sábado, 2 de mayo de 2015

LA MUERTE DE ARTEMISA (Novela) - CAPÍTULOS 14 Y 15



14

                                                  EL MISTERIOSO SEÑOR A.S.

Hasta muy avanzada la noche estuvimos analizando los hallazgos obtenidos y discutiendo los pasos a seguir. El comienzo había sido en cierto modo alentador y reinaba en el grupo un moderado optimismo. Orozco constituía sin duda el elemento más valioso, era innegable que el arquitecto estaba involucrado en los hechos. Itciar iba más allá: estaba convencida de que era el asesino de Artemisa. Tal suposición, aunque fundada, fue rebatida enseguida por Jaime y Daniel, que preferían trabajar sólo a partir de hechos objetivos. Tracy les dio la razón, si bien manifestó que a Orozco había que sacarle más partido.

-Será o no será el asesino, pero hemos de conseguir que se sienta acosado -dijo.


-¿Cómo? -preguntó Itciar.
-De la manera más simple. Acusándole, hablando con él, exponiéndole los hechos.

Jaime expuso sus reservas a un plan tan audaz. Significaría descubrir nuestra existencia y perder la posibilidad de continuar la investigación desde el anonimato. (No estaba yo tan seguro de que en realidad fuéramos anónimos en aquel momento). Jaime pensaba que era mejor agotar otras líneas de investigación antes de meternos en la boca del lobo. Tracy no insistió.



Otra cuestión era la actitud de la policía. No estaba claro por qué habían omitido mi nombre, ofreciendo a la prensa sólo unas iniciales. Yo ignoraba si esa reserva era un procedimiento normal o si, como defendía Itciar, era una evidencia de que detrás de la muerte de Artemisa había intereses oscuros. De lo relatado por la muchacha se deducía que en El Diario debían poseer información reservada, y no era impensable que, a través de Rodrigo Cortés, pudiéramos llegar a conocerla. Se comentó también la fotografía cedida por Anselmo: puesto que, en teoría, Artemisa y Calabor actuaban en el mismo bando, no tenía nada de extraño que estuvieran juntos. Pero ¿y los otros? ¿Estaban implicados o eran compañeros circunstanciales? Itciar se propuso investigar en ese sentido. Dalessio era un maduro y muy discreto actor y se le conocía más por sus romances; la Scampi -al margen de sus desenfrenada vida social y sus reconocidas tendencias sáficas- estaba casada con financiero español que había sido ministro con el general Franco. Por último estaba el marido de Artemisa. Había un acuerdo general -con la disidencia de Daniel, que siempre parecía cargar con la parte negativa -en que el paso menos arriesgado sería hablar con el taxidermista. Daniel aducía que si Artemisa estaba separada de su marido desde hacía tiempo, era poco probable que éste aportase datos de interés. Pero Tracy defendía lo contrario. Estaba convencido de que el Juan con el que habíamos hablado por teléfono aquella mañana y el marido de Artemisa eran la misma persona. Y en la conversación había demostrado una sospechosa reticencia. Se decidió que, en cualquier caso, hablar con el taxidermista no ofrecía riesgos y, si no una información decisiva, bien podía proporcionarnos otros aspectos sobre la personalidad de Artemisa. Tracy dio el visto bueno final, no sin antes recordarnos que ante una situación crítica, era preciso actuar con audacia, y que antes o después tendríamos que presionar a Orozco.

-Si al menos conociéramos el valor de la grabación -dijo Jaime.

Esto nos llevaba al último y más singular hallazgo de la jornada: la casete que Jaime había sustraído de la casa del arquitecto.

-Oigámosla otra vez -pidió Daniel.



Habíamos oído ya varias veces la cinta al comienzo de la noche, pero Tracy accedió a la petición. Comenzó a oírse el "allegro" del Concierto para oboe número 11 en si bemol mayor de Tomaso Albinoni y la habitación se llenó de vibrante alegría palaciega. Seguía un "adagio", más profundo, cuyo tema principal era una melodía triste cantada con dulzura por el oboe y acompañada pausadamente por las cuerdas. Hacia la mitad del movimiento la música se interrumpía y comenzaba a oírse un sonido desconcertante. Parecía el chirriar de una puerta o el graznido de un pájaro moribundo. El sonido ondulaba, se hacía más agudo, luego grave y entrecortado, se extinguía y reaparecía; después cesaba tan repentinamente como había empezado y retornaba la música.

