viernes, 6 de noviembre de 2015

LA MUERTE DE ARTEMISA - CAPÍTULOS 25, 26 y 27.

                                                                         25

                                                  MADRID, 12 DE SEPTIEMBRE



El señor Osborne se despertó muy temprano. Permaneció acostado largo rato escuchando el trinar de los pájaros y los escasos ruidos que provenían de la calle. Esperó hasta que su reloj de pulsera marcó las siete. Entonces se levantó sin hacer ruido. La habitación estaba sumida en una suave penumbra a la que el señor Osborne ya se había habituado durante la espera. Se vistió con rapidez, salió al pasillo y se encerró en el cuarto de baño. De regreso al dormitorio se detuvo ante la cama de Silvia. La muchacha dormía boca a abajo, abrazada a la almohada. Se ofrecía a la contemplación del señor Osborne un escorzo de su cuerpo apenas cubierto por el camisón. No la miró más allá de unos segundos y, procurando evitar el crujir de la madera, se acercó a la cuna. El niño estaba dormido. Se había despertado tres veces durante la noche y Silvia había atendido sus necesidades. El problema consistía ahora en mover al bebé sin que se despertara. Con sumo cuidado intentó levantarlo, pero el pequeño lloriqueó y el señor Osborne se quedó en suspenso. Luego, al ver que cerraba de nuevo los ojos, lo depositó con delicadeza sobre la cama. Algo hizo que se volviera y descubrió a Silvia sentada en la cama mirándole. El señor Osborne la observó un instante y ella sonrió con acento de disculpa. Con movimientos precisos levantó la colchoneta de la cuna y sacó el paquete alargado que aún seguía envuelto en el mismo plástico. Giró de nuevo la cabeza, pero Silvia ya no le miraba, parecía vigilar atentamente al niño. Fue hasta el otro extremo de la habitación, sacó del armario una bolsa de viaje y guardó en su interior el paquete. Miró hacia atrás y comprobó que la muchacha había devuelto el niño a su cuna. Sentada en la cama, seguía sonriéndole con sumisión. El señor Osborne hizo un breve gesto de despedida y salió de la habitación.



Le cegó la claridad del día. El cielo, de un azul intenso, estaba limpio de nubes y el sol reverberaba en los muros enjalbegados de las casas. Anduvo unos minutos orientándose por el ruido del tráfico hasta salir a una amplia avenida. Paró un taxi y ordenó al conductor que le llevara al aeropuerto. El coche le dejó en llegadas internacionales, cruzó rápidamente el hall y se dirigió a los lavabos. Esperó a que el recinto estuviera vacío y acto seguido se encerró en uno de los retretes, Se quitó el traje que llevaba y la corbata y lo guardó todo en la bolsa, de la que extrajo un uniforme azul, una corbata negra y una gorra. Se vistió con presteza y poco después pudo verse a un comandante de las Scandinavian Airlines salir de los lavabos. Cruzó de nuevo el vestíbulo, esta vez sin apresuramiento, llevando consigo el bolsón de viaje y se dirigió a la salida. Tomó de nuevo un taxi y pidió ir a un hotel céntrico. Si en el viaje anterior el señor Osborne no había despegado los labios, esta vez, a pesar de su escaso conocimiento del idioma, hizo comentarios comparando el clima de Madrid y el de Estocolmo y sobre la ajetreada vida de los pilotos.



Una vez en el hotel, se dirigió en inglés al recepcionista y le interrogó sobre la tripulación sueca que estaba alojada allí. El empleado movió con gesto dubitativo la cabeza y, tras consultar el registro, confirmó al señor Osborne que allí no había tripulación alguna ni existían reservas al efecto. Cabeceó el señor Osborne y masculló algo sobre una maldita confusión. Terminó pidiendo una habitación para dos noches. Cuando el recepcionista solicitó su pasaporte, el señor Osborne se palpó los bolsillos, repitió los cabeceos y dijo que debería estar en otra maldita maleta y en otro maldito hotel con el resto de la tripulación. Aseguró que en cuanto pudiese localizar a su grupo se lo entregaría. El empleado aceptó la excusa y le entregó la llave. El señor Osborne entró en la cafetería y pidió un desayuno inglés que consumió en poco tiempo. Luego se dirigió a los ascensores y subió a su habitación del séptimo piso.

Veinte minutos después volvió a bajar, dejó la llave en recepción y salió al exterior. El recepcionista no podía saberlo, pero para entonces la bolsa de viaje del olvidadizo piloto sueco había perdido una parte considerable de su peso. El señor Osborne se alejó del hotel a paso vivo y, al poco, aminoró la marcha seducido por la tibieza de la mañana. Caminó despacio por el andén lateral de la gran avenida, contempló con agrado el amarillear de los árboles, y, casi por primera vez, tomó conciencia de que se hallaba en España, un nombre que despertaba en su interior lejanos sentimientos. La primera parte de su misión había concluido y aunque existía una segunda -más difícil y decisiva-, no sabía con exactitud en que momento habría de iniciarse. Y eso era peligroso. El señor Osborne se daba cuenta de que la inactividad le hacía vulnerable a los recuerdos. Peligroso, muy peligroso. Por ello, trató de no considerar una descabellada ocurrencia que acababa de cruzar por su mente. Sin embargo era muy improbable que volviese a Madrid alguna vez. Entonces, ¿por qué no aprovechar la ocasión? Las probabilidades de que aquello interfiriese en la misión eran realmente escasas. Ante la parada de taxis se detuvo indeciso y trató de desproveer de toda afectividad al dilema. No lo consiguió. Otro signo de vejez, se dijo, no soy capaz de pensar fríamente. Admitida así la derrota no tuvo ya mayor problema en abrir la portezuela, acomodarse en el taxi y ordenar al conductor que le llevase a un lugar del Madrid antiguo.



