25
MADRID,
12 DE SEPTIEMBRE
El
señor Osborne se despertó muy temprano. Permaneció acostado largo rato
escuchando el trinar de los pájaros y los escasos ruidos que provenían de la
calle. Esperó hasta que su reloj de pulsera marcó las siete. Entonces se levantó
sin hacer ruido. La habitación estaba sumida en una suave penumbra a la que el
señor Osborne ya se había habituado durante la espera. Se vistió con rapidez,
salió al pasillo y se encerró en el cuarto de baño. De regreso al dormitorio se
detuvo ante la cama de Silvia. La muchacha dormía boca a abajo, abrazada a la
almohada. Se ofrecía a la contemplación del señor Osborne un escorzo de su
cuerpo apenas cubierto por el camisón. No la miró más allá de unos segundos y,
procurando evitar el crujir de la madera, se acercó a la cuna. El niño estaba
dormido. Se había despertado tres veces durante la noche y Silvia había
atendido sus necesidades. El problema consistía ahora en mover al bebé sin que
se despertara. Con sumo cuidado intentó levantarlo, pero el pequeño lloriqueó y
el señor Osborne se quedó en suspenso. Luego, al ver que cerraba de nuevo los
ojos, lo depositó con delicadeza sobre la cama. Algo hizo que se volviera y
descubrió a Silvia sentada en la cama mirándole. El señor Osborne la observó un
instante y ella sonrió con acento de disculpa. Con movimientos precisos levantó
la colchoneta de la cuna y sacó el paquete alargado que aún seguía envuelto en
el mismo plástico. Giró de nuevo la cabeza, pero Silvia ya no le miraba,
parecía vigilar atentamente al niño. Fue hasta el otro extremo de la
habitación, sacó del armario una bolsa de viaje y guardó en su interior el
paquete. Miró hacia atrás y comprobó que la muchacha había devuelto el niño a
su cuna. Sentada en la cama, seguía sonriéndole con sumisión. El señor Osborne
hizo un breve gesto de despedida y salió de la habitación.
Le
cegó la claridad del día. El cielo, de un azul intenso, estaba limpio de nubes
y el sol reverberaba en los muros enjalbegados de las casas. Anduvo unos
minutos orientándose por el ruido del tráfico hasta salir a una amplia avenida.
Paró un taxi y ordenó al conductor que le llevara al aeropuerto. El coche le
dejó en llegadas internacionales, cruzó rápidamente el hall y se dirigió a los
lavabos. Esperó a que el recinto estuviera vacío y acto seguido se encerró en
uno de los retretes, Se quitó el traje que llevaba y la corbata y lo guardó
todo en la bolsa, de la que extrajo un uniforme azul, una corbata negra y una
gorra. Se vistió con presteza y poco después pudo verse a un comandante de las
Scandinavian Airlines salir de los lavabos. Cruzó de nuevo el vestíbulo, esta
vez sin apresuramiento, llevando consigo el bolsón de viaje y se dirigió a la
salida. Tomó de nuevo un taxi y pidió ir a un hotel céntrico. Si en el viaje
anterior el señor Osborne no había despegado los labios, esta vez, a pesar de
su escaso conocimiento del idioma, hizo comentarios comparando el clima de
Madrid y el de Estocolmo y sobre la ajetreada vida de los pilotos.
Una
vez en el hotel, se dirigió en inglés al recepcionista y le interrogó sobre la
tripulación sueca que estaba alojada allí. El empleado movió con gesto
dubitativo la cabeza y, tras consultar el registro, confirmó al señor Osborne
que allí no había tripulación alguna ni existían reservas al efecto. Cabeceó el
señor Osborne y masculló algo sobre una maldita confusión. Terminó pidiendo una
habitación para dos noches. Cuando el recepcionista solicitó su pasaporte, el
señor Osborne se palpó los bolsillos, repitió los cabeceos y dijo que debería
estar en otra maldita maleta y en otro maldito hotel con el resto de la
tripulación. Aseguró que en cuanto pudiese localizar a su grupo se lo
entregaría. El empleado aceptó la excusa y le entregó la llave. El señor
Osborne entró en la cafetería y pidió un desayuno inglés que consumió en poco
tiempo. Luego se dirigió a los ascensores y subió a su habitación del séptimo
piso.
Veinte
minutos después volvió a bajar, dejó la llave en recepción y salió al exterior.
El recepcionista no podía saberlo, pero para entonces la bolsa de viaje del
olvidadizo piloto sueco había perdido una parte considerable de su peso. El
señor Osborne se alejó del hotel a paso vivo y, al poco, aminoró la marcha
seducido por la tibieza de la mañana. Caminó despacio por el andén lateral de
la gran avenida, contempló con agrado el amarillear de los árboles, y, casi por
primera vez, tomó conciencia de que se hallaba en España, un nombre que
despertaba en su interior lejanos sentimientos. La primera parte de su misión
había concluido y aunque existía una segunda -más difícil y decisiva-, no sabía
con exactitud en que momento habría de iniciarse. Y eso era peligroso. El señor
Osborne se daba cuenta de que la inactividad le hacía vulnerable a los
recuerdos. Peligroso, muy peligroso. Por ello, trató de no considerar una
descabellada ocurrencia que acababa de cruzar por su mente. Sin embargo era muy
improbable que volviese a Madrid alguna vez. Entonces, ¿por qué no aprovechar
la ocasión? Las probabilidades de que aquello interfiriese en la misión eran realmente
escasas. Ante la parada de taxis se detuvo indeciso y trató de desproveer de
toda afectividad al dilema. No lo consiguió. Otro signo de vejez, se dijo, no
soy capaz de pensar fríamente. Admitida así la derrota no tuvo ya mayor
problema en abrir la portezuela, acomodarse en el taxi y ordenar al conductor
que le llevase a un lugar del Madrid antiguo.
No
sabía con certeza adonde dirigirse y admitió la posibilidad de no encontrar lo
que se había propuesto. El tiempo hacía borrosos los recuerdos. El coche le
dejó en las cercanías de la Plaza Mayor, el único punto de referencia que
poseía, y allí trató de orientarse. Callejeó por los alrededores, leyendo con
dificultad los nombres de las calles sin dar con la que buscaba. A la vista de
la poca efectividad de sus pesquisas decidió preguntar -no sin cierta
prevención- a un agente municipal, que le atendió con inesperada solicitud, lo
que no dejó de sorprenderle, hasta que recordó que iba vestido de uniforme. El
guardia aclaró al señor Osborne que la calle en cuestión había cambiado de
nombre y le explicó con profesionalidad cómo encontrarla.
