4
EL
HOMBRE DEL OJO DE CRISTAL
El
viento había barrido las nubes llevando la tormenta tierra adentro. El cielo
estaba limpio y me encaminé con resolución hacia el puerto. La vieja casa
estaba construida sobre un montículo. Dejé el coche orillado en la carretera y
me dispuse a recorrer a pie el resto del camino. Recordaba vagamente aquel
sombrío caserón, semioculto por árboles frondosos, que siempre me había
parecido deshabitado. Caminé a través de la maleza del descuidado jardín dominado
por una extraña sensación de irrealidad. Al margen del amor propio y de la
dignidad, acercarme a aquella casa provocaba en mí un oscuro sentimiento de
rechazo, como si presintiera algo maléfico escondido entre sus viejos muros. La
convicción de que era el último sitio en donde buscar a Lucía me animó a
seguir.
El
sendero finalizaba en la cima de una suave colina. Dejé atrás los últimos
árboles y arribé a la explanada en la que se alzaba el caserón. Era una antigua
casa solariega de dos plantas, en la que los signos de abandono eran evidentes.
La alta hiedra, que en otro tiempo habría tupido de verdor la fachada, se había
secado; había algunas contraventanas desvencijadas y la balaustrada de madera
del porche estaba vencida en varios puntos. El silencio era absoluto.
Me
estremecí al descubrir en el zaguán una figura inmóvil. Era un hombre alto,
delgado, de abundante pelo gris cuidadosamente peinado; vestía un inmaculado
traje blanco de verano y una corbata roja. Traspuse los últimos metros y el
hombre salió a mi encuentro.
-Buenas
tardes -saludé con voz insegura -. Estoy buscando a Lucía. (Me di cuenta de que
ignoraba su apellido).
La
expresión del hombre era cordial, aunque advertí algo raro en su rostro que, al
pronto, no supe identificar.
-Lucía
no está aquí -dijo-. En cambio yo le estaba esperando a usted.
-¿A
mí?
-Usted
es el profesor Adrián Sánchez, ¿no es así? Me gustaría hablar un rato con
usted. Mi nombre es Calabor.
Estreché
la mano que me tendía y no supe qué contestar. Entonces descubrí qué era lo que
me había llamado la atención: aquel hombre tenía un ojo de cristal.
-¿Le
importa si caminamos un rato? -sugirió con voz armoniosa -. Ha dejado de llover
y la temperatura es sumamente agradable.
Le
seguí maquinalmente y a los pocos pasos me detuve.
-No
quisiera parecer descortés, pero he venido aquí en busca de Lucía. Con
franqueza, si no está...
-Le
aseguro que luego hablaremos de Lucía.
La
promesa me hizo transigir, aunque mi ánimo no era el más adecuado para charlas
convencionales. Tomamos el sendero que circundaba la casa y descendimos hasta
una pequeña playa solitaria llena de algas. El desconocido inició la
conversación con afirmaciones sobre el clima y la belleza del paisaje; yo me
limité a responder con monosílabos a la espera de que abordase el verdadero
motivo de la entrevista. Al fin dijo Calabor:
-Delicioso
rincón para encontrar inspiración, ¿no le parece? Ya sé que es usted escritor.
-Digamos
que un escritor menor.
-¿A
qué viene esa modestia, amigo mío? No es un escritor menor quien tiene en su
haber una larga lista de libros.
Me
molestó que se refiriera a un aspecto en el que no me encontraba especialmente
cómodo. También me molestó que Lucía hubiera divulgado mis intimidades.
-Son
libros de escasa calidad -declaré con alguna sequedad.
-Permítame
disentir. La calidad literaria es una estimación subjetiva. Usted tendrá
probablemente muchos más lectores que otros autores, supuestamente de más
categoría, a los que sólo leen detestables minorías.
-¿Intenta
halagarme? Cierto que el escritor escribe para ser leído, pero eso no basta.
También la gente lee anuncios, prospectos, informes, folletos, cosas escritas
sin calidad literaria. Existe algo que es la capacidad creativa, por medio de
la cual el escritor intenta comunicar algo. Nada de eso hay por el momento en
los libros que yo escribo.
