22
MADRID,
11 DE SEPTIEMBRE, 10,30 DE LA NOCHE.
Cuando
el señor Osborne entró en Madrid tuvo alguna dificultad para orientarse, pero
preguntando a un par de transeúntes y con la ayuda de un plano, consiguió
llegar a su destino. Era una antigua colonia de pequeños chalets, con calles
poco transitadas, inmersa en una zona céntrica poblada densamente, uno de esos
inesperados reductos de paz que el desmesurado crecimiento de la gran ciudad no
ha logrado aniquilar. Las casas y los minúsculos jardines mostraban signos de
deterioro, pero el señor Osborne pensó que era el lugar adecuado para sus
propósitos. Estacionó el Volvo a la altura de una casa de dos plantas, en cuya
verja de entrada una tablilla señalaba el número 23. Descendió del coche e
inspeccionó en derredor: la calle estaba desierta y la única iluminación
provenía de una farola emplazada a diez o doce metros. No se observaba luz en
las viviendas contiguas. La verja estaba abierta y tampoco tuvo dificultad para
franquear la puerta de la casa con la llave que encontró enterrada en una
determinada maceta de geranios. Regresó al coche, indicó a Silvia que entrara
con el niño y se dispuso a descargar el equipaje.
El
interior estaba limpio y acogedor. La planta baja se reducía al recibidor, un
saloncito y la cocina. En el piso superior había dos habitaciones vacías y otra
más grande equipada con dos camas. Había dos teléfonos intercomunicados, uno en
el saloncito y otro en el dormitorio. El señor Osborne verificó que ambos
funcionaban. Silvia investigó en el frigorífico y en los aparadores y le
informó que disponían de alimentos para más de una semana. El pequeño dormía
con tranquilidad. En un armario había varias botellas, entre las que el señor
Osborne encontró una de su whisky favorito. Hizo un gesto a la muchacha, que
sonrió y fue en busca de dos vasos.
Sentados
uno frente al otro, en dos butacas estilo años veinte, bebieron en silencio. Al
cabo de un rato, el señor Osborne preguntó:
-¿Estás
asustada?
-Estoy
en tensión. Pero usted me da seguridad.
El
señor Osborne fijó en la muchacha sus ojos sin expresión y se bebió de un trago
el resto de whisky. Silvia no dejaba de mirarle con ojos tímidos y una sonrisa
suave en los labios.
-¿Tú
sabes quién soy yo? -preguntó el anticuario.
-Algo
me han dicho.
-Seguramente
han exagerado -dijo el señor Osborne en voz baja. La mujer amplió su sonrisa
sin decir nada.- Sin embargo, no sabes para qué estamos aquí.
-Algo
me imagino.
-¿Y
no sientes escrúpulos?
-¿Los
siente usted? -preguntó ella con una audacia que sorprendió al señor Osborne.
-Francamente,
no -confesó el hombre. Y después de un silencio-: Supongo que estás en esto por
dinero.
-Claro.
Esto es más rentable que arrastrarse desnuda por las barras de los garitos. Y
menos aburrido que la prostitución.
El
señor Osborne no contestó y pareció refugiarse en la máscara de inexpresividad
habitual en él. Silvia insistió:
-¿Usted
no lo hace por dinero?
El
señor Osborne no pareció haber oído la pregunta, pero al cabo de un momento la
muchacha le oyó decir:
-Sí,
naturalmente por dinero. Siempre ha sido así. Aunque a veces me pregunto si
existirán otras razones para llevar esta clase de vida.
-¿Cómo
empezó usted?
El
anticuario parpadeó. No entraba en sus planes una conversación en exceso
personal con su compañera de trabajo y le irritó un poco la insistencia de
Silvia. Pero de pronto sintió que había estado solo demasiado tiempo y se dijo:
Después de todo, ¿por qué no? Este es mi último trabajo y es un trabajo
distinto. Casi sin entonación, con voz cansada, empezó a hablar:
-Empecé
en la Resistencia belga y allí aprendí muchas cosas. Era muy joven y me dediqué
al activismo con toda mi energía. La contienda fue dura, pero sobreviví.
