miércoles, 25 de marzo de 2015

LA MUERTE DE ARTEMISA (Novela) - CAPÍTULOS 7 Y 8

7

                                                 BRUSELAS, 8 DE SEPTIEMBRE



Lloviznaba cuando el avión de Londres aterrizó en el aeropuerto de Bruselas. Densos y oscuros nubarrones, asombrosamente cercanos, cubrían el cielo, creando una atmósfera opresiva. El señor Osborne conocía bien el clima, al igual que la ciudad. Un taxi le dejó en un modesto hotel de la parte antigua. Portando un pequeño maletín se dirigió al recepcionista.

-Ah, sí. Señor y señora Osborne.- Como sólo viera una persona, el empleado alzó las cejas interrogativamente.
-La señora Osborne vendrá después.
-Perfectamente, señor. Firme aquí. Su pasaporte, si es tan amable. Todo correcto, señor. Habitación 214.

El señor Osborne dejó el maletín sobre una de las camas y se sentó en la contigua. Descolgó el teléfono y pidió un número. Al cabo de unos segundos se estableció la comunicación.

-¿George? Soy Osborne. ¿Qué tal, viejo amigo? Bien, bien. ¿Qué hay de nuestro asunto? Magnífico, dime cuándo nos vemos. De acuerdo, esta noche a las ocho en "Le faissant d'or". Hasta luego, George.

Colgó el auricular y se quedó ensimismado, tenía mucho tiempo por delante y nada que hacer. Resolvió que daría una vuelta por la Place du Sablon y husmearía entre las antigüedades de sus colegas belgas.

El restaurante se hallaba en una de las calles afluentes a la Grand Place. El señor Osborne encontró agradable deambular por aquellos lugares antes de acudir a la cita. A las ocho en punto entró en "Le faissant d'or" y echó un vistazo a la concurrencia. En una mesa del fondo descubrió la inmensa humanidad de su amigo, que agitaba los brazos como aspas de molino. El señor Osborne se sintió estrujado, besado y desbordado por la atronadora salutación de George. El tiempo también había pasado por su antiguo compañero, quien parecía querer retener la juventud con manotazos y carcajadas estentóreas. Comieron y bebieron -George abundantemente, el señor Osborne con comedimiento- recordando tiempos pasados. Al término de la cena, el belga cambió de actitud. Bajó la voz, miró con discreción a su alrededor y extrajo un sobre abultado del bolsillo interior de su chaqueta.

-Aquí está todo. Documentación completa a nombre de François Lambert, súbdito belga, financiero; la de su esposa Silvia Flores, de origen ecuatoriano, y la de Jean Paul, el pequeño hijo de ambos. El niño está incluido en el pasaporte de la chica. No te pregunto para qué demonios necesitas una criatura de meses, supongo que como otras veces habrás urdido una cobertura poco común. Pero, ¡mil rayos!, ¿por qué una esposa sudamericana? No ha sido fácil conseguirla.
-¿Dónde está ella? -preguntó el señor Osborne guardándose el sobre.
-Vendrá dentro de quince minutos. Tiene veinticinco años. ¿No es demasiado joven? Vais a formar una pareja un poco extraña.
-He pensado que debería ser así. Voy a ser un cincuentón recién casado con una jovencita, que, a mayor gloria de su virilidad, le ha dado un hijo. Este tipo de cosas suele despertar hilaridad o simpatía, pero nunca suspicacia. Las sospechas, como tú sabes, recaen a menudo en las personas corrientes que tratan de ser demasiado normales para pasar inadvertidas.
-Sí, bueno. Lo más caro ha sido el niño, aunque no difícil. Hoy en día el tráfico o el alquiler de niños es moneda corriente.
-Muy bien, George. Es un buen trabajo. Aquí está lo convenido -dijo el señor Osborne entregándole un paquete
-Me alegro de que volvamos a trabajar juntos. Qué demonio, voy a pedir champán.


La mujer tenía el cabello negro y liso y la tez muy morena, sus labios eran gruesos y la oblicuidad de sus rasgos delataba un lejano mestizaje. El señor Osborne contempló con desaprobación su busto prominente y la deliberada ceñidura de su vestido; habría que corregir algo en ese sentido. Por lo demás, su francés era aceptable y a su evidente desenvoltura unía la no desdeñable condición de ser poco habladora.

-No es usted tan viejo como me habían dicho -comentó al ser presentada.