-A
lo mejor hay más de lo que cree -Calabor sonrió con afabilidad -. En cualquier
caso ése es sólo un aspecto del problema. Si he de serle franco, no he leído
una sola línea escrita por usted. Por falta de oportunidad o porque tal vez
pertenezco a esas detestables minorías. Pero me gustaría desarrollar el tema de
una manera más general.
Es
la hora de la bajamar. La arena tersa de la orilla brilla como un cristal bajo
los rayos oblicuos del sol poniente. Contemplo la extravagante figura de aquel
hombre vestido de blanco, con calcetines del mismo color y zapatos de rejilla.
Es tan irreal como mis sensaciones. Calabor prosigue:
-La
literatura es ante todo capacidad de comunicación en su sentido más amplio. La
belleza del lenguaje y la profundidad del tema son aspectos importantes, pero
secundarios. ¿Qué comunica la literatura de su estilo? Acción, fantásticas
hazañas, misterios indescifrables, paisajes exóticos, amores violentos... Todo
lo que a la gente común le está, por lo general, vedado. Usted les hace un gran
servicio: les hace soñar. ¿Y hay algo de lo que estén más necesitados? A menudo
hablamos despectivamente de la literatura "de evasión", pero en el
fondo la literatura más viva está ahí, en el relato que nos hace evadirnos de
una realidad monótona y opresiva. Contar historias capaces de introducir al
lector en un mundo distinto tiene un alto valor poético, ¿no cree?
-Mire,
Calabor, sé lo que hago y sé lo que desearía hacer. Mis narraciones son simpáticas,
incluso pueden tener un cierto sentido épico. Pero a mi juicio una novela debe
tener un contenido testimonial, reflejar situaciones de nuestro entorno,
problemas de la vida real. Eso es lo que yo desearía escribir.
-Ah,
sí, la realidad. ¿Pero y la fantasía? Existen obras maestras de la fantasía.
-Precisamente:
son libros en los que la fantasía es sólo un pretexto.
-¡No,
no! Se equivoca. Nada más inútil que los cientos de páginas que se han escrito
tratando de encontrar significados ocultos en, pongamos por caso, "Alicia
en el país de las maravillas". Alicia no es otra cosa que un excelente
cuento. Es absurda esa moda de ensayar dobles lecturas en Verne o Tolkien. Lo
imaginativo tiene su razón de ser en sí mismo y escapa de la realidad; mejor
dicho, construye su propia realidad. Que es, en definitiva, lo que necesita el
hombre normal, harto ya de que se le recuerde continuamente que es una
miserable hormiga manipulada por intereses que nunca comprenderá del todo.
Habíamos
llegado al final de la playa y Calabor trepó con seguridad por las rocas, como
siguiendo un camino aprendido. Le seguí hasta un punto desde el que se
dominaban las rompientes del otro lado.
-Vengo
aquí a menudo -comentó -. Nada hay más inquietante que la fuerza primigenia del
mar. Pero volviendo a nuestra conversación, ¿comprende ahora por qué alabo sus
libros?
-Perdone,
pero en todo esto hay un matiz que me desagrada. Usted habla de ofrecer
fantasía no como algo espontáneo que se puede tomar o dejar, sino como una
intoxicación deliberada. Algo así como venderle sueños a la gente para que no
perciba la siniestra realidad en que se desenvuelve. Tome por ejemplo esos
éxitos de venta norteamericanos, los "best sellers", donde las dosis
de sexo, violencia, heroicidad y moralidad están calculadas al milímetro. ¿Qué
fantasía hay en esos libros? Junto con la publicidad y los medios de
comunicación, más o menos dirigidos, contribuyen a mantener la idea del
americano como un superhombre capaz de triunfar donde se lo proponga.
Constantemente se le recuerda que vive en el país más libre del mundo, que
tiene el ejército más poderoso, que ha inventado la coca cola... Esa literatura
sólo sirve para sumergir al individuo en un limbo prefabricado. ¿No cree que
esa es una utilización mercenaria de la fantasía?
