miércoles, 18 de marzo de 2015

LA MUERTE DE ARTEMISA (Novela) - CAPÍTULOS 5 Y 6


                                                                          5

                                                 LONDRES, 4 DE SEPTIEMBRE


Era un sobre alargado, corriente, con las franjas rojas y azules del correo aéreo, pero el matasellos de Bruselas hizo que el señor Osborne lo seleccionara del resto de su correspondencia. Dentro había una simple hoja de papel escrita a mano, cuyo texto no hubiera despertado la curiosidad de nadie. Sin embargo, para el señor Osborne era la confirmación de que algunas gestiones realizadas con anterioridad comenzaban a dar su fruto. Sin abandonar la carta, abrió el armario donde guardaba el whisky y se sirvió un vaso. Paseó pensativo por la pequeña habitación que hacía las veces de cuarto de estar, comedor y despacho, y se detuvo en la ventana, mirando a la calle. El cielo estaba gris y corría un viento desapacible. Nunca había estado en España, pero tenía entendido que allí el clima era muy diferente.

Bebió el licor a pequeños sorbos, paladeándolo, y se acomodó en su butaca favorita. Estaba oscureciendo, pero no se preocupó de encender la luz. En el fondo no le desagradaba volver a entrar en acción y se preguntó si seis años de inactividad habrían mermado sus facultades. Extendió la mano que sujetaba el vaso y la mantuvo firme sin observar ningún temblor. Se palpó el vientre y consideró que le sobraban algunos kilos; sin embargo, incluso en los años de mayor actividad, su aspecto no había sido muy diferente. Era al fin y al cabo una ventaja, aquel aire inofensivo y bonachón había sido su mejor camuflaje. Sólo los que lo conocían bien habían aprendido a desconfiar de su apariencia.

El  señor Osborne vivía solo en aquel pequeño apartamento, siempre había vivido así, sin buscar compañía ni en lo profesional ni en lo personal. Pero ahora le hubiera gustado comentar con alguien su próximo trabajo. No era en apariencia más peligroso que otros, pero sí distinto: en anteriores misiones no había tenido más motivación que el dinero. Eso, y tal vez una necesidad irracional de vivir arriesgadamente. Esta vez existía una motivación de orden afectivo y eso le preocupaba. Nunca era bueno mezclar el trabajo con los sentimientos. Todavía le extrañaba que le hubieran convencido. Era sorprendente que algo ocurrido casi cuarenta años antes hubiera podido despertar en su interior deseos de venganza. El señor Osborne se dijo que así de inexplicables eran las cosas del espíritu y no cabía darle más vueltas.

Casi sin luz releyó la carta de Bruselas y se sintió satisfecho. A pesar del tiempo transcurrido seguía contando con amigos. Era básico en aquel tipo de trabajo. Su mirada se detuvo en el calendario: faltaba muy poco para entrar en acción y había que ponerse en marcha. Sin precipitación y sin retrasos. Con la precisión de uno de sus relojes. Tal había sido siempre su forma de actuar. Y le había dado buenos resultados.


6

                                                     LA AVENTURA COMIENZA


Durante el vuelo me pareció que todos los pasajeros me vigilaban. Los rostros me resultaban vagamente conocidos y sus expresiones sospechosas. Combatí esta percepción con alcohol y después de la tercera ginebra empecé a tranquilizarme. El sol brillaba con fuerza en el exterior y el avión se deslizaba suavemente por un cielo sin nubes. Con suerte estaría de regreso en dos o tres días. Si todo iba bien llamaría a algún amigo o acaso me decidiera a ver a Marta. Habían pasado dos años, tiempo suficiente para que la hostilidad hubiera desaparecido. La nuestra no fue una separación cordial precisamente y mi conducta no todo lo meditada que hubiera sido de desear. La huida de Madrid pudo ser un error, pero no la ruptura con Marta: nuestra vida en común había dejado de existir, éramos dos extraños sin nada que decirnos, excepto cuando hacíamos el amor. Era difícil comprender cómo dos personas tan distanciadas eran incapaces de desoír la llamada del sexo. Pero era un amor sin ternura, insatisfactorio casi siempre. No sabría decir cómo alcanzamos esa situación límite -pienso que Marta tampoco lo sabe - y creo que conociendo las causas tampoco se hubiera podido evitar el final. Estoy seguro de que Marta me entendió al principio y admiró mi talante soñador. Cuál fue su desengaño o su frustración posterior, lo ignoro. Con desconcierto comprobé que ella se alejaba de mí. Al final uno alcanza el cero absoluto y se pregunta qué sentido tiene seguir intentándolo. ¿Habíamos llegado a odiarnos? Me recreé un momento en ese sentimiento primordial. ¿Había odiado yo a alguien alguna vez? La palabra odio me hacía evocar las viejas novelas, los grandes dramas, las películas memorables de mi infancia. El odio era un sentimiento noble y poderoso que no figuraba entre mis más inmediatos recuerdos. No, no odiaba a mi ex-mujer, y sin duda yo era en gran parte culpable de nuestro fracaso.