Después de la guerra me encontré desfasado. Me pasaba lo que a mucha gente, no
sabía vivir sin un arma en la mano, no me adaptaba a la paz. Intenté buscar un
empleo, pero me había quedado solo y había pocas cosas que supiese hacer. Un
día, alguien se acordó de mí y me propuso volver al activismo. Acepté. No había
una gran guerra pero había pequeñas guerras; había complots, intrigas,
conspiraciones y era una forma rápida de ganar dinero, haciendo además lo que
mejor sabía hacer.
Se
sirvió otro vaso de whisky y meditó unos instantes.
-No
es sólo el dinero, debe haber algo más -prosiguió -. Pero un buen activista no
puede pararse a analizarlo, si lo hiciera no podría seguir. Si uno se
preguntase por qué mata, dejaría de matar y se convertiría en víctima. Una
muerte no se justifica por nada, ni siquiera por dinero. Hay que matar sin
justificación. Algunos -bebió un largo trago- se engañan al pensar que matan
por una idea, se vuelven fanáticos y creen defender una causa. Pero se engañan,
todos matamos por lo mismo.
Siguió
un largo silencio que Silvia no quiso interrumpir. El vaso del hombre estaba
vacío y Silvia, sin decir nada, lo volvió a rellenar. El señor Osborne se lo
llevó a los labios con un movimiento automático. Estuvo así, quieto, sin beber
y luego dijo:
-La
cuestión es saber si no soy ya demasiado viejo.
-A
mi no me lo parece -dijo la muchacha y el señor Osborne la miró con intensidad.
Después, en voz más baja, Silvia añadió-: ¿Quiere que hagamos el amor?
El
señor Osborne se sobresaltó.
-¿Por
qué?
La
muchacha hizo un gesto desenvuelto.
-Me
da seguridad.
El
señor Osborne creyó comprender. Intuyó que la vida debía ser dura para las
chicas como Silvia y, en cierta manera, se sintió conmovido. Sin embargo
rechazó la idea con violencia. Ya habían llegado demasiado lejos en el aspecto
íntimo y el señor Osborne lo atribuyó a la cantidad de licor ingerida. Le
dominó un molesto sentimiento de culpabilidad y se arrepintió de haberle hecho
confidencias a su compañera. Con deliberada frialdad dijo:
-Olvídalo.
Limítate a cumplir tu trabajo.
Se
levantó bruscamente, sin mirarla, y se acercó a la cuna del niño.
23
EN
LA CORTE DEL REY ARTURO
Itciar
y Cortés llegaron a la hora prevista al bar donde el misterioso comunicante
había citado al periodista. Era noche de viernes y las calles estaban
concurridas. Se mezclaba la gente del barrio con otros ejemplares, bien
trajeados y encorbatados, cuya curiosidad superaba el temor de adentrarse en un
ambiente supuestamente marginal. El Rialto era una antigua taberna transformada
en bar de copas. Potentes altavoces difundían música caribeña. El bar estaba
lleno. El personal desbordaba los límites del local y, vaso en mano,
permanecían en la acera formando corrillos.
Lograron
abrirse camino entre la gente y, no sin dificultad, alcanzar la barra. Rodrigo
pidió bebidas y esperó diez minutos, tal y como le habían indicado.
Transcurrido ese tiempo se dirigió a los lavabos. Antes advirtió a su amiga:
-Espérame
aquí y no te muevas. Si ves algo raro o que tardo en salir, sal pitando. Hay un
coche de la policía en la plaza.
-Ten
cuidado, Rodrigo.
-Bah,
no te preocupes. A lo mejor todo es una broma. Y con la gente que hay aquí,
¿qué me puede pasar?
Se
perdió entre la muchedumbre. Al fondo de un corredor encontró los servicios.
Empujó la puerta y entró en un espacio reducido y mal ventilado que olía a
orines y a desinfectante. No se veía a nadie. Probó la puerta de uno de los
retretes y la encontró cerrada. Empujó la del contiguo, que cedió, y se encerró
en el cubículo. Pasó un tiempo sin que ocurriese nada. El silencio era sólo interrumpido
por el siseo de las cisternas. Del retrete de al lado le llegó una voz
susurrante:
-¿Cortés?
