lunes, 23 de febrero de 2015

LA MUERTE DE ARTEMISA (Novela) - CAPÍTULO 2

(Capítulo anterior el 17/2/15)

2
MEDITACIONES EN LA CASA DEL PUERTO
          
       La muchacha rubia se agitó inquieta mientras encendía un cigarrillo con imprecisión. Consultó de nuevo su reloj de pulsera y miró hacia la puerta una vez más. No más de veinte años, pensé, e intenté cruzar mi mirada con la suya. Yo estaba allí, en el otro extremo de la barra, observando el mundo a través de un cubalibre, algo que hacía últimamente con demasiada frecuencia. Una forma como otra cualquiera de matar el tiempo, aunque debo reconocer que mis intensas miradas se perdían en el vacío las más de las veces. La chica tenía una mirada virginal y un cuerpo inquietante. En particular, los muslos eran notables: densos y tostados escapando de la leve presión del vestido de verano. ¿Sería ella consciente de la perturbación telúrica que producía cada vez que descruzaba las piernas? Posiblemente no. Era demasiado joven y los jóvenes han introducido una maldita naturalidad en el sexo: todo queda en una placentera modalidad de gimnasia sueca. Sonreí al fondo de mi vaso. Qué sabía yo en realidad de los jóvenes. Estaba a años luz de aquella chica. A los cuarenta el tiempo empieza a pasar deprisa y con poco significado.

La muchacha rubia estaba sonriendo. Dos jóvenes habían entrado en el bar y se dirigían hacia ella. Pedí otro cubalibre. El calor era sofocante, anormal para finales de agosto, y no me seducía en absoluto irme a casa. Examiné otras posibilidades: podía ir al cine (pero ya había visto la película); quizás ir a cenar a alguno de los restaurantes del puerto (lo que en definitiva terminaba por hacer casi todos los días); tal vez podría invitarme a casa de Braulio. En fin, una deslumbrante serie de posibilidades. Me sentí abrumado. Después de todo lo mejor sería cenar con Braulio y darle ocasión para que me largara una de sus habituales digresiones políticas; mientras, yo me bebería su ginebra y su mujer dormitaría en un sillón. Capté mi imagen en el espejo de detrás del mostrador: el cabello desertaba imparable de mi cabeza, de aquella lucida y envidiada cabellera tan sólo restaba un pelo fino y agonizante que se espesaba de manera falaz sobre las orejas. Me sumí en sombrías consideraciones sobre el paso del tiempo. Apuré de un golpe mi bebida. Aquél no había sido uno de mis días más brillantes, pero para qué hablar de los anteriores. Tendría que meditar sobre ello, analizar aquella especie de desgana. Eran casi las nueve y seguía haciendo calor. Consideré la posibilidad de un nuevo cubalibre.

La niña angelical y sus compañeros se disponían a salir. Al pasar frente a mí la muchacha me miró durante un segundo. Tuve la visión fugaz de un cuerpo joven desnudo, del baile salvaje de unos muslos incontenibles... Luego todo volvió a ser como antes: la única realidad era el contacto frío de mi vaso y el rumor de la gente, ahora perfectamente audible. Renuncié a beber más y busqué dinero en los bolsillos.

En la puerta tropecé con alguien que entraba y murmuré una excusa. Sentí que me retenían.

-¡Adrián! ¡Tú eres Adrián!

Era una mujer desconocida. Me miraba y sonreía ante mi confusión.

-¡Adrián, no has cambiado nada! ¿No me recuerdas? Soy Lucía, la hermana pequeña de Adela.

La miré más despacio y de súbito me hice cargo de la situación. No tenía ni la menor idea de quién era; pero era joven, no muy alta, pelo corto color castaño, ojos oscuros y poseía unos hermosos senos. No vacilé ni una fracción de segundo.

-¡Ah, sí, Lucía, claro! ¡Qué sorpresa! ¿Qué tal estás Lucía?

Empezó a reírse y me zarandeó con familiaridad.

-¡Qué cara tienes! Seguro que no sabes quien soy.
-Es verdad. ¿Pero eso qué importa? Ahora sé que no te olvidaré jamás.
-Pero hombre -insistió entre risas -, ¿no te acuerdas de Adela?

¿Adela? ¿Qué Adela? De pronto un salto brusco hacia atrás: viejas imágenes abriéndose camino, el grupo de la sierra ocho o diez años antes... Adela, claro, un romance de verano que apenas había dejado huella.

-Entonces tú eres...
-Lucía. Adela tenía dos hermanas y yo soy la pequeña. Pero no te esfuerces, no te puedes acordar. Yo era muy pequeña.
-Debe hacer unos diez años.
-Exacto. Yo tenía entonces doce años.

Por tanto ahora tenía veintidós años. Veintidós tiernos y apetecibles años. Era exactamente lo que yo necesitaba. Dejé volar la imaginación presintiendo que el encuentro bien podía cambiar las fúnebres perspectivas que me ofrecía aquella noche y la vida en general. La chica dijo:

-Bueno, ¿qué hacemos aquí como dos tontos? Invítame a algo, anda.

Elegí una mesa al fondo del salón. Después de un nuevo cubalibre experimenté dos agradables sensaciones, en apariencia contradictorias: por una parte, la evocación de viejos amigos y ambientes lejanos me sumergía en una atmósfera cálida y familiar de mesa camilla; por otra, los ojos pícaros y el cuerpo sugestivo de Lucía disparaban mi fantasía hacia terrenos menos domésticos. Ella hablaba sin cesar, dejando oír a veces su risa fuerte que, para mi regocijo, despertaba la atención de las mesas vecinas.

