lunes, 30 de marzo de 2015

Rod McKuen


¿Usted suele mirar en el disco que acaba de comprar quién ha compuesto cada canción? Si no lo hace a menudo no es probable que sepa quién fue Rod McKuen. Sin embargo ha muerto hace poco, hace exactamente dos meses. Yo me enteré por casualidad y, como tantas veces ocurre, me quedé sorprendido: no sé si porque daba por supuesto que ya había muerto o porque me había olvidado por completo de su existencia. Seguramente por esto último. En ese momento tiene uno la sensación de haber sido injusto con un recuerdo. Busqué en las estanterías y, no sin dificultad, encontré un librito desvencijado por el uso titulado Stanyan Street. Su autor, Rod McKuen.

Nació en un hospital de caridad en Oakland, California. No conoció a su padre biológico y el segundo marido de su madre era un alcohólico violento que le maltrataba. Se escapó de casa a los 11 años y subsistió trabajando como  peón de rancho, topógrafo, trabajador del ferrocarril, leñador, vaquero de rodeo, doble de acción en el cine y pinchadiscos en la radio. En la década de 1950 trabajó como columnista y guionista de propaganda durante la Guerra de Corea. Luego se instaló en San Francisco, donde leyó su poesía en los clubes junto a poetas beat como Jack Kerouac y Allen Ginsberg. Al final, después de esa dickensiana  infancia, alcanzó la fama y compuso canciones para varias generaciones de cantantes, desde Frank Sinatra a Madonna.

En 1971 yo no sabía nada de Rod McKuen. Ojeando en las librerías (creo que fue en Visor) me llamó la atención el librito que antes he mencionado. Fue un libro fetiche para mí y un grupo de amigos. Creíamos haber descubierto un poeta nuevo y lo adoptamos como emblema en nuestras reuniones. No todos sus poemas eran buenos, pero algunos nos emocionaban y, sobre todo, era nuestro poeta, el que solo nosotros conocíamos. Sin saber que muchos textos eran letras de canciones, nos atrevimos a improvisar una música para  cantarlos. Ahora que ha muerto me doy cuenta de que, en la distancia, sus versos crearon un vinculo poético que aún conservo. Lean si quieren el siguiente poema y perdonen que no lo traduzca.

CHANNING WAY, 2
I should have told you
that love is more
than being warm in bed.
More
than individuals seeking an accomplice.
Even more than wanting to share.
I could have said
that love at best is giving what you need to get.
But it was raining
and we had no place to go
and riding to the street in a cab
I remembered
that words are only necessary after love has gone.

sábado, 28 de marzo de 2015

Solo ante el peligro

Gary Cooper y Grace Kelly en Solo ante el peligro.

Borges dijo una vez a un entrevistador que la épica solo persistía en las películas del oeste. El periodista insistió: "¿Por qué necesita el hombre la épica?"  El escritor replicó: "Bueno... ¿por qué necesita el hombre el amor?" No sé si todo el mundo, pero yo en mi infancia sí necesitaba la épica. La encontraba en los libros, pero también en aquellos los viejos western de Anthony Mann, casi siempre protagonizados por James Stewart: el pistolero solitario, vengador de alguna causa noble, la pradera, los indios, los cuatreros, la chica... Era una épica inocente, sin duda infantil y sin complicaciones psicológicas, pero nos fascinaba. Se ha escrito que los western revisionistas de Sam Peckinpah rompieron este modelo, pero no fue así. Acabaron desde luego con la inocencia -basta con ver ese plano de Randolph Scott escondiendo el puño de la camisa deshilachado, en Duelo en la alta sierra (1962) -, pero en absoluto con la épica, que está presente en sus dos películas más homéricas, Grupo salvaje (1969) y Pat Garrett and Billy The Kid (1973). No menos épica, aunque no sea un western, es Perros de paja (1971), película en la que se desencadena una venganza terrorífica que escandalizó a los moralistas de la época. (Siempre me llamó la atención el título de este film, y solo recientemente he sabido que proviene de una cita de Lao Tzu: El cielo y la tierra son implacables. Los seres de la creación son para ellos meros perros de paja).

