domingo, 2 de octubre de 2022

MONTRESOR REVISITED

 

Adelante, inspector, adelante, tome asiento, por favor. ¿Me creerá si le digo que es la primera vez que un policía entra en esta casa? Sí, en efecto, conozco el motivo de su visita, pero de una manera muy vaga. Cuando me anunciaron telefónicamente su llegada se me dio una explicación muy escueta. Sorprendente, en cualquier caso. ¡Sacar ahora a la luz el fallecimiento de Sergio Rocamora, más de treinta años después! Qué cosa tan inesperada. Espero con ansiedad que me proporcione usted toda la información y me explique por qué han recurrido a mí, aunque esto último no debería extrañarme porque Sergio, que en paz descanse, y yo no solo fuimos socios sino amigos íntimos desde la infancia. 

Ah, ¿no es solo por mi relación con el difunto por lo que me requieren, sino por mis conocimientos de filología? Bueno, inspector, eso eleva mi intriga hasta extremos impensables. Comencemos cuanto antes, dígame lo que quiere saber y le ofreceré todo lo que pueda aportar mi modesta erudición. Jorge Villasante a su disposición, inspector. 

 Me pregunta qué sé yo de la muerte de Rocamora. Lo que sabe todo el mundo. Hace treinta y dos, no, treinta y tres años, un sábado de diciembre se fue él solo a cazar a la finca de "Las Olmedillas", cosa que hacía con frecuencia, y durante la noche se declaró un incendio en el caserón en el que murió Sergio junto con la pareja de guardeses de la finca. En efecto, la identificación de los cadáveres fue difícil porque estaban totalmente calcinados, pero bueno, si no me falla la memoria, creo que identificaron a Sergio por un anillo o una medalla, no recuerdo bien. Sí, era una casona antigua y ardió por completo con gran rapidez, mucho antes de que pudieran llegar los bomberos. Ya puede usted suponer que estos sitios suelen estar alejados de los núcleos de población y además son de difícil acceso. No, no se reconstruyó la vivienda, que yo sepa. Martina, su mujer, no heredó la finca porque existía un litigio contencioso administrativo sobre la propiedad, y ya sabe usted la lentitud de esos procesos. No sé si se resolvería años más tarde, la verdad es que después de la tragedia ya nadie de nuestro entorno volvió a preocuparse de la finca. Ah, dice usted que ahora se está edificando en la finca. Pero esos eran terrenos rústicos, no urbanizables. Sí claro, todo cambia, después de treinta años imagínese. Una urbanización de chalets adosados, lo típico. La laguna cercana es muy turística y seguramente el pueblo vecino se habrá extendido y aquello ya no será un paraje tan recóndito. 

¿Pero cuál es entonces el problema? ¿La bodega? Sí, debía de haber una bodega. Ah, que no se destruyó en el incendio. Qué extraño. Así que al derrumbarse la casa los escombros obstruyeron la entrada y la bodega no se vio afectada por el fuego. Qué curioso, y claro, ahora, al excavar los cimientos ha aparecido la bodega... ¿Qué? ¿Una colección de cuadros valiosos? ¿Y un esqueleto maniatado? ¿Los restos de Sergio Rocamora? ¡Santo Dios! Pero... pero ¿cómo es posible? Identificado por el ADN... claro, claro, entonces no hay duda. Y dice usted que además, colgada del esqueleto había una inscripción... Bueno, bueno, inspector, esto supera todo lo imaginable. ¿Y qué decía esa inscripción? ¡Está escrita en latín! Ya comprendo, me han buscado como experto, para ver si como filólogo puedo arrojar alguna luz sobre el caso, habiendo sido además amigo del difunto. Sí, ahora todo está claro. Por supuesto pueden contar conmigo. Adelante, pues. Estoy impaciente, enséñeme enseguida la inscripción. 

 ¡Oh, oh, esto es increíble! Disculpe mi alborozo, inspector, no me estoy burlando de nadie, es que esto es...es asombroso. Esta leyenda: Nemo me impune lacessit es famosa. ¿Nadie la ha reconocido? ¿Nadie ha mencionado a Edgar Allan Poe? Nemo me impune lacessit, es decir: Nadie que me insulta queda impune. ¡Es el lema del escudo de Montresor! Vuelvo a pedirle perdón por mi excitación, en un momento se lo explicaré todo. Veamos, el cuento se titula... porque usted seguro que conoce al escritor, a Edgar Allan Poe, ¿verdad? El autor de "Los crímenes de la calle Morgue" o de "El corazón delator". Lo conoce pero no ha leído nada suyo, no importa, no importa, se lo explicaré en pocas palabras y lo entenderá todo perfectamente. Bien, como le decía, el cuento se titula en inglés "The cask of Amontillado" y se ha traducido al español como "El barril de Amontillado", aunque algunos prefieren traducir tonel en vez de barril, en fin, da lo mismo, es una disquisición un poco tonta. Digamos "El barril de Amontillado". Bien. "El barril de Amontillado" es la historia de una venganza y un crimen atroz. Deliberadamente Poe omite toda precisión sobre tiempo y lugar. Hay algunos indicios, no obstante. En un momento Montresor desenfunda la espada, lo cual nos sitúa probablemente en el siglo XVIII o XIX; y ocurre en Italia, desde luego, o al menos eso sugiere el empleo repetido de la palabra palazzo, y dado que la acción transcurre durante la celebración de un Carnaval, podría conjeturarse que nos hallamos en Venecia. 