-Sí,
soy Cortés.
-Hable
bajo.
-De
acuerdo. ¿Qué me quiere contar?
-Su
periódico insinúa que hay algo raro en la muerte de Artemisa.
-Sí.
La
voz tardó un poco en volver a hablar.
-Tienen
razón.
-¿Cómo
lo sabe?
-Lo
sé, eso es todo.
-¿De
qué se trata? ¿Qué es lo raro?
-Lo
más raro es que la chica está viva. La he visto ayer.
-¿Dónde?
Se
abrió en ese momento la puerta de los lavabos y entró alguien. Cortés enmudeció.
Enseguida se oyó el sonido de un chorro golpeando contra el urinario y luego el
ruido seco de una cremallera. Se escuchó el correr del agua y una exclamación
ahogada, causada seguramente por la ausencia de toalla. Volvió a oírse la
puerta y después volvió el silencio. Cortés se arriesgó:
-¿Dónde
ha visto a la chica?
-En
casa de los García Conde, ya sabe.
-¿Cómo
sé que no miente?
-Ya
le he dicho que tengo pruebas.
-¿Qué
pide a cambio?
-Nada.
No me interesa el dinero. Hago esto por motivos personales. Tengo una cuenta
pendiente con ellos.
-¿Por
qué no se lo dice a la policía?
-Podría
traerme complicaciones.
-Bueno,
¿dónde están las pruebas?
-Súbase
a la taza y mire en la cisterna.
Hizo
Cortés lo que le pedían y tanteó en el depósito. Sus dedos tropezaron con un
envoltorio de plástico sujeto al interior de la cisterna con cinta adhesiva.
Dentro del plástico había un sobre y de él extrajo Cortés una fotografía en la
que aparecían dos mujeres. La foto era de mala calidad, estaba oscura y
desenfocada. Una de las mujeres recordaba a Artemisa.
-La
foto no es muy clara.
-¿Qué
quiere, una foto de estudio? Bastante es para las condiciones en que fue
sacada.
-¿Cómo
sé que no está hecha antes de su muerte?
-No
lo puede saber, tiene que creer en mi palabra.
-Pero
yo no puedo publicar esto sin garantías.
-Eso
usted verá. No puedo ofrecerle otra cosa.
-¿Qué
más sabe de este asunto?
-Sólo
cosas aisladas. Hay algo que va a suceder pronto, algo importante, pero no sé
que es.
-Siga.
-No
hay más.
-¿Me
avisará si se entera de algo?
-No
creo que pueda. Me he arriesgado mucho.
-¿Conocía
usted a Artemisa?
-Escuche,
esto se ha acabado. No abra la puerta cuando yo salga. Espere cinco minutos y
después váyase.
Cortés
se resignó. Oyó cómo se abría la puerta del retrete de al lado y luego la de los servicios.
Esperó impaciente a que transcurriera el plazo y se precipitó a la salida.
Encontró a Itciar donde la había dejado hablando animadamente con un tipo
corpulento de pelo largo. Tiró de la chica hacia la salida mientras la
increpaba:
-Joder,
eres el colmo. Yo jugándome el pellejo y tú tan tranquila ligando con el
primero que se te acerca.
-No
te pases, Rodrigo. ¿Qué has averiguado?
-Te
lo contaré por el camino. Vamos a vuestra guarida.
Cortés
advirtió de pronto, al acercarse al coche, que dos sujetos de aspecto poco
tranquilizador les cerraban el paso. Se paró en seco y susurró a su amiga:
-Sal
pitando y busca a los polis. ¡Rápido!
Itciar
salió escapada y uno de los tipos dijo:
-¿Qué
le pasa a tu chica, colega? ¿Tiene prisa?
Cortés
empezó a retroceder.
-No
te vayas, tío, que tienes que pasarnos una cosa -dijo el otro situándose detrás
de él.
Dejó
Cortés que se acercaran y de improviso saltó hacia delante y empujó a uno de
los agresores. El otro le sujetó por la camisa, pero pudo zafarse y corrió en
dirección al coche. No le dio tiempo a entrar, se le vinieron encima y pudo
distinguir el brillo de las navajas. Con la espalda apoyada en el coche se
cubrió la cara con los brazos.