-Creo
que no -negó Calabor moviendo lentamente su plateada cabeza -, pero aunque así
fuera, el quid de la cuestión es llegar
a admitir lo evidente: que efectivamente todo está programado. Las guerras, la
economía, la ecología, cualquier interrelación a escala mundial está
programada. Esto le parecerá una simplificación mecanicista, pero las cosas son
así. Más aún: las grandes corrientes de pensamiento, los mismos conceptos del
bien y del mal, son manejados con arreglo a programas previstos.
-Bien,
teóricamente puede usted tener razón, aunque no es nada nuevo lo que dice. Sin
embargo se remonta a niveles muy distantes de la realidad cotidiana del
individuo. En la práctica, todo eso no le afecta al hombre normal. Puede
aceptar que a gran escala las cosas sean así, pero sabe que su pequeña parcela
de libertad permanece intacta.
-¡Exacto!
Eso es precisamente lo que piensa el hombre normal... porque es conveniente que
lo piense. Gracias a ello sobrevive. Sería demasiado absurdo, demasiado
intolerable, saber que su libertad, incluso esa pequeña libertad, está también
codificada. Nunca aceptará que ideas que él considera esencialmente buenas -la
libertad, la solidaridad- le han sido en realidad impuestas porque conviene a
determinados grupos que piense así. Veo por su expresión que no me cree y es
lógico; pero le aseguro que hasta nuestras más insignificantes acciones están
reguladas por un vasto programa. Y si esto es así, ¿por qué alimentar la
desesperanza del hombre normal? Un proverbio oriental dice: "Si no podemos
hacer nada contra las cosas, hagamos que las cosas no puedan nada contra
nosotros". La alienación del mundo americano que usted describía no es
perjudicial, sino protectora. El hombre del futuro no tendrá más esperanza que
la que halle en sí mismo ni más libertad que la de su fantasía.
Me
pregunté qué hacía yo allí escuchando a aquel individuo grandilocuente.
Repliqué con cierto desdén:
-En
resumen: usted propone un modelo de sociedad dirigida por máquinas en el que lo
mejor para el hombre normal es permanecer en la inopia. Tampoco es muy
original. La dominación del mundo por robots es un tópico antiguo de las
novelas de ciencia ficción.
-¡Oh,
no! No me ha entendido. Cuando he hablado de un mundo programado no me refería
a las máquinas en sí. Obviamente los computadores son básicos hoy en día, pero
la programación ha existido desde la antigüedad. El más importante móvil de la
historia es el poder, en esto estará de acuerdo, pero no sólo considerado como
poderío territorial o económico, sino como instinto profundo de dominio del
hombre sobre el hombre. Algo en lo que apenas cuentan los logros materiales,
sino la satisfacción íntima, atávica, de detentar el poder. Y créame, los
poderosos rara vez han estado a la luz del día. El verdadero poder siempre ha
permanecido oculto, en manos de hombres anónimos.
-¿Y
qué me dice de los héroes, de los líderes, de los grandes ideólogos que han
seducido a las masas?
-La
masa siempre han seguido el señuelo de las ideologías porque el hombre, en
principio, se adhiere fácilmente a conceptos éticos universales. Por ejemplo,
la libertad, la igualdad, la fraternidad, etc. Sin embargo, desde la sombra, el
poder ha manipulado estos conceptos potenciando el que más le convenía a sus
intereses según las épocas. Los estados de conciencia necesarios para mover
grandes masas han variado a lo largo de la historia. El ideal de la conquista
en la antigüedad, el religioso en la Edad Media -la guerra santa, las Cruzadas
-, luego, las grandes revoluciones defendiendo la libertad, la democracia, en
nuestros días, la conservación de los recursos naturales, en el futuro... Todos
estos grandes ideales tienen un indudable valor intrínseco, pero demasiado
abstracto para el pueblo; ha habido que convertirlos en algo digerible, comprensible
para las masas, aunque manejados de forma que sirvieran los intereses del poder
en cada momento.