Pero todo esto son especulaciones bibliográficas de poco interés en este asunto. La trama del relato es la siguiente: Montresor es un noble que ha sido humillado -al parecer de manera continuada- por Fortunato, un personaje con el que, sin embargo, mantiene una relación social. Para vengarse, Montresor idea una forma terrible de asesinar a Fortunato. En la confusión del Carnaval encuentra a su enemigo, que está ebrio, y le dice que ha adquirido un barril de una reserva muy rara de Amontillado, pero no está seguro de su autenticidad y apela a Fortunato, que presume de ser experto en vinos, para que se lo confirme. Para ello le conduce a la cripta de su palazzo, o catacumbas en alguna traducción, y tras atravesar intrincados pasadizos, sin dejar de trasegar diversos vinos, llegan a un nicho donde supuestamente se encuentra el barril. No le es difícil a Montresor encadenar al muro al casi inconsciente Fortunato y acto seguido comienza a tapiar el nicho con las piedras y la argamasa que tenía preparadas a tal efecto. Fortunato pide auxilio, pero su amigo le previene que nadie oirá sus gritos. Insistentemente pide ser liberado y, quizá enloquecido, se ríe y felicita a Montresor por "su fantástica broma". Cuando apenas queda un resquicio para concluir la pared se escucha la escalofriante súplica del condenado: "¡Por el amor de Dios, Montresor!" A lo que el asesino, con terrible frialdad, responde: "Sí, por el amor de Dios." Y a continuación coloca la última piedra.

 ¡Es extraordinario, inspector! ¡Puede verse con claridad que alguien asesinó a Sergio Rocamora siguiendo el guion del cuento de Poe! Asombroso, asombroso. Quien cometió este crimen no era un vulgar sicario, eso está claro. Dice usted que si el criminal imitó la estrategia de Montresor, también sus motivos podrían haber sido los mismos, es decir, alguien que durante largo tiempo hubiera sido humillado por mi antiguo amigo. Pues sí, estoy de acuerdo. Eso es lo que da a entender la inscripción latina. Todo esto es fantástico, inspector. No sabe cuánto me agrada que hayan solicitado mi opinión. ¿Que quién pudo haber sido humillado por Rocamora? De nuevo le pido disculpas, no he podido evitar la risa. Yo volvería la oración por pasiva: ¿quién no fue humillado por Sergio Rocamora? Fue un déspota en todas sus acciones, un hombre que amasó su fortuna mediante el fraude y la estafa, causó la ruina de muchos de sus presuntos amigos y siempre se rodeó de aduladores. Todo en Sergio era deplorable y sin embargo, fíjese, consiguió brillar en sociedad, porque, a qué negarlo, poseía un enorme atractivo personal. Solo sus íntimos sabían de qué calaña era Sergio Rocamora. Claro, usted se preguntará cómo es que yo fui amigo y colaborador de semejante monstruo. No sé, a veces la vida le lleva a uno por caminos impensables. Verá, él, cuando era joven, no era así o al menos no lo manifestaba con claridad. En efecto, fuimos compañeros de colegio y cultivamos una amistad que duró muchos años. Sí, fueron tiempos felices, debo reconocerlo, si bien es verdad que Sergio estableció jerarquías desde el principio: siempre era el mandón del grupo, el jefe de toda pandilla que se organizaba. En la universidad dejamos de vernos algunos años. Un día nos reencontramos en un teatro y pareció alegrarse mucho de volver a verme. Quedamos un día para comer, charlamos de viejos tiempos y al saber que mi situación económica era endeble me ofreció de inmediato trabajo en sus empresas. En fin, terminé por convertirme en su secretario, conociendo como es lógico cuáles eran sus manejos y como trataba a la gente. ¿Qué miré hacia otro lado? Pues sí, debo confesarlo, me acababa de casar y mi esposa y yo estábamos llenos de proyectos que junto a Sergio podríamos realizar. Y así siguió mi vida, incluso aguanté cuando empezó a humillarme en público por no ejecutar debidamente sus órdenes. Terminó por sustituirme por una persona más joven y no me dejó sin trabajo por los restos de compañerismo que supuestamente persistían entre nosotros. En fin, todo pareció terminar con el incendio de “Las Olmedillas”, pero su relato me llena de desconcierto. ¿Qué pudo ocurrir realmente aquella noche fatídica? 