No sabía con certeza adonde dirigirse y admitió la posibilidad de no encontrar lo que se había propuesto. El tiempo hacía borrosos los recuerdos. El coche le dejó en las cercanías de la Plaza Mayor, el único punto de referencia que poseía, y allí trató de orientarse. Callejeó por los alrededores, leyendo con dificultad los nombres de las calles sin dar con la que buscaba. A la vista de la poca efectividad de sus pesquisas decidió preguntar -no sin cierta prevención- a un agente municipal, que le atendió con inesperada solicitud, lo que no dejó de sorprenderle, hasta que recordó que iba vestido de uniforme. El guardia aclaró al señor Osborne que la calle en cuestión había cambiado de nombre y le explicó con profesionalidad cómo encontrarla.

Resultó ser una calle corta y estrecha. El señor Osborne la recorrió varias veces y leyó con atención los rótulos de los establecimientos, pero ninguno de aquellos nombres tenía significado para él. Entró en el único bar de la calle y pidió una cerveza. Le sirvió un muchacho joven y el señor Osborne vaciló antes de hablar.

-¿Sabe si existe o existía en esta calle un sitio llamado Cervecería Amberes?
-No señor -replicó el chico-, pero le puede preguntar a mi padre. Ahora le aviso.

El dueño del bar era un hombre calvo y sonriente. El señor Osborne repitió la pregunta.

-¿Cervecería Amberes, dice usted? Pues no caigo.
-¿Lleva mucho tiempo viviendo aquí?
-¿Que si llevo? Figurese, la taberna la puso mi padre.


-El propietario de la cervecería era extranjero. Se llamaba Hoffman.
-¿Hoffman? ¡Calle, ya sé quien dice! Usted habla de la señora Sofía, la del 15, que el marido era extranjero y lo mataron. Era yo un chaval, pero aún me acuerdo. Fue muy sonado.

El señor Osborne notó una sensación parecida a la falta de aire, pero su expresión no cambió.

-Si hombre, ya me acuerdo -siguió el tabernero-. Tenían un bar, como usted dice, pero no en esta calle sino en la paralela. La señora Sofía lo vendió al poco de ocurrir lo de su marido. Luego tiraron la casa y construyeron un edificio nuevo.
-¿Sabe usted si es posible encontrar a la señora Sofía?
-Pues claro. Vive en esta misma calle, ya le digo, en el 15. Creo que es el segundo izquierda.

El señor Osborne agradeció la información al tabernero y durante un rato soportó con cortesía su locuacidad. Localizó si dificultad la casa y el piso y pulsó el timbre con decisión. Salió a abrir una joven, casi una adolescente, de melena lisa y grandes y confiados ojos azules.

-¿Qué desea?
-Quisiera hablar con la señora Sofía. ¿Es posible?



La muchacha le miró con suspicacia, extrañada de su acento más que de otra cosa. Se volvió hacia el interior y dijo:

-Abuela, te busca un señor.

El señor Osborne calculó que la mujer que vino a su encuentro tendría más o menos su misma edad. Aún era una mujer atractiva. En sus ojos había un destello de arrogancia que sorprendió al anticuario.

-Usted dirá.

Absorto en la contemplación, el señor Osborne no parecía dispuesto a hablar, pero, al percibir la extrañeza de la mujer, dijo en voz baja:

-Sofía, soy Peter... Peter Hoffman.




                                                                         26

                                                       FOR THE GOOD TIMES



La macroestructura acristalada de la Seymour & Davidson se alzaba en la zona norte de La Castellana. Las gigantescas letras iluminadas del anagrama S & D eran familiares en la noche madrileña. Se me antojó simbólico mi acercamiento a la mole de acero y cristal, pero procuré desproveer de todo sentido épico a mis actos y concentrarme en la sencilla idea de que iba a saludar a un amigo. Imaginé que en días de trabajo hormiguearía en el interior del edificio un ejército de empleados, pero aquella mañana de sábado sólo un solitario vigilante armado, que no disimuló su extrañeza ante mi lamentable aspecto, acudió a mi encuentro.

-Quisiera ver al señor Sinclair.
-Las oficinas están cerradas.
-Sí, pero el señor Sinclair está aquí. Me han informado en su casa.
-¿Quiere darme su nombre?

Se lo di y el vigilante se retiró y habló a través de un teléfono interior.

-El señor Sinclair le recibirá. Su carné de identidad, si hace el favor.- Anotó mis datos y me devolvió el carné y una tarjeta de control-. Póngase esto, por favor. Piso catorce, ala norte, despacho 216. Por aquellos ascensores.

El ascensor ascendió con un suave susurro y sólo mi estómago acusó la disparatada velocidad del artefacto. Frenó con dulzura y mis vísceras se reorganizaron. Salí a un hall que se prolongaba en dos interminables corredores a derecha e izquierda. Elegantes rótulos de letras doradas indicaban: North Side y South Side. Puse rumbo norte y me adentré en el corredor. El silencio era tan sobrecogedor como la soledad. Mis pies se deslizaban sin ruido sobre gruesas alfombras y en los recodos encontré mesas vacías que imaginé ocupadas, en los días de labor, por eficaces secretarias. Avisté al fin una puerta marcada con el número 216 y entré sin llamar. Una secretaria de mediana edad se levantó a recibirme con expresión solícita.



-¿Señor Sánchez? Pase, por favor.

Empujó otra puerta que, al abrirse, descubrió la figura de Jorge Sinclair.

-Adrián, qué sorpresa.
-¿Qué tal Jorge? Cuánto tiempo sin vernos.
-En efecto. Pero hombre, ¿qué te ha pasado?
-Un pequeño accidente.

Nos fundimos en un abrazo y nos palmeamos la espalda, mientras la eficiente secretaria sonreía a media boca y salía de la habitación dejándonos solos. El despacho era un derroche de piel y maderas nobles. La mesa era de caoba maciza y las estanterías de madera y cristal. Había en un ángulo un tresillo Chester de color burdeos y de las paredes, también forradas de madera, colgaban cuadros de firma. Todo indicaba que mi amigo Sinclair tenía un rango elevado en la compañía. A Jorge lo hubiera reconocido en cualquier lugar: estaba algo más grueso y su pelo se había agrisado, pero sus piernas cortas y separadas, su cuerpo trapezoidal, casi sin cuello, y su cabeza en forma de pera no eran materia de confusión. Sobre todo persistía en mi memoria aquella mirada lúcida y dura que desconcertaba a los que pretendían mofarse de su poco agraciado físico.