Resultó
ser una calle corta y estrecha. El señor Osborne la recorrió varias veces y
leyó con atención los rótulos de los establecimientos, pero ninguno de aquellos
nombres tenía significado para él. Entró en el único bar de la calle y pidió
una cerveza. Le sirvió un muchacho joven y el señor Osborne vaciló antes de
hablar.
-¿Sabe
si existe o existía en esta calle un sitio llamado Cervecería Amberes?
-No
señor -replicó el chico-, pero le puede preguntar a mi padre. Ahora le aviso.
El
dueño del bar era un hombre calvo y sonriente. El señor Osborne repitió la
pregunta.
-¿Cervecería
Amberes, dice usted? Pues no caigo.
-¿Lleva
mucho tiempo viviendo aquí?
-¿Que
si llevo? Figurese, la taberna la puso mi padre.
-El
propietario de la cervecería era extranjero. Se llamaba Hoffman.
-¿Hoffman?
¡Calle, ya sé quien dice! Usted habla de la señora Sofía, la del 15, que el
marido era extranjero y lo mataron. Era yo un chaval, pero aún me acuerdo. Fue
muy sonado.
El
señor Osborne notó una sensación parecida a la falta de aire, pero su expresión
no cambió.
-Si
hombre, ya me acuerdo -siguió el tabernero-. Tenían un bar, como usted dice,
pero no en esta calle sino en la paralela. La señora Sofía lo vendió al poco de
ocurrir lo de su marido. Luego tiraron la casa y construyeron un edificio
nuevo.
-¿Sabe
usted si es posible encontrar a la señora Sofía?
-Pues
claro. Vive en esta misma calle, ya le digo, en el 15. Creo que es el segundo
izquierda.
El
señor Osborne agradeció la información al tabernero y durante un rato soportó
con cortesía su locuacidad. Localizó si dificultad la casa y el piso y pulsó el
timbre con decisión. Salió a abrir una joven, casi una adolescente, de melena
lisa y grandes y confiados ojos azules.
-¿Qué
desea?
-Quisiera
hablar con la señora Sofía. ¿Es posible?
La
muchacha le miró con suspicacia, extrañada de su acento más que de otra cosa.
Se volvió hacia el interior y dijo:
-Abuela,
te busca un señor.
El
señor Osborne calculó que la mujer que vino a su encuentro tendría más o menos
su misma edad. Aún era una mujer atractiva. En sus ojos había un destello de
arrogancia que sorprendió al anticuario.
-Usted
dirá.
Absorto
en la contemplación, el señor Osborne no parecía dispuesto a hablar, pero, al
percibir la extrañeza de la mujer, dijo en voz baja:
-Sofía,
soy Peter... Peter Hoffman.
26
FOR THE GOOD
TIMES
La
macroestructura acristalada de la Seymour & Davidson se alzaba en la zona
norte de La Castellana. Las gigantescas letras iluminadas del anagrama S &
D eran familiares en la noche madrileña. Se me antojó simbólico mi acercamiento
a la mole de acero y cristal, pero procuré desproveer de todo sentido épico a
mis actos y concentrarme en la sencilla idea de que iba a saludar a un amigo.
Imaginé que en días de trabajo hormiguearía en el interior del edificio un
ejército de empleados, pero aquella mañana de sábado sólo un solitario
vigilante armado, que no disimuló su extrañeza ante mi lamentable aspecto,
acudió a mi encuentro.
-Quisiera
ver al señor Sinclair.
-Las
oficinas están cerradas.
-Sí,
pero el señor Sinclair está aquí. Me han informado en su casa.
-¿Quiere
darme su nombre?
Se
lo di y el vigilante se retiró y habló a través de un teléfono interior.
-El
señor Sinclair le recibirá. Su carné de identidad, si hace el favor.- Anotó mis
datos y me devolvió el carné y una tarjeta de control-. Póngase esto, por
favor. Piso catorce, ala norte, despacho 216. Por aquellos ascensores.
El
ascensor ascendió con un suave susurro y sólo mi estómago acusó la disparatada
velocidad del artefacto. Frenó con dulzura y mis vísceras se reorganizaron.
Salí a un hall que se prolongaba en dos interminables corredores a derecha e
izquierda. Elegantes rótulos de letras doradas indicaban: North Side y South
Side. Puse rumbo norte y me adentré en el corredor. El silencio era tan
sobrecogedor como la soledad. Mis pies se deslizaban sin ruido sobre gruesas
alfombras y en los recodos encontré mesas vacías que imaginé ocupadas, en los
días de labor, por eficaces secretarias. Avisté al fin una puerta marcada con
el número 216 y entré sin llamar. Una secretaria de mediana edad se levantó a
recibirme con expresión solícita.
-¿Señor
Sánchez? Pase, por favor.
Empujó
otra puerta que, al abrirse, descubrió la figura de Jorge Sinclair.
-Adrián,
qué sorpresa.
-¿Qué
tal Jorge? Cuánto tiempo sin vernos.
-En
efecto. Pero hombre, ¿qué te ha pasado?
-Un
pequeño accidente.
Nos
fundimos en un abrazo y nos palmeamos la espalda, mientras la eficiente
secretaria sonreía a media boca y salía de la habitación dejándonos solos. El
despacho era un derroche de piel y maderas nobles. La mesa era de caoba maciza
y las estanterías de madera y cristal. Había en un ángulo un tresillo Chester
de color burdeos y de las paredes, también forradas de madera, colgaban cuadros
de firma. Todo indicaba que mi amigo Sinclair tenía un rango elevado en la
compañía. A Jorge lo hubiera reconocido en cualquier lugar: estaba algo más
grueso y su pelo se había agrisado, pero sus piernas cortas y separadas, su
cuerpo trapezoidal, casi sin cuello, y su cabeza en forma de pera no eran
materia de confusión. Sobre todo persistía en mi memoria aquella mirada lúcida
y dura que desconcertaba a los que pretendían mofarse de su poco agraciado
físico.
-Bueno,
bueno, el viejo Adrián. Siéntate, hombre. ¿Quieres un whisky? Tengo un Malta
especial.