-Habla algo, hombre -dijo de pronto-. A mí si no me cortan... Cuéntame cosas. ¿Estás casado?
-Sí y no. Vaya, estoy separado. La cosa no duró más de dos años.

Le hablé de Marta, del error de nuestro matrimonio, de la incomunicación y el hastío... Me callé. Estaba adoptando un tono de víctima que no me gustaba nada. A Lucía parecía divertirle mi relato.

         -Yo estuve enamorada de ti, ¿sabes? -declaró sin previo aviso-. Con doce años, imagínate, eras para mí algo inalcanzable. Eras el novio de mi hermana mayor, así que tuve que sufrir en silencio. Tenía una foto tuya, recortada de un grupo, guardada entre las páginas de un libro.

Lo único que se me ocurrió fue sonreír estúpidamente sin saber donde fijar la mirada.

-Recuerdo que querías ser escritor -siguió Lucía-. ¿Eres ya un autor consagrado?
-No, qué más quisiera. Sólo soy un modesto profesor de literatura en un instituto de provincias. Bueno, también escribo, aunque es un tipo de literatura...diferente.

Todo había empezado cuando, a causa de una apuesta, una editorial de novelas de bolsillo me publicó un relato policíaco. Escribí un par de novelas más, que también fueron aceptadas, y lo que comenzó como un juego se convirtió en un pasatiempo agradable con una no despreciable retribución económica. Desde entonces escribía una novela al mes bajo el seudónimo de Alan Parker.

Lucía no pudo contener la risa:

-¡Alan Parker! Es increíble.
-No te burles. En realidad es una especie de divertimento y además me pagan. Como puedes comprender yo aspiro a más. Ahora que he alcanzado la serenidad necesaria pienso empezar algo más serio. Tengo algunos proyectos, algunas cosas muy pensadas.


 Estaba claro que no resultaba muy convincente, ni siquiera para mí mismo. Cambié de tema:

-Bueno, bueno, la pequeña Lucía. ¿Cómo se te ha ocurrido pasar las vacaciones en este pueblo perdido del norte peninsular?
-No estoy de vacaciones -su voz se hizo cautelosa-. Estoy con un grupo. Estamos siguiendo unas meditaciones.
-¿Religiosas? -Intuí con alarma algo relacionado con algún tipo de secta.
-No, nada de eso. Es una nueva forma de conocer las posibilidades de nuestro espíritu, un método para liberarnos de los esquemas habituales del conocimiento.

Torcí el gesto. Ese tipo de cosas siempre me ha sonado a impostura, a pesar de la aceptación que parecen tener entre la gente joven. De nuevo me sentí distante. Las sesiones se celebraban en una vieja casa del puerto. En cualquier caso, no estaba dispuesto a que Lucía se me escapara tan fácilmente, así que me mostré educadamente escéptico e indagué si sus ejercicios espirituales, perdón, intelectuales, le impedirían cenar con un viejo amigo. Ella aceptó y sus ojos oscuros chispearon.

Caminamos por el paseo marítimo cogidos del brazo. Algunos conocidos me miraron con curiosidad y disfruté imaginando los comentarios que enseguida pondrían en circulación los correveidiles de turno. Divisé a Braulio al otro lado de la calle y le saludé agitando la mano. Estaba con otras personas y no se movió, pero nos siguió con la mirada como quien contempla el paso de un tren hasta que se pierde en la distancia. Me decidí por un tranquilo restaurante del puerto del que yo era asiduo. La comida era aceptable y los camareros me llamaban don Adrián. Nos atendió la dueña en persona. Tenía en el rostro una sonrisa de complicidad y a cada momento estuvo lanzándome lanzando miradas significativas que simulé no ver.

Elegí el menú cargando las tintas en el elogio de las materias primas y las exquisiteces de la sencilla cocina local. Lucía me escuchaba paciente, con un punto de socarronería en la mirada. La brisa de mar atenuaba el calor y disfruté hablando con la muchacha de cosas triviales. Mediada la segunda botella de vino me sentía muy locuaz y me enredé en confusas disquisiciones sobre el amor-rutina, el amor-pasión y el amor-amor. Ella parecía sentirse a gusto. En un olvidable momento recuerdo haberle dicho:

-Tus ojos brillan como estrellas.

Lo cual provocó de nuevo la risa desmesurada de Lucía. Pero no era una risa cruel. Tal vez yo estaba bordeando el ridículo, pero ella no parecía advertirlo. Es más, extendió el brazo desde el otro lado de la mesa y me oprimió la mano. Yo procuré retener el contacto el mayor tiempo posible. Seguimos hablando hasta que la dueña, desolada, me advirtió que tenía que cerrar. Paseamos entonces por el espigón con las manos enlazadas, casi sin hablar, abismados en el reflejo ondulante de las luces de la bahía. Deseé besarla en aquel momento, pero vacilé. No quería echarlo todo a rodar. Aunque quizá ella esperaba que la besara.

-Qué tarde es, Adrián -dijo la muchacha resolviendo mi indecisión -. Mañana tengo que levantarme temprano.

La acompañé al hotel y en la entrada me quedé mirándola.

-Ha sido una noche encantadora, Lucía.
-Yo también he estado muy a gusto.
-¿Puedo verte mañana? Te enseñaré cosas de por aquí.
-Me encanta la idea.
-Bien. Vendré a buscarte sobre las nueve. ¿De acuerdo?
-De acuerdo.

Se acercó a mí y me besó en la mejilla. Luego sonrió y desapareció en el interior del hotel.