El señor Osborne respondió con una ligera inclinación de cabeza. El pelo del señor Osborne era totalmente gris y no demasiado abundante, pero su cuerpo era todavía atlético, a pesar de la curva del abdomen, y en conjunto podía resultar atractivo. Entre Silvia y George dieron buena cuenta de la botella de champán -el señor Osborne apenas lo probó- y brindaron por el éxito.

De regreso al hotel la muchacha se mostró muy comunicativa, pero sólo obtuvo respuestas concisas de su acompañante. Ni por un momento pensó el señor Osborne establecer con la ecuatoriana algún tipo de relación fuera de lo estrictamente profesional, y cuando, ya en la habitación, ella comenzó a desvestirse con cierta voluptuosidad, el anticuario le recordó con frialdad para qué había sido contratada y le sugirió que utilizase el cuarto de baño. Comprobó con agrado que la mujer acató sus órdenes sin sentirse rechazada: era la mejor garantía de una relación futura sin problemas. Antes de dormir le instruyó sobre algunos aspectos generales del plan, indicándola  cual sería su cometido al día siguiente. Silvia lo memorizó bien y no fue necesario repetirlo. La chica parecía lista y el señor Osborne pensó que su antiguo camarada había hecho una buena elección.


8

                                                      ARTEMISA, MON AMOUR       

  A las 8,25, después de atravesar un dédalo de corredores, entré en el Salón Primavera. Las paredes del recinto eran de color verde claro y las cortinas blancas con motivos florales: sin duda era el Salón Primavera. Había algunas personas conversando en pequeños grupos. Varios rostros me resultaron conocidos de entrada y luego reconocí a otros. Identifiqué a tres escritores, un pintor, algún político. Me sentía un poco intimidado, pero recordé que contaba con el beneficio del anonimato: el nombre de Alan Parker carecía de significado para tan selecta asistencia. (Para todos menos para uno, pensé). Al fondo de la sala descubría al autor hablando con Azurmendi, el filósofo de moda, que iba a encargase de presentar el libro. Me moví de un lado a otro observando a los asistentes, parecían todos muy amigos, hablaban disputándose la palabra y de vez en cuando se interrumpían para palmear la espalda de un recién llegado o besar la mejilla de una recién llegada. La sala se iba llenando y me situé con discreción en un ángulo alejado de la tribuna de oradores. A mi derecha, un hombre gordo y calvo, ataviado con prendas vaqueras, hablaba en susurros con una anciana; delante de mí, un individuo de rasgos orientales revisaba su grabadora; a mi izquierda, un chico joven, casi un adolescente, tomaba notas en un bloc. El resto eran espaldas y cabezas distantes.

Unos golpecitos secos en el micrófono preludiaron el inicio del acto y entonces advertí que el muchacho joven me miraba. Me observaba fijamente a través de sus gruesas gafas redondas, y yo me mantuve en silencio mientras me inspeccionaba, actitud no del todo lógica, pero comprensible si uno está allí para ser reconocido. Representaba poco más de veinte años y no era muy alto, tenía una de esas cabezas peculiares que son fáciles de reconocer entre una multitud: su cabello, rubio pajizo, formaba un promontorio enmarañado que aumentaba su estatura medio palmo al menos; sus ojos, de un azul desteñido, parecían enormes tras el espesor de los lentes. Me señaló con el bolígrafo.

-Nos conocemos de...

Hice un gesto ambiguo porque ignoraba qué debía decir.

-De La Gaceta, ¿no? Tú haces la información de La Gaceta -dijo el joven.
-No, no trabajo para esa revista.
-Entonces eres de radio.
-Tampoco. No soy periodista.
-¿Pues de qué te conozco? -El muchacho reflexionó un instante y se encogió de hombros-. Bueno, a lo mejor no te conozco de nada. Con las caras soy un desastre.

Dio por zanjado el asunto y se reintegró a sus notas. A través de los altavoces alguien reclamó silencio.

Habló en primer lugar el editor, elogiando el polifacetismo de Domínguez, la permanente actualidad de sus temas, y le agradeció en nombre del público que, pese a sus innumerables dedicaciones, siguiera produciendo tan excelentes narraciones policiales.

-Comerciales, desde luego -dijo a mi lado el joven rubio, casi en alta voz. Y precisó-: Creo que esta novela es muy floja.