-Prefiero
ginebra -dije sentándome en uno de los sillones.
-Ah,
pues la ginebra que tengo es nacional.
-Esa
es buena, Jorge. Antes sólo bebíamos ginebra a granel.
-Es
verdad. Creo que no he vuelto a beberla desde entonces. Aquí tienes.-Me alargó
un vaso tallado y añadió-: For the good times.
-For
the good times -contesté repitiendo la antigua fórmula de cuando la
pedantería nos hacía brindar en inglés por los viejos buenos tiempos.
-Creo
que no te veía desde tu boda -decía Jorge-. ¿O no estuve en tu boda?
-No,
nos vimos después, en una cena.
-Cierto.
Al que he visto hace poco es a Escudero, ¿te acuerdas de Escudero?
Surge
le conversación trabada de recuerdos, de noticias, de nombres ausentes, sin
esfuerzo, como si el tiempo apenas contase. Veo a Jorge feliz, su expresión es
relajada e intuyo que distinta a la cotidiana. Lo veo contento de verme, de
hablar conmigo y me pregunto qué estoy haciendo aquí, si él sabe a qué vengo y
por qué debo romper este momento. Los vasos se agotan y Jorge los rellena
mientras rememora alguna fabulosa hazaña. Hay de pronto un silencio, un remanso
en la conversación, y Jorge me mira con sus ojos duros y lúcidos y apenas
sonríe.
-Bueno
chico, estoy encantado, pero me has cogido hasta aquí de trabajo. ¿Por qué no
cenamos juntos una noche de estas y seguimos hablando?
Comprendí
que era necesario abandonar el pasado. Sinclair también lo sabía y me forzaba
suavemente a ello.
-En
realidad, tengo que hablar contigo de un asunto muy concreto. Un asunto
urgente, Jorge.
-Muy
bien, tú dirás.
-Estoy
metido en un buen lío, Jorge.
-¿Un
lío de faldas, de dinero...?
-No,
no es nada de eso -aferré con ambas manos mi vaso y agregué -: Tú sabes a lo
que he venido, Jorge.
Me
miró con curiosidad sin afirmar ni negar nada, bebió un sorbo de whisky y
pareció esperar a que yo continuase.
-A
qué andarnos con rodeos, Jorge. Somos amigos. Sería estúpido andar con
fingimientos. Hay una especie de juego en el que yo estoy metido y del que tú
también formas parte.
Alce
los ojos para observar su rostro. Su expresión no había variado. Dejó pasar
unos segundos y se reclinó en su sillón con el vaso en la mano.
-¿Qué
te hace pensarlo, Adrián?
-Bueno,
hay una serie de hechos que me han llevado hasta ti. Si no los hubiera, si yo
no tuviera la certeza de que tú estás implicado, no estaría aquí proponiéndote
adivinanzas. Si no sabes de qué estoy hablando o no quieres darte por enterado,
no insistiré. Habremos tomado unas copas y en paz. ¿Qué me dices?
-Lástima
-movió una mano con aire resignado y concentró su atención en el fondo del
vaso-. Hubiera preferido que esto fuera únicamente una reunión de antiguos
compañeros. Pero tienes razón, hay que afrontar los hechos aunque no sean tan
agradables, Adrián.- Permaneció unos instantes en silencio y luego me miró con
una expresión distinta -: Voy a proponerte algo. Vete de aquí, desaparece,
regresa a tu casa.
-¿Que
me vaya? ¿Así, sin más?
-Eso
es.
-¿Y
no me ocurrirá nada? Quiero decir...
-Yo
garantizo tu seguridad -dijo Jorge con firmeza.
-Eso
quiere decir que a nadie le va a inquietar lo que he averiguado, o simplemente
el hecho de que esté vivo.
-Precisamente.
-¿Y
la policía?
-Todo
puede arreglarse.
-Realmente
tu proposición es muy generosa, Jorge. No pensé que todo resultara tan fácil
-dije, y Sinclair no consideró necesario hacer ningún comentario. Pero para mí,
las cosas no estaban tan claras.- Todo esto es un poco desconcertante, ¿sabes?
Estos últimos días han sido de gran tensión. Me han ocurrido muchas cosas, me
han golpeado -señalé vagamente mi rostro-, he tenido miedo, ha muerto gente...
y tú me pides simplemente que me olvide de todo y me vaya. No sé, no acabo de
entenderlo.
-Las
cosas son así: has de tomarlo o dejarlo -atajó Sinclair-. Lo que por desgracia
no puedo ofrecerte es una compensación a tus esfuerzos, una explicación, que es
lo que estás buscando, supongo. Créeme, te aconsejo lo más conveniente. Quiero
ayudarte. Sólo te pido que te olvides de este negocio.
Sentí
deseos de moverme, de caminar por aquel mundo de alfombras silenciosas y mirar
desde lejos a Jorge para distanciarme un poco de los recuerdos. Sabía cuales
iban a ser mis próximas palabras y no podía hacer nada para evitarlo.
-Me
pides más que eso, Jorge.
-¿A
qué te refieres?
-Me
pides que renuncie a mi dignidad.
Me
hallaba junto al ventanal de cristal emplomado. Allá abajo se divisaba la gran
avenida en casi toda su extensión, pero no llegaba ningún ruido, la
insonorización era absoluta. Me pareció estar mirando una película muda. Me
volvía hacia mi amigo.
-No
has cambiado nada, Adrián. ¿Qué menoscabo sufre aquí tu dignidad?
-¿No
lo entiendes? Se trata de mi dignidad. O de mis principios, como quieras
llamarlo.
-Aunque
fuera como dices-movió Jorge la cabeza con asombro-, ¿me quieres explicar, en
nombre del cielo, a qué viene hablar ahora de dignidad y principios? Estoy
intentando que salgas con bien de este lío. ¿No lo entiendes?
-Es
que en esas palabras está todo -caminé lentamente de un extremo a otro del
despacho-: dignidad, principios... Si las ignoramos, ¿qué nos queda? Tú tienes
que entenderlo. Entonces lo habrías entendido.
Esperé
algo, una señal, un gesto de comprensión por su parte, pero se limitó a decir:
-Adrián,
sigues siendo el mismo ingenuo.
-Tú
sí has cambiado -volví a sentarme frente a Sinclair-. ¿Por qué?
