In the street. Fotografía de Mercedes Vall Viñuela |
16
AUTOPISTA
PARIS-BURDEOS, 10 DE SEPTIEMBRE
Habían
dejado atrás París y el señor Osborne conducía relajadamente. En contra de lo
previsto, el niño no había dado excesivo quehacer. Había dormido casi todo el
tiempo, despertándose sólo en demanda de alimento. El señor Osborne se
alegraba; hubiera tenido reparo de emplear tranquilizantes con el niño. Por lo
demás, Silvia se había comportado magníficamente y demostraba que conocía el
oficio; también se alegraba por eso. El señor Osborne sentía un optimismo
moderado. Sabía que un exceso de optimismo era contraproducente en su trabajo;
la mente debía permanecer alerta en todo momento, fríamente preparada para
afrontar cualquier imprevisto. Al mismo tiempo sentía revivir antiguas
sensaciones, ese extraño cosquilleo que precede a la acción.
Su
compañera no había sido curiosa acerca del paquete traído desde Amsterdam. Mientras
ella preparaba el equipaje el señor Osborne había sacado al niño de la cuna y,
con suma delicadeza, lo había dejado sobre la cama. Luego había colocado el
envoltorio en el fondo de la cuna y lo había cubierto con las ropas, alisándolo
de manera que no se produjesen desniveles significativos. Había acostado de
nuevo al pequeño, que no pareció sentirse incómodo. Una vez cerrada la
cremallera sólo era visible la cabecita del niño y nada hacía suponer que allí
había algo escondido. Silvia había presenciado la operación sin hacer ningún
comentario.
Conforme
se alejaban de Bélgica el clima se hizo más agradable. En aquel momento,
cincuenta kilómetros al sur de París, el sol se desembarazó de las nubes y
comenzó a brillar. No tenía intención el señor Osborne de hacer el viaje de un
tirón, pese a que deseaba llegar cuanto antes a su punto de destino; pero
también sabía que la precipitación es un error de principiante y el señor
Osborne era todo menos eso. Con un punto de inquietud advirtió que acaso
actuaba con excesiva minuciosidad -se felicitaba a cada momento por su destreza
en prevenir contratiempos-, y se preguntó si esa actitud no revelaría, en el
fondo, un oculto sentimiento de inseguridad. Le asaltó de nuevo el fantasma de
la vejez, pero se dijo que, a fin de cuentas, lo que contaba eran los
resultados. Echó una ojeada ala siento posterior. El pequeño estaba despierto y
jugaba con un sonajero. Procuró alejar de su mente todo pensamiento pesimista;
sin duda, viejo o joven, la suerte le acompañaba por el momento. Conectó la
radio del coche y sonrió a su compañera. Pensaba dormir en Burdeos y continuar
a primera hora del día siguiente hasta la frontera española. El señor Osborne
se concentró en el verdor de la campiña y pensó que, después de todo, era el
último y definitivo trabajo de esta índole que pensaba efectuar.
17
REENCUENTRO
Necesitaba
estar solo y mezclarme con la gente como un desocupado más. Quería callejear,
detenerme ante los escaparates, pisar aceras, sumarme a un ambiente ajeno,
olvidar, siquiera momentáneamente, el absurdo que me envolvía. La soledad había
sido insoportable al principio y de no ser por los muchachos mi huida hubiera
sido breve. Gracias a ellos me sentía con ánimo para llevar a cabo una empresa
descabellada, pero sin duda esperanzadora. Lo cierto era que, en las últimas
horas, apenas había pensado por mí mismo. Al margen de una innegable confusión,
¿qué sentía en aquel momento? Sobre todas las cosas tenía una intensa sensación
de inminencia: como si todos mis proyectos fueran a frustrarse en el instante
siguiente, y en cualquier momento alguien pudiera tocar mi hombro y me
conminase a darme preso. También tenía miedo. No un pánico incontrolado como el
que me había dominado al descubrir el cadáver de Artemisa, pero sí un temor
oscuro y persistente que no conseguía neutralizar. Advertí que bajo el miedo
latía un incómodo desasosiego, un fastidio creado por la alteración inesperada
de los acontecimientos. Era ridículo, pero me molestaba que alguien desconocido
hubiera perturbado el planteamiento inicial. ¿Con qué derecho alteraban mi
aventura? Porque no sólo me sentía amenazado, sino que no sabía bien qué hacer.
