martes, 10 de marzo de 2015

LA MUERTE DE ARTEMISA (Novela) - CAPÍTULO 4


4
                                             EL HOMBRE DEL OJO DE CRISTAL


El viento había barrido las nubes llevando la tormenta tierra adentro. El cielo estaba limpio y me encaminé con resolución hacia el puerto. La vieja casa estaba construida sobre un montículo. Dejé el coche orillado en la carretera y me dispuse a recorrer a pie el resto del camino. Recordaba vagamente aquel sombrío caserón, semioculto por árboles frondosos, que siempre me había parecido deshabitado. Caminé a través de la maleza del descuidado jardín dominado por una extraña sensación de irrealidad. Al margen del amor propio y de la dignidad, acercarme a aquella casa provocaba en mí un oscuro sentimiento de rechazo, como si presintiera algo maléfico escondido entre sus viejos muros. La convicción de que era el último sitio en donde buscar a Lucía me animó a seguir.

El sendero finalizaba en la cima de una suave colina. Dejé atrás los últimos árboles y arribé a la explanada en la que se alzaba el caserón. Era una antigua casa solariega de dos plantas, en la que los signos de abandono eran evidentes. La alta hiedra, que en otro tiempo habría tupido de verdor la fachada, se había secado; había algunas contraventanas desvencijadas y la balaustrada de madera del porche estaba vencida en varios puntos. El silencio era absoluto.

Me estremecí al descubrir en el zaguán una figura inmóvil. Era un hombre alto, delgado, de abundante pelo gris cuidadosamente peinado; vestía un inmaculado traje blanco de verano y una corbata roja. Traspuse los últimos metros y el hombre salió a mi encuentro.

-Buenas tardes -saludé con voz insegura -. Estoy buscando a Lucía. (Me di cuenta de que ignoraba su apellido).

La expresión del hombre era cordial, aunque advertí algo raro en su rostro que, al pronto, no supe identificar.

-Lucía no está aquí -dijo-. En cambio yo le estaba esperando a usted.
-¿A mí?
-Usted es el profesor Adrián Sánchez, ¿no es así? Me gustaría hablar un rato con usted. Mi nombre es Calabor.

Estreché la mano que me tendía y no supe qué contestar. Entonces descubrí qué era lo que me había llamado la atención: aquel hombre tenía un ojo de cristal.

-¿Le importa si caminamos un rato? -sugirió con voz armoniosa -. Ha dejado de llover y la temperatura es sumamente agradable.

Le seguí maquinalmente y a los pocos pasos me detuve.

-No quisiera parecer descortés, pero he venido aquí en busca de Lucía. Con franqueza, si no está...


-Le aseguro que luego hablaremos de Lucía.

La promesa me hizo transigir, aunque mi ánimo no era el más adecuado para charlas convencionales. Tomamos el sendero que circundaba la casa y descendimos hasta una pequeña playa solitaria llena de algas. El desconocido inició la conversación con afirmaciones sobre el clima y la belleza del paisaje; yo me limité a responder con monosílabos a la espera de que abordase el verdadero motivo de la entrevista. Al fin dijo Calabor:

-Delicioso rincón para encontrar inspiración, ¿no le parece? Ya sé que es usted escritor.
-Digamos que un escritor menor.
-¿A qué viene esa modestia, amigo mío? No es un escritor menor quien tiene en su haber una larga lista de libros.

Me molestó que se refiriera a un aspecto en el que no me encontraba especialmente cómodo. También me molestó que Lucía hubiera divulgado mis intimidades.