Cuando se hizo el silencio, Daniel murmuró:

-¡Esos ruidos...! Tienen un significado, eso está claro, ¿pero cuál?
-¿Puede ser algo grabado al revés? -preguntó Itciar.
-No, no suena de ese modo. Es algo grabado de una determinada manera y para interpretarlo debe reproducirse con la misma técnica. Parecido a cuando los radioaficionados emiten sólo en los picos de frecuencia. Me llevaré la cinta y la estudiaré en casa.
-Muy bien -dijo Tracy -. Si lo desciframos, mejor, pero si no, no olvidemos lo más importante: que tenemos la casete. No sabemos lo que significa, pero es seguro que para ellos tiene valor.
-¿Crees que el tipo de la barba se pondría nervioso al saber que la cinta está en nuestro poder? -pregunté.
-Estoy convencido, Parker. Pero por ahora sigamos con el plan previsto. Mañana intentaremos hablar con Juan Blasco. Ahora debemos descansar.



El silencio me devolvió a la realidad. Había sido un día largo, lleno de acontecimientos, y apenas había tenido tiempo para pensar. Tenía una extraña sensación de brevedad, como si el tiempo hubiera transcurrido más deprisa y ahora, de pronto, se remansara ofreciéndome el lado real de las cosas. ¿Qué me estaba ocurriendo? ¿Qué hacía yo allí? No encontraba una conexión lógica entre lo que me sucedía y mi vida anterior: un charlatán con un ojo de vidrio, una absurda misión, una mujer muerta, unos chicos extraños... Y, como una zarpa, la precisa y angustiosa percepción del peligro que a cada minuto se cernía sobre mí. Encontré una oportuna botella de ginebra y me dejé caer en un sillón.

-¿Cómo te sientes, Parker? -Tracy me observaba sin que su rostro reflejase inquietud.
-No lo sé. Todavía no creo que esto me esté pasando a mí. No sé lo que me ocurre ni lo que debo hacer.
-Tal vez no confías demasiado en nosotros.
-No, no es eso. Confío en vosotros, aunque si quieres que te lo diga no sé muy bien por qué. Pero veo que existe una tremenda desproporción de fuerza, nos enfrentamos con algo desconocido y poderoso, eso es innegable, y, francamente, desconfío de nuestra capacidad.
-Recuerda que no estamos solos. En algún lugar está la organización de Calabor. Ellos pueden ayudarnos.
-Puede que ya no les interese el asunto.


-¿Cómo puedes decir eso? -se exaltó Tracy -. Ésta no es una operación de trámite, estoy convencido de que se juegan mucho. Todo indica que existe una estrategia sutil, muy bien elaborada, y sería absurdo que abandonaran por un pequeño contratiempo. En tu cerebro hay una información, un mensaje, un código, lo que sea. Algo que debe ser vital para el éxito de una operación. ¡Y eso sigue ahí, virgen, ignorado, dentro de tu cabeza! Eres muy valioso para ellos, Parker.

Moví la cabeza dubitativo.

-Puede ser, pero ¿cómo encontrarlos?
-Los encontraremos, estoy seguro. ¿Qué hubiera hecho Kantor en esta situación?
-Bueno, Kantor no es muy reflexivo. Supongo que emprendería una acción directa.
-Exacto. Acosaría al arquitecto.

Me encogí de hombros y me serví otro vaso de ginebra.

-Procuremos dormir -dijo Tracy.

Dejó una manta y una almohada sobre el diván y entró en su dormitorio. Con todo, el sofá no era tan incómodo si uno le cogías las vueltas. Parecerá increíble, pero me quedé dormido al instante y disfruté de eso que suele llamarse un sueño reparador.



En El Diario del día siguiente se informaba de la muerte de Artemisa en la sección de noticias locales. Cortés había escrito:


Aparece muerta una mujer en extrañas circunstancias. A las doce del mediodía de ayer fue descubierto, en la habitación de un céntrico hotel, el cadáver de una mujer que resultó ser Artemisa, una conocida modelo profesional. La mujer estaba desnuda, pero no se encontraron en el cuerpo signos de violencia. No podrá determinarse la causa de la muerte en tanto no sea practicada la autopsia, pero algunos indicios apuntan a que la muerte podía haber sido provocada. La policía ha revelado que en la habitación se alojaba un individuo cuyas iniciales son A.S., del cual se desconoce el paradero. La policía no ha hecho declaraciones que pudieran incriminar a A.S. ni se tiene constancia de si se encuentra en realidad huido.Otras informaciones a las que ha tenido acceso este periódico sugieren que este crimen podría estar relacionado con sucesos similares, no totalmente aclarados. Artemisa, cuyo nombre real era Julia Galván, gozaba de una creciente popularidad, tanto en el ámbito profesional, como en los círculos sociales que frecuentaba con asiduidad.