-Cielos
-su voz se hizo tensa-. ¿Pretendes que te explique la historia de mi vida en
dos palabras? Muchacho -añadió en un tono más suave-, la gente cambia, las
ideas cambian...
-¿Hasta
el punto de que ya no tenga para ti sentido la palabra dignidad?
-¡Maldita
sea, Adrián! Quiero creer que no estás hablando en serio. No sé si te das
cuenta de cuál es tu situación real.
-Contéstame
sólo a esto, Jorge: ¿has aprendido a vivir sin dignidad?
Observé
como se contraían las mandíbulas de Jorge y sonreí para mis adentros.
-Ya
veo que insistes en complicarlo todo. Pues bien, hombre digno, dime una cosa:
¿qué haces metido en este embrollo? ¿En nombre de qué sublimes principios
aceptaste participar? Porque no te creo tan ingenuo como para pensar que tus
amigos son mejores que mis amigos. Aquí no hay buenos ni malos, sólo ganadores
y perdedores. No hay razón para que te sientas digno, te lo aseguro. ¿A quién o
a qué pretendes guardar lealtad?
-Tal
vez trate de ser leal conmigo mismo.
-Bonita
frase -sonrió sarcástico Sinclair-, pero perfectamente inútil.
-¿Tú
crees? Hay algo en lo que te doy la razón. No hay nada limpio en este asunto,
eso está claro. Pero no importa, estoy empezando a comprender que me muevo a un
nivel distinto. No lucho contra ti, ni a tu favor, ni a favor de mis amigos.
Lucho por mí, para demostrarme algo que ignoro, pero que intuyo resplandeciente.
Durante
largo rato Jorge me miró sin hablar.
-¿Para
qué has venido a verme? -preguntó al fin.
-¿No
lo comprendes? Es muy fácil. Anteayer, ayer mismo, hubiera aceptado sin vacilar
tu proposición. Entonces sólo pensaba en escapar. Pero ahora las cosas han
cambiado, ahora necesito saber, quiero llegar hasta el final. Necesito
descubrir el papel que me ha tocado jugar.
-Comprendo,
y esperas que yo te lo diga.
-Eso
es.
El
rostro de Sinclair no reflejaba ninguna emoción. Se levantó y se sirvió más
whisky.
-Supongo
que te haces idea -dijo dándome la espalda- del precio que en ocasiones hay que
pagar por saber.
-Lo
imagino -contesté de forma refleja, pero noté un vacío repentino en el
estómago.
Se
acercó a la mesa y descolgó un teléfono. Vuelto a medias hacia mí, con el
auricular en la mano, pareció dudar en el último momento.
-Lo
he intentado, Adrián. Créeme que lo que he intentado.
Con
decisión pulsó varias teclas, aguardó unos instantes y dijo con voz clara:
-Vengan
a mi despacho.
Itciar
se preguntaba dónde podía haberse metido Rodrigo. Llevar consigo aquel sobre le
hacía sentirse insegura. Cuando Tracy había aparecido con los documentos, se
había ofrecido para dárselos a Cortés. Pero después de buscar sin éxito al
periodista por los lugares habituales, el sobre empezaba a resultarle molesto.
Decidió esperar a su amigo en El Diario, donde tarde o temprano aparecería.
Pero la espera estaba resultando larga. En un momento dado vio pasar a Carlos
Luis Aresti y pensó: ¿para qué esperar a Rodrigo? No estaba pensando en
marginarlo, la noticia era de los dos y no tenía Itciar intención de romper el
compromiso, pero a fin de cuentas los papeles iban a terminar en las manos de
Aresti. No podía saber si Rodrigo hubiera preferido retener por más tiempo los
documentos y él no estaba allí para aclararlo. El tiempo corría y la muchacha
deseaba desembarazarse cuanto antes de aquel sobre, por lo que se concedió un
último plazo de diez minutos. Transcurrido este tiempo se decidió a actuar.
El
director de El Diario leía unos originales cuando Itciar asomó la cabeza en el
despacho. En pie, junto él, Lozano, un redactor jefe, dirigió a la muchacha una
mirada hosca.
-Hola
colega -dijo Carlos Luis-. ¿Qué te trae por aquí?
-Un
asunto muy importante. Necesito hablar contigo.
Intercambiaron
una mirada los periodistas y la expresión de Lozano se hizo más torva.
-Estoy
ocupado, ahora. ¿Te importa que hablemos luego? No será tan urgente tu asunto
que no pueda esperar media hora.
-No
puede esperar. Es algo muy urgente, te lo aseguro.
Demandó
Aresti comprensión con un gesto a Lozano, el cual se encogió de hombros,
recogió unos papeles y salió del despacho.
-Espero
que no sea una tontería -dijo Aresti mirando a la muchacha con severidad.
-Juzga
tu mismo -replicó Itciar con nerviosismo. Se acercó al escritorio y puso el
sobre ante los ojos de Aresti.
-¿Qué
es esto?
-Es
la prueba definitiva de que tras el asesinato de la modelo existe una
conspiración. Cortés ya te habrá hablado. Estos documentos pertenecían a
Artemisa.
Carlos
Luis Aresti indicó a Itciar que se sentara. Con el ceño fruncido abrió el gran
sobre y esparció su contenido sobre la mesa.
La
respuesta a la llamada de Sinclair fue inmediata. Se abrió una puerta y dos
hombres penetraron en el despacho. Saludaron a Jorge con un movimiento de
cabeza y permanecieron en pie, silenciosos, con expresión indiferente.
-¿Qué
va a pasar ahora, Jorge?
-Puedes
imaginártelo -dijo Sinclair sin mirarme-. Estos caballeros te van a llevar a
ver a unos amigos que quieren conocerte.
Me
levanté del sillón y caminé hasta estar a la altura de Jorge, dando la espalda
a los recién llegados.
-¿Y
si me niego a ir?
-Sería
una insensatez. ¿No querías llegar hasta el final?
-Creí
que tú me ayudarías a recorrer ese camino.
-No
hay otra opción. Lo siento de veras, Adrián.
De
pronto me invadió el miedo o más propiamente el desconsuelo, un desconsuelo
infinito de niño desterrado a la soledad de un cuarto oscuro. Yo no quería ir a
ninguna parte con aquellos hombres. Mi rostro debió reflejar una súplica
angustiosa que mi amigo no vio o no quiso ver. Sólo dijo:
-Adiós,
Adrián.