-Son libros de escasa calidad -declaré con alguna sequedad.
-Permítame disentir. La calidad literaria es una estimación subjetiva. Usted tendrá probablemente muchos más lectores que otros autores, supuestamente de más categoría, a los que sólo leen detestables minorías.
-¿Intenta halagarme? Cierto que el escritor escribe para ser leído, pero eso no basta. También la gente lee anuncios, prospectos, informes, folletos, cosas escritas sin calidad literaria. Existe algo que es la capacidad creativa, por medio de la cual el escritor intenta comunicar algo. Nada de eso hay por el momento en los libros que yo escribo.
-A lo mejor hay más de lo que cree -Calabor sonrió con afabilidad -. En cualquier caso ése es sólo un aspecto del problema. Si he de serle franco, no he leído una sola línea escrita por usted. Por falta de oportunidad o porque tal vez pertenezco a esas detestables minorías. Pero me gustaría desarrollar el tema de una manera más general.

Es la hora de la bajamar. La arena tersa de la orilla brilla como un cristal bajo los rayos oblicuos del sol poniente. Contemplo la extravagante figura de aquel hombre vestido de blanco, con calcetines del mismo color y zapatos de rejilla. Es tan irreal como mis sensaciones. Calabor prosigue:

-La literatura es ante todo capacidad de comunicación en su sentido más amplio. La belleza del lenguaje y la profundidad del tema son aspectos importantes, pero secundarios. ¿Qué comunica la literatura de su estilo? Acción, fantásticas hazañas, misterios indescifrables, paisajes exóticos, amores violentos... Todo lo que a la gente común le está, por lo general, vedado. Usted les hace un gran servicio: les hace soñar. ¿Y hay algo de lo que estén más necesitados? A menudo hablamos despectivamente de la literatura "de evasión", pero en el fondo la literatura más viva está ahí, en el relato que nos hace evadirnos de una realidad monótona y opresiva. Contar historias capaces de introducir al lector en un mundo distinto tiene un alto valor poético, ¿no cree?
-Mire, Calabor, sé lo que hago y sé lo que desearía hacer. Mis narraciones son simpáticas, incluso pueden tener un cierto sentido épico. Pero a mi juicio una novela debe tener un contenido testimonial, reflejar situaciones de nuestro entorno, problemas de la vida real. Eso es lo que yo desearía escribir.
-Ah, sí, la realidad. ¿Pero y la fantasía? Existen obras maestras de la fantasía.
-Precisamente: son libros en los que la fantasía es sólo un pretexto.

-¡No, no! Se equivoca. Nada más inútil que los cientos de páginas que se han escrito tratando de encontrar significados ocultos en, pongamos por caso, "Alicia en el país de las maravillas". Alicia no es otra cosa que un excelente cuento. Es absurda esa moda de ensayar dobles lecturas en Verne o Tolkien. Lo imaginativo tiene su razón de ser en sí mismo y escapa de la realidad; mejor dicho, construye su propia realidad. Que es, en definitiva, lo que necesita el hombre normal, harto ya de que se le recuerde continuamente que es una miserable hormiga manipulada por intereses que nunca comprenderá del todo.

Habíamos llegado al final de la playa y Calabor trepó con seguridad por las rocas, como siguiendo un camino aprendido. Le seguí hasta un punto desde el que se dominaban las rompientes del otro lado.

