lunes, 8 de abril de 2019







Esta mañana, cuando he sacado a los perros hacía frío. El sol estaba cubierto por nubes que parecían incandescentes. Estos días son buenos para hacer fotografías, la luz plena del sol es muy intrusiva; las fotos en los días grises pueden tener un tinte de nostalgia. He leído que la luz que nos alumbra nace en el centro del sol, y que esos fotones tardan millones de años en alcanzar la superficie de la estrella. Luego, cuando son liberados, corren a la velocidad de la luz y tardan ocho minutos en llegar a nuestro planeta; otros no interrumpen su marcha y pueden llegar hasta el confín del universo. El físico Paul Davies se preguntaba: “¿por qué demonios corren sin parar las partículas?”. Lo he pensado unos segundos. Es una sensación de vacío inquietante. Pero en el fondo, ¿tiene algún sentido pensar en cosas que no conoceremos nunca? 


Dicen que la realidad no existe, que es una ilusión de nuestro cerebro. Es falso, la realidad existe pero la percibimos incompleta. No vemos como un halcón ni oímos como un perro. Si nuestra visión fuera microscópica veríamos el aire lleno de bacterias y polvo y resultaría aterrador; si fuera telescópica observaríamos la más remota galaxia, también con un escalofrío. Tal vez si pudiéramos ver directamente las partículas elementales las comprenderíamos mejor. Pero creo que no, viven en un mundo que está fuera de nuestra realidad. 



Tenía bastantes reticencias antes de leer “Stoner” (John William, 1965), es algo que me ocurre a menudo con los libros de culto. Sin embargo me pareció una excelente novela y, como siempre me ocurre cuando un libro me conmueve, pensé que era la novela que me hubiera gustado escribir. Los escritores americanos saben reflejar muy bien los ambientes cotidianos en los que no ocurren grandes cosas. Relatan de forma sencilla los problemas de la gente sin sacar conclusiones críticas ni hacer filosofía. Hablo de escritores como Richard Yates, James Salter o Kent Haruf.