-¡Esperad!
¡Os daré lo que queráis!
-Nos
vas a dar lo que queremos y además te vamos a rajar, maricón.
Empezaron
a golpearle y percibió algo punzante en el cuello. Miró en derredor buscando
ayuda. Algunos transeúntes parecían no haber visto nada y otros se alejaban
prudentemente de la pelea. En ese momento apareció Itciar con dos números de la
policía.
-¡La
pasma, yo me abro! -gritó uno de los navajeros.
-Ya
te encontraré, hijo puta -murmuró el otro al oído de Cortés.
El
periodista notó algo parecido a una quemadura en el cuello y una repentina
sensación de humedad. Los asaltantes emprendieron la huida perseguidos por uno
de los guardias, mientras que Itciar y el otro se acercaban a Cortés.
-¿Estás
bien, Rodrigo?
-Creo
que sí.
-Es
sólo un rasguño -dijo el policía examinando el cuello de Cortés -. Ha tenido
suerte. ¿Le han quitado algo?
-No...
Supongo que querían robarme el coche.
Vieron
regresar al primer policía.
-Cualquiera
los coge. Con este gentío...
-¿Quiere
que le llevemos a un hospital?
-No
hace falta, agente. Muchas gracias.
-Como
prefiera.
Antes
de poner en marcha el coche, Cortés dirigió a la muchacha una mirada triunfal
mientras ella se esforzaba en anudarle un pañuelo al cuello.
-Venían
por esto, pequeña -dijo mostrándole la fotografía-. Ahora sé que tiene
auténtico valor.
Camelot
estaba enclavada en uno de esos complejos urbanísticos en los que se aglomeran
informes bloques de oficinas, tiendas exclusivas, restaurantes de moda y salas
de fiesta, todo ello atravesado por una compleja red de escaleras, pasadizos y
recovecos, sólo accesibles a peatones, y por cuyo subsuelo discurren amplias
vías para el tráfico rodado. La discoteca Camelot era un buen ejemplo de cómo
lo accesorio había logrado imponerse a lo esencial. Ya era bastante malo que
los antiguos club de música melódica hubieran dado paso a las discotecas de
acústica ensordecedora, pero el gigantismo actual (rayos láser, jaulas,
piscinas, vídeos, etc.) superaba lo humanamente admisible.
Camelot
era un grotesco trasunto del reino del Rey Arturo. El portero que nos franqueó
la entrada iba disfrazado de guerrero medieval y el pequeño vestíbulo
alfombrado estaba decorado con panoplias y recargados escudos nobiliarios. Una
breve escalera nos condujo a la zona de baile. Era un inmenso recinto
abovedado, estructurado en círculos concéntricos que recordaba los antiguos
decorados de Hollywood. El círculo exterior lo constituía una muralla almenada,
rematada al fondo por dos torreones gemelos adornados con banderas y pendones.
Internamente se extendía una gran área circular abarrotada de gente. El tercer
círculo era un foso de agua que circunscribía el cuarto y último círculo, la
pista de baile. De los torreones surgía una orgía de reflectores y luces
destellantes y ocultos altavoces propagaban una música brutal poco acorde con
el ambiente sosegado que sugerían las murallas. Cruzaban veloces camareros
vestidos de heraldos y la masa danzante se asemejaba a un ser único, amorfo y
monstruoso, que cambiara de forma a un ritmo desenfrenado.
Tracy
y yo nos encaminamos hacia una barra adosada a la muralla y, después de no
pocos forcejeos, conseguimos abrir brecha y llamar la atención del barman.
-¿Qué
desean vuesas mercedes? -vociferó el camarero.
El
lenguaje era más cervantino que artúrico, pero poco importaban los anacronismos
en aquel esplendor de cartón piedra. Cuando nos hubieron servido, Tracy
preguntó:
-¿Sabe
si está aquí el Profesor?
-¿Quién?
-El
Profesor.
-No
conozco a nadie con ese nombre.