Sin embargo, la película del oeste que en mi opinión encarna mejor estos valores es Solo ante el peligro (1952), dirigida por Fred Zinnemann.  Recuerden el argumento: ante la inminente llegada al pueblo de Hadleyville del forajido Frank Miller y sus secuaces, el sheriff Will Kane busca ayuda entre sus conciudadanos sin encontrarla. Kane no quiere huir, cree que su deber es afrontar la llegada de Miller y es abandonado incluso por su propia esposa. Durante dos horas camina por el pueblo intentando convencer a unos y otros, pero se le cierran todas las puertas. Al final tendrá que luchar a vida o muerte contra cuatro hombres. El sheriff Kane no es un héroe -mucho menos un superhéroe de los que ahora cautivan al público-, es un hombre que siente miedo pero es incapaz de traicionar su sentido del deber, aunque ese deber sea desproporcionado y nadie le obligue a cumplirlo. La conducta de ese hombre, al que de improviso asaltan la soledad y el miedo, es el paradigma de una épica intemporal, desde Ulises hasta nuestros días. La victoria o el fracaso son accesorios.

Es conocida la anécdota de John Wayne a propósito de esta película. Al parecer a Wayne no le pareció verosímil que un sheriff pidiera ayuda, incluso le pareció ofensivo y contrario a los valores patrióticos. Para contrarrestar decidió hacer la película  Río Bravo (1959), dirigida por Howard Hawks, en la que un sheriff, también en apuros, se niega a pedir ayuda para hacer su trabajo. Gracias a la maestría y el humor de Hawks, y también ¿por qué no? a la buena interpretación de John Wayne, Rio Bravo resultó una excelente película y no se la recuerda como una revancha de Solo ante el peligro. Por desgracia hoy en día no se hace este tipo de cine. Son malos tiempos para la épica.

La cita de Lao Tzu está tomada de un libro de John Gray que también se titula Perros de paja.



miércoles, 25 de marzo de 2015

LA MUERTE DE ARTEMISA (Novela) - CAPÍTULOS 7 Y 8

7

                                                 BRUSELAS, 8 DE SEPTIEMBRE



Lloviznaba cuando el avión de Londres aterrizó en el aeropuerto de Bruselas. Densos y oscuros nubarrones, asombrosamente cercanos, cubrían el cielo, creando una atmósfera opresiva. El señor Osborne conocía bien el clima, al igual que la ciudad. Un taxi le dejó en un modesto hotel de la parte antigua. Portando un pequeño maletín se dirigió al recepcionista.

-Ah, sí. Señor y señora Osborne.- Como sólo viera una persona, el empleado alzó las cejas interrogativamente.
-La señora Osborne vendrá después.
-Perfectamente, señor. Firme aquí. Su pasaporte, si es tan amable. Todo correcto, señor. Habitación 214.

El señor Osborne dejó el maletín sobre una de las camas y se sentó en la contigua. Descolgó el teléfono y pidió un número. Al cabo de unos segundos se estableció la comunicación.

-¿George? Soy Osborne. ¿Qué tal, viejo amigo? Bien, bien. ¿Qué hay de nuestro asunto? Magnífico, dime cuándo nos vemos. De acuerdo, esta noche a las ocho en "Le faissant d'or". Hasta luego, George.

Colgó el auricular y se quedó ensimismado, tenía mucho tiempo por delante y nada que hacer. Resolvió que daría una vuelta por la Place du Sablon y husmearía entre las antigüedades de sus colegas belgas.

El restaurante se hallaba en una de las calles afluentes a la Grand Place. El señor Osborne encontró agradable deambular por aquellos lugares antes de acudir a la cita. A las ocho en punto entró en "Le faissant d'or" y echó un vistazo a la concurrencia. En una mesa del fondo descubrió la inmensa humanidad de su amigo, que agitaba los brazos como aspas de molino. El señor Osborne se sintió estrujado, besado y desbordado por la atronadora salutación de George. El tiempo también había pasado por su antiguo compañero, quien parecía querer retener la juventud con manotazos y carcajadas estentóreas. Comieron y bebieron -George abundantemente, el señor Osborne con comedimiento- recordando tiempos pasados. Al término de la cena, el belga cambió de actitud. Bajó la voz, miró con discreción a su alrededor y extrajo un sobre abultado del bolsillo interior de su chaqueta.