-Vengo aquí a menudo -comentó -. Nada hay más inquietante que la fuerza primigenia del mar. Pero volviendo a nuestra conversación, ¿comprende ahora por qué alabo sus libros?
-Perdone, pero en todo esto hay un matiz que me desagrada. Usted habla de ofrecer fantasía no como algo espontáneo que se puede tomar o dejar, sino como una intoxicación deliberada. Algo así como venderle sueños a la gente para que no perciba la siniestra realidad en que se desenvuelve. Tome por ejemplo esos éxitos de venta norteamericanos, los "best sellers", donde las dosis de sexo, violencia, heroicidad y moralidad están calculadas al milímetro. ¿Qué fantasía hay en esos libros? Junto con la publicidad y los medios de comunicación, más o menos dirigidos, contribuyen a mantener la idea del americano como un superhombre capaz de triunfar donde se lo proponga. Constantemente se le recuerda que vive en el país más libre del mundo, que tiene el ejército más poderoso, que ha inventado la coca cola... Esa literatura sólo sirve para sumergir al individuo en un limbo prefabricado. ¿No cree que esa es una utilización mercenaria de la fantasía?
-Creo que no -negó Calabor moviendo lentamente su plateada cabeza -, pero aunque así fuera, el quid  de la cuestión es llegar a admitir lo evidente: que efectivamente todo está programado. Las guerras, la economía, la ecología, cualquier interrelación a escala mundial está programada. Esto le parecerá una simplificación mecanicista, pero las cosas son así. Más aún: las grandes corrientes de pensamiento, los mismos conceptos del bien y del mal, son manejados con arreglo a programas previstos.
-Bien, teóricamente puede usted tener razón, aunque no es nada nuevo lo que dice. Sin embargo se remonta a niveles muy distantes de la realidad cotidiana del individuo. En la práctica, todo eso no le afecta al hombre normal. Puede aceptar que a gran escala las cosas sean así, pero sabe que su pequeña parcela de libertad permanece intacta.
-¡Exacto! Eso es precisamente lo que piensa el hombre normal... porque es conveniente que lo piense. Gracias a ello sobrevive. Sería demasiado absurdo, demasiado intolerable, saber que su libertad, incluso esa pequeña libertad, está también codificada. Nunca aceptará que ideas que él considera esencialmente buenas -la libertad, la solidaridad- le han sido en realidad impuestas porque conviene a determinados grupos que piense así. Veo por su expresión que no me cree y es lógico; pero le aseguro que hasta nuestras más insignificantes acciones están reguladas por un vasto programa. Y si esto es así, ¿por qué alimentar la desesperanza del hombre normal? Un proverbio oriental dice: "Si no podemos hacer nada contra las cosas, hagamos que las cosas no puedan nada contra nosotros". La alienación del mundo americano que usted describía no es perjudicial, sino protectora. El hombre del futuro no tendrá más esperanza que la que halle en sí mismo ni más libertad que la de su fantasía.

Me pregunté qué hacía yo allí escuchando a aquel individuo grandilocuente. Repliqué con cierto desdén:

-En resumen: usted propone un modelo de sociedad dirigida por máquinas en el que lo mejor para el hombre normal es permanecer en la inopia. Tampoco es muy original. La dominación del mundo por robots es un tópico antiguo de las novelas de ciencia ficción.
-¡Oh, no! No me ha entendido. Cuando he hablado de un mundo programado no me refería a las máquinas en sí. Obviamente los computadores son básicos hoy en día, pero la programación ha existido desde la antigüedad. El más importante móvil de la historia es el poder, en esto estará de acuerdo, pero no sólo considerado como poderío territorial o económico, sino como instinto profundo de dominio del hombre sobre el hombre. Algo en lo que apenas cuentan los logros materiales, sino la satisfacción íntima, atávica, de detentar el poder. Y créame, los poderosos rara vez han estado a la luz del día. El verdadero poder siempre ha permanecido oculto, en manos de hombres anónimos.
-¿Y qué me dice de los héroes, de los líderes, de los grandes ideólogos que han seducido a las masas?
-La masa siempre han seguido el señuelo de las ideologías porque el hombre, en principio, se adhiere fácilmente a conceptos éticos universales. Por ejemplo, la libertad, la igualdad, la fraternidad, etc. Sin embargo, desde la sombra, el poder ha manipulado estos conceptos potenciando el que más le convenía a sus intereses según las épocas. Los estados de conciencia necesarios para mover grandes masas han variado a lo largo de la historia. El ideal de la conquista en la antigüedad, el religioso en la Edad Media -la guerra santa, las Cruzadas -, luego, las grandes revoluciones defendiendo la libertad, la democracia, en nuestros días, la conservación de los recursos naturales, en el futuro... Todos estos grandes ideales tienen un indudable valor intrínseco, pero demasiado abstracto para el pueblo; ha habido que convertirlos en algo digerible, comprensible para las masas, aunque manejados de forma que sirvieran los intereses del poder en cada momento.
-¿Y el fascismo? El fascismo no fue un poder encubierto.
-De acuerdo. Pero no creerá que Hitler y Musolini fueron derrotados por las fuerzas del bien. Fue una lucha entre lobos, de poder a poder. Había que destruir a quienes habían violado pactos secretos intentando alzarse con el poder absoluto. A veces, grandes corrientes de pensamiento surgidas de una necesidad imperiosa de rebelión escaparon al control del poder. Por ejemplo, el cristianismo o el marxismo. ¿Qué hizo entonces el poder? Cambió de táctica, se amoldó, se infiltró, corrompió, socavó desde dentro estas doctrinas. Ya conoce el resultado.