Tracy
se encogió de hombros y sugirió dar una vuelta. Deambulamos entre las mesas
tropezando con la gente. La discoteca era un lugar de encuentro para famosos y
gente pública y la edad media de los asistentes superaba con seguridad la
treintena, pero también se veían grupitos de jóvenes vestidos de manera
estrafalaria. Cerca de los torreones Tracy abordó a otro camarero.
-¿Dónde
puedo encontrar al Profesor?
-No
sé, pregunte al encargado.
Continuamos
el periplo bordeando el foso y repetimos la pregunta un par de veces con
idéntico resultado. Poco después habíamos vuelto a nuestro punto de partida.
-Bueno,
Parker, ¿qué se te ocurre?
-Nada.
Quizás hoy no es un buen día, hay demasiada gente.
-Puede
ser. Vamos a tomarnos otra copa antes de irnos.
Nos
disponíamos a afrontar un nuevo asalto a la barra cuando oí una voz a mi
espalda:
-¿Estáis
buscando a alguien?- El que hablaba era un tipo pequeño, de nariz afilada y
ojos achinados; vestía un correcto traje azul y unos cegadores zapatos
amarillos.
Sí,
buscamos al Profesor -dijo Tracy.
-¿Para
qué?
-Buscamos
información.
-¿Sobre
qué?
-¿Eres
tú el Profesor?
-Yo
soy su secretario. Ahora, venga, ¿qué queréis?
-Eso
se lo diremos al Profesor.
El
tipejo miró a Tracy de arriba a abajo antes de decir:
-Te
crees muy guapo, ¿eh?
Tracy
sostuvo su mirada y yo pensé que había escrito una escena semejante en alguna
de mis novelas.
-Venimos
de parte del Beato -explicó Tracy.
-Esperad
aquí -dijo el secretario y se perdió entre la gente.
No
tardó en volver y nos hizo señas de que le siguiéramos. No sé por qué Tracy
había insistido en que yo llevase el dinero, pero esta medida resultó
providencial. Seguimos al individuo hasta los torreones y comprobamos que no
sólo eran decorativos, en su interior existían reservados a los que se accedía
por una escalera de caracol. En el nivel más alto el secretario se detuvo y nos
introdujo en una pequeña habitación sin ventanas. Había una mesa alargada y
varias sillas. Sin decir palabra el tipo desapareció; minutos después se abrió
la puerta y entró un hombre grande y gordo que se sentó en la cabecera de la
mesa. El secretario volvió a salir de la habitación y el hombre gordo se
dirigió a nosotros:
-Yo
soy el Profesor. Siéntense.- Tenía la mirada aguda y maligna. Nos observó sin
prisa, limpiándose el sudor con un gran pañuelo.- ¿En qué puedo ayudarles?
-Anteayer
asesinaron a una modelo llamada Artemisa -dijo Tracy -. Queremos saber quién la
mató.
-¿Qué
más? -preguntó el profesor sin alterarse.
-Tenemos
la sospecha...-Tracy vaciló-. Mejor la seguridad de que Artemisa estaba metida
en algún asunto importante y por eso la mataron. ¿Sabe algo de eso?
-Puede
ser -dijo el Profesor y permaneció un rato en silencio.- ¿Alguna pregunta más?
-¿Qué
sabe de Blackfire?
Pareció
que aquella sí era la pregunta justa. El Profesor se enderezó bruscamente,
haciendo crujir su silla, y dirigió a Tracy una mirada de asombro:
-¿Dónde
ha oído ese nombre?
Tracy
no contestó y en ese instante se abrió la puerta del reservado, entró el
secretario y murmuró algo al oído del Profesor. Cruzó por los ojos del gordo un
brillo distinto y se puso en pie con insospechada celeridad.
-Hemos
terminado -dijo con un amago de sonrisa.
-¿Cómo
que hemos terminado? -hablé por primera vez.- No nos ha dicho nada.
-No
hay nada que decir.
-Pero
tenemos el dinero...
-Eso
no cambia las cosas. La entrevista ha terminado.- Desde la puerta, el Profesor
se volvió -: Me comunican que hay peligro en la sala. Salgan de aquí
discretamente, es un consejo.
-¿Pero
qué ocurre? -quiso saber Tracy.