                En un recuadro, sin firma, figuraba el siguiente texto:


                                      EL DESTINO DE ARTEMISA

No es infrecuente que muchachas jóvenes y ambiciosas que tratan de alcanzar la cima de una popularidad vinculada casi exclusivamente a su belleza física, caigan en manos de agentes o promotores desaprensivos que explotan la indefensión de estas chicas deslumbradas por el señuelo del éxito. No pocas veces, en el curso de esa arriesgada ascensión, se ven envueltas en sórdidas manipulaciones de las que, tristemente, son ellas las primeras víctimas. No sería la primera vez que una de estas incautas starlets encuentra la muerte como única cosecha de sus ilusionados esfuerzos. ¿Es éste el caso de Artemisa? No lo sabemos, pero no hay duda de que sería la explicación más cómoda, la menos inquietante para una sociedad culpable que mañana habrá olvidado su existencia. No era una modelo desconocida; por el contrario, estaba considerada como una de las diez más cotizadas del país y mantenía una relevante vida social.

Hace no mucho, la prensa especializada nos descubría la relación sentimental de Artemisa con Franco Dalessio, asiduo participante de todo evento social. Cabe aquí recordar la no disimulada afinidad de Dalessio con grupos españoles e italianos de la derecha más radical, así como su supuesta vinculación con La Mandrágora, sociedad italiana semisecreta que adquirió gran notoriedad a raíz de la quiebra del Banco Rossi. Recordemos también que la investigación judicial aludió en su día a posibles ramificaciones de La Mandrágora en España, concretamente a su relación con una poderosa empresa multinacional establecida en nuestro país. Nada hay probado en este aspecto y nada más lejos de nuestra intención que hacer otras sugerencias que las que entonces se hicieron públicas en virtud del sumario. Señalemos por último la rara fatalidad que acompañó a algunos de los más importantes testigos del caso Rossi que, en menos de un año, hallaron la muerte en circunstancias aún no clarificadas.

Es nuestro propósito que ninguna posibilidad quede ignorada y de ahí que expongamos estos hechos como materia de reflexión. Cualquier cosa antes de aceptar como inevitables esas muertes y desapariciones nunca resueltas, que son secuela trágicamente habitual de algunos procesos o escándalos célebres que, de vez en cuando, afloran a la luz pública. Es la justicia quien debe investigar los hechos y determinar responsabilidades, tanto si Artemisa fue víctima de un triste crimen pasional, como si existen en el caso conexiones más complejas. Nuestro único deseo es que resplandezca la verdad: se lo debemos -se lo debe la sociedad- a esa mujer hermosa e ilusionada que se llamó Artemisa.
 
Levanté la cabeza del periódico y miré a Tracy.

-Esto es muy fuerte.
          -Sí, y no me gusta. Ese artículo va armar revuelo, le va a dar al asunto una publicidad que no nos conviene nada.
          -Pero por otra parte confirma nuestra suposición de que el asesinato de Artemisa no es un asesinato vulgar.
          -Eso ya lo sabíamos, Parker.

No insistí, pero no me pareció inconveniente que la sospecha de una trama oculta se divulgara. Esa creencia podía atenuar mi supuesta culpabilidad y sentí una benefactora sensación de amparo, como si mi angustia empezara a ser compartida. Consideré incluso la posibilidad de interrumpir la investigación y limitarnos a esperar acontecimientos. Pero no dije nada, Jaime había llegado y nos instaba a continuar.





                                                                         15

                                                           EL TAXIDERMISTA

El negocio de Blasco era una reliquia de otro tiempo preservada por algún oscuro mecanismo. El exterior se reducía a una puerta estrecha, con cierre metálico, sobre la cual un rótulo de cerámica anunciaba: J. Blasco. Taxidermista. El interior era sombrío y húmedo, tenía el aire anárquico de un taller de zapatería, donde, en lugar de zapatos, se alineaban disecados innumerables animales de la más diversa índole. Cegado al principio por la luminosidad exterior, contemplé perplejo la fantasmagoría de zorros, garduñas, liebres y perdices que poco a poco emergían de la oscuridad. El local parecía desierto y nos sobresaltó una voz terrosa que surgió de la sombra.