 ¿Otros sucesos? Bueno, es natural, me he limitado a hacer un resumen de la vida de Rocamora y, claro, se podrían añadir otros hechos. ¿La relación de Sergio con mi mujer? Sí…es cierto, no lo he mencionado… compréndame, son sucesos muy dolorosos que no quería evocar. Pero permítame preguntar, ¿cómo se han enterado de ese asunto? El joven secretario, claro, estaba seguro de que se convertiría en su confidente y cómplice de sus turbias manipulaciones. Bien, le contaré todo: mi mujer se había convertido en la amante de Sergio. Todo el mundo lo sabía menos yo. Comprenda mi desolación, era la mayor humillación recibida. Sí… mi mujer y yo terminamos divorciándonos después de la muerte de Rocamora. Yo no podía soportar aquella mentira. Odié a Sergio por aquello, por todos sus desdenes, le odié como a nadie he odiado, y sin embargo…no le dije nada, seguí a su servicio. Tampoco le dije nada a mi mujer. Sí, reconozco mi cobardía, pero hay momentos en los que la mente se niega a fracasar sin ninguna compensación, cuando está uno hundido en lo más profundo solo puede pensar en la venganza. Sí, inspector, la venganza, una idea trasnochada, romántica en el fondo, un sentimiento que nunca creí sentir. Mis ideas dislocadas no podían pensar en otra cosa y lentamente, con absoluta frialdad, comencé a elaborar mi plan. 

 Lo que va a oír no estaba previsto, aunque en el fondo sabía que terminaría por hablar. En fin, se lo contaré todo. Antes le mentí. Yo conocía la existencia de la bodega y la pinacoteca oculta. De hecho ayudé a Sergio a formar esa colección de cuadros, muchos obtenidos por procedimientos de dudosa legalidad; incluso sospecho que algunos eran robados de algún museo. No había muchos, pero todos de alto valor y firmas reconocidas. Aquella colección fue la pasión secreta de Sergio, no solo por su valor monetario, sino también por su valor artístico; creo que su amor al arte fue lo único fue el único rasgo noble de su persona. Sobre estas bases ideé mi venganza. Aquel fin de semana yo acudí a “Las Olmedillas” junto con Sergio. Durante la mañana él salió cazar, con muy poca fortuna, por cierto, y aproveché para montar el escenario. Después de la comida empezamos a beber whisky en abundancia y pronto comprobé que mi amigo mostraba dificultad para pronunciar las palabras. Era el momento adecuado. Le dije que tenía una sorpresa para él, un nuevo cuadro. Aquello pareció avivar su mirada y me preguntó de qué se trataba. Yo sonreí de manera cómplice y afirmé: un posible Piero della Francesca. Se levantó de un salto y preguntó dónde escondía aquel tesoro. Yo me puse en pie y dije: bajemos a la bodega. 

 Lo que sigue no me parece que sea necesario detallarlo. Puede usted suponerlo. Me limité a seguir el guion trazado por Edgar Allan Poe en “El barril de amontillado”, incluida la inscripción en latín. No fue difícil reducirlo en su estado de embriaguez. Lamenté que Sergio no cumpliera con su papel, cuando estuvo maniatado no gritó “¡Por el amor de Dios, Montresor”!”, sino una sarta inacabable de insultos. Cerré la bodega y prendí fuego a la casa. Allí ardieron Rocamora, sus malditos cuadros e infortunadamente los guardeses. Así pues, inspector, tiene usted delante al autor de aquel crimen, pero antes de que empiece a hablar o actuar como policía, como supongo hará, déjeme decirle un par de cosas. El asesinato de Rocamora ha gravitado sobre mí como una culpa permanente todos estos años. Yo, señor, no soy un asesino, tengo unos principios morales sumamente estrictos, a los que pocas veces traiciono. ¿Por qué le maté? Porque entonces me pareció absolutamente justificado hacerlo, y no solo para vengar mis humillaciones sino también para eliminar del mundo a un hombre perjudicial para la humanidad. ¿Qué yo no era quien para erigirme en ejecutor de ese hombre? Desde luego, totalmente de acuerdo. Pero, créame, no me arrepiento, como no me arrepentiría de matar un mosquito. ¿Los guardeses? Sí, fue lamentable, pero entiéndame, fueron las víctimas colaterales. 

 Ahora debo decirle lo más importante, inspector. Salvo que ocurra un milagro, cosa poco probable, moriré dentro de pocos meses o días. Tengo un cáncer inoperable y estoy invadido por las metástasis. Sobre esa mesa están los informes médicos por si quiere consultarlos. De no ser así, mi actitud habría sido otra y no hubiera confesado tan fácilmente mi delito. Pero me alegro de haberlo hecho y dejar a salvo mi dignidad. Teniendo todo esto en cuenta, debe usted decidir ahora si va a detenerme, por unos delitos que seguramente han prescrito, y si debo hacer frente a una condena que, a mi juicio, no beneficiaría a nadie. O por el contrario dejará que el cáncer acabe definitivamente conmigo. Sea como sea, créame, esta confesión ha supuesto para mí un descargo. Ahora usted tiene la palabra.

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