Entonces
procuré revestir a mis movimientos de la mayor dignidad (ahora pienso que debí
resultar grotesco), di la espalda a Sinclair y dije a los desconocidos:
-Caballeros,
cuando gusten.
27
LA
HABITACION SIN VENTANAS
Mis
guardianes no hablaban. Durante el trayecto de salida, que recorrí
estrechamente flanqueado por los dos sujetos, aventuré algún comentario sin
obtener como respuesta otra cosa que sonidos guturales o confusos monosílabos.
Examiné a los hombres: tenían un aire ausente, pulcro, profesional. Es decir,
lo mismo podían matarme sin vacilar, si me oponía a sus órdenes, como tratarme
con deferencia y aun con cortesía, si me plegaba a sus deseos. Opté por lo
último, ya que encontré muy mermada mi capacidad de reacción y no era fácil que
tuviera la suerte de la noche anterior. Me pregunté si Charlie o Ferrer
estarían cerca.
Al
vigilante de la entrada no le extrañó verme salir acompañado y permaneció en su
lugar. Uno de mis guardianes atisbó a través de la gran puerta acristalada
hasta que un coche grande americano se detuvo en la entrada, momento en el cual
me empujaron educada pero firmemente, obligándome a salir al exterior y subir
con rapidez al automóvil. Uno de los hombres se sentó delante, junto al
conductor, y el segundo conmigo, en el asiento posterior. La luna trasera y las
ventanillas posteriores estaban cubiertas por cortinillas, a pesar de lo cual
me cubrieron la cabeza con una capucha de tela negra y me ordenaron que me
tendiera en el asiento.
-No
se mueva, no hable, no pregunte -dijo uno de los individuos con insospechada
elocuencia.
Así
emprendimos la marcha. Rodamos largo rato sin que los hombres cambiaran palabra
entre sí. En un momento dado las paradas se hicieron menos frecuentes y el
coche aumentó la velocidad, por lo que colegí que estábamos saliendo del casco
urbano; al poco la dinámica de la conducción me indicó que viajábamos por una
carretera. El vehículo mantuvo una marcha regular durante bastante tiempo. Un
súbito cambio en la pavimentación me sobresaltó, a pesar de la excelente
suspensión del coche. Parecía que hubiésemos abandonado la carretera principal
y rodásemos por un camino sin asfaltar. El traqueteo se prolongó y finalmente
el coche se detuvo. Alguien bajó y enseguida me llegó el sonido de una puerta
abriéndose. Reanudamos la marcha lentamente por lo que parecía ser un suelo
gravoso, hasta que el coche se detuvo definitivamente. Me hicieron bajar y me
quitaron la capucha.
El
lugar recordaba a una finca rural. El coche se había detenido ante una pequeña
edificación de una planta, que parecía ser un pabellón auxiliar o una vivienda
de guardeses, ya que entre los árboles se entreveía un edificio mayor. La
arboleda era tupida, pinos en su mayoría, pero no se observaban trazas de
jardinería. Por un instante pensé que podía tratarse de la casa de Silvana
Scampi, pero descarté la idea, pues tenía la impresión que el viaje había
durado más de una hora. Calculé que podíamos encontrarnos a 80 o 90 kilómetros
de Madrid. El pabellón estaba amueblado de manera rústica. Una mujer con aire
campesino nos salió al encuentro.
-Tenemos
un invitado, Remedios. Vamos abajo.
La
mujer nos precedió hasta una escalera estrecha, mal iluminada, por la que
descendimos. Parecía el acceso a una bodega, si bien la puerta blindada que nos
cerró el paso al pie de la escalera desmentía esta suposición. Uno de los
hombres manipuló los cerrojos y accedimos a una pequeña habitación cuadrada,
sin ventanas, extrañamente amueblada. En realidad no existía mueble alguno,
excepto una mesa alargada y una banqueta redonda; pero había argollas en las
paredes, cuerdas colgadas del techo y una barra horizontal. Demasiado similar
todo ello a algunas salas de tortura, vistas o imaginadas, como para que mi
pretendida entereza no empezara a flaquear.
-¿Por
qué me traen aquí? -pregunté-. Tengo entendido que otras personas quieren
hablar conmigo.
No
se molestaron en contestarme. Salieron de la habitación, oí el ruido de los
cerrojos y la luz -que provenía de dos tubos de neón adosados al techo- se
extinguió. Me hallaba en el centro de la estancia. Instintivamente extendí los
brazos y caminé despacio hasta tocar la pared más inmediata. De alguna manera
su contacto me consoló. Permanecí un rato en aquella postura y luego me deslicé
hasta el suelo. Con la espalda apoyada en la pared traté de pensar. Lo que más
me inquietaba eran las características de aquella habitación: ¿tendrían el
propósito de torturarme? ¿Pero por qué habrían de hacerlo? Si querían hacerme
hablar no necesitarían emplear la tortura, les diría cuanto quisieran saber. Me
sorprendió alcanzar esa certeza sin la más mínima vacilación y me sentí
avergonzado. ¿Tan escasa resistencia iba a oponer? Reconocí que así era, no
tenía la menor intención de sacrificarme por nada ni por nadie y no creía tener
compromiso con persona alguna, excepto conmigo mismo. Así que hacerme hablar no
iba a resultar un problema. Otra cosa sería que mi confesión pudiera interesarles,
porque en realidad era bien poco lo que yo podía aportar. Esta consideración me
intranquilizó: si mi verdad era insuficiente, quizás recurrieran a la tortura
después de todo. Pero no podrían obtener nada más de mí, de existir otra
información más valiosa estaba atrapada en los circuitos de mi mente y la
violencia no conseguiría hacerla salir. Todo eso contando con que la
información existiera, que lo más lógico era pensar, como había dicho Ferrer,
que el famoso mensaje subliminal no era más que una artimaña de Calabor. Pero
tal vez debiera insistir en la realidad del mensaje ante mis captores para dar
así algún valor a mi persona.