Era extraño inquietarse por algo tan banal en mis circunstancias, quizás fuese
un recurso mental inconsciente para desviar mi atención hacia cosas más
tangibles. Sí, era preciso pensar despacio y adoptar una actitud propia, no ser
un mero espectador de cuanto me sucedía. Debía existir un punto de ruptura, un
giro lógico que introdujera alguna coherencia en los hechos. Yo no me sentía
capaz de hacer un análisis frío de la situación y los chicos sólo veían las
cosas bajo la óptica de la aventura. Era necesario encontrar a alguien con
sentido común capaz de enfocar con sensatez el asunto. Entonces pensé en Marta.
Consideré
la idea: Marta como oposición a mis fantasías, lo metódico frente a lo
imaginativo. Era una posibilidad. Supuse que también deseaba ver a Marta por
otras razones. Revivió en mí la sensación de cosa no resuelta que siempre me
mortificaba al evocarla. A lo largo del tiempo, el temor o el cansancio de
enfrentar algo que nunca había entendido del todo, me habían convencido de que
era mejor no volver a verla. Durante más de dos años había bloqueado mentalmente
el asunto y tratado de alejar de mí todo lo que pudiera desequilibrar mi nueva
vida. Y ahora, cuando lo que estaba en juego era mi supervivencia, sentía la
necesidad urgente de descubrir el por qué de nuestro fracaso.
Tampoco
me sorprendió demasiado llegar a esa conclusión en un momento en que la
contradicción y la paradoja estaban a la orden del día. Decidí actuar de
inmediato. Marta era directora de relaciones públicas de una empresa y confié
en que a aquella hora no fuera imposible localizarla. Consulté mi agenda y
busqué una cabina telefónica. Ella misma contestó a la llamada.
-¡Adrián,
qué sorpresa!
-Estoy
en Madrid, Marta, y me gustaría verte. ¿Podemos comer juntos?
-Espera
un momento... Sí, ningún problema. Dentro de dos horas, ¿te parece bien?
-Perfecto.
Hasta luego, Marta.
Me
abstuve de sugerir alguno de los lugares frecuentados en otro tiempo (ni
siquiera sabía si existirían) y Marta escogió un pequeño restaurante próximo a
su oficina. Uno frente al otro, nos contemplamos en silencio. Estaba más
delgada y se peinaba de otro modo, pero era ella misma: el cabello negro
brillante, los rasgos angulosos, la boca ancha, invariable también la luz
oscura de sus ojos y la forma sensual, inconfundible, de moverse, de echar
hacia atrás la cabeza y apartarse el pelo de la cara. Pensé en la lucha
demoledora, en la crispación de aquellos días y me entristeció la evidencia
súbita del tiempo perdido. Toda su vida después de mí, tan irrecuperable ya,
llena de emociones, de rutinas, de proyectos, que yo había dejado de compartir.
-Estás
igual, Marta.
-Tú
tampoco has cambiado mucho.
-Ha
sido un error no vernos en estos años y sé que soy el más culpable.
-A
veces es necesario que pase el tiempo.
Ella
frente a mí, mirándome con suavidad, demoliendo el pasado, apartando de mi
mente otras cosas, invadiéndome con su presencia.
-¿Cómo
van tus cosas, Adrián?
-No
me van mal.
-¿Pero
estás a gusto? Cuéntame de tu vida.
Le
hablé de la serenidad, del sosiego, de la soledad, tal vez de la nostalgia. No
sabía qué impresión quería causar en Marta. No deseaba dar una imagen resignada
y conformista con añoranzas del pasado, ni me parecía honesto mentirle y decir
que había alcanzado la paz y que las cosas habían sido como tenían que ser.
Pero por encima de las otras cosas, quería saber qué quedaba de mí en ella.
-¿Qué
nos pasó, Marta?
-Supongo
que lo que le pasa a mucha gente, que dejamos de amarnos.
-Eso
no es cierto.
-Puede
que no - fijó sus ojos en mí un instante y desvió la mirada -. ¿Pero qué
importa, si éramos incapaces de convivir?
-A
mí si me importa, y no dejo de pensar en ello.
-Pues
yo no, Adrián. Hace tiempo que me convencí de que no puede explicarse todo.