El
Profesor no contestó y salió de la habitación seguido del secretario. Tracy y
yo nos miramos en silencio. Durante unos segundos sólo se oyó el sonido
amortiguado de la música. Yo tenía las piernas clavadas en el suelo.
-Bueno,
Parker, calma. No pasa nada. Vámonos de aquí -dijo Tracy moviéndose hacia la
puerta.
Bajamos
la escalera con precaución. De otros reservados salían risas y conversaciones.
Nos cruzamos con algún camarero que no nos prestó atención y, ya en la planta
baja, iniciamos la difícil progresión hacia la salida. Avanzamos bordeando el
foso, que era la zona menos concurrida: el agua transparente, iluminada por
colores cambiantes, invitaba a mitigar el calor sofocante. A medio camino
alguien se interpuso entre Tracy y yo y me cerró el paso. Advertí al instante
que aquel hombre era diferente: llevaba una cazadora de cuero negro y su expresión
no era amistosa. Algo me hizo volver la cabeza. Detrás de mí había otro hombre
con gafas oscuras quien, sin darme tiempo para reaccionar, me cogió del brazo y
dijo a mi oído:
-Quieto.
No hagas nada y sigue andando.
La
gente que abarrotaba el Club Malibú era de una especie bien distinta. Era un
local no muy grande, bañado por una luz rojiza, y había mesas dispuestas a dos
niveles y un pequeño escenario al fondo. Jaime y Daniel se acercaron a la barra
sintiéndose observados por la concurrencia.
-¿Tú
sabías que esto era un club gay? -preguntó Jaime.
-Claro
-contestó Daniel con una risita.
-¿Entonces,
la querida de Orozco...?
-Yo
que sé, tío. Ahora veremos.
Daniel
le preguntó por Luzdivina a un camarero y éste les informó que iba a comenzar
su actuación en pocos momentos. Ambos amigos se acodaron en la barra, pidieron
algo de beber y se dispusieron a esperar. Poco después se encendieron las luces
del escenario y un individuo vestido con un frac cuajado de lentejuelas tomó la
palabra.
-Querido
público, vamos a dar comienzo al espectáculo. El Club Malibú se complace en
presentar a la primera de un plantel de bellas artistas que esta noche actuarán
para ustedes. Queridos amigos, ante ustedes: ¡Rocío, la Cortijera!
Sonaron
los primeros acordes de un pasodoble y entró en escena un travesti de aspecto
fofo, ataviado con mantilla y bata de cola. Interpretó una conocida copla con
pasmoso dramatismo y fue cariñosamente aplaudido. Otro artista hizo la clásica
imitación de Sara Montiel y después sucesivos travestis cantaron canciones de
artistas vivas o extintas. Siguió un ballet moderno, con bailarines ataviados
con sucintas ropas de cuero que interpretaban un poco convincente número
sadomasoquista. Por fin el presentador anunció la actuación que Jaime y Daniel
esperaban.
-Ahora,
como broche de oro de nuestro espectáculo, tengo el gusto de presentarles a
nuestra artista más exclusiva. ¡Ante ustedes, la maravillosa, la sensual, la
divina: Luzdivina!
Luzdivina
interpretaba a Marlene Dietrich. Vestía un traje ceñido de lamé plateado, por
cuyas aberturas laterales escapaban unas piernas largas y bien formadas. La
corta melena color ceniza, peinada con raya a un lado, y los apagados tonos del
maquillaje, ayudaban a recrear la melancólica sensualidad de la Dietrich. Había
que reconocer que Luzdivina, además de atractiva, era una magnífica actriz.
Antes de que finalizara su actuación los muchachos repitieron su deseo de
hablar con ella. Jaime mencionó el nombre de Orozco.
Se
retiró Luzdivina, premiada con calurosos aplausos, las luces del escenario se
apagaron y volvió la música ambiental. Un rato después Luzdivina, vestida ya de
manera informal, se aproximó a los dos amigos.
-¿Queríais
hablar conmigo?
-Sí,
gracias por venir. ¿Dónde podemos hablar?
-Vamos
a aquella mesa del fondo.
Una
vez instalados Luzdivina los miró con curiosidad.
-No
recuerdo haberos visto nunca por aquí.- Tenía una voz ambigua, algo afónica.-
Me ha dicho el chico que venís de parte de José.