Era irritante oír a Calabor. Tanto por el fondo catastrófico y negativo de sus argumentos, como por la manera dogmática de exponerlos. Bastaba, tal vez, con ignorarlo, pero había despertado en mí una animosidad que me impulsaba a rebatir sus afirmaciones.

-Me gustaría saber adonde quiere ir a parar. Usted me habla del poder, de programas, de falta de libertad... Y, créame, no logro pensar que esto sea algo más que una charla de café. Francamente, no creo que toda esa serie de truculencias tenga una base real. Insisto que para el hombre corriente no se configuran como una amenaza real, a lo sumo como un caos lejano semejante al fin del mundo o al holocausto nuclear. Quizá porque no es demostrable o porque está tan por encima de nosotros que no nos afecta.
-Efectivamente. Estos hechos están fuera de los esquemas habituales de la realidad de las personas. Sin embargo existen, no lo dude, y si usted pudiera tener siquiera un atisbo de esa otra realidad se convencería-.  Me contempló unos instantes y añadió -: Sería, además, una experiencia única para un hombre normal.

Súbitamente comprendí que toda aquella disertación obedecía a un propósito concreto. Pregunté con rapidez:

-¿Por qué me cuenta todo esto? ¿Quiere proponerme algo?
-Sí. Volvamos a la casa -dijo Calabor.

El interior de la casa mostraba los mismos signos de deterioro que la fachada, excepto un salón o cuarto de estar que estaba confortablemente acondicionado. Había estanterías con libros, grabados en las paredes, cómodos sillones y, en un ángulo, un escritorio de estilo inglés cubierto de libros, papeles y discos. Al fondo, dos grandes ventanales encortinados tamizaban la luz violeta del ocaso. En una mesa había bebidas y un equipo de sonido. Calabor accionó los aparatos y la música invadió el ambiente.

-¿Le gusta Mahler? -preguntó mientras preparaba algo de
beber.

Asentí aceptando la copa que me tendía y me dejé caer en un desgastado sillón de cuero. Él tomó asiento frente a mí, encendió un cigarrillo inglés y expulsó lentamente el humo.

-Mahler es el último gran romántico y posiblemente el primero que abordó la abstracción. Era consciente del cambio que se estaba produciendo en las formas de vida y, por consiguiente, en la música. Su obra es atormentada, compleja a veces, popular otras. Tal y como fue su vida. Es un buen ejemplo de lo que antes hablábamos. Ahí -señaló las notas invisibles -existe la percepción de otra realidad. De todas las manifestaciones del arte, la música posee la máxima capacidad de proyección afectiva. Cualquier sentimiento humano o inhumano puede ser transmitido por la música si quien escucha sabe entender.

Me sentía curiosamente relajado, aunque un confuso sentimiento de alerta me mantenía en tensión. Comprendí de qué se trataba: había ido allí buscando a Lucía y durante la última hora la había olvidado por completo. Inesperadamente Calabor abandonó el tono grandilocuente y habló de manera precisa:


-Voy a proponerle algo que puede parecer banal a primera vista, aunque ya le anticipo que no lo es. Lo que voy a pedirle constituye un eslabón sumamente importante en una cadena de acontecimientos que, por el momento, no le puedo revelar-. Se interrumpió un momento para comprobar el efecto que causaban sus palabras y añadió -: Queremos hacer llegar una información a una determinada persona.