-¿Y
el fascismo? El fascismo no fue un poder encubierto.
-De
acuerdo. Pero no creerá que Hitler y Musolini fueron derrotados por las fuerzas
del bien. Fue una lucha entre lobos, de poder a poder. Había que destruir a
quienes habían violado pactos secretos intentando alzarse con el poder
absoluto. A veces, grandes corrientes de pensamiento surgidas de una necesidad
imperiosa de rebelión escaparon al control del poder. Por ejemplo, el
cristianismo o el marxismo. ¿Qué hizo entonces el poder? Cambió de táctica, se
amoldó, se infiltró, corrompió, socavó desde dentro estas doctrinas. Ya conoce
el resultado.
Era
irritante oír a Calabor. Tanto por el fondo catastrófico y negativo de sus
argumentos, como por la manera dogmática de exponerlos. Bastaba, tal vez, con
ignorarlo, pero había despertado en mí una animosidad que me impulsaba a
rebatir sus afirmaciones.
-Me
gustaría saber adonde quiere ir a parar. Usted me habla del poder, de
programas, de falta de libertad... Y, créame, no logro pensar que esto sea algo
más que una charla de café. Francamente, no creo que toda esa serie de
truculencias tenga una base real. Insisto que para el hombre corriente no se
configuran como una amenaza real, a lo sumo como un caos lejano semejante al
fin del mundo o al holocausto nuclear. Quizá porque no es demostrable o porque
está tan por encima de nosotros que no nos afecta.
-Efectivamente.
Estos hechos están fuera de los esquemas habituales de la realidad de las
personas. Sin embargo existen, no lo dude, y si usted pudiera tener siquiera un
atisbo de esa otra realidad se convencería-.
Me contempló unos instantes y añadió -: Sería, además, una experiencia
única para un hombre normal.
Súbitamente
comprendí que toda aquella disertación obedecía a un propósito concreto.
Pregunté con rapidez:
-¿Por
qué me cuenta todo esto? ¿Quiere proponerme algo?
-Sí.
Volvamos a la casa -dijo Calabor.
El
interior de la casa mostraba los mismos signos de deterioro que la fachada,
excepto un salón o cuarto de estar que estaba confortablemente acondicionado.
Había estanterías con libros, grabados en las paredes, cómodos sillones y, en
un ángulo, un escritorio de estilo inglés cubierto de libros, papeles y discos.
Al fondo, dos grandes ventanales encortinados tamizaban la luz violeta del
ocaso. En una mesa había bebidas y un equipo de sonido. Calabor accionó los
aparatos y la música invadió el ambiente.
-¿Le
gusta Mahler? -preguntó mientras preparaba algo de
beber.
Asentí
aceptando la copa que me tendía y me dejé caer en un desgastado sillón de
cuero. Él tomó asiento frente a mí, encendió un cigarrillo inglés y expulsó
lentamente el humo.
-Mahler
es el último gran romántico y posiblemente el primero que abordó la
abstracción. Era consciente del cambio que se estaba produciendo en las formas
de vida y, por consiguiente, en la música. Su obra es atormentada, compleja a
veces, popular otras. Tal y como fue su vida. Es un buen ejemplo de lo que
antes hablábamos. Ahí -señaló las notas invisibles -existe la percepción de
otra realidad. De todas las manifestaciones del arte, la música posee la máxima
capacidad de proyección afectiva. Cualquier sentimiento humano o inhumano puede
ser transmitido por la música si quien escucha sabe entender.
Me
sentía curiosamente relajado, aunque un confuso sentimiento de alerta me
mantenía en tensión. Comprendí de qué se trataba: había ido allí buscando a
Lucía y durante la última hora la había olvidado por completo. Inesperadamente
Calabor abandonó el tono grandilocuente y habló de manera precisa:
-Voy
a proponerle algo que puede parecer banal a primera vista, aunque ya le
anticipo que no lo es. Lo que voy a pedirle constituye un eslabón sumamente
importante en una cadena de acontecimientos que, por el momento, no le puedo
revelar-. Se interrumpió un momento para comprobar el efecto que causaban sus
palabras y añadió -: Queremos hacer llegar una información a una determinada
persona.