Pasó
el tiempo y se acentuó mi inquietud. ¿A qué estaban esperando? Cruzaron por mi
mente ideas tan disparatadas como que se habían olvidado de mí o que su
intención era dejarme encerrado indefinidamente. ¿Pero por qué tardaban? En la
oscuridad no era fácil calcular el tiempo transcurrido. Tal vez me estaban
"madurando", esperando que la inacción quebrantara mi entereza. Sentí
deseos de arrastrarme hasta la puerta y golpearla y gritarles que empezaran de
una vez. Advertí que mi camisa estaba empapada de sudor. Entonces un débil
reflejo de rebeldía se instaló en mis pensamientos. Como un eco lejano recordé
mis propias palabras: era preciso mantener la dignidad. No me resistiría, no
ocultaría nada, pero lo haría con dignidad. Hasta la cobardía puede ejercerse
con dignidad. Y si persistían en su silencio, pensaría, dormiría o cantaría
para ahuyentar la soledad. Ante la dificultad de lo primero y la imposibilidad
de lo segundo, opté por cantar, actividad para la que no he sido bien dotado
por la naturaleza.
Ya
casi había agotado mi repertorio, cuando el alboroto metálico de los cierres me
indicó que la espera llegaba a su fin. Se iluminó la habitación y reaparecieron
los dos hombres, a los que ahora acompañaba un individuo ataviado con traje
oscuro y corbata de seda prendida con un ostentoso pasador. Bajo el fino bigote
entrecano exhibía un amago de sonrisa y fumaba un puro delgadito y largo, que
sostenía a media altura, aspirando desganadamente el humo mientras me observaba
con gesto impersonal. Los otros se habían quedado junto a la puerta en un
respetuoso segundo plano. Me puse en pie y avancé un paso convencido de que
aquel hombre iba a hablarme. El desconocido se limitó a mirarme y a expulsar
tenues nubecillas de humo. Me decidí a iniciar yo el diálogo:
-Me
alegro de verle. Tal vez usted pueda explicarme...
No
hubo diálogo. El tipo del bigote giró levísimamente la cabeza en dirección a
los otros y me señaló con el cigarro. En respuesta los dos subalternos se
acercaron a mí y comenzaron a realizar su tarea concienzudamente, con
meticulosidad; ya dije que me parecían muy profesionales. El primer golpe lo
recibí en el costado derecho e hizo que me doblara sin aliento. El segundo
impacto fue en el cuello, seguido de un rodillazo en el estómago. Caí de
rodillas, perdida ya la cuenta de donde me golpeaban. Aproveché lo que parecía
una tregua para farfullar:
-¡Basta,
por favor! Les diré todo lo que quieran saber.
-¿Y
a quién le interesa lo que tú quieras decir, maricón? -dijo el hombre bien
vestido.
Reforzó
su desinterés propinándome una patada en las ingles que me hizo aullar de
dolor. Sacudió la ceniza del puro sobre mi postrada cabeza y aleccionó a los
esbirros:
-Trabajarlo
un poco más.
Volvieron
a la carga los profesionales dejándome tundido, casi inconsciente, sin que
milagrosamente ningún golpe me hubiera tocado la cara. Tomé conciencia de que
el castigo había cesado al advertir que de nuevo estaba solo en la oscuridad.
Me arrastré penosamente hasta la pared y me quedé allí quieto, respirando con
dificultad. Al cabo de un rato me sentí mejor e incluso constaté sorprendido
que mi ánimo estaba más alto. Atribuí esta paradoja al bienestar reflejo que
por lo común sobreviene cuando una agresión cualquiera ha dejado de actuar
sobre uno. Pero tampoco quería engañarme demasiado: se habían ido, pero era
seguro que volverían. Acepté de todos modos ese efímero consuelo, porque lo necesitaba
físicamente, y caí en una extraña somnolencia salpicada de sobresaltos.
Volvieron
después de un tiempo difícil de precisar. El tipo del bigote se dirigió a mí en
tono casi amable:
-Venga,
levántate. A ver, acercar aquí ese taburete.
Me
senté en la banqueta y pusieron ante mí la mesa, sobre la que el jefe puso una
grabadora de bolsillo.
-Bueno,
vamos a ver. Tenías muchas ganas de hablar, ¿no? Pues empieza.
Contemplé
con extrañeza el aparato y luego a mi interlocutor. Notaba una especie de
parálisis en mi capacidad de pensar.
-¿Qué
quieren saber?
-Lo
que sea, tú sabrás. ¡Y empieza ya!
Le
miré con imprecisión unos segundos y al cabo murmuré:
-Necesito
orinar.
Ahogó
el desconocido una interjección y cerró significativamente el puño derecho. Se volvió
a sus esbirros:
-Bueno,
venga, que mee. Subirle arriba. A ver si acabamos con esto de una puta vez.
Perdí
el equilibrio subiendo la escalera y hubiera caído de no haberme sujetado uno
de mis viejos conocidos con la misma solicitud que un rato antes me había
machacado el hígado. Aproveché el inciso para pensar cómo sería más conveniente
enfocar mi confesión. Pero mis ideas seguían turbias y decidí contarlo todo
desde el principio.
El
tipo del bigote se limitó a desconectar la grabadora cuando dejé de hablar. Me
dirigió una mirada entre burlona y conmiserativa, aunque me pareció distinguir
un destello de curiosidad en sus ojos. Los hombres abandonaron nuevamente la
habitación y esta vez no apagaron la luz. Más tarde reapareció uno de los
matones y con un gesto me indicó que le siguiera. Me condujo a una de las
habitaciones del primer piso. Era una sala espaciosa con un amplio ventanal
abierto de par en par, a través del cual se divisaba un nutrido bosque de
pinos. Había dos hombres sentados. Al más viejo, un tipo oscuro, de pelo ralo y
mofletes colgantes, que cubría sus ojos con unas gruesas gafas negras, no lo
había visto nunca; al otro lo reconocí enseguida: era Vianescu, el tercer
hombre en la fotografía de Anselmo. En pie, detrás de ellos, estaban el tipo
del bigote y el segundo esbirro. Comprendí inmediatamente que Vianescu
ostentaba allí la máxima autoridad y que los demás eran meros sicarios. No era
fácil determinar de dónde provenía la sensación de poder que emanaba de aquel
hombre rubio y bien peinado: sus ojos eran azules y plácidos tras las gafas de
montura dorada y su expresión era aniñada.
-Siéntese,
señor Sánchez. ¿Quiere un cigarrillo?
El
rumano me observaba con una sonrisa amable, casi con simpatía. Acepté el
cigarrillo que me ofrecía y me senté con la cabeza baja.