Hizo una pausa y se inclinó hacia delante.

-Le propongo ser el mensajero.

Como si Calabor lo hubiera previsto, la música cesó en aquel momento y sus últimas palabras resonaron con exceso en la habitación. No pude reprimir un sobresalto.

-¿Qué?
-Quiero que lleve usted esa información -dijo Calabor.
-Me propone ser el mensajero... ¿Por qué?

Calabor se había recostado con los ojos entrecerrados, como recuperado por la música que volvía a sonar. Bebió lentamente de su vaso.

-Le parecerá extraño pero usted ha sido elegido para realizar ese trabajo.

Noté que mi paciencia se agotaba. Aquel fantoche estaba llevando la broma demasiado lejos.

-¿Pero de qué me habla? ¿Se está burlando de mí?

-Le estoy hablando muy en serio.- Su expresión era inescrutable y no parecía bromear.
-¿Y qué le hace pensar que podría aceptar?
-¿Por qué habría de aceptar? Por dos razones. La primera porque, a juzgar por mis referencias y después de la conversación que hemos mantenido, estoy seguro que desea conocer, aunque sea parcialmente, ese mundo distinto al que nos hemos referido. La segunda, porque al finalizar su misión usted podrá ingresar en su cuenta cien mil dólares.
-¡Cien mil dólares! -Silbé con asombro -. ¿Me propone algo ilegal? -Calabor se echó a reír.
-No me menosprecie, amigo Adrián. Legal o ilegal son conceptos que pertenecen a los esquemas habituales. Estamos hablando de otros planos de la realidad, de otra escala de valores. No le estoy proponiendo que robe un supermercado.
-Ya, comprendo. Pero tendrá que explicarme muchas cosas. No entiendo cómo una acción tan simple puede introducirme en ese hipotético mundo diferente, cómo puede hacerme vivir el placer de lo prohibido.

Me quedé callado. No sé por qué aquellas palabras acudieron a mi mente, pero eran las mismas palabras que había empleado Lucía. De pronto empecé a entender algunas cosas.


-Su actuación será sencilla, en efecto -admitió Calabor -, aunque pudiera no serlo tanto. No le oculto que existe algún riesgo. Pero el atractivo de la misión no reside en el hecho en sí, sino en saber que se está haciendo. Presumo que a usted no le emocionaría tanto pisar la Luna como tener conciencia de que ha sido capaz de llegar. Pienso que si acepta no será por dinero. Aunque, claro, todo ayuda.
-Lucía forma parte de todo esto, ¿verdad?
-No quiero ofender su inteligencia negando algo tan obvio -contestó Calabor sonriendo.

Automáticamente me levanté del sillón y di algunos pasos por la estancia. Sentía calor en las mejillas.

-Así que todo estaba preparado: el encuentro con la chica, el que intimáramos, esta entrevista... He mordido bien el anzuelo, ¿no?

En realidad estaba menos indignado de lo que traslucían mis quejas, como si en el fondo lo hubiera sospechado desde siempre. Notaba una enorme decepción, pero creo que se relacionaba más con la sensación de ridículo que con el derrumbamiento de mis románticos proyectos. Empecé a sentir un rencor sordo y deseos imperiosos de salir cuanto antes de aquel lugar. Calabor no me prestaba atención, concentrado al parecer en la música de Mahler. Me serví una buena cantidad de ginebra y la bebí de un trago. ¿Pero por qué yo? Esa pregunta se iba abriendo camino a mi pesar. ¿Por qué me habían elegido a mí? Advertí que la elección me causaba una satisfacción insensata. Toda aquella confabulación se había producido para que yo, Adrián Sánchez, maestro de escuela y oscuro escritor fracasado, aceptara ser portador de un misterioso mensaje. Llené de nuevo mi vaso y me senté frente a Calabor. Fumaba tranquilamente con los ojos cerrados: parecía un amable profesor esperando a que el alumno comenzara, por fin, el tema que le había caído en suerte. Intenté poner en orden mis ideas: lo de Lucía era un asunto personal y habría que tratarlo en otro momento; ahora necesitaba saber qué había detrás de aquel tinglado.