-Bueno, bueno, el viejo Adrián. Siéntate, hombre. ¿Quieres un whisky? Tengo un Malta especial.
-Prefiero ginebra -dije sentándome en uno de los sillones.


-Ah, pues la ginebra que tengo es nacional.
-Esa es buena, Jorge. Antes sólo bebíamos ginebra a granel.
-Es verdad. Creo que no he vuelto a beberla desde entonces. Aquí tienes.-Me alargó un vaso tallado y añadió-: For the good times.
-For the good times -contesté repitiendo la antigua fórmula de cuando la pedantería nos hacía brindar en inglés por los viejos buenos tiempos.
-Creo que no te veía desde tu boda -decía Jorge-. ¿O no estuve en tu boda?
-No, nos vimos después, en una cena.
-Cierto. Al que he visto hace poco es a Escudero, ¿te acuerdas de Escudero?

Surge le conversación trabada de recuerdos, de noticias, de nombres ausentes, sin esfuerzo, como si el tiempo apenas contase. Veo a Jorge feliz, su expresión es relajada e intuyo que distinta a la cotidiana. Lo veo contento de verme, de hablar conmigo y me pregunto qué estoy haciendo aquí, si él sabe a qué vengo y por qué debo romper este momento. Los vasos se agotan y Jorge los rellena mientras rememora alguna fabulosa hazaña. Hay de pronto un silencio, un remanso en la conversación, y Jorge me mira con sus ojos duros y lúcidos y apenas sonríe.

-Bueno chico, estoy encantado, pero me has cogido hasta aquí de trabajo. ¿Por qué no cenamos juntos una noche de estas y seguimos hablando?

Comprendí que era necesario abandonar el pasado. Sinclair también lo sabía y me forzaba suavemente a ello.



-En realidad, tengo que hablar contigo de un asunto muy concreto. Un asunto urgente, Jorge.
-Muy bien, tú dirás.
-Estoy metido en un buen lío, Jorge.
-¿Un lío de faldas, de dinero...?
-No, no es nada de eso -aferré con ambas manos mi vaso y agregué -: Tú sabes a lo que he venido, Jorge.

Me miró con curiosidad sin afirmar ni negar nada, bebió un sorbo de whisky y pareció esperar a que yo continuase.

-A qué andarnos con rodeos, Jorge. Somos amigos. Sería estúpido andar con fingimientos. Hay una especie de juego en el que yo estoy metido y del que tú también formas parte.

Alce los ojos para observar su rostro. Su expresión no había variado. Dejó pasar unos segundos y se reclinó en su sillón con el vaso en la mano.

-¿Qué te hace pensarlo, Adrián?
-Bueno, hay una serie de hechos que me han llevado hasta ti. Si no los hubiera, si yo no tuviera la certeza de que tú estás implicado, no estaría aquí proponiéndote adivinanzas. Si no sabes de qué estoy hablando o no quieres darte por enterado, no insistiré. Habremos tomado unas copas y en paz. ¿Qué me dices?


-Lástima -movió una mano con aire resignado y concentró su atención en el fondo del vaso-. Hubiera preferido que esto fuera únicamente una reunión de antiguos compañeros. Pero tienes razón, hay que afrontar los hechos aunque no sean tan agradables, Adrián.- Permaneció unos instantes en silencio y luego me miró con una expresión distinta -: Voy a proponerte algo. Vete de aquí, desaparece, regresa a tu casa.
-¿Que me vaya? ¿Así, sin más?
-Eso es.
-¿Y no me ocurrirá nada? Quiero decir...
-Yo garantizo tu seguridad -dijo Jorge con firmeza.
-Eso quiere decir que a nadie le va a inquietar lo que he averiguado, o simplemente el hecho de que esté vivo.
-Precisamente.
-¿Y la policía?
-Todo puede arreglarse.
-Realmente tu proposición es muy generosa, Jorge. No pensé que todo resultara tan fácil -dije, y Sinclair no consideró necesario hacer ningún comentario. Pero para mí, las cosas no estaban tan claras.- Todo esto es un poco desconcertante, ¿sabes? Estos últimos días han sido de gran tensión. Me han ocurrido muchas cosas, me han golpeado -señalé vagamente mi rostro-, he tenido miedo, ha muerto gente... y tú me pides simplemente que me olvide de todo y me vaya. No sé, no acabo de entenderlo.


-Las cosas son así: has de tomarlo o dejarlo -atajó Sinclair-. Lo que por desgracia no puedo ofrecerte es una compensación a tus esfuerzos, una explicación, que es lo que estás buscando, supongo. Créeme, te aconsejo lo más conveniente. Quiero ayudarte. Sólo te pido que te olvides de este negocio.

Sentí deseos de moverme, de caminar por aquel mundo de alfombras silenciosas y mirar desde lejos a Jorge para distanciarme un poco de los recuerdos. Sabía cuales iban a ser mis próximas palabras y no podía hacer nada para evitarlo.

-Me pides más que eso, Jorge.
-¿A qué te refieres?
-Me pides que renuncie a mi dignidad.


Me hallaba junto al ventanal de cristal emplomado. Allá abajo se divisaba la gran avenida en casi toda su extensión, pero no llegaba ningún ruido, la insonorización era absoluta. Me pareció estar mirando una película muda. Me volvía hacia mi amigo.

-No has cambiado nada, Adrián. ¿Qué menoscabo sufre aquí tu dignidad?
-¿No lo entiendes? Se trata de mi dignidad. O de mis principios, como quieras llamarlo.
-Aunque fuera como dices-movió Jorge la cabeza con asombro-, ¿me quieres explicar, en nombre del cielo, a qué viene hablar ahora de dignidad y principios? Estoy intentando que salgas con bien de este lío. ¿No lo entiendes?
-Es que en esas palabras está todo -caminé lentamente de un extremo a otro del despacho-: dignidad, principios... Si las ignoramos, ¿qué nos queda? Tú tienes que entenderlo. Entonces lo habrías entendido.