Hizo
una pausa y se inclinó hacia delante.
-Le
propongo ser el mensajero.
Como
si Calabor lo hubiera previsto, la música cesó en aquel momento y sus últimas
palabras resonaron con exceso en la habitación. No pude reprimir un sobresalto.
-¿Qué?
-Quiero
que lleve usted esa información -dijo Calabor.
-Me
propone ser el mensajero... ¿Por qué?
Calabor
se había recostado con los ojos entrecerrados, como recuperado por la música
que volvía a sonar. Bebió lentamente de su vaso.
-Le
parecerá extraño pero usted ha sido elegido para realizar ese trabajo.
Noté
que mi paciencia se agotaba. Aquel fantoche estaba llevando la broma demasiado
lejos.
-¿Pero
de qué me habla? ¿Se está burlando de mí?
-Le
estoy hablando muy en serio.- Su expresión era inescrutable y no parecía
bromear.
-¿Y
qué le hace pensar que podría aceptar?
-¿Por
qué habría de aceptar? Por dos razones. La primera porque, a juzgar por mis
referencias y después de la conversación que hemos mantenido, estoy seguro que
desea conocer, aunque sea parcialmente, ese mundo distinto al que nos hemos referido.
La segunda, porque al finalizar su misión usted podrá ingresar en su cuenta
cien mil dólares.
-¡Cien
mil dólares! -Silbé con asombro -. ¿Me propone algo ilegal? -Calabor se echó a
reír.
-No
me menosprecie, amigo Adrián. Legal o ilegal son conceptos que pertenecen a los
esquemas habituales. Estamos hablando de otros planos de la realidad, de otra
escala de valores. No le estoy proponiendo que robe un supermercado.
-Ya,
comprendo. Pero tendrá que explicarme muchas cosas. No entiendo cómo una acción
tan simple puede introducirme en ese hipotético mundo diferente, cómo puede
hacerme vivir el placer de lo prohibido.
Me
quedé callado. No sé por qué aquellas palabras acudieron a mi mente, pero eran
las mismas palabras que había empleado Lucía. De pronto empecé a entender
algunas cosas.
-Su
actuación será sencilla, en efecto -admitió Calabor -, aunque pudiera no serlo
tanto. No le oculto que existe algún riesgo. Pero el atractivo de la misión no
reside en el hecho en sí, sino en saber que se está haciendo. Presumo
que a usted no le emocionaría tanto pisar la Luna como tener conciencia de que
ha sido capaz de llegar. Pienso que si acepta no será por dinero. Aunque,
claro, todo ayuda.
-Lucía
forma parte de todo esto, ¿verdad?
-No
quiero ofender su inteligencia negando algo tan obvio -contestó Calabor
sonriendo.
Automáticamente
me levanté del sillón y di algunos pasos por la estancia. Sentía calor en las
mejillas.
-Así
que todo estaba preparado: el encuentro con la chica, el que intimáramos, esta
entrevista... He mordido bien el anzuelo, ¿no?
En
realidad estaba menos indignado de lo que traslucían mis quejas, como si en el
fondo lo hubiera sospechado desde siempre. Notaba una enorme decepción, pero
creo que se relacionaba más con la sensación de ridículo que con el
derrumbamiento de mis románticos proyectos. Empecé a sentir un rencor sordo y
deseos imperiosos de salir cuanto antes de aquel lugar. Calabor no me prestaba
atención, concentrado al parecer en la música de Mahler. Me serví una buena
cantidad de ginebra y la bebí de un trago. ¿Pero por qué yo? Esa pregunta se
iba abriendo camino a mi pesar. ¿Por qué me habían elegido a mí? Advertí que la
elección me causaba una satisfacción insensata. Toda aquella confabulación se
había producido para que yo, Adrián Sánchez, maestro de escuela y oscuro
escritor fracasado, aceptara ser portador de un misterioso mensaje. Llené de
nuevo mi vaso y me senté frente a Calabor. Fumaba tranquilamente con los ojos
cerrados: parecía un amable profesor esperando a que el alumno comenzara, por
fin, el tema que le había caído en suerte. Intenté poner en orden mis ideas: lo
de Lucía era un asunto personal y habría que tratarlo en otro momento; ahora
necesitaba saber qué había detrás de aquel tinglado.