Adormecido en mi asiento repasé los últimos acontecimientos que ya me parecían inexplicablemente lejanos. Volví al día siguiente a la casa del puerto y esta vez Calabor no perdió el tiempo en disquisiciones: mi tarea consistiría en establecer contacto en Madrid con una determinada persona y transmitirle un mensaje. Un mensaje muy especial: yo mismo ignoraría su contenido.



-En este negocio es prácticamente imposible ocultar determinadas actividades -había razonado Calabor -. Los canales de información son múltiples y, a menudo, comunes. Casi puede decirse que cada movimiento está predeterminado y todas las acciones son previsibles y computables. Por eso cuenta a su favor y al nuestro que usted es un elemento desconocido, no profesional. Aún así, otra organización, de intereses contrarios a los nuestros, tendrá conocimiento de inmediato de que usted ha entrado en juego. Por tanto, es un riesgo excesivo enviar la información escrita o memorizada, ya que podría interceptarse con suma facilidad. Ahora bien, si el emisario ignorase la naturaleza del mensaje, existirían muchas posibilidades de éxito. Es más, sería un factor importante en la seguridad personal del mensajero.

Oír hablar de riesgos y seguridades con tanta frialdad me producía un cierto desasosiego. Calabor adivinó mis pensamientos:

-No le oculto que este trabajo puede entrañar algún peligro, pero en estos asuntos nada se hace de modo arbitrario, y si ellos se convencen de que usted no sabe nada, porque en realidad no sabrá nada, le dejarán en paz -. Calabor expresaba una absoluta convicción en lo que decía y yo me preguntaba alucinado quienes serían ellos.- Hay un procedimiento para llevar a cabo este plan. ¿Qué sabe de la hipnosis?

Cogido de sorpresa repliqué que sabía más o menos lo que cualquiera puede conocer a través de los medios habituales de comunicación. Añadí que en la actualidad no se consideraba el hipnotismo un truco de feria, sino un método científico.

-Exacto -dijo Calabor. Se extendió luego en detalles sobre la curación de alcohólicos y drogadictos mediante el hipnotismo y continuó-: Uno de los aspectos más interesantes es la orden posthipnótica. Durante el trance se induce en el subconsciente del hipnotizado una orden: repugnancia al alcohol o la droga, por ejemplo. Luego se crea una referencia externa que al ser percibida por el sujeto le hace recordar la orden previamente alojada en su cerebro. Esa referencia actúa a modo de llave, pues sin ella la persona no puede recordar la orden recibida.

Hizo una de sus acostumbradas pausas teatrales y anunció:

-Este será nuestro sistema. Le someteré a hipnosis y le dictaré un mensaje subliminal. Usted  no recordará nada y sólo podrá memorizarlo cuando surja la referencia externa. Esa clave sólo la conoceremos dos personas: yo, naturalmente, y su contacto en Madrid.

Era inevitable no percibir un matiz circense en  aquel tinglado. A menudo, la línea divisoria entre lo extraordinario y lo ridículo es muy tenue y uno no sabe si maravillarse o reír a carcajadas.

-Un momento, Calabor. Estoy decidido a llevar su misterioso mensaje, voy a someterme a la hipnosis, aunque maldita la gracia que me hace, pero ¡dígame algo! ¡Explíqueme de qué va el asunto! No pretenderá que me embarque a ciegas en un negocio del que desconozco absolutamente todo.
-Sí, comprendo lo que siente -declaró Calabor con gravedad-, pero no puedo decirle más. Le aseguro que esta es la mejor forma de hacer las cosas. Por su seguridad y la de la misión, claro está.