Esperé algo, una señal, un gesto de comprensión por su parte, pero se limitó a decir:

-Adrián, sigues siendo el mismo ingenuo.
-Tú sí has cambiado -volví a sentarme frente a Sinclair-. ¿Por qué?
-Cielos -su voz se hizo tensa-. ¿Pretendes que te explique la historia de mi vida en dos palabras? Muchacho -añadió en un tono más suave-, la gente cambia, las ideas cambian...
-¿Hasta el punto de que ya no tenga para ti sentido la palabra dignidad?
-¡Maldita sea, Adrián! Quiero creer que no estás hablando en serio. No sé si te das cuenta de cuál es tu situación real.
-Contéstame sólo a esto, Jorge: ¿has aprendido a vivir sin dignidad?

Observé como se contraían las mandíbulas de Jorge y sonreí para mis adentros.

-Ya veo que insistes en complicarlo todo. Pues bien, hombre digno, dime una cosa: ¿qué haces metido en este embrollo? ¿En nombre de qué sublimes principios aceptaste participar? Porque no te creo tan ingenuo como para pensar que tus amigos son mejores que mis amigos. Aquí no hay buenos ni malos, sólo ganadores y perdedores. No hay razón para que te sientas digno, te lo aseguro. ¿A quién o a qué pretendes guardar lealtad?
-Tal vez trate de ser leal conmigo mismo.
-Bonita frase -sonrió sarcástico Sinclair-, pero perfectamente inútil.


-¿Tú crees? Hay algo en lo que te doy la razón. No hay nada limpio en este asunto, eso está claro. Pero no importa, estoy empezando a comprender que me muevo a un nivel distinto. No lucho contra ti, ni a tu favor, ni a favor de mis amigos. Lucho por mí, para demostrarme algo que ignoro, pero que intuyo resplandeciente.

Durante largo rato Jorge me miró sin hablar.

-¿Para qué has venido a verme? -preguntó al fin.
-¿No lo comprendes? Es muy fácil. Anteayer, ayer mismo, hubiera aceptado sin vacilar tu proposición. Entonces sólo pensaba en escapar. Pero ahora las cosas han cambiado, ahora necesito saber, quiero llegar hasta el final. Necesito descubrir el papel que me ha tocado jugar.
-Comprendo, y esperas que yo te lo diga.
-Eso es.

El rostro de Sinclair no reflejaba ninguna emoción. Se levantó y se sirvió más whisky.

-Supongo que te haces idea -dijo dándome la espalda- del precio que en ocasiones hay que pagar por saber.
-Lo imagino -contesté de forma refleja, pero noté un vacío repentino en el estómago.



Se acercó a la mesa y descolgó un teléfono. Vuelto a medias hacia mí, con el auricular en la mano, pareció dudar en el último momento.

-Lo he intentado, Adrián. Créeme que lo que he intentado.

Con decisión pulsó varias teclas, aguardó unos instantes y dijo con voz clara:

-Vengan a mi despacho.



Itciar se preguntaba dónde podía haberse metido Rodrigo. Llevar consigo aquel sobre le hacía sentirse insegura. Cuando Tracy había aparecido con los documentos, se había ofrecido para dárselos a Cortés. Pero después de buscar sin éxito al periodista por los lugares habituales, el sobre empezaba a resultarle molesto. Decidió esperar a su amigo en El Diario, donde tarde o temprano aparecería. Pero la espera estaba resultando larga. En un momento dado vio pasar a Carlos Luis Aresti y pensó: ¿para qué esperar a Rodrigo? No estaba pensando en marginarlo, la noticia era de los dos y no tenía Itciar intención de romper el compromiso, pero a fin de cuentas los papeles iban a terminar en las manos de Aresti. No podía saber si Rodrigo hubiera preferido retener por más tiempo los documentos y él no estaba allí para aclararlo. El tiempo corría y la muchacha deseaba desembarazarse cuanto antes de aquel sobre, por lo que se concedió un último plazo de diez minutos. Transcurrido este tiempo se decidió a actuar.



El director de El Diario leía unos originales cuando Itciar asomó la cabeza en el despacho. En pie, junto él, Lozano, un redactor jefe, dirigió a la muchacha una mirada hosca.

-Hola colega -dijo Carlos Luis-. ¿Qué te trae por aquí?
-Un asunto muy importante. Necesito hablar contigo.

Intercambiaron una mirada los periodistas y la expresión de Lozano se hizo más torva.

-Estoy ocupado, ahora. ¿Te importa que hablemos luego? No será tan urgente tu asunto que no pueda esperar media hora.
-No puede esperar. Es algo muy urgente, te lo aseguro.

Demandó Aresti comprensión con un gesto a Lozano, el cual se encogió de hombros, recogió unos papeles y salió del despacho.

-Espero que no sea una tontería -dijo Aresti mirando a la muchacha con severidad.
-Juzga tu mismo -replicó Itciar con nerviosismo. Se acercó al escritorio y puso el sobre ante los ojos de Aresti.
-¿Qué es esto?
-Es la prueba definitiva de que tras el asesinato de la modelo existe una conspiración. Cortés ya te habrá hablado. Estos documentos pertenecían a Artemisa.



Carlos Luis Aresti indicó a Itciar que se sentara. Con el ceño fruncido abrió el gran sobre y esparció su contenido sobre la mesa.



La respuesta a la llamada de Sinclair fue inmediata. Se abrió una puerta y dos hombres penetraron en el despacho. Saludaron a Jorge con un movimiento de cabeza y permanecieron en pie, silenciosos, con expresión indiferente.

-¿Qué va a pasar ahora, Jorge?
-Puedes imaginártelo -dijo Sinclair sin mirarme-. Estos caballeros te van a llevar a ver a unos amigos que quieren conocerte.

Me levanté del sillón y caminé hasta estar a la altura de Jorge, dando la espalda a los recién llegados.

-¿Y si me niego a ir?
-Sería una insensatez. ¿No querías llegar hasta el final?
-Creí que tú me ayudarías a recorrer ese camino.
-No hay otra opción. Lo siento de veras, Adrián.



De pronto me invadió el miedo o más propiamente el desconsuelo, un desconsuelo infinito de niño desterrado a la soledad de un cuarto oscuro. Yo no quería ir a ninguna parte con aquellos hombres. Mi rostro debió reflejar una súplica angustiosa que mi amigo no vio o no quiso ver. Sólo dijo:

-Adiós, Adrián.