-Aquí está todo. Documentación completa a nombre de François Lambert, súbdito belga, financiero; la de su esposa Silvia Flores, de origen ecuatoriano, y la de Jean Paul, el pequeño hijo de ambos. El niño está incluido en el pasaporte de la chica. No te pregunto para qué demonios necesitas una criatura de meses, supongo que como otras veces habrás urdido una cobertura poco común. Pero, ¡mil rayos!, ¿por qué una esposa sudamericana? No ha sido fácil conseguirla.
-¿Dónde está ella? -preguntó el señor Osborne guardándose el sobre.
-Vendrá dentro de quince minutos. Tiene veinticinco años. ¿No es demasiado joven? Vais a formar una pareja un poco extraña.
-He pensado que debería ser así. Voy a ser un cincuentón recién casado con una jovencita, que, a mayor gloria de su virilidad, le ha dado un hijo. Este tipo de cosas suele despertar hilaridad o simpatía, pero nunca suspicacia. Las sospechas, como tú sabes, recaen a menudo en las personas corrientes que tratan de ser demasiado normales para pasar inadvertidas.
-Sí, bueno. Lo más caro ha sido el niño, aunque no difícil. Hoy en día el tráfico o el alquiler de niños es moneda corriente.
-Muy bien, George. Es un buen trabajo. Aquí está lo convenido -dijo el señor Osborne entregándole un paquete
-Me alegro de que volvamos a trabajar juntos. Qué demonio, voy a pedir champán.


La mujer tenía el cabello negro y liso y la tez muy morena, sus labios eran gruesos y la oblicuidad de sus rasgos delataba un lejano mestizaje. El señor Osborne contempló con desaprobación su busto prominente y la deliberada ceñidura de su vestido; habría que corregir algo en ese sentido. Por lo demás, su francés era aceptable y a su evidente desenvoltura unía la no desdeñable condición de ser poco habladora.

-No es usted tan viejo como me habían dicho -comentó al ser presentada.

El señor Osborne respondió con una ligera inclinación de cabeza. El pelo del señor Osborne era totalmente gris y no demasiado abundante, pero su cuerpo era todavía atlético, a pesar de la curva del abdomen, y en conjunto podía resultar atractivo. Entre Silvia y George dieron buena cuenta de la botella de champán -el señor Osborne apenas lo probó- y brindaron por el éxito.

De regreso al hotel la muchacha se mostró muy comunicativa, pero sólo obtuvo respuestas concisas de su acompañante. Ni por un momento pensó el señor Osborne establecer con la ecuatoriana algún tipo de relación fuera de lo estrictamente profesional, y cuando, ya en la habitación, ella comenzó a desvestirse con cierta voluptuosidad, el anticuario le recordó con frialdad para qué había sido contratada y le sugirió que utilizase el cuarto de baño. Comprobó con agrado que la mujer acató sus órdenes sin sentirse rechazada: era la mejor garantía de una relación futura sin problemas. Antes de dormir le instruyó sobre algunos aspectos generales del plan, indicándola  cual sería su cometido al día siguiente. Silvia lo memorizó bien y no fue necesario repetirlo. La chica parecía lista y el señor Osborne pensó que su antiguo camarada había hecho una buena elección.


8

                                                      ARTEMISA, MON AMOUR       

  A las 8,25, después de atravesar un dédalo de corredores, entré en el Salón Primavera. Las paredes del recinto eran de color verde claro y las cortinas blancas con motivos florales: sin duda era el Salón Primavera. Había algunas personas conversando en pequeños grupos. Varios rostros me resultaron conocidos de entrada y luego reconocí a otros. Identifiqué a tres escritores, un pintor, algún político. Me sentía un poco intimidado, pero recordé que contaba con el beneficio del anonimato: el nombre de Alan Parker carecía de significado para tan selecta asistencia. (Para todos menos para uno, pensé). Al fondo de la sala descubría al autor hablando con Azurmendi, el filósofo de moda, que iba a encargase de presentar el libro. Me moví de un lado a otro observando a los asistentes, parecían todos muy amigos, hablaban disputándose la palabra y de vez en cuando se interrumpían para palmear la espalda de un recién llegado o besar la mejilla de una recién llegada. La sala se iba llenando y me situé con discreción en un ángulo alejado de la tribuna de oradores. A mi derecha, un hombre gordo y calvo, ataviado con prendas vaqueras, hablaba en susurros con una anciana; delante de mí, un individuo de rasgos orientales revisaba su grabadora; a mi izquierda, un chico joven, casi un adolescente, tomaba notas en un bloc. El resto eran espaldas y cabezas distantes.