-Hemos
oído su grabación, señor Sánchez, y nos ha parecido muy interesante -comenzó
Vianescu. Hablaba el castellano con gran fluidez.- Es una historia fantástica,
casi inverosímil, muy divertida, por otra parte. No, no se alarme, es
perfectamente posible que nos haya dicho la verdad. Es más, estoy seguro de que
no ha mentido. Ahora bien -hizo una breve pausa y sus ojos se iluminaron-,
usted nos plantea una cuestión insólita, algo sorprendente, un verdadero
enigma. Dice que le hipnotizaron y que en ese estado le dictaron un mensaje, un
mensaje que usted desconoce y sólo podrá descubrir otra persona. Pero mi
querido amigo, esto es admirable. Claro que no sabemos si se han burlado de
usted, lo cual sería una lástima, créame. Pero ¿y si es cierto? ¿Y si en
realidad hay un mensaje en su mente? ¡Ah, entonces, qué fascinante empeño
intentar descifrarlo!
Me
estremecí. Las palabras de Vianescu eran inquietantes. El rumano prosiguió:
-No
se deprima si le digo que el contenido intrínseco del famoso mensaje ya no
tiene para nosotros el menor interés. Ese mensaje, de haber sido comunicado a
tiempo, hubiera cerrado una cadena de hechos indeseables para nuestros
intereses. Pero felizmente todo ha sido debidamente interceptado y la operación
cancelada. Así que, como le digo, la información que usted pudiera aportar
resultaría irrelevante. Ahora bien... no nos gusta dejar cabos sueltos. Sobre
todo cuando hay métodos a nuestro alcance para desentrañar ese fascinante
misterio.
Vianescu
esperaba que yo dijera algo. Pero mi ánimo estaba por los suelos y lo único que
quería era acabar cuanto antes. De todos modos le advertí con cansancio:
-No
les servirá de nada seguir torturándome. Sin la contraseña yo no podré...
-No,
no, amigo Sánchez, no se trata de emplear la violencia.- Cambió una sonrisa con
el hombre sentado a su lado-. No conocía al doctor Reuber, ¿verdad?
Hice
un gesto de sorpresa. De modo que aquel individuo era Reuber, el presidente de
los Amigos del Barroco, el antiguo nazi afincado en España.
-El
Dr. Reuber es un hombre extraordinariamente hábil para hacer hablar a la gente
-añadió el rumano.
-¿Qué
me van a hacer? -pregunté súbitamente alarmado.
-No
tema, no va a dolerle -habló Reuber por primera vez-. Le trataremos con cariño.
-El
Dr. Reuber es un maestro manejando determinadas drogas. Si hay algo en su
mente, él lo descubrirá -aclaró finalmente Vianescu.
Noté
que me faltaba el aire y la cabeza me daba vueltas. Si había algo en aquel
momento que me aterrorizase más que la propia muerte, sin duda era que me
drogaran. Recordé historias de drogas que producían daños mentales
irreparables, relatos de personas anuladas y convertidas en zombis. Di un salto
hacia la ventana, pero me atraparon antes de alcanzarla. Lancé golpes al azar y
alguno debió llegar a su destino. A pesar de mi debilidad fueron precisos
cuatro hombres para reducirme. Me inmovilizaron y me arrastraron a un
dormitorio contiguo. Me tendieron en una cama y me sujetaron con correas.
-Está
en ayunas, ¿no es así? -oí preguntar a Reuber.
-Sí,
desde luego.
-Perfecto.
Alcánceme mi maletín y la botella de suero también, por favor.
-¿Quiere
más luz, Dr. Reuber?
-Con
la lamparita de noche bastará. Cuelguen el suero en la cabecera. Así, muy bien.
Le
vi manipular aquellos adminículos con profesionalidad. Cuando todo estuvo
dispuesto se sentó en el borde de la cama y me habló:
-Mire,
amigo, esto no va a dolerle. Es mejor que no se resista, sólo voy a darle un
pequeño pinchazo en el brazo.
Pero
me resistí y sudaron para conseguir que mi brazo quedara inmóvil. Reuber
demostró gran destreza. En unos segundos canalizó una de mis venas y el suero
comenzó a fluir lentamente.
-¿Ve
usted? No es para tanto. Ya no tendré que pincharle más. Ahora, vamos a ver.
Distribuyó
una serie de frasquitos y ampollas sobre la mesilla de noche y con una jeringa
aspiró y mezcló dos o tres sustancias. Después enarboló la jeringa repleta de
un líquido oscuro y se acercó a mí. Hice un último e inútil esfuerzo para
liberarme, pero no pude hacer otra cosa que contemplar con espanto como la
droga se iba vertiendo en mi sangre.
Alcé
la vista y tropecé con el rostro sonrosado de Vianescu. Intenté decir algo,
pero de pronto dejé de sentir todo contacto físico. Nadie me sujetaba, no había
ataduras, estaba flotando en un vacío iluminado en el que danzaban rostros
deformes. El cuerpo del rumano se había alargado hasta tocar un techo
inexistente; en cambio, Reuber parecía una bola achatada y su rostro se
modificaba a cada momento. No sentía calor, ni dolor, ni ninguna otra
sensación, ni siquiera tenía conciencia de mi cuerpo. Había varias voces
sonando a la vez, mezclando sus ecos, pero yo no podía entender de qué
hablaban. Las palabras eran claras, definidas, pero las frases carecían en
absoluto de significado. Alguien hablaba y sin asombro verifiqué que era yo
mismo. Contemplaba mi cuerpo y oía mi voz (pero no era yo, eran sólo mi cuerpo
y mi voz). Pensé que si era yo el que hablaba, por fuerza tendría que entender
mis propias palabras. Dio resultado: las palabras cobraron sentido y empecé a
comprender. Estaba hablando con Lucía y repetíamos un diálogo ya dicho. Aquello
me hizo feliz, era agradable hablar con Lucía. De pronto advertí que ya no era
Lucía quien hablaba, era Calabor. Intenté volver atrás, pero en vano. Otras
voces ordenaban que permaneciera Calabor. Vi que mi cuerpo volvía a pasear
junto a él por la playa, luego seguíamos hablando en la vieja casa y
escuchábamos música de Mahler y seguíamos avanzando hasta que todo cesaba y me
rodeaban el silencio y la soledad. Entonces, como si alguien hubiera rebobinado
una película, todo volvía a empezar. No sé cuantas veces se repitió la
secuencia, siempre la misma con escasas variaciones e idéntico final, pero en
todas, cuando Calabor iba a decir algo importante, sobrevenía bruscamente la
oscuridad. Un tiempo después comencé a oír voces (voces reales, no lo anterior)
y a tener sensaciones de peso, de tacto, de dolor. Mis pensamientos flotaban en
una espesa turbidez y tuve conciencia de que me estaba despertando. Abrí los
ojos y reconocí a Reuber que movía la cabeza dubitativamente. La cara de
Vianescu ya no era tan bonancible y decía algo de manera cortante y seca, creo
que en alemán.