Entonces procuré revestir a mis movimientos de la mayor dignidad (ahora pienso que debí resultar grotesco), di la espalda a Sinclair y dije a los desconocidos:

-Caballeros, cuando gusten.










                                                                         27

                                                LA HABITACION SIN VENTANAS

Mis guardianes no hablaban. Durante el trayecto de salida, que recorrí estrechamente flanqueado por los dos sujetos, aventuré algún comentario sin obtener como respuesta otra cosa que sonidos guturales o confusos monosílabos. Examiné a los hombres: tenían un aire ausente, pulcro, profesional. Es decir, lo mismo podían matarme sin vacilar, si me oponía a sus órdenes, como tratarme con deferencia y aun con cortesía, si me plegaba a sus deseos. Opté por lo último, ya que encontré muy mermada mi capacidad de reacción y no era fácil que tuviera la suerte de la noche anterior. Me pregunté si Charlie o Ferrer estarían cerca.



Al vigilante de la entrada no le extrañó verme salir acompañado y permaneció en su lugar. Uno de mis guardianes atisbó a través de la gran puerta acristalada hasta que un coche grande americano se detuvo en la entrada, momento en el cual me empujaron educada pero firmemente, obligándome a salir al exterior y subir con rapidez al automóvil. Uno de los hombres se sentó delante, junto al conductor, y el segundo conmigo, en el asiento posterior. La luna trasera y las ventanillas posteriores estaban cubiertas por cortinillas, a pesar de lo cual me cubrieron la cabeza con una capucha de tela negra y me ordenaron que me tendiera en el asiento.

-No se mueva, no hable, no pregunte -dijo uno de los individuos con insospechada elocuencia.

Así emprendimos la marcha. Rodamos largo rato sin que los hombres cambiaran palabra entre sí. En un momento dado las paradas se hicieron menos frecuentes y el coche aumentó la velocidad, por lo que colegí que estábamos saliendo del casco urbano; al poco la dinámica de la conducción me indicó que viajábamos por una carretera. El vehículo mantuvo una marcha regular durante bastante tiempo. Un súbito cambio en la pavimentación me sobresaltó, a pesar de la excelente suspensión del coche. Parecía que hubiésemos abandonado la carretera principal y rodásemos por un camino sin asfaltar. El traqueteo se prolongó y finalmente el coche se detuvo. Alguien bajó y enseguida me llegó el sonido de una puerta abriéndose. Reanudamos la marcha lentamente por lo que parecía ser un suelo gravoso, hasta que el coche se detuvo definitivamente. Me hicieron bajar y me quitaron la capucha.



El lugar recordaba a una finca rural. El coche se había detenido ante una pequeña edificación de una planta, que parecía ser un pabellón auxiliar o una vivienda de guardeses, ya que entre los árboles se entreveía un edificio mayor. La arboleda era tupida, pinos en su mayoría, pero no se observaban trazas de jardinería. Por un instante pensé que podía tratarse de la casa de Silvana Scampi, pero descarté la idea, pues tenía la impresión que el viaje había durado más de una hora. Calculé que podíamos encontrarnos a 80 o 90 kilómetros de Madrid. El pabellón estaba amueblado de manera rústica. Una mujer con aire campesino nos salió al encuentro.

-Tenemos un invitado, Remedios. Vamos abajo.

La mujer nos precedió hasta una escalera estrecha, mal iluminada, por la que descendimos. Parecía el acceso a una bodega, si bien la puerta blindada que nos cerró el paso al pie de la escalera desmentía esta suposición. Uno de los hombres manipuló los cerrojos y accedimos a una pequeña habitación cuadrada, sin ventanas, extrañamente amueblada. En realidad no existía mueble alguno, excepto una mesa alargada y una banqueta redonda; pero había argollas en las paredes, cuerdas colgadas del techo y una barra horizontal. Demasiado similar todo ello a algunas salas de tortura, vistas o imaginadas, como para que mi pretendida entereza no empezara a flaquear.

-¿Por qué me traen aquí? -pregunté-. Tengo entendido que otras personas quieren hablar conmigo.



No se molestaron en contestarme. Salieron de la habitación, oí el ruido de los cerrojos y la luz -que provenía de dos tubos de neón adosados al techo- se extinguió. Me hallaba en el centro de la estancia. Instintivamente extendí los brazos y caminé despacio hasta tocar la pared más inmediata. De alguna manera su contacto me consoló. Permanecí un rato en aquella postura y luego me deslicé hasta el suelo. Con la espalda apoyada en la pared traté de pensar. Lo que más me inquietaba eran las características de aquella habitación: ¿tendrían el propósito de torturarme? ¿Pero por qué habrían de hacerlo? Si querían hacerme hablar no necesitarían emplear la tortura, les diría cuanto quisieran saber. Me sorprendió alcanzar esa certeza sin la más mínima vacilación y me sentí avergonzado. ¿Tan escasa resistencia iba a oponer? Reconocí que así era, no tenía la menor intención de sacrificarme por nada ni por nadie y no creía tener compromiso con persona alguna, excepto conmigo mismo. Así que hacerme hablar no iba a resultar un problema. Otra cosa sería que mi confesión pudiera interesarles, porque en realidad era bien poco lo que yo podía aportar. Esta consideración me intranquilizó: si mi verdad era insuficiente, quizás recurrieran a la tortura después de todo. Pero no podrían obtener nada más de mí, de existir otra información más valiosa estaba atrapada en los circuitos de mi mente y la violencia no conseguiría hacerla salir. Todo eso contando con que la información existiera, que lo más lógico era pensar, como había dicho Ferrer, que el famoso mensaje subliminal no era más que una artimaña de Calabor. Pero tal vez debiera insistir en la realidad del mensaje ante mis captores para dar así algún valor a mi persona.