El editor alabó después la audacia del escritor, que en este libro terminaba matando a su protagonista -no descubría ningún secreto, la obra se anunciaba como la última aventura de Raúl Moncada-; pero al propio tiempo le suplicaba que, a semejanza de algunos ilustres predecesores, buscara en su próxima novela el medio de resucitar al detective. Al finalizar pregunté al muchacho:

-¿No te gustan las novelas de Domínguez?
-No demasiado, la verdad. Son buenos libros, pero malas novelas policíacas. Son demasiado realistas, demasiados problemas sociales. No sé, creo que les falta la candidez de una buena novela policíaca.

Iba a dar mi opinión, pero ya comenzaba el segundo discurso. Inició Azurmendi su intervención con un análisis de los habituales personajes de la serie. De Moncada dijo que era un anti-héroe al que motivan principios que él mismo desconoce o de los que a veces reniega. No faltan otros personajes esenciales en una narración, como el amigo del protagonista, desvalido pero fiel a ultranza, y la compañera, quien mediante su amor-dependencia por Moncada se autoredime de una profesión que en el fondo detesta.

-No estoy de acuerdo -opinó el muchacho rubio-. A ella le gusta ser puta. Quien se avergüenza en el fondo del personaje es el propio autor. Aunque intente disfrazar su puritanismo con una pretendida comprensión progresista.

Algunos asistentes se movieron inquietos y se volvieron para lanzar miradas de reproche sobre el importuno. El chico, sin inmutarse, continuó anotando cosas en su cuaderno. Sonreí con disimulo; quien quiera que fuese era un tipo divertido. A esas alturas ya había descartado que fuese mi contacto.

Azurmendi exponía la diferencia entre el héroe virginal, como Galahad, que busca la victoria para ofrecérsela a sus semejantes, y el héroe escéptico y desencantado, como Ulises, que persigue el triunfo sobre sí mismo. Así Moncada se inscribía en la segunda categoría de luchadores, para los que la victoria final no supone la glorificación, sino el triunfo de unos valores éticos irrenunciables, ante la indiferencia, cuando no la irritación, de quienes le rodean. Me sumé a los aplausos y miré de reojo a mi crítico vecino, que en esta ocasión no hizo ningún comentario.

        Habló por último Domínguez, el autor, que se confesó incapaz de definir a Raúl Moncada como un gallego catalanista o viceversa. En todo caso, esa mezcla dotaba al personaje del vitalismo mediterráneo, por un lado, y de la ancestral desconfianza de las gentes del noroeste, por otro. Atributos que le facultaban para ser buen detective, excelente gourmet y buen fornicador, pero también receloso y solitario.

-Ahora va a resultar que sólo se sabe follar en Cataluña -atacó el rubio de nuevo, y esta vez las miradas de odio se acompañaron de algunos siseos.

Comparó Domínguez a Moncada con una mantis que amenazaba devorar la personalidad literaria de su creador, lo que justificaba su sacrificio. Si Chandler había optado por retirar a Philip Marlowe, sumiéndole en la iniquidad del matrimonio, él apenas podía imaginar a Moncada rodeado de nietos u olvidado de todos en un asilo de ancianos. Sólo la muerte era un final digno, el único que el propio detective hubiera aceptado.

La gente aplaudió mucho, hubo saludos y felicitaciones, y los camareros comenzaron a circular ofreciendo en sus redondas bandejas bebidas y canapés. El muchacho se acercó con un vaso de naranjada en la mano.

-En fin, lo de siempre, ¿no crees?
-No sé, es la primera vez que asisto a un acto de estos.
-Son todos iguales. Tienen poco de literario y mucho de publicidad. Hay que vender el producto.
-Seguramente tienes razón. Sin embargo no comparto tu opinión sobre las novelas de Domínguez.
-Bueno -dijo el chico-, lo que ocurre es que soy un auténtico fanático de la novela policíaca y odio las adulteraciones.
-¿Y qué es para ti una buena novela policíaca?
-No es fácil contestar a eso. Pero en fin, allá va: una novela policíaca debe ser lineal, ingenua, arquetípica y sin embargo humana; inverosímil pero creíble. El lector debe remontar sin escepticismo desarrollos de mayor o menor complejidad y encontrar satisfacción en el desenlace, aunque éste no lo explique absolutamente todo.

Cualquiera podía darse cuenta de que el muchacho estaba encantado de haber encontrado un interlocutor para su tema favorito. Le dejé hablar y disertó durante un rato sobre la narración policial, con notable erudición.

-¿Qué me dices de los novelistas actuales?- pregunté.
-Poca cosa. Quiero decir que se salvan pocos autores. Como te decía, actualmente hay mucha contaminación de sexo y política. Te confesaré algo, ese estilo lineal, ingenuo, sólo lo encuentro ahora en esas novelas baratas, de autores desconocidos sin ambición literaria.