Muchas cosas hay que aceptarlas como son o como vienen. No quiero romperme la
cabeza analizando algo que fue más fuerte que nosotros.
-Sin
embargo, yo no puedo evitarlo. Los recuerdos son como cartas antiguas: me
resisto a tirarlos. Bueno, perdona, no quisiera ponerme pedante contigo. Lo que
pasa es que de un tiempo a esta parte miro mucho hacia atrás. A veces tengo la
impresión de que cuando me fui se cerró una etapa muy bien delimitada, no sólo
porque tú y yo nos separáramos, también por todo lo demás, por todas las cosas
que eran entonces mi vida. Ahora todo me parece muy lejano y me mortifica que
haya cosas inconclusas o inexplicadas.
-Te
entiendo, Adrián.
Había
en ella una dulzura desusada, una sorprendente suavidad, y al tiempo una
actitud distante, acaso una emotividad contenida.
-¿Te
has vuelto a enamorar? -pregunté.
Me
dirigió una de sus miradas densas antes de contestar.
-Vivo
con otro hombre.
-Ya.
¿Cuánto tiempo lleváis juntos?
-Un
año. ¿Te sorprende?
¿Por
qué me iba a sorprender? Sólo que la revelación distorsionaba aún más su
recuerdo, la hacía de pronto más ajena a mí. Forcé una sonrisa convencional:
-¿Eres
feliz?
-Tenemos
una vida muy independiente, pero estamos bien. Es un planteamiento por completo
diferente, ya te puedes figurar.
-No
vas a volver a casarte, entonces.
-No.
Al menos por ahora.
-Marta,
hay algo de lo que quisiera hablarte.- Curiosamente me sentía ahora más libre
para contarle el embrollo en que estaba metido -. Pero es algo muy reservado.
No creo que aquí... ¿Podríamos ir a un sitio más discreto?
-Claro.
Vamos a mi casa.
-Bien,
pero...
-No
hay problema.- Marta adivinó mi pensamiento.- Él no está aquí ahora. Es piloto.
Ahora debe estar en Nueva York o en Montreal.
Vivía
en un elegante apartamento cerca de la Plaza de Oriente. Era un edificio con
una hermosa fachada de finales de siglo, cuyo interior había sido remozado.
Encontré allí retazos de mi pasado: cuadros, vasijas, fotografías, muebles...
esas cosas que un día tras otro pueblan un espacio común y a las que se
adhieren con firmeza los recuerdos. No me gustó verlas allí, fuera de su
primitivo entorno.
Me
senté en un mullido sofá mientras Marta preparaba café y traté de imaginar cuál
sería su reacción después de oírme. Sentía un cierto pudor de contarle todo
Marta. No lo había tenido con Tracy y sus amigos, pero ante mi ex-mujer
significaba reincidir en el comportamiento que ella había criticado con dureza
en otros tiempos. Pero ¿en quién podía confiar mejor que en Marta? Nunca había
compartido mis fantasías y me había tachado de inconsciente, pero no era
probable que se mostrase insensible ante una situación en la cual peligraba mi
vida.
Regresó
con el café y se sentó a mi lado, no demasiado cerca. Me invitó a comenzar con
la mirada y yo, tras una vacilación, inicié mi relato, lo cual ya se estaba
convirtiendo en un hábito. Le conté todo sin omitir detalle, como recitando
algo consabido, y así era en realidad. Cuando terminé de hablar se hizo un
silencio opaco.
-¿Te
enamoraste de Lucía? -fue lo primero que preguntó Marta.
Me
encogí de hombros desconcertado. Nunca llegaré a adivinar la escala de
prioridades femeninas y aún menos la de Marta. Encendió un cigarrillo, sacudió
una ceniza inexistente y colocó algunos objetos, ya perfectamente colocados,
que reposaban sobre la mesita de cristal, inútiles movimientos -yo los conocía
bien- que revelaban a las claras el estado de inquietud en que se encontraba
Marta.
-¿Quiere
un coñac? -preguntó.
-Mejor
ginebra, si tienes.
-Claro,
ginebra.
Se
levantó, anduvo por la habitación sin rumbo fijo, al fin abrió un armario y
saco las botellas.