Pasó el tiempo y se acentuó mi inquietud. ¿A qué estaban esperando? Cruzaron por mi mente ideas tan disparatadas como que se habían olvidado de mí o que su intención era dejarme encerrado indefinidamente. ¿Pero por qué tardaban? En la oscuridad no era fácil calcular el tiempo transcurrido. Tal vez me estaban "madurando", esperando que la inacción quebrantara mi entereza. Sentí deseos de arrastrarme hasta la puerta y golpearla y gritarles que empezaran de una vez. Advertí que mi camisa estaba empapada de sudor. Entonces un débil reflejo de rebeldía se instaló en mis pensamientos. Como un eco lejano recordé mis propias palabras: era preciso mantener la dignidad. No me resistiría, no ocultaría nada, pero lo haría con dignidad. Hasta la cobardía puede ejercerse con dignidad. Y si persistían en su silencio, pensaría, dormiría o cantaría para ahuyentar la soledad. Ante la dificultad de lo primero y la imposibilidad de lo segundo, opté por cantar, actividad para la que no he sido bien dotado por la naturaleza.

Ya casi había agotado mi repertorio, cuando el alboroto metálico de los cierres me indicó que la espera llegaba a su fin. Se iluminó la habitación y reaparecieron los dos hombres, a los que ahora acompañaba un individuo ataviado con traje oscuro y corbata de seda prendida con un ostentoso pasador. Bajo el fino bigote entrecano exhibía un amago de sonrisa y fumaba un puro delgadito y largo, que sostenía a media altura, aspirando desganadamente el humo mientras me observaba con gesto impersonal. Los otros se habían quedado junto a la puerta en un respetuoso segundo plano. Me puse en pie y avancé un paso convencido de que aquel hombre iba a hablarme. El desconocido se limitó a mirarme y a expulsar tenues nubecillas de humo. Me decidí a iniciar yo el diálogo:

-Me alegro de verle. Tal vez usted pueda explicarme...



No hubo diálogo. El tipo del bigote giró levísimamente la cabeza en dirección a los otros y me señaló con el cigarro. En respuesta los dos subalternos se acercaron a mí y comenzaron a realizar su tarea concienzudamente, con meticulosidad; ya dije que me parecían muy profesionales. El primer golpe lo recibí en el costado derecho e hizo que me doblara sin aliento. El segundo impacto fue en el cuello, seguido de un rodillazo en el estómago. Caí de rodillas, perdida ya la cuenta de donde me golpeaban. Aproveché lo que parecía una tregua para farfullar:

-¡Basta, por favor! Les diré todo lo que quieran saber.
-¿Y a quién le interesa lo que tú quieras decir, maricón? -dijo el hombre bien vestido.

Reforzó su desinterés propinándome una patada en las ingles que me hizo aullar de dolor. Sacudió la ceniza del puro sobre mi postrada cabeza y aleccionó a los esbirros:

-Trabajarlo un poco más.



Volvieron a la carga los profesionales dejándome tundido, casi inconsciente, sin que milagrosamente ningún golpe me hubiera tocado la cara. Tomé conciencia de que el castigo había cesado al advertir que de nuevo estaba solo en la oscuridad. Me arrastré penosamente hasta la pared y me quedé allí quieto, respirando con dificultad. Al cabo de un rato me sentí mejor e incluso constaté sorprendido que mi ánimo estaba más alto. Atribuí esta paradoja al bienestar reflejo que por lo común sobreviene cuando una agresión cualquiera ha dejado de actuar sobre uno. Pero tampoco quería engañarme demasiado: se habían ido, pero era seguro que volverían. Acepté de todos modos ese efímero consuelo, porque lo necesitaba físicamente, y caí en una extraña somnolencia salpicada de sobresaltos.

Volvieron después de un tiempo difícil de precisar. El tipo del bigote se dirigió a mí en tono casi amable:

-Venga, levántate. A ver, acercar aquí ese taburete.

Me senté en la banqueta y pusieron ante mí la mesa, sobre la que el jefe puso una grabadora de bolsillo.

-Bueno, vamos a ver. Tenías muchas ganas de hablar, ¿no? Pues empieza.

Contemplé con extrañeza el aparato y luego a mi interlocutor. Notaba una especie de parálisis en mi capacidad de pensar.

-¿Qué quieren saber?
-Lo que sea, tú sabrás. ¡Y empieza ya!

Le miré con imprecisión unos segundos y al cabo murmuré:

-Necesito orinar.



Ahogó el desconocido una interjección y cerró significativamente el puño derecho. Se volvió a sus esbirros:

-Bueno, venga, que mee. Subirle arriba. A ver si acabamos con esto de una puta vez.

Perdí el equilibrio subiendo la escalera y hubiera caído de no haberme sujetado uno de mis viejos conocidos con la misma solicitud que un rato antes me había machacado el hígado. Aproveché el inciso para pensar cómo sería más conveniente enfocar mi confesión. Pero mis ideas seguían turbias y decidí contarlo todo desde el principio.



El tipo del bigote se limitó a desconectar la grabadora cuando dejé de hablar. Me dirigió una mirada entre burlona y conmiserativa, aunque me pareció distinguir un destello de curiosidad en sus ojos. Los hombres abandonaron nuevamente la habitación y esta vez no apagaron la luz. Más tarde reapareció uno de los matones y con un gesto me indicó que le siguiera. Me condujo a una de las habitaciones del primer piso. Era una sala espaciosa con un amplio ventanal abierto de par en par, a través del cual se divisaba un nutrido bosque de pinos. Había dos hombres sentados. Al más viejo, un tipo oscuro, de pelo ralo y mofletes colgantes, que cubría sus ojos con unas gruesas gafas negras, no lo había visto nunca; al otro lo reconocí enseguida: era Vianescu, el tercer hombre en la fotografía de Anselmo. En pie, detrás de ellos, estaban el tipo del bigote y el segundo esbirro. Comprendí inmediatamente que Vianescu ostentaba allí la máxima autoridad y que los demás eran meros sicarios. No era fácil determinar de dónde provenía la sensación de poder que emanaba de aquel hombre rubio y bien peinado: sus ojos eran azules y plácidos tras las gafas de montura dorada y su expresión era aniñada.

-Siéntese, señor Sánchez. ¿Quiere un cigarrillo?

El rumano me observaba con una sonrisa amable, casi con simpatía. Acepté el cigarrillo que me ofrecía y me senté con la cabeza baja.