Bruscamente me puse en tensión ante una alusión personal tan cercana. ¿Sería, después de todo...? Debió interpretar mi gesto como de extrañeza y matizó:

            -Bueno, hay mucha basura, claro. Encuentras una cosa aprovechable de cada diez o veinte, pero te aseguro que en esos relatos se conserva el autentico espíritu de la aventura.
-¿Conoces un autor llamado Alan Parker?
-¿Parker? Claro, es uno de mis favoritos. ¿Has leído cosas suyas?
-Bastantes. Yo soy Alan Parker.
-¿Qué?

            Su expresión de asombro no me pareció fingida. Me miraba con los ojos muy abiertos.

-¿Tú eres Alan Parker? ¿El autor de "El enigma del rubí", de "Kantor en peligro", de "La caja de las siete llaves"?
-Así es.
-¡No me digas, es increíble! ¡Alan Parker en persona! Oye, tenemos qué hablar despacio... Pero dime, ¿de dónde sales? ¿Cuál es tu verdadero nombre?- Estaba tan excitado que hablaba en voz muy alta y la gente se volvía a mirar.
-Me llamo Sánchez, Adrián Sánchez.
-Bueno, bueno, es un placer conocerte -me estrechó vigorosamente la mano -. Yo me llamo Tracy.
-¿Tracy?
-Sí, Miguel Alvarez Tracy, mi madre es inglesa. Pero seguro que eres Alan Parker, ¿verdad? Chico, qué hallazgo. Oye, insisto, tenemos que hablar. ¿Cuándo nos podemos reunir?
-No lo sé. En realidad estoy de paso en Madrid y es probable que mañana mismo regrese a mi ciudad.
-¿Podríamos vernos esta noche?
-Lo siento, esta noche tengo un compromiso -contesté. (Al menos esperaba tenerlo).
-Qué mala suerte.-Escribió algo rápidamente en su cuaderno, arrancó la hoja y me la entregó -. En fin, estos son la dirección y el teléfono de mi estudio. Llámame o ven a verme cuando quieras. ¿De acuerdo? Ahora tengo que irme.
-De acuerdo, Tracy.
-No te olvides, ¿eh? -Se alejó empujando a la gente y aún se volvió para decir-: ¡Hasta pronto, Parker!

Doblé el papel y lo guardé complacido. Entendí un poco lo de saborear las mieles del triunfo. Era agradable aquel muchacho tan peculiar. Me hallaba sólo de nuevo y nadie parecía interesarse por mi persona. Eran las diez y la gente comenzaba a abandonar el salón. Caminé despacio entre los grupos sin saber qué hacer. ¿Y si no ocurría nada? La posibilidad me inquietó, pero no era creíble que todo aquel montaje fuera una farsa. ¿Habría sido interceptado mi contacto? En ese caso mi situación podía ser peligrosa. Sentí la garganta seca y busqué algo de beber.

-Hola, cariño -dijo una voz a mi espalda.

          Volví la cabeza sobresaltado y me quedé sin aliento. Era una de esas mujeres imaginarias que uno piensa que no existen en la vida real. Alta, sinuosa, de caderas anchas y ovaladas, cintura estrecha y piernas interminables. Sus pechos, grandes y erguidos, apenas cubiertos por un tenue encaje malva, eran un desafío a la gravedad. Su cara de muñeca antigua tenía la ingenuidad obscena de las pin-up. Un cabello rojizo y ensortijado contorneaba su rostro como una deflagración volcánica. Sus manos de uñas escarlata se apoyaron en mis hombros.

-Soy Artemisa -dijo en un susurro.
-Hola -balbucí.
-Me encanta verte -dijo en alta voz-. Es estupendo que hayas venido. ¿Te ha gustado la presentación?

Su voz era cálida y tenía esa entonación artificial, un poco desdeñosa, de la gente mundana. En mi aturdimiento debí contestar algo sin sentido. Ella sonrió deliciosamente y habló de nuevo en voz baja:

-Sonríe y háblame con normalidad.

Iniciamos así un diálogo disparatado que incluía comentarios de actualidad, referencias a amigos supuestamente comunes y disquisiciones meteorológicas. Artemisa me tomó de un brazo y, sin apresurarse, me condujo a una zona menos concurrida. Nos ofrecieron bebidas, y cuando el camarero se hubo alejado, recuperó el tono confidencial.