-No
sé que decirte, Adrián -dijo mientras servía las copas-. Es... es tan
increíble. No comprendo cómo has podido complicarte en una cosa así. No
entiendo nada. ¿Cómo pudiste huir dejando a esa chica muerta? Sí, ya me has
explicado los motivos, pero así, en frío, yo creo que... Y luego esa idea tan
absurda de ponerte a investigar. ¡Adrián estás metido en un lío! Tal vez un
buen abogado, sí, eso es lo mejor, tenemos que hablar con un buen abogado.
-Un
momento, Marta. Ya sé que voy a necesitar un abogado, pero antes necesito saber
qué te parece a ti todo esto.
-¿Qué
me puede parecer? ¡Una locura!
-Lo
sé, pero lo que ahora te pido es una opinión, una idea, un punto de vista. Eres
una persona sensata, demasiado quizás, y esa sensatez es lo que necesito ahora.
Todo esto parece absurdo, de acuerdo, pero debe obedecer a algo, tiene que
haber una lógica que yo no alcanzo a descubrir.
Marta
movió la cabeza con desánimo, como si yo fuera un caso perdido, pero luego
pareció atender a mi petición y su rostro se tornó reflexivo.
-Mira,
en primer lugar, hay algo que me llama la atención: nadie parece estar
interesado en encontrarte.
-¿Tú
crees?
-Está
muy claro. Primero, la policía: ¿cómo es que no te han detenido ya? Me vas a
decir que aún no han dado contigo, pero es que me parece que ni te han buscado.
A ver, ¿cómo es que no me han interrogado a mí? Saben tu identidad y no les
hubiera costado nada localizarme e interrogarme, ¿no crees? Por algo soy tu ex.
Otro tanto te digo de tus amigos del pueblo, si te están buscando, también lo
harán allí. ¿Has hablado con tu amigo?
-¿Con
Braulio? No.
-Pues
ya sabes lo que tienes que hacer.
-Y
si es verdad que la policía no me busca, ¿a qué lo atribuirías?
-Ah,
no sé. A lo mejor saben que eres inocente, o están complicados en el asunto y
de acuerdo con uno de los bandos, puede que hayan cogido al verdadero culpable;
pero buscarte, no te buscan, te lo aseguro. En segundo lugar, el bando de los
buenos (por decir algo), los que te contrataron. ¿Dónde se han metido? Si te
hubieran liquidado, sería lógico que no aparecieran, pero estás vivo, y ya no
es sólo que el éxito de la operación dependa o no de ti, sino que puedes
comprometerlos con lo que sabes o puedes llegar a saber. Y por último, los
malos, los que han matado a Artemisa. Han fracasado en el primer intento de
eliminarte y lo lógico sería que lo intentaran de nuevo. Sin embargo te dejan
en paz. ¿Por qué?
-Hombre,
Marta, vistas así las cosas parece como si no tuviera nada que temer. Hasta
podría irme a casa tranquilamente.
-No
te lo tomes a broma, Adrián. Esa inmovilidad me parece muy siniestra.
-Bueno,
no te olvides del arquitecto. Ese hombre sí parece directamente implicado en
los hechos.
-Sí
-admitió Marta-, ese hombre es lo único real. Oye, lo que me intriga son los
versos, los que había escritos en la agenda de Artemisa. ¿Qué explicación le
dais?
-¿Explicación?
-repetí sorprendido -. Ninguna por el momento.
-Pues
yo creo que esos versos pueden ser muy importantes. Tienen que tener un
significado. Tal vez sean una clave o algo así.
Me
eché a reír.
-Caramba,
Marta, ¿no eres tú ahora la que te dejas llevar por la fantasía?
-De
ninguna manera. ¿Es lógico que una chica como Artemisa, que por lo que veo era
de armas tomar, se dedicara a escribir poesías en su agenda como una colegiala
enamorada? Ni de broma. No te quepa duda de que escribió esos versitos con un
propósito definido.
-Está
bien, Marta. ¿Qué más se te ocurre?
-De
momento, nada más. Ahora coge el teléfono y llama a tu amigo Braulio.
Hice
lo que Marta me pedía y tal y como ella había supuesto nadie había preguntado
por mí. Braulio me preguntó por Lucía y fue imposible convencerlo de que no
estaba con ella. Pero lo sorprendente era que nadie se hubiera interesado por
mi persona. Descolgué de nuevo el teléfono y llamé a Tracy. Le dije donde
estaba y añadí una justificación que nadie me había pedido. Tracy no hizo
ningún comentario. Prometí volver al estudio en el curso de la tarde.