-Hemos oído su grabación, señor Sánchez, y nos ha parecido muy interesante -comenzó Vianescu. Hablaba el castellano con gran fluidez.- Es una historia fantástica, casi inverosímil, muy divertida, por otra parte. No, no se alarme, es perfectamente posible que nos haya dicho la verdad. Es más, estoy seguro de que no ha mentido. Ahora bien -hizo una breve pausa y sus ojos se iluminaron-, usted nos plantea una cuestión insólita, algo sorprendente, un verdadero enigma. Dice que le hipnotizaron y que en ese estado le dictaron un mensaje, un mensaje que usted desconoce y sólo podrá descubrir otra persona. Pero mi querido amigo, esto es admirable. Claro que no sabemos si se han burlado de usted, lo cual sería una lástima, créame. Pero ¿y si es cierto? ¿Y si en realidad hay un mensaje en su mente? ¡Ah, entonces, qué fascinante empeño intentar descifrarlo!

Me estremecí. Las palabras de Vianescu eran inquietantes. El rumano prosiguió:



-No se deprima si le digo que el contenido intrínseco del famoso mensaje ya no tiene para nosotros el menor interés. Ese mensaje, de haber sido comunicado a tiempo, hubiera cerrado una cadena de hechos indeseables para nuestros intereses. Pero felizmente todo ha sido debidamente interceptado y la operación cancelada. Así que, como le digo, la información que usted pudiera aportar resultaría irrelevante. Ahora bien... no nos gusta dejar cabos sueltos. Sobre todo cuando hay métodos a nuestro alcance para desentrañar ese fascinante misterio.

Vianescu esperaba que yo dijera algo. Pero mi ánimo estaba por los suelos y lo único que quería era acabar cuanto antes. De todos modos le advertí con cansancio:

-No les servirá de nada seguir torturándome. Sin la contraseña yo no podré...
-No, no, amigo Sánchez, no se trata de emplear la violencia.- Cambió una sonrisa con el hombre sentado a su lado-. No conocía al doctor Reuber, ¿verdad?

Hice un gesto de sorpresa. De modo que aquel individuo era Reuber, el presidente de los Amigos del Barroco, el antiguo nazi afincado en España.

-El Dr. Reuber es un hombre extraordinariamente hábil para hacer hablar a la gente -añadió el rumano.
-¿Qué me van a hacer? -pregunté súbitamente alarmado.
-No tema, no va a dolerle -habló Reuber por primera vez-. Le trataremos con cariño.


-El Dr. Reuber es un maestro manejando determinadas drogas. Si hay algo en su mente, él lo descubrirá -aclaró finalmente Vianescu.

Noté que me faltaba el aire y la cabeza me daba vueltas. Si había algo en aquel momento que me aterrorizase más que la propia muerte, sin duda era que me drogaran. Recordé historias de drogas que producían daños mentales irreparables, relatos de personas anuladas y convertidas en zombis. Di un salto hacia la ventana, pero me atraparon antes de alcanzarla. Lancé golpes al azar y alguno debió llegar a su destino. A pesar de mi debilidad fueron precisos cuatro hombres para reducirme. Me inmovilizaron y me arrastraron a un dormitorio contiguo. Me tendieron en una cama y me sujetaron con correas.

-Está en ayunas, ¿no es así? -oí preguntar a Reuber.
-Sí, desde luego.
-Perfecto. Alcánceme mi maletín y la botella de suero también, por favor.
-¿Quiere más luz, Dr. Reuber?
-Con la lamparita de noche bastará. Cuelguen el suero en la cabecera. Así, muy bien.

Le vi manipular aquellos adminículos con profesionalidad. Cuando todo estuvo dispuesto se sentó en el borde de la cama y me habló:

-Mire, amigo, esto no va a dolerle. Es mejor que no se resista, sólo voy a darle un pequeño pinchazo en el brazo.


Pero me resistí y sudaron para conseguir que mi brazo quedara inmóvil. Reuber demostró gran destreza. En unos segundos canalizó una de mis venas y el suero comenzó a fluir lentamente.

-¿Ve usted? No es para tanto. Ya no tendré que pincharle más. Ahora, vamos a ver.

Distribuyó una serie de frasquitos y ampollas sobre la mesilla de noche y con una jeringa aspiró y mezcló dos o tres sustancias. Después enarboló la jeringa repleta de un líquido oscuro y se acercó a mí. Hice un último e inútil esfuerzo para liberarme, pero no pude hacer otra cosa que contemplar con espanto como la droga se iba vertiendo en mi sangre.



Alcé la vista y tropecé con el rostro sonrosado de Vianescu. Intenté decir algo, pero de pronto dejé de sentir todo contacto físico. Nadie me sujetaba, no había ataduras, estaba flotando en un vacío iluminado en el que danzaban rostros deformes. El cuerpo del rumano se había alargado hasta tocar un techo inexistente; en cambio, Reuber parecía una bola achatada y su rostro se modificaba a cada momento. No sentía calor, ni dolor, ni ninguna otra sensación, ni siquiera tenía conciencia de mi cuerpo. Había varias voces sonando a la vez, mezclando sus ecos, pero yo no podía entender de qué hablaban. Las palabras eran claras, definidas, pero las frases carecían en absoluto de significado. Alguien hablaba y sin asombro verifiqué que era yo mismo. Contemplaba mi cuerpo y oía mi voz (pero no era yo, eran sólo mi cuerpo y mi voz). Pensé que si era yo el que hablaba, por fuerza tendría que entender mis propias palabras. Dio resultado: las palabras cobraron sentido y empecé a comprender. Estaba hablando con Lucía y repetíamos un diálogo ya dicho. Aquello me hizo feliz, era agradable hablar con Lucía. De pronto advertí que ya no era Lucía quien hablaba, era Calabor. Intenté volver atrás, pero en vano. Otras voces ordenaban que permaneciera Calabor. Vi que mi cuerpo volvía a pasear junto a él por la playa, luego seguíamos hablando en la vieja casa y escuchábamos música de Mahler y seguíamos avanzando hasta que todo cesaba y me rodeaban el silencio y la soledad. Entonces, como si alguien hubiera rebobinado una película, todo volvía a empezar. No sé cuantas veces se repitió la secuencia, siempre la misma con escasas variaciones e idéntico final, pero en todas, cuando Calabor iba a decir algo importante, sobrevenía bruscamente la oscuridad. Un tiempo después comencé a oír voces (voces reales, no lo anterior) y a tener sensaciones de peso, de tacto, de dolor. Mis pensamientos flotaban en una espesa turbidez y tuve conciencia de que me estaba despertando. Abrí los ojos y reconocí a Reuber que movía la cabeza dubitativamente. La cara de Vianescu ya no era tan bonancible y decía algo de manera cortante y seca, creo que en alemán.