-Verás,
Luzdivina -empezó Jaime muy nervioso-. Creo que no te traemos muy buenas
noticias. ¿Sabes lo de José?
-No.
¿Qué le ha pasado? -preguntó el travesti con ansiedad.
-Orozco
ha muerto.
-¿Qué?
-Se
ha ahorcado en su casa.
-¡Ay,
madre mía qué me estáis diciendo! -Los ojos de Luzdivina se abrieron con estupor
y se llevó una mano a la boca.- ¿Cuándo ha sido?
-Anoche.
-¡No
es posible, no es posible, Dios mío!
-Desgraciadamente
es así.
-¡José
muerto! ¡Pobrecito mío!
Dos
lágrimas rodaron por sus mejillas dejando un rastro negruzco, sus facciones
estaban contraídas y sus ojos reflejaban incredulidad. Jaime relató las
circunstancias del descubrimiento del cadáver mientras Luzdivina escuchaba con
el rostro crispado. De pronto su expresión pasó del dolor a la desconfianza.
-A
todo esto, ¿vosotros quiénes sois? ¿Por qué habéis venido?
-Somos
amigos de José -dijo Daniel.
-¿Amigos?
No creo que José tuviera amigos de vuestra edad.
-Pero
queremos aclarar su muerte y tú nos puedes ayudar, Luzdivina. ¿Crees que es
posible que Orozco no se suicidara? -preguntó Jaime.
-Que
si creo... Pero, bueno, ¿no me acabáis de decir...?
-Lo
que quiere decir mi amigo -intervino Daniel-, es que aparentemente se suicidó.
Pero puede que no fuera así. Puede que lo mataran.
El
rostro de Luzdivina reflejó ahora miedo, alargó un brazo y estrechó la mano de
Jaime.
-¡Sí,
seguro que le mataron! Tenía que suceder, yo ya se lo había dicho.
-¿Qué
le habías dicho, Luzdivina?
-Pues...
-de nuevo se despertó en ella el recelo-. ¿Pero vosotros quiénes sois? De la
policía no creo.
-Tranquilízate,
no somos de la policía. Somos amigos, ya te lo he dicho. Sospechamos que a José
lo quitaron de en medio y tú nos puedes ayudar si nos dices lo que sabes.
Luzdivina
vaciló un momento, pero debió encontrar a los muchachos dignos de su confianza,
porque comenzó a hablar:
-Le
dije que desapareciera, que se esfumara, pero no podía hacerlo, le tenían bien
sujeto. Le han amargado lo mejor de su vida.- Levantó la cabeza y pidió un
cigarrillo que encendió con mano temblorosa. Luego miró a los muchachos con
decisión-: Esos hijos de puta se han cargado a José, estoy segura, pero por mi
madre que lo van a pagar. No sé quienes sois ni me importa, pero os voy a decir
lo que sé.
Todas
las desdichas del arquitecto habían comenzado años atrás, cuando Orozco se vio
implicado en una estafa inmobiliaria. Estuvo a punto de ser procesado, pero
debido a poderosas influencias quedó libre de acusación. Claro que esta ayuda
no fue en absoluto desinteresada y desde entonces Orozco había vivido bajo la
amenaza de que su pasado saliera a la luz. Para evitarlo había seguido
trabajando para sus poderosos benefactores y se había hundido cada vez más en
la ilegalidad. Por último le habían querido forzar a que cometiera un crimen.
Luzdivina estaba convencida de que Orozco se había negado y por eso lo habían
matado. El problema era que el arquitecto le había contado sus problemas a
Luzdivina, pero por desgracia nunca había sido demasiado explícito: al hablar
de la Organización siempre se refería a ellos, sin decir sus nombres ni
detallar sus actividades y sus métodos. Pero Luzdivina conocía un nombre y no
tuvo reparo en mencionarlo:
-Él
siempre recibía órdenes del mismo individuo. Se llamaba Jorge Sinclair.
Tiene muy buena pinta, pero ¿dónde está la novela completa? Me gustaría leerla desde el principio.
ResponderEliminarHola, Rosa. Todos los capítulos de la novela están en el blog. Te contesto en Fb.
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