-¿Qué desean?

Era un hombre viejo y arrugado, su cuerpo enjuto parecía flotar dentro de un guardapolvo gris y el cabello, pajizo y escaso, le crecía en mechones desordenados.

-¿Juan Blasco? ¿Podemos hablar un momento con usted?



Se había detenido a una distancia excesiva de nosotros y mantenía entre las manos una especie de lezna u otro instrumento punzante similar.

-¿Qué desean? -repitió.

Tenía una actitud hostil y no parecía que fuera el momento oportuno para iniciar un acercamiento. Hubo un silencio revelador de nuestra indecisión que, al fin, fue roto por Tracy.

-Queremos hablar con usted de Artemisa.
-Váyanse -. La voz de Blasco sonó apagada pero conminatoria.
-Perdone que insistamos, pero...
-He dicho que se vayan. No hay nada de que hablar.- Nos contempló con más detenimiento y agregó -: No quiero nada con periodistas.

Me sorprendió lo correcto de su dicción. Ahora que sus ojos eran visibles, advertí que su mirada era inteligente. Era sin duda un hombre educado, lo que contrastaba con aquel entorno artesanal.

-No somos periodistas -dijo Jaime con rapidez.
-¿No son periodistas? Entonces...¿quiénes son ustedes? -preguntó Blasco y me pareció advertir un matiz de alarma en su voz.

-Somos amigos de Julia -afirmó Tracy.


-¿Amigos? ¿Qué amigos? -dijo Blasco alzando la voz. Sin esperar respuesta, añadió -: Bueno, es igual. Ya he dicho que no quiero hablar de ella.
-Escuche, señor Blasco -dijo enfáticamente Jaime dando un paso adelante -, hay cosas de Julia que necesitamos saber. La vida de una persona está en juego. Nosotros...
-¡Julia ha muerto! ¿Es que no lo sabe?

El rostro de Blasco estaba contraído y le temblaba la barbilla.

-Sí, lo sabemos -dijo Jaime con voz serena -. La han asesinado. Usted ya lo sabe. Pero también sabe que hay algo siniestro detrás de este crimen.
-¡Pero de qué me está hablando! -gritó el viejo fuera de sí -. ¡Fuera de aquí o llamo a la policía!
-Está bien. Como usted quiera -continuó Jaime sin perder la calma -. Puede que me equivoque, pero creo que a usted le interesaría hablar con nosotros. A su mujer la han matado y las cosas no están tan claras como parece. Detrás de todo esto hay gente capaz de matar. Asesinos, ¿comprende? Nosotros corremos un riesgo, pero puede que usted también esté en peligro. No sabemos si puede ayudarnos, no sabemos si tiene alguna información, no sabemos casi nada. Pero le pedimos que hable con nosotros. No le podemos dar ninguna garantía, pero le aseguramos que estamos del lado de Artemisa, sea cual sea ese lado. Comprendo que lo más lógico sería echarnos a la calle o avisar a la policía, pero le pido que no lo haga, no se arrepentirá. No tiene nada que temer, somos inofensivos. Sólo queremos conocer la verdad.



Jaime interrumpió su desordenada exposición para coger aliento. El semblante de Blasco seguía siendo receloso y permanecimos expectantes. Después de un interminable silencio, se movió hacia el fondo de la tienda y nos invitó a seguirle. Nos condujo hasta una pequeña habitación contigua que parecía un almacén. A través de una ventana de cristales sucios penetraba la luz del día. Había una mesa, algunas sillas y una estantería con frascos, herramientas y otros utensilios. Al fondo se abría una puerta que, como comprobamos más tarde, daba a un patio interior.

-Digan lo que tengan que decir y váyanse -dijo Blasco en tono seco.
-Gracias, señor Blasco -dijo Tracy recuperando la iniciativa-. Supongo que querrá saber quienes somos.

El taxidermista cerró los ojos y movió negativamente la cabeza.

-Se equivoca. No quiero saber nada, digan lo que quieran y márchense.
-De acuerdo. ¿Cuándo vio por última vez a su ex-mujer?
-Julia todavía era mi mujer. Nunca nos separamos legalmente.- Hizo una pausa y agregó -: Nos veíamos de forma irregular. No recuerdo cuándo la vi por última vez. Hace un mes quizás.
-¿Mantenían una relación cordial?
-Sí, ¿por qué no?
-Ella le había abandonado.