Unos golpecitos secos en el micrófono preludiaron el inicio del acto y entonces advertí que el muchacho joven me miraba. Me observaba fijamente a través de sus gruesas gafas redondas, y yo me mantuve en silencio mientras me inspeccionaba, actitud no del todo lógica, pero comprensible si uno está allí para ser reconocido. Representaba poco más de veinte años y no era muy alto, tenía una de esas cabezas peculiares que son fáciles de reconocer entre una multitud: su cabello, rubio pajizo, formaba un promontorio enmarañado que aumentaba su estatura medio palmo al menos; sus ojos, de un azul desteñido, parecían enormes tras el espesor de los lentes. Me señaló con el bolígrafo.

-Nos conocemos de...

Hice un gesto ambiguo porque ignoraba qué debía decir.

-De La Gaceta, ¿no? Tú haces la información de La Gaceta -dijo el joven.
-No, no trabajo para esa revista.
-Entonces eres de radio.
-Tampoco. No soy periodista.
-¿Pues de qué te conozco? -El muchacho reflexionó un instante y se encogió de hombros-. Bueno, a lo mejor no te conozco de nada. Con las caras soy un desastre.

Dio por zanjado el asunto y se reintegró a sus notas. A través de los altavoces alguien reclamó silencio.

Habló en primer lugar el editor, elogiando el polifacetismo de Domínguez, la permanente actualidad de sus temas, y le agradeció en nombre del público que, pese a sus innumerables dedicaciones, siguiera produciendo tan excelentes narraciones policiales.

-Comerciales, desde luego -dijo a mi lado el joven rubio, casi en alta voz. Y precisó-: Creo que esta novela es muy floja.

El editor alabó después la audacia del escritor, que en este libro terminaba matando a su protagonista -no descubría ningún secreto, la obra se anunciaba como la última aventura de Raúl Moncada-; pero al propio tiempo le suplicaba que, a semejanza de algunos ilustres predecesores, buscara en su próxima novela el medio de resucitar al detective. Al finalizar pregunté al muchacho:

-¿No te gustan las novelas de Domínguez?
-No demasiado, la verdad. Son buenos libros, pero malas novelas policíacas. Son demasiado realistas, demasiados problemas sociales. No sé, creo que les falta la candidez de una buena novela policíaca.

Iba a dar mi opinión, pero ya comenzaba el segundo discurso. Inició Azurmendi su intervención con un análisis de los habituales personajes de la serie. De Moncada dijo que era un anti-héroe al que motivan principios que él mismo desconoce o de los que a veces reniega. No faltan otros personajes esenciales en una narración, como el amigo del protagonista, desvalido pero fiel a ultranza, y la compañera, quien mediante su amor-dependencia por Moncada se autoredime de una profesión que en el fondo detesta.

-No estoy de acuerdo -opinó el muchacho rubio-. A ella le gusta ser puta. Quien se avergüenza en el fondo del personaje es el propio autor. Aunque intente disfrazar su puritanismo con una pretendida comprensión progresista.

Algunos asistentes se movieron inquietos y se volvieron para lanzar miradas de reproche sobre el importuno. El chico, sin inmutarse, continuó anotando cosas en su cuaderno. Sonreí con disimulo; quien quiera que fuese era un tipo divertido. A esas alturas ya había descartado que fuese mi contacto.

martes, 24 de marzo de 2015

Humanismo y humanidad

Mark Rothko, Orange and Yellow, 1956

Fernando Savater, comentaba en un artículo las atrocidades del campo de concentración de Treblinