucedía. Debía existir un punto de ruptura, un giro lógico que introdujera alguna coherencia en los hechos. Yo no me sentía capaz de hacer un análisis frío de la situación y los chicos sólo veían las cosas bajo la óptica de la aventura. Era necesario encontrar a alguien con sentido común capaz de enfocar con sensatez el asunto. Entonces pensé en Marta.



Consideré la idea: Marta como oposición a mis fantasías, lo metódico frente a lo imaginativo. Era una posibilidad. Supuse que también deseaba ver a Marta por otras razones. Revivió en mí la sensación de cosa no resuelta que siempre me mortificaba al evocarla. A lo largo del tiempo, el temor o el cansancio de enfrentar algo que nunca había entendido del todo, me habían convencido de que era mejor no volver a verla. Durante más de dos años había bloqueado mentalmente el asunto y tratado de alejar de mí todo lo que pudiera desequilibrar mi nueva vida. Y ahora, cuando lo que estaba en juego era mi supervivencia, sentía la necesidad urgente de descubrir el por qué de nuestro fracaso.

Tampoco me sorprendió demasiado llegar a esa conclusión en un momento en que la contradicción y la paradoja estaban a la orden del día. Decidí actuar de inmediato. Marta era directora de relaciones públicas de una empresa y confié en que a aquella hora no fuera imposible localizarla. Consulté mi agenda y busqué una cabina telefónica. Ella misma contestó a la llamada.

-¡Adrián, qué sorpresa!
-Estoy en Madrid, Marta, y me gustaría verte. ¿Podemos comer juntos?
-Espera un momento... Sí, ningún problema. Dentro de dos horas, ¿te parece bien?
-Perfecto. Hasta luego, Marta.

Me abstuve de sugerir alguno de los lugares frecuentados en otro tiempo (ni siquiera sabía si existirían) y Marta escogió un pequeño restaurante próximo a su oficina. Uno frente al otro, nos contemplamos en silencio. Estaba más delgada y se peinaba de otro modo, pero era ella misma: el cabello negro brillante, los rasgos angulosos, la boca ancha, invariable también la luz oscura de sus ojos y la forma sensual, inconfundible, de moverse, de echar hacia atrás la cabeza y apartarse el pelo de la cara. Pensé en la lucha demoledora, en la crispación de aquellos días y me entristeció la evidencia súbita del tiempo perdido. Toda su vida después de mí, tan irrecuperable ya, llena de emociones, de rutinas, de proyectos, que yo había dejado de compartir.

-Estás igual, Marta.
-Tú tampoco has cambiado mucho.
-Ha sido un error no vernos en estos años y sé que soy el más culpable.
-A veces es necesario que pase el tiempo.

Ella frente a mí, mirándome con suavidad, demoliendo el pasado, apartando de mi mente otras cosas, invadiéndome con su presencia.

-¿Cómo van tus cosas, Adrián?
-No me van mal.
-¿Pero estás a gusto? Cuéntame de tu vida.

Le hablé de la serenidad, del sosiego, de la soledad, tal vez de la nostalgia. No sabía qué impresión quería causar en Marta. No deseaba dar una imagen resignada y conformista con añoranzas del pasado, ni me parecía honesto mentirle y decir que había alcanzado la paz y que las cosas habían sido como tenían que ser. Pero por encima de las otras cosas, quería saber qué quedaba de mí en ella.