-¿Su propuesta es en firme?
-Desde luego.
-¿Y dice usted que soy la persona indicada?
-Lo es.
-¿Puede explicarme algo más?
-Lo haré, si acepta.
-Necesito pensarlo.
-Lo comprendo -Calabor se puso en pie-. Lo siento, pero solo puedo darle 24 horas. Venga mañana a la misma hora.

Me acompañó hasta la salida y me estrechó la mano con fuerza.

-Creo que aceptará -dijo amistosamente como si hubiera estado tratando de venderme un chalet adosado -. Por cierto, Lucía le espera en su hotel... ¿Me permite que le de un consejo? No mezcle la fantasía con sentimientos más habituales.

 Le miré inquisitivamente, pero su rostro estaba en sombras. Sin añadir una palabra más, volvió la espalda y entró en la casa.

Atravesé como en sueños el sombrío jardín y casi me sorprendió encontrar el coche donde lo había dejado. Permanecí un rato inmóvil sin encender el motor. Me tranquilizaba el contacto familiar del asiento, la dureza satinada del volante, el ámbito propio y cotidiano que me envolvía. Mi curiosidad se había esfumado y sólo podía pensar en Lucía: todo había sido fingido, calculado, y yo, pobre imbecil, había estado soñando futuros imposibles. Una seca tristeza se iba adueñando de mi ánimo. Arranqué con brusquedad y me dirigí al hotel de Lucía.

Ella bajó enseguida, me besó fugazmente y se acomodó a mi lado sin hablar. Durante el trayecto estudié de reojo su rostro: estaba serio y en calma. Tampoco dije nada hasta llegar a mi apartamento, reflexionaba sobre qué actitud tomar. Me iba ser imposible actuar con frialdad, pero no deseaba mostrarme violento o humillado. Desistí de imaginar la entrevista, en realidad sólo quería que Lucía contestase a una pregunta.

Ya en casa, Lucía se sentó en mi silla de trabajo, encendió un cigarrillo y esperó a que yo hablase.

- Bien, enhorabuena. Todo ha salido de acuerdo con vuestros planes, ¿verdad? -fue lo primero que dije. Inmediatamente me arrepentí del tono empleado.
-Sí.

Estaba increíblemente tranquila y yo la contemplé como a un ser extraño. Parecerá ridículo, pero fue precisa su confirmación para que mi terco cerebro aceptara la incuestionable verdad.

-Bueno, supongo que esto es el final -dije al cabo de un momento.

Sacudió ella la ceniza de su cigarrillo y preguntó sin mirarme:

-¿Que piensas de todo esto, Adrián?
-¿Qué puedo pensar? No sé lo qué ha ocurrido ni por qué. Lo único que sé es que he estado viviendo una gran mentira.-Lucía evitaba mirarme. Insistí -: ¿Por qué, Lucía?
-Ya sabes por qué. Calabor te lo habrá explicado.
-Te equivocas, Calabor no me ha explicado nada, sólo me ha contado una extraña historia. Pero eso es lo de menos, yo lo que quiero saber es por qué me has mentido.
-Fue necesario, Adrián.
-Ah, fue necesario. ¡Magnífico! -estallé -. ¿Es lo único que se te ocurre decir?
-Escúchame bien, Adrián -dijo con rapidez endureciendo un poco la voz -. Podría haberme marchado sin verte. Mi misión estaba cumplida. Pero he preferido hablar contigo. Esta no es una situación normal, debes entender eso. Si quieres podemos hablar, pero sin gritos. Si no, es mejor que me marche.