-Sigue sonriendo. Todo va bien. ¿Cómo te sientes?
-Muy impresionado -contesté recuperando algo de aplomo.
-He tenido que esperar. No estaba previsto que encontraras un conocido.
-¿Ese chico? No es ningún conocido. Ha sido una coincidencia, porque... Bueno, supongo que ha sido una coincidencia -dije alarmado.
-Bien, no importa. Ahora escucha con atención.- Su forma de hablar había cambiado y sus ojos miraban con agudeza -. Dentro de veinte minutos nos reuniremos en tu habitación. No deben vernos salir juntos. Lo haré yo primero, tú pasea un rato por aquí o tómate una copa en el bar. Pero asegúrate de que nadie te sigue. Eso es todo. ¿Alguna pregunta?

Negué con la cabeza y la seguí hacia el centro de la reunión. Artemisa prodigó sonrisas y saludos y yo me sentí blanco de muchas miradas. A unos metros de la salida se detuvo y me tomó de ambas manos.

-Adiós, querido. Quiero verte pronto. Adiós.

Frunció los labios y con los ojos cerrados lanzó dos besos al aire en el mejor estilo del viejo Hollywood.

          Encendí un cigarrillo y comencé a caminar en círculo. Estaba muy excitado. ¡Entonces todo era cierto: el mensaje, la organización, el contacto! Tenía húmedas las palmas de las manos y me esforcé en reprimir el súbito deseo de salir corriendo. La certeza de que ya era imposible retroceder cayó sobre mí como una losa. Respiré hondo, sólo podía hacer una cosa: seguir adelante. Una vez alcanzada esta conclusión, me sentí mejor. En otras ocasiones, y ante situaciones de igual modo irremediables, me había resultado útil aceptar plenamente mi destino. Ya que sólo había una cosa que hacer, procuraría hacerla bien.

Eché una ojeada al reloj y abandoné el Salón Primavera. Me deslicé con rapidez por los corredores y alcancé el vestíbulo principal. Pedí mi llave en recepción y el empleado me la entrego de forma mecánica. Me dirigí al mismo bar y pedí una ginebra. No tenía una idea clara de cuánto había bebido, pero no me sentía embriagado. Al contrario, estaba ansioso, con todos mis sentidos alerta, preparado para la acción. Calabor había dicho que acontecimientos aparentemente banales me harían sentir la emoción de la aventura. Tenía razón. Mi impresión no era la de ser un tipo ignorado por los escasos clientes del bar. Eran ellos, seres insignificantes, los que ignoraban la difícil misión que me había sido encomendada. Misión que, por otra parte, empezaba a tener alicientes inesperados, como aquella mujer, Artemisa. Nunca pensé que las aventureras pudieran ser como yo las describía en mis novelas; es más, nunca pensé que existieran realmente aventureras. Pero allí había una, exuberante y espléndida, con la que en pocos minutos iba a reunirme a solas. Tampoco quería hacerme excesivas ilusiones. Era probable que Artemisa obtuviese de mí la información de manera inmediata y luego desapareciese de mi vida tan súbitamente como había llegado. En estas reflexiones el tiempo transcurrió con rapidez. Pagué y me dirigí a los ascensores.

           Cuatro o cinco personas subieron conmigo, pero sólo yo descendí en el cuarto piso, Ante la habitación 4011 vacilé un momento. Miré a derecha e izquierda sin ver a nadie. El pasillo estaba desierto. Introduje mi llave y la hice girar con un movimiento rápido. La puerta se abrió sin dificultad. Entré en la habitación y cerré con suavidad. La estancia estaba débilmente iluminada, la única luz provenía del cuarto de baño, a través de la puerta semiabierta. Sonaba una música lejana, ilocalizable, y había en el aire un perfume agresivo que identifiqué con el perfume de Artemisa. No percibí ningún sonido, ni descubrí a nadie dentro de mi campo de visión.

-¿Artemisa? -llamé, pero la voz se me enredó en la garganta y resultó inaudible. Carraspeé y repetí-: ¿Artemisa?

La puerta del baño se abrió del todo y en el umbral se recortó la silueta desnuda de Artemisa. Cerré los ojos y los volví a abrir: no era una ilusión, Artemisa seguía allí y estaba totalmente desnuda, por más que mi incrédulo cerebro se resistiera a aceptarlo. Avanzó hacia mí con lentitud, sus brazos oscilaban a lo largo del cuerpo y hacían tintinear los brazaletes que constituían su única vestimenta. Mi mirada acarició la curva interminable de sus caderas, el leve triángulo cobrizo de su sexo, el volumen mayestático de sus senos. Sentí que las piernas me flaqueaban. Ella se detuvo a escasos centímetros de mi cuerpo y la intensidad de su perfume me hizo respirar con dificultad.