-Gracias,
Marta.
-No
me des las gracias, sigo pensando que estás loco. Hablemos con un abogado, te
lo ruego.
Contemplé
en silencio a mi ex-mujer. Era atractiva, muy atractiva, una rara mezcla de
fragilidad y obstinación. Entonces ella hizo una pregunta que luego escucharía
muchas veces:
-¿Por
qué te has metido en esto?
-Como
alguien dijo, entonces me pareció una buena idea.
-Eso
no es una respuesta.
-No,
no lo es, pero el caso es que no tengo una idea clara de cómo he llegado hasta
aquí. Todo comenzó como un juego, un juego raro en el que el riesgo era algo
abstracto, manejable. Pienso que daba sentido a mi aventura con Lucía; de otro
modo, si no hubiera aceptado la propuesta de Calabor, todo hubiera quedado en
un romance falso. Luego Artemisa muere. Ya no es un juego. Desaparece lo
novelesco, hay una persona muerta, asesinada, y eso es real. A pesar de todo decido continuar. ¿Por qué? No
lo sé... quizá presiento que el juego continua y ya no soy capaz de renunciar.
Pero te diré por qué te he dado las gracias, Marta: por una vez me he sentido
comprendido por ti.
-Eres
injusto, siempre te comprendí. Que al final se torcieran las cosas no significa
que no hayamos vivido momentos felices.
Los
recuerdos me golpearon un instante.
-Es
cierto. Hemos compartido muchas cosas.
-Claro,
Adrián. Tú has sido muy importante en mi vida. Eres la persona con la que más
me he reído. Te parecerá superficial, pero no lo es: disfrutar de la vida junto
a otra persona es lo más importante de una convivencia. Otras cosas más
transcendentes acaban por olvidarse. Al final sólo queda la risa. Lo malo es
que tú querías que cada momento fuera memorable.
-¿Por
qué no había de serlo?
-Por
que no somos excepcionales, Adrián. Somos personas corrientes. ¿Todavía no te
has dado cuenta?
-Nunca
me resigné a ser mediocre.
-¿Quién
habla de mediocridad? Yo he dicho normalidad, que es muy diferente. Pero tú
tenías un miedo patológico a la vulgaridad y por vencerlo caías a menudo en la
extravagancia.
-No
creo haber sido extravagante -la miré con humildad -, todo lo más un ingenuo,
un soñador. Puede que ni eso fuera.
-Eras
un soñador y lo sigues siendo -dijo Marta.
En
su semblante no había signos de ironía o reproche. Su mirada era cálida como su
voz y yo sentía una laxitud que restaba fuerza a mis argumentos.
-No
estoy seguro -contesté -. Todo el mundo puede soñar sin que eso deba servir
como pretexto para sentirse diferente o superior. Creí ser un soñador y acaso
sólo era (sólo soy) un inseguro con miedo a afrontar la realidad. Ante ti me
siento desarmado, Marta. Nunca logré que compartieras mis sueños.
-¿Pero
lo intentaste?
-Creo
que sí, aunque ahora ya no estoy seguro de casi nada. Ahora te he contado un
sueño, el más loco, el más inútil de mi vida, y creo que quieres compartirlo
pese a todo.
-Sí,
Adrián.
Sin
proponérmelo extendí el brazo y tomé su mano. Marta correspondió a la caricia y
me envolvió con su mirada oscura. Yo conocía bien esa forma de mirar. Se
inclinó hacia mí y me besó. Fue un beso corto y leve. Me quedé callado sin
saber qué decir. Marta cerró los ojos y me abrazó. La volví a besar, con fuerza
esta vez, reconociendo sus labios, ajustándome a su forma no olvidada de besar.
-Marta,
esto es una locura.
-¿Por
qué?
-Tú
tienes otra vida, no quisiera...
Se
despegó un poco de mí y me amonestó suavemente con la mirada.
-Siempre
te has creído en la obligación de organizar mi vida. ¿Cuándo aprenderás que yo
hago con mi vida lo que quiero?
No
supe o no quise contestar y dejé que los acontecimientos siguieran su curso.
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