-No exactamente. Ella había triunfado en su profesión. Tenía una vida social intensa, nuevos amigos, nuevas ambiciones... Un ambiente muy distinto al mío. Fui yo quien se alejó de ella. Su triunfo me alegró, porque en parte había sido obra mía. También sentí perderla, como es natural, pero comprendí que no era justo retenerla. No piensen que trato de mantener una postura digna. Fue así.
-¿Conocía a sus nuevos amigos? -intervine yo.
-A algunos.
-¿Conoce a un hombre llamado Calabor?

Blasco negó con expresión ausente.

-¿Podía estar Artemisa implicada en algún asunto peligroso? -preguntó Tracy.

Blasco pareció pensar la respuesta. Encendió un cigarrillo y le temblaban un poco las manos.

-Peligroso es casi todo, ¿no? Ella me habló de algo, de un asunto complicado... Pero no quise saber de qué se trataba. Sólo le previne del riesgo. Tengo alguna experiencia en estas cosas, estuve un tiempo en la cárcel por..., bueno, estuve preso. No me importa decirlo, es algo pasado y no lo oculto. En fin, le advertí que esos asuntos podían perjudicar su carrera.
-¿Pero qué asuntos? -pregunté.
-Ya le he dicho que no quise enterarme -replicó Blasco con frialdad.
-¿Le dijo su mujer si se sentía vigilada o acosada?
-No.
-Señor Blasco -dijo Tracy -. ¿Cómo cree que ha muerto su mujer?



El taxidermista miró a Tracy con acritud.

-Ustedes ya lo saben. La policía me llamó..., tuve que ir al depósito - Blasco sacudió la cabeza como para alejar la imagen de Artemisa muerta-. La policía no me ha dicho mucho más. Al parecer... hay un hombre que ha desaparecido.
-¿Usted cree esa versión? -pregunté.
-¿Por qué no?
-¡No fue así! ¡Le aseguro que no fue así! -exclamé.

Sus ojos reflejaron asombro por mi vehemencia. Replicó con voz fatigada:

-Qué más da como fuese. Está muerta, ¿comprende? Muerta. ¿Por qué no me dejan en paz?
-Sí -dijo Tracy-, ya nos vamos. Gracias por todo, señor Blasco.
-Salgan por aquí -dijo Blasco abriendo la puerta trasera.
-Una cosa más -dijo Tracy entregándole una tarjeta-. Ahí está mi teléfono. Si necesita ayuda o quiere decirnos algo, llámenos.

Salimos a un patio vecinal al que se abrían otras puertas. Olía a verduras cocidas. Se escuchaba una radio a todo volumen y había un ajetreo de cocinas. Salimos a la calle a través de un viejo portón. Había una mujer apoyada en el umbral. Tracy propuso:



-Vamos a tomar algo en alguna parte.
-¡Chist! ¡Eh, oigan!

Era la mujer del portal. Se acercó a nosotros accionando nerviosamente las manos.

-Habéis estado hablando con Juan, o sea con el señor Blasco, ¿verdad? Sois periodistas, ¿no? Yo puedo contaros algunas cosas, si os interesa.
-Sí, claro que nos interesa -se apresuró a contestar Tracy.
-Vamos ahí enfrente, si os parece. A ese bar.

Era de mediana edad, metida en carnes. Bajo el liviano vestido temblaban unos senos desmesurados. En su rostro se advertían restos de maquillaje, tenía la boca grande y la sonrisa descarada. Su forma de moverse era provocativa y no era imposible adivinar su profesión. La tasca estaba vacía y nos instalamos en una mesa.

-Me llamo Luisa -comenzó la mujer -. Si Juan se entera de que estoy hablando con vosotros, me mata. ¿De qué periódico sois?
-En realidad trabajamos para una agencia. ¿Qué nos querías decir, Luisa?
-Bueno, soy amiga de Juan y conozco bastante de su vida. También sé algo de los líos que se traía con esa que han matado. ¿Os interesa?
-Desde luego, cuenta lo que quieras -dijo Tracy poniendo frente a ella una pequeña grabadora.