 Se puso en pie y quedamos enfrentados, mirándonos. Estaba terriblemente guapa en ese instante y sentí un irracional deseo de abrazarla.

-No ...-murmuré tragando saliva -. No te vayas, háblame. Explícame algo... Necesito saber qué está pasando.

Sonrió a medias y asintió.

-Dame algo de beber.- Hice lo que me pedía y me senté en el sofá a su lado. Comenzó a hablar con suavidad -: Tampoco yo sé demasiadas cosas, Adrián. Hace no mucho conocí a Calabor en una reunión. Me fascinaron su personalidad y sus ideas. Volví a encontrarlo en dos o tres ocasiones más y un día me propuso colaborar con él. Desde luego había llamado a la puerta adecuada. Yo era terreno propicio, me sentía hastiada de lo de todos los días y me apetecía tener una aventura loca. Sorprendentemente Calabor conocía muchas cosas de mi vida, entre otras la relación que me unía contigo. Mi cometido era venir aquí, encontrarte, atraerte y preparar la entrevista con Calabor.
-Comprendo. Y para realizar ese trabajo tenías que emplear cualquier procedimiento, ¿no es eso?
-Sí, cualquiera -dijo ella en voz muy baja. Por un momento sentí que volvía la crispación. Los ojos oscuros de Lucía no suplicaban comprensión, me miraban tranquilos y desafiantes.
-No es sólo que te acostaras conmigo -dije nervioso -, sino algo peor quizás. Tenías que despertar en mí sentimientos muy hondos, tenías que aprovecharte de mi fragilidad, perturbar la estabilidad de mi vida... ¿Cómo quieres que entienda eso?

Dejé de hablar. Aquello no tenía sentido. Descubrí con asombro que no sentía lo que estaba diciendo. Estaba contaminando de vulgaridad una situación extraordinaria. Desde luego ella tenía razón, no era una situación normal, pero mi respuesta sí lo estaba siendo. Mi mediocridad resultaba abrumadora. Había tenido entre mis brazos una mujer distinta -¿qué importaba el motivo? -que me había desvelado sensaciones y caminos impensables, y yo la correspondía con un despecho mostrenco y provinciano. ¿No era esta la ocasión que había estado esperando para salir de mi insípida rutina? Sí, Lucía era importante, pero era sólo el comienzo. Había que mirar más allá. Me asaltó el vértigo de lo desconocido, aunque esta vez la excitación reemplazaba al temor. La miré: allí estaba ella, hermosa y deseable, como si no formara parte de la increíble conspiración. Mi memoria se llenó con las fragancias de su cuerpo y lentamente me aproximé a ella. Aún había algo que necesitaba saber.

-¿Me mentiste en todo, Lucía?

Su semblante se dulcificó y volvió el brillo  a sus ojos. Me acarició el pelo y sonrió:

-Mi trabajo consistía en servir de enlace a Calabor. Tenía a mi favor ser una antigua amiga tuya y ser una chica no del todo fea. Debía emplear cualquier método, incluido  acostarme contigo. Pero nada más. Nadie me señaló cuáles debían ser mis sentimientos. Nadie me prohibió que fuera feliz. Ni me advirtió que quedaría fascinada por un escritor loco. Ni que...

No la dejé seguir. Lo que decía era de una lógica absurda, pero era la que yo necesitaba. Mientras la besaba comprendí que la suerte estaba echada. Supe que aceptaría la propuesta de Calabor, que partiría en busca de lo desconocido, cualquiera que fuese el riesgo. Casi vislumbre la sonrisa aprobatoria de Kantor. Se había roto definitivamente mi cómoda imagen de automarginado. Por una vez -acaso por primera y única vez -, el destino me era propicio: la aventura comenzaba.

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