Reuber
se encogió de hombros y cargó de nuevo la jeringa. Sentí una angustia imposible
de describir y cerré los ojos. Los rostros se deformaron de nuevo, volvieron
las voces, reaparecieron Lucía y Calabor y se repitió hasta el infinito la
secuencia, pero esta vez había una mayor crispación en las voces, una exigencia
distinta. De improviso todo cesó: las palabras y las imágenes empezaron a
romperse, a replegarse, a huir hacia algún lugar, y dejé de ver y de oír y de
sentir. Había una oscuridad diferente, más apacible, más absoluta. Después hay
un hueco, un tiempo vacío sin recuerdos. De súbito tomé conciencia de mi
cuerpo, las piernas y los brazos me pesaban y sentía un frío intenso. Alguien
golpeaba mi pecho salvajemente. Hice un esfuerzo, en el que empeñé toda mi
energía, y llené de aire mis pulmones. Algo me decía que eso era lo que tenía
que hacer. Continué respirando y comprobé que me sentía mejor, además, habían
dejado de golpearme el pecho. Intenté abrir los ojos, pero no fui capaz. Estaba
demasiado agotado. Luego, sin poder evitarlo, me sumí en la inconsciencia.
Desperté
desorientado. La habitación estaba vacía y en sombras, sólo una débil claridad
que se filtraba por la ventana me permitió reconocer confusamente mi entorno.
Sonaba una musiquilla lejana que, ignoro por qué razón, me llenó de felicidad e
hizo que las lágrimas se agolparan en mis ojos. Acaso era la primera cosa
risueña que percibía en mucho tiempo. Volví a abrir los ojos y razoné acerca de
la oscuridad: era de noche, luego debían haber transcurrido muchas horas.
¿Cuántas horas habían pasado, Dios mío, cuántas? Ese espacio de tiempo
desconocido me causaba una intensa angustia. Procuré controlarme y restablecer
un orden de prioridades: ya averiguaría más tarde cuántas horas llevaba allí.
Lo que importaba es que estaba vivo y al parecer libre. La razón por la que me
habían dejado vivo contaba poco ahora, no había guardianes a la vista y la
ventana abierta prefiguraba la libertad. Pero para huir había que moverse y eso
era ya otro cantar. Intenté girar sobre mí mismo y sentí un dolor localizado en
mi brazo izquierdo. Me palpé la zona con un movimiento lento de la otra mano y
descubrí la cánula inserta en mi piel. El súbito pensamiento de que todavía
pudieran estar pasándome drogas me descontroló. Arranqué de un tirón el tubo y
mi brazo empezó a sangrar. Me comprimí con la sábana y doblé con fuerza el
brazo. Estos movimientos me extenuaron y permanecí inmóvil, boca arriba,
respirando con dificultad. Noté que me invadía el sueño. Estaba muy cansado y
la tentación de dormir era casi irresistible. Por otro lado mi instinto de
conservación me advertía que era preciso moverse. Estaba allí la ventana
abierta y más allá la libertad.
28
MADRID, 12
DE SEPTIEMBRE, 22,30 HORAS.
El señor Osborne
había estado poco comunicativo durante toda la tarde, sin que los intentos de
Silvia de entablar conversación hubieran tenido el menor éxito. Y lo que era
más sorprendente: no había bebido una sola gota de whisky. Era difícil
discernir si estaba o no preocupado, su rostro no reflejaba emoción alguna y
sus ojos muy azules tenían una engañosa vacuidad senil. Pero Silvia había
aprendido a captar pequeños matices y aquella noche percibía en él una actitud
tensa. Y se sentía intranquila. Era consciente de que no debía preguntar ni
aludir a ningún tema concreto, ese era el trato, pero no le parecía justo. Si
existía algún peligro real, alguna amenaza inminente, era preferible saberlo.
Cualquier cosa mejor que la incertidumbre.
Sin
previo aviso el señor Osborne abandonó su mutismo.
-Ya
no habrá que esperar mucho tiempo. Dentro de unas horas todo habrá terminado.
Silvia
no dijo nada y esperó.
-Todo
depende de una llamada, una simple llamada telefónica. Si no se produce... - El
señor Osborne pareció meditar-. En fin, si no se produce esa llamada, este
viaje habrá sido lo que aparentaba ser: un pequeño viaje de placer, unas cortas
vacaciones. Pero si ese teléfono empieza a sonar -miró a Silvia con dureza-,
nos separaremos en el momento en que empiece la acción. Había pensado que
esperases aquí con el niño, es un buen refugio y probablemente estuvierais a
salvo. Pero no quiero correr ningún riesgo. Mañana a las 9,30 hay un vuelo
directo a Bruselas; debes tomarlo y regresar. Con toda seguridad yo me reuniré
contigo en el aeropuerto y cogeré ese mismo avión, pero si me retraso o no aparezco,
no me esperes.
-¿Cuándo
nos separaremos?
-En
cuanto esté decidida la acción. El niño y tú iréis directamente al aeropuerto y
esperaréis la salida del vuelo. Será más incómodo, pero sin duda más seguro.
La
muchacha se sintió dominada por el miedo y también advirtió que no temía sólo
por ella. Desde el principio había descargado en él sus inquietudes, no sabía
bien por qué, pero a su lado se sentía segura. Y ahora, en el momento más
crítico, el señor Osborne aparecía ante sus ojos como el anciano indefenso que
acaso en realidad era.
-¿No
hay otra alternativa mejor? -preguntó.
-No,
no la hay.
-Entonces
será mejor que tenga listas mis cosas.
Movió
la cabeza afirmativamente el señor Osborne y durante unos segundos ambos se
contemplaron en silencio. Luego el anticuario volvió a perderse en sus oscuras
meditaciones.
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