-Juan es un hombre muy bueno -dijo Luisa. Apuró su copa de anís y pidió que se la rellenaran-. Le ha afectado mucho la muerte de ésa, de su mujer, a pesar de lo mal que lo ha tratado. Cuando se marchó estaba hundido. Lo dejó tirado como un perro, después de todo lo que él había hecho por ella. Yo es que vivo en la misma casa y le conozco de antiguo, de cuando él estaba de pensión. Trabajo de noche, ahí, en Antón Martín, en una boîte, y cuando me levantaba a mediodía Juan estaba en el taller y charlábamos y me gastaba bromas. Es buena gente y entonces tenía muy buen carácter. Antes de que lo enganchara esa golfa era un hombre muy simpático y todo un caballero. Vaya, que yo le tenía ley, y no es que una, con lo que ha vivido se haga ilusiones, pero me trataba bien y me respetaba, no como otros del vecindario. Bueno, lo que yo quiero deciros es que en este asunto hay más de lo que se ha dicho.
-Explícate.
-Juan le había advertido más de una vez que no se metiera en líos. No es que a mí me dijera nada, pero en estos patios, ya os podéis figurar, se oye todo. Bueno y que yo ponía la oreja, para que lo voy a negar. Sobre todo después de que lo abandonara, porque si se hubiera ido sin más y lo hubiera dejado tranquilo, pues eso. Pero no, venía a verle de vez en cuando y se los oía discutir y gritar, era un escándalo. Y ahora aparece muerta la tía, ya me diréis si no es para mosquearse. De fijo que ésa estaba metida en algo feo, pero lo que a mí me preocupa es que al final haya complicado a Juan en sus trapicheos.
-¿Por qué piensas eso?

La mujer miró hacia la puerta y bajó la voz.

-Ella le dio un sobre el día antes de que la mataran.
-¿Anteayer? ¿Artemisa estuvo aquí anteayer?


-Como te lo digo. Yo estaba en la ventana de la cocina y  podía verlos porque la ventana del taller estaba abierta. No se oía lo que decían por los ruidos, pero discutieron cantidad. Bueno pues ella saca un sobre grande del bolso y se lo da a Juan, él se lo devuelve y la otra se lo vuelve a dar, y él que no y ella que sí. Entonces va la tía guarra y lo abraza y claro Juan deja de resistirse y trinca el sobre. Ya no vi más porque se metieron para dentro. No sé que habría en el sobre, pero cuando Juan no lo quería coger, seguro que no era nada bueno. A lo mejor era dinero, no sé, o algo que le podía comprometer y eso es lo que me da miedo, que le compliquen en el asunto. La otra no me da ninguna pena que haya acabado así, ella solita se lo ha buscado. ¿Tenéis un pitillo?

Saqué tabaco y le ofrecí a Luisa.

-Gracias. No suelo fumar por las mañanas, pero hoy estoy un poco nerviosa.
-¿Le has contado algo de esto a la policía?
-¿A la policía? ¡Estás loco! ¿No ves que tengo antecedentes? Pero bueno, ¿sois periodistas o qué? Os cuento esto para que lo publiquéis si la policía intenta cargarle el muerto a Juan. ¿Está claro?
-Sí, sí, no te preocupes -aseguró Jaime -. Oye, cuéntanos más cosas de Juan y Artemisa. Cómo se conocieron, cómo se casaron...
-¿Para qué? -preguntó Luisa con desconfianza.
-Bueno, ya sabes. Si haces un reportaje, tienes que poner algo de la vida de los personajes, a la gente le gusta.


-Sí, claro. Vale, pues ya os he contado que antes de casarse Juan vivía de pensión, aquí cerca. Allí le conocí hace cosa de cinco o seis años. Me figuré que era viudo, y no digo que no lo fuera, porque es muy reservado, pero se notaba que era un señor, un tío educado, aunque sin un duro. Había estado unos años... fuera.
-Te refiere a cuando estuvo en la cárcel.
-Ah, lo sabéis. Mejor. El caso es que andaba a la última pregunta, pero abrió el taller, que llevaba años cerrado, y empezó a malvivir. Un año después o así llegó la Julia a la misma pensión. No tendría ni veinte años y venía diciendo que iba a ser artista. La chica era monilla, pero claro triunfar cuesta un huevo y lo único que hacía era papelitos en revistas y en cafés teatro. Tuvo suerte de que Juan se encaprichara. Y no creáis que se acostaba con ella, de eso nada, yo creo que esa se acostaba con todo dios menos con él. La tomó un cariño como de padre y ella se dejaba querer, a pesar de que él le sacaba unos pocos de años. Total que un día se quedó preñada, vete tú a saber de quien. De Juan fijo que no, porque me lo hubiera dicho, pero en fin, la cosa es que la señorita no encontraba ni dinero ni ocasión para que le hicieran un apaño y entonces va Juan y le propone matrimonio. Fíjate que chorradas hacen a veces los hombres, por mucha educación que tengan. Bien que se lo advertí que estaba haciendo el primo, pero no me hizo ni caso. Me dijo que se casaba para darle protección, no te jode, que para él era suficiente.
-¿Y qué pasó?