Reuber se encogió de hombros y cargó de nuevo la jeringa. Sentí una angustia imposible de describir y cerré los ojos. Los rostros se deformaron de nuevo, volvieron las voces, reaparecieron Lucía y Calabor y se repitió hasta el infinito la secuencia, pero esta vez había una mayor crispación en las voces, una exigencia distinta. De improviso todo cesó: las palabras y las imágenes empezaron a romperse, a replegarse, a huir hacia algún lugar, y dejé de ver y de oír y de sentir. Había una oscuridad diferente, más apacible, más absoluta. Después hay un hueco, un tiempo vacío sin recuerdos. De súbito tomé conciencia de mi cuerpo, las piernas y los brazos me pesaban y sentía un frío intenso. Alguien golpeaba mi pecho salvajemente. Hice un esfuerzo, en el que empeñé toda mi energía, y llené de aire mis pulmones. Algo me decía que eso era lo que tenía que hacer. Continué respirando y comprobé que me sentía mejor, además, habían dejado de golpearme el pecho. Intenté abrir los ojos, pero no fui capaz. Estaba demasiado agotado. Luego, sin poder evitarlo, me sumí en la inconsciencia.



Desperté desorientado. La habitación estaba vacía y en sombras, sólo una débil claridad que se filtraba por la ventana me permitió reconocer confusamente mi entorno. Sonaba una musiquilla lejana que, ignoro por qué razón, me llenó de felicidad e hizo que las lágrimas se agolparan en mis ojos. Acaso era la primera cosa risueña que percibía en mucho tiempo. Volví a abrir los ojos y razoné acerca de la oscuridad: era de noche, luego debían haber transcurrido muchas horas. ¿Cuántas horas habían pasado, Dios mío, cuántas? Ese espacio de tiempo desconocido me causaba una intensa angustia. Procuré controlarme y restablecer un orden de prioridades: ya averiguaría más tarde cuántas horas llevaba allí. Lo que importaba es que estaba vivo y al parecer libre. La razón por la que me habían dejado vivo contaba poco ahora, no había guardianes a la vista y la ventana abierta prefiguraba la libertad. Pero para huir había que moverse y eso era ya otro cantar. Intenté girar sobre mí mismo y sentí un dolor localizado en mi brazo izquierdo. Me palpé la zona con un movimiento lento de la otra mano y descubrí la cánula inserta en mi piel. El súbito pensamiento de que todavía pudieran estar pasándome drogas me descontroló. Arranqué de un tirón el tubo y mi brazo empezó a sangrar. Me comprimí con la sábana y doblé con fuerza el brazo. Estos movimientos me extenuaron y permanecí inmóvil, boca arriba, respirando con dificultad. Noté que me invadía el sueño. Estaba muy cansado y la tentación de dormir era casi irresistible. Por otro lado mi instinto de conservación me advertía que era preciso moverse. Estaba allí la ventana abierta y más allá la libertad.














                                                                         28

                                     MADRID, 12 DE SEPTIEMBRE, 22,30 HORAS.



El señor Osborne había estado poco comunicativo durante toda la tarde, sin que los intentos de Silvia de entablar conversación hubieran tenido el menor éxito. Y lo que era más sorprendente: no había bebido una sola gota de whisky. Era difícil discernir si estaba o no preocupado, su rostro no reflejaba emoción alguna y sus ojos muy azules tenían una engañosa vacuidad senil. Pero Silvia había aprendido a captar pequeños matices y aquella noche percibía en él una actitud tensa. Y se sentía intranquila. Era consciente de que no debía preguntar ni aludir a ningún tema concreto, ese era el trato, pero no le parecía justo. Si existía algún peligro real, alguna amenaza inminente, era preferible saberlo. Cualquier cosa mejor que la incertidumbre.

Sin previo aviso el señor Osborne abandonó su mutismo.

-Ya no habrá que esperar mucho tiempo. Dentro de unas horas todo habrá terminado.

Silvia no dijo nada y esperó.

-Todo depende de una llamada, una simple llamada telefónica. Si no se produce... - El señor Osborne pareció meditar-. En fin, si no se produce esa llamada, este viaje habrá sido lo que aparentaba ser: un pequeño viaje de placer, unas cortas vacaciones. Pero si ese teléfono empieza a sonar -miró a Silvia con dureza-, nos separaremos en el momento en que empiece la acción. Había pensado que esperases aquí con el niño, es un buen refugio y probablemente estuvierais a salvo. Pero no quiero correr ningún riesgo. Mañana a las 9,30 hay un vuelo directo a Bruselas; debes tomarlo y regresar. Con toda seguridad yo me reuniré contigo en el aeropuerto y cogeré ese mismo avión, pero si me retraso o no aparezco, no me esperes.
-¿Cuándo nos separaremos?


-En cuanto esté decidida la acción. El niño y tú iréis directamente al aeropuerto y esperaréis la salida del vuelo. Será más incómodo, pero sin duda más seguro.

La muchacha se sintió dominada por el miedo y también advirtió que no temía sólo por ella. Desde el principio había descargado en él sus inquietudes, no sabía bien por qué, pero a su lado se sentía segura. Y ahora, en el momento más crítico, el señor Osborne aparecía ante sus ojos como el anciano indefenso que acaso en realidad era.

-¿No hay otra alternativa mejor? -preguntó.
-No, no la hay.
-Entonces será mejor que tenga listas mis cosas.


Movió la cabeza afirmativamente el señor Osborne y durante unos segundos ambos se contemplaron en silencio. Luego el anticuario volvió a perderse en sus oscuras meditaciones. 

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