-¿Su
propuesta es en firme?
-Desde
luego.
-¿Y
dice usted que soy la persona indicada?
-Lo
es.
-¿Puede
explicarme algo más?
-Lo
haré, si acepta.
-Necesito
pensarlo.
-Lo
comprendo -Calabor se puso en pie-. Lo siento, pero solo puedo darle 24 horas.
Venga mañana a la misma hora.
Me
acompañó hasta la salida y me estrechó la mano con fuerza.
-Creo
que aceptará -dijo amistosamente como si hubiera estado tratando de venderme un
chalet adosado -. Por cierto, Lucía le espera en su hotel... ¿Me permite que le
de un consejo? No mezcle la fantasía con sentimientos más habituales.
Le
miré inquisitivamente, pero su rostro estaba en sombras. Sin añadir una palabra
más, volvió la espalda y entró en la casa.
Atravesé
como en sueños el sombrío jardín y casi me sorprendió encontrar el coche donde
lo había dejado. Permanecí un rato inmóvil sin encender el motor. Me
tranquilizaba el contacto familiar del asiento, la dureza satinada del volante,
el ámbito propio y cotidiano que me envolvía. Mi curiosidad se había esfumado y
sólo podía pensar en Lucía: todo había sido fingido, calculado, y yo, pobre
imbecil, había estado soñando futuros imposibles. Una seca tristeza se iba
adueñando de mi ánimo. Arranqué con brusquedad y me dirigí al hotel de Lucía.
Ella
bajó enseguida, me besó fugazmente y se acomodó a mi lado sin hablar. Durante
el trayecto estudié de reojo su rostro: estaba serio y en calma. Tampoco dije
nada hasta llegar a mi apartamento, reflexionaba sobre qué actitud tomar. Me
iba ser imposible actuar con frialdad, pero no deseaba mostrarme violento o
humillado. Desistí de imaginar la entrevista, en realidad sólo quería que Lucía
contestase a una pregunta.
Ya
en casa, Lucía se sentó en mi silla de trabajo, encendió un cigarrillo y esperó
a que yo hablase.
-
Bien, enhorabuena. Todo ha salido de acuerdo con vuestros planes, ¿verdad? -fue
lo primero que dije. Inmediatamente me arrepentí del tono empleado.
-Sí.
Estaba
increíblemente tranquila y yo la contemplé como a un ser extraño. Parecerá
ridículo, pero fue precisa su confirmación para que mi terco cerebro aceptara
la incuestionable verdad.
-Bueno,
supongo que esto es el final -dije al cabo de un momento.
Sacudió
ella la ceniza de su cigarrillo y preguntó sin mirarme:
-¿Que
piensas de todo esto, Adrián?
-¿Qué
puedo pensar? No sé lo qué ha ocurrido ni por qué. Lo único que sé es que he
estado viviendo una gran mentira.-Lucía evitaba mirarme. Insistí -: ¿Por qué,
Lucía?
-Ya
sabes por qué. Calabor te lo habrá explicado.
-Te
equivocas, Calabor no me ha explicado nada, sólo me ha contado una extraña historia.
Pero eso es lo de menos, yo lo que quiero saber es por qué me has mentido.
-Fue
necesario, Adrián.
-Ah,
fue necesario. ¡Magnífico! -estallé -. ¿Es lo único que se te ocurre decir?
-Escúchame
bien, Adrián -dijo con rapidez endureciendo un poco la voz -. Podría haberme
marchado sin verte. Mi misión estaba cumplida. Pero he preferido hablar
contigo. Esta no es una situación normal, debes entender eso. Si quieres
podemos hablar, pero sin gritos. Si no, es mejor que me marche.