El plan estaba cuidadosamente elaborado. El 8 de septiembre se celebraría en un hotel de Madrid la presentación de la última novela de Roberto Domínguez, el conocido autor de novelas policíacas. Nada tendría de extraño que un escritor de novelas del mismo género, como yo, asistiese al acto. Me alojaría en el mismo hotel, asistiría a la presentación y durante el coctel alguien establecería contacto conmigo.

-¿Qué debo hacer después?
-Nada. La misión habrá concluido. Quédese un día o dos en Madrid, visite amigos, vaya al teatro. En fin, haga lo que le parezca.
-¿No volveré a verle?
-Es poco probable.
-¿Y qué ocurrirá si el contacto no se produce o, por lo que sea, no puedo comunicar el mensaje?
-En ese caso -por primera vez hubo una ligera vacilación en la voz de Calabor -, Olvídese del asunto. Habremos fracasado. Pero no se preocupe, si eso sucede usted permanecerá al margen de las posibles consecuencias.

 Era evidente que esa alternativa le preocupaba más de los que quería dar a entender.

-Le pagaremos de todas formas -concluyó.

Aquella noche fui hipnotizado por Calabor. Previamente me había advertido que si yo, consciente o inconscientemente, me resistía a la prueba, todo sería en vano. No fue ese el caso y, a decir verdad, no me gustó que alguien se adueñase con tanta facilidad de mi voluntad. Lamentablemente mi resistencia mental debió ser escasa: a Calabor le resultó muy sencillo hipnotizarme. Diré en mi descargo que preparó una atmósfera propicia. Ultimados los detalles de la empresa, comenzó el período de preparación. Sumió la habitación en una relajante media luz y elevó el volumen de la música. Me pidió que no hablara ni bebiera -aunque no me prohibió fumar- y durante un rato permanecimos en silencio escuchando música sinfónica. Mi excitación inicial se fue desvaneciendo y, en un momento dado -el justo momento en el que yo empezaba a pasar de la inquietud a la impaciencia-, se situó detrás de mí y me habló con voz grave y monótona. Me ordenó que me relajara, sugirió que mis brazos pesaban, que mis ojos se cerraban... No recuerdo más. A partir de ese momento hay un vacío de tiempo en mi memoria.

Desperté sin sobresalto y sin experimentar ninguna sensación extraña. Calabor me miró sonriente y me ofreció una copa.

-¿Cómo se encuentra?
-Bien... me encuentro normal. ¿Lo ha conseguido?
-Sí, por supuesto. Ahora es cuando realmente empieza todo. Brindemos por el éxito.

Me entregó un pasaje de avión, algún dinero en metálico y tarjetas de crédito a mi nombre. Sugirió que emplease el tiempo de que disponía en arreglar mis asuntos de trabajo y despedirme de mis amigos, procurando que el viaje no pareciese demasiado repentino. Como el día anterior, nos despedimos en la puerta.

-Recuerde esto -dijo por último -: en este oficio, como en todos, lo importante es el sentido común. Sin esa cualidad de poco vale la experiencia. Hemos previsto las más mínimas contingencias, pero si a pesar de todo se produce algún hecho inesperado, actúe con sentido común. Ahora, adiós y buena suerte.

Era tiempo de despedidas. Esa noche Lucía me anunció que al día siguiente regresaba a Madrid. Aunque su partida tenía ahora una perspectiva diferente, traté de no comportarme como el adolescente enamorado que en realidad era. No pude eludir una cierta melancolía al comprobar el cambio sutil que se había producido entre nosotros. Nos unía ahora un nuevo y fascinante sentimiento de complicidad, pero habíamos perdido el romántico ensueño de dos seres únicos viviendo en un mundo inventado. No siempre es deseable la sinceridad en el amor y me pregunto si no hubiera preferido que Lucía siguiera mintiéndome. Es consolador, no obstante, saber que a uno no lo abandonan y que, al margen de cualquier circunstancia, los sentimientos que ella había despertado en mí quedaban intactos. En mis novelas, Kantor se despide  de las mujeres con una sonrisa inequívoca, expresiva de su irrenunciable libertad. Yo tenía aún demasiado presente mi condición de maestro de provincias para no desear volver a verla.