-Que se casaron y se fueron a vivir al centro. Al principio no parecía ir mal la cosa, seguíamos hablando en el taller como si nada y el hombre parecía feliz. Al parecer la niña se había puesto a trabajar y se le habían pasado las ideas de ser artista. A los tres meses ella abortó, creo que de manera natural, y entonces yo me dije: verás ahora lo que duran. Pero me equivoqué, siguieron juntos y felices. Pasó el tiempo y yo cada vez hablaba menos con Juan y parecía que todo iba bien, hasta que un día me contó que Julia estaba relacionándose con gente muy bien, con gente elegante, y quería hacerse modelo. Decía que se alegraba y que su mayor deseo es que ella triunfase, pero a mí no me la daba: se le veía triste y más viejo. Una mañana me confesó que ya no vivían juntos, pero que era natural lo que había pasado y que él ya sabía que todo terminaría así. ¡Qué desperdicio, madre mía! Si es lo que yo digo, los hombres sois la hostia. Bueno, lo demás ya lo sabéis, ella se hizo famosa y empezó a salir en las revistas y todo eso.

Luisa calló y se hizo un silencio.

-Pero siguieron viéndose -dijo Tracy.
-Venía por aquí, sí. De vez en cuando.
-Oye, Luisa, ¿y ese sobre? ¿No podrías enterarte qué es?
-Ni lo pienses, cariño. Juan es muy reservado.
-Gracias, Luisa, aquí hay una buena historia. Y no te preocupes, no vamos a publicar nada a no ser que Juan tenga problemas. Toma mi tarjeta. Si oyes o ves algo que nos pueda interesar, llámame.

Después de que Luisa abandonara el bar, Jaime fue el primero en hablar.

-El viejo nos ha mentido.


-Sí, nos ha ocultado que vio a Artemisa -dijo Tracy-, pero por lo demás creo que ha sido sincero.
-Por lo demás, no nos ha dicho gran cosa -precisé.
-Quiero decir que puede ser verdad que no estuviera al tanto de los líos de su mujer. No creo que esté implicado. Sólo en el último momento Artemisa le obligó a aceptar algo comprometido.
-¿Qué puede contener el sobre? -pregunté -. Algo valioso, sin duda. Blasco parecía asustado. A lo mejor es un documento secreto, un microfilm...
-No te dispares, Parker -sonrió Tracy-. No creo que sea algo tan concreto. Pueden ser documentos comprometedores a los que hubiera tenido acceso Artemisa y guardaba para su propia defensa. Iba a encontrarse contigo, formaba parte de una operación arriesgada, quizá temía por su vida. Entonces se acuerda del marido, le da los documentos y le dice: si me ocurre algo, haz uso de este sobre.
-Es una buena hipótesis -admití -, y muy novelística, por cierto. Pero si es así, ¿qué hará ahora Blasco? ¿Entregará el sobre a la policía?
-Es posible -dijo Jaime -. Pero puede que sólo lo haga si se ve acorralado. No parece muy amigo de tomar iniciativas.
-Podríamos volver al taller y presionarlo -propuse.
-No creo que consiguiéramos nada. Dejemos que reflexione sobre nuestra visita.
-¿Qué hacemos entonces? -pregunté.
-Nada. Esperar acontecimientos. Volvamos a mi estudio a ver si hay noticias de los otros.
-Id vosotros, yo iré después.
-¿Dónde piensas ir? -Tracy y Jaime me miraban con sorpresa.


-A ningún sitio en particular, pero necesito estar solo. Por lo menos un rato. Sencillamente voy a caminar y pensar. Desde que ha comenzado este asunto no he tenido un minuto de reposo. Quiero ordenar ideas, darle un poco vueltas a las cosas.
-Parker, no necesito decirte...

-Lo sé, Tracy. Tendré cuidado.

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