Se
puso en pie y quedamos enfrentados, mirándonos. Estaba terriblemente guapa en
ese instante y sentí un irracional deseo de abrazarla.
-No
...-murmuré tragando saliva -. No te vayas, háblame. Explícame algo... Necesito
saber qué está pasando.
Sonrió
a medias y asintió.
-Dame
algo de beber.- Hice lo que me pedía y me senté en el sofá a su lado. Comenzó a
hablar con suavidad -: Tampoco yo sé demasiadas cosas, Adrián. Hace no mucho
conocí a Calabor en una reunión. Me fascinaron su personalidad y sus ideas.
Volví a encontrarlo en dos o tres ocasiones más y un día me propuso colaborar
con él. Desde luego había llamado a la puerta adecuada. Yo era terreno
propicio, me sentía hastiada de lo de todos los días y me apetecía tener una
aventura loca. Sorprendentemente Calabor conocía muchas cosas de mi vida, entre
otras la relación que me unía contigo. Mi cometido era venir aquí, encontrarte,
atraerte y preparar la entrevista con Calabor.
-Comprendo.
Y para realizar ese trabajo tenías que emplear cualquier procedimiento, ¿no es
eso?
-Sí,
cualquiera -dijo ella en voz muy baja. Por un momento sentí que volvía la
crispación. Los ojos oscuros de Lucía no suplicaban comprensión, me miraban
tranquilos y desafiantes.
-No
es sólo que te acostaras conmigo -dije nervioso -, sino algo peor quizás. Tenías
que despertar en mí sentimientos muy hondos, tenías que aprovecharte de mi
fragilidad, perturbar la estabilidad de mi vida... ¿Cómo quieres que entienda
eso?
Dejé
de hablar. Aquello no tenía sentido. Descubrí con asombro que no sentía lo que
estaba diciendo. Estaba contaminando de vulgaridad una situación
extraordinaria. Desde luego ella tenía razón, no era una situación normal, pero
mi respuesta sí lo estaba siendo. Mi mediocridad resultaba abrumadora. Había
tenido entre mis brazos una mujer distinta -¿qué importaba el motivo? -que me
había desvelado sensaciones y caminos impensables, y yo la correspondía con un
despecho mostrenco y provinciano. ¿No era esta la ocasión que había estado
esperando para salir de mi insípida rutina? Sí, Lucía era importante, pero era
sólo el comienzo. Había que mirar más allá. Me asaltó el vértigo de lo
desconocido, aunque esta vez la excitación reemplazaba al temor. La miré: allí
estaba ella, hermosa y deseable, como si no formara parte de la increíble
conspiración. Mi memoria se llenó con las fragancias de su cuerpo y lentamente
me aproximé a ella. Aún había algo que necesitaba saber.
-¿Me
mentiste en todo, Lucía?
Su
semblante se dulcificó y volvió el brillo
a sus ojos. Me acarició el pelo y sonrió:
-Mi
trabajo consistía en servir de enlace a Calabor. Tenía a mi favor ser una
antigua amiga tuya y ser una chica no del todo fea. Debía emplear cualquier
método, incluido acostarme contigo. Pero
nada más. Nadie me señaló cuáles debían ser mis sentimientos. Nadie me prohibió
que fuera feliz. Ni me advirtió que quedaría fascinada por un escritor loco. Ni
que...
No
la dejé seguir. Lo que decía era de una lógica absurda, pero era la que yo
necesitaba. Mientras la besaba comprendí que la suerte estaba echada. Supe que
aceptaría la propuesta de Calabor, que partiría en busca de lo desconocido,
cualquiera que fuese el riesgo. Casi vislumbre la sonrisa aprobatoria de
Kantor. Se había roto definitivamente mi cómoda imagen de automarginado. Por
una vez -acaso por primera y única vez -, el destino me era propicio: la
aventura comenzaba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Los comentarios siempre son bienvenidos y me ayudan a mejorar el blog