-Hola, amor -susurró.

          Muy despacio enroscó sus brazos en torno a mi cuello y oprimió su cuerpo contra el mío. La elástica presión de sus pechos y el contacto cálido de su vientre me estremecieron. Estaba paralizado, inmóvil, pero cuando comenzó a aflojarme la corbata, salí de mi ensimismamiento y la abracé con precipitación. Sus labios se deslizaron sabiamente por mi rostro; muy cerca de mi oído, musitó:

-Esta es la mejor manera de justificar que estén juntos un hombre y una mujer.

Borrosamente comprendí que en efecto era una buena estrategia. Nada tenía yo que objetar y me sumí en la ardiente suavidad del cuerpo de Artemisa.



La columna de humo gris del cigarrillo se elevaba recta hasta una determinada altura donde era desintegrada por la turbulencia del aire acondicionado. Fugazmente recordé a Lucía aunque no eran experiencias comparables. Nada había en común entre la forma desenfadada de hacer el amor de Lucía y el sofisticado arte amatorio de Artemisa. Sin duda las cosas habían cambiado de manera drástica en mi vida, en menos de quince días había amado a dos mujeres fuera de lo común. No estaba mal para un escritor de tercera fila. Con cierta indolencia consideré qué nuevas experiencias podía depararme el plan de Calabor.

Me volví para contemplar la espléndida desnudez de Artemisa. Ella sonrió, y su sonrisa revelaba condescendencia, cierta profesionalidad, tal vez.

-Te has tomado muy en serio tu papel -dijo.

-¿Crees que alguien puede estar vigilándonos ahora mismo? -pregunté.
-No lo creo, pero sería excitante que fuera así, ¿no te parece?
-No sé qué decirte. Creo que no estoy preparado para ese tipo de exhibiciones.

Artemisa se echó a reír.

-De lo que estoy segura es de que no te ha resultado desagradable la estrategia.
-Por cierto que no - contesté con ardor y me acerqué a ella con un deseo que empezaba a renacer. Artemisa me contuvo sin brusquedad.
-Me apetece beber algo. ¿Quieres preparármelo? Hay whisky en la mesa.

En efecto, sobre la mesa había una botella, dos vasos y un cubo con hielo.

-Esto no estaba aquí antes.
-Encargué que lo subieran antes de que tú llegaras.

Preparé un whisky, se lo tendí a Artemisa y volví a la cama.

-¿Tú no bebes?
-No. Hoy ya he bebido bastante. Además el whisky nunca me ha gustado.
-Lo siento -dijo Artemisa después de beber un trago largo-. Nadie me proporcionó esa información.
-Lo que prueba que no estáis tan bien organizados. Por cierto... se supone que no debo hacer preguntas, pero ¿puedo saber cuándo y cómo recibirás mi mensaje? O quizás ya te lo he transmitido sin darme cuenta.
-No. Esto es sólo un primer contacto -sonrió Artemisa-. Pero no te preocupes, todo va bien.

Reconozco que estaba un poco decepcionado, me sentía como un niño al que en todo momento se le dice lo que ha de hacer sin explicarle nada. Todos parecían estar al cabo de la calle, preparados para conocer cosas terribles que yo ni siquiera podía imaginar.

-¿Cuántos años tienes, Artemisa?
-¿Siempre  preguntas la edad a las mujeres que se acuestan contigo?
-No, perdona, no he querido...
-Tengo 25 años. ¿Qué más quieres saber?
-¿Cuánto tiempo hace que estás metida en esto?
-Algún tiempo -dijo ella con cautela.
-¿Te gusta lo que haces?
-¿Quieres decir que si me gusta acostarme con desconocidos?
-No era eso lo que yo quería decir. Perdóname otra vez.
-Sé lo que querías decir -había en su entonación una cierta desesperanza-, pero también imagino lo que piensas. Bueno, en el fondo todo es lo mismo. Hacer el amor contigo forma parte de mi trabajo.
-Debo parecerte un ingenuo.
-Ojalá todos fuéramos un poco más ingenuos.- Bebió hasta el final su whisky y se aproximó a mí -. Ahora, como tú dices, no es momento de hacer preguntas.     




    

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