-¿No volveré a verte nunca?
-Nunca, es demasiado tiempo.
-Lucía, por favor, no uses frases de novela.
-¿Por qué? Estoy segura de que volveremos a encontrarnos.

No tuve problemas en el Instituto, estaría de vuelta antes de que empezaran las clases. Fue más difícil despedirme de Braulio.

-Te vas a Madrid a una presentación literaria.
-Eso es.
-Pero te vas con Lucía.
-Bueno, Lucía ya se ha ido. Este es otro asunto.
-¿Cómo que es otro asunto? Te vas con la chica, ¿sí o no?
-No, Braulio. Ella ha vuelto a Madrid, a su vida, y yo, dentro de dos o tres días, regresaré. Tal y como tú habías previsto, es un asunto acabado. Fin.

Durante un rato me miró con fijeza. No recordaba haberlo visto nunca tan serio.

         -Así que se acabó, ¿eh? Así que toda tu angustia al carajo. Pues muy bien, hombre, que te diviertas. Que todos tus problemas se resuelvan tan fácilmente.



La voz de la azafata anunció el próximo aterrizaje y los altavoces difundieron música de zarzuela. Dócilmente abroché mi cinturón y puse el respaldo de mi asiento en posición vertical. Ya en tierra, volví a mirar con recelo a mi alrededor. Aparentemente nadie me vigilaba. A través de la megafonía, la salmodia bilingüe anunciaba salidas y llegadas de otros vuelos; personas anónimas portaban maletas, empujaban carricoches o besaban a otras personas. Por primera vez me sentí sólo. Refrené el impulso de renunciar a todo y me dirigí a la parada de taxis. Me asaltó el olvidado calor seco de Madrid y me aturdió la densa riada de vehículos que transitaban por la autopista. Procuré serenarme, encendí un cigarrillo y le ofrecí otro al taxista, que parecía deseoso de entablar conversación. Apenas escuché lo que me decía: estaba empezando a sentir una tensión que no me abandonaría en mucho tiempo.

El hotel Fleming estaba en la zona norte de Madrid. Yo conocía bien la zona, Marta y yo habíamos vivido allí en nuestra primera época, en un pequeño apartamento. Eran tiempos de optimismo y proyectos risueños. Todo estaba cambiado, nuevas torres habían crecido a ambos lados de la Castellana, los árboles parecían sobrevivir con dificultad y los escasos parterres amarilleaban abandonados a su suerte. Sin embargo era la misma ciudad dócil y acogedora de mi infancia; la misma que años más tarde se tornó agobiante y forzó mi huida. Fue como reencontrar a una mujer a la que uno reprocha el paso del tiempo y el olvido de un momento de amor.

Mi reserva en el hotel estaba en regla y, sin más trámite, me dirigí a la habitación. Al cruzar el amplio vestíbulo descubrí el atril que anunciaba, en letras blancas sobre fondo negro, la presentación literaria a las ocho y media. Eran las seis y cuarto, tenía tiempo de sobra. Mientras me duchaba pensé que tener una información secreta archivada en el cerebro, eliminaba las clásicas actitudes de no perder de vista el portafolio o cerrar a cal y canto las habitaciones. Me forcé unos segundos en bucear en mi subconsciente. En vano: no localicé nada nuevo en mis pensamientos, mis recuerdos eran los de siempre. ¿Cuál podría ser la clave? Una frase, una imagen, un objeto, una canción... Debía tratarse de algo lo suficientemente complejo como para evitar que la conexión surgiese por azar. Mi traje azul de verano estaba algo anticuado, pero serviría. Me anudé con evidente falta de práctica una corbata discreta y sacudí el polvo de mis zapatos. Faltaba todavía una hora larga. Conecté el televisor, pero los programas de tarde no lograron interesarme. Intenté enfrascarme en los artículos del periódico que había desdeñado en una primera lectura, pero tampoco pude concentrarme. Consulté de nuevo el reloj y decidí que necesitaba beber algo. Bajé al hall y elegí uno de los bares con que contaba el hotel. Me instalé en la barra y pedí un gin-tonic, advirtiéndole al camarero que pusiera poca ginebra. Era importante mantener intacta mi capacidad de percepción, por más que durante el cóctel con seguridad ingeriría más alcohol. Los minutos empezaron a transcurrir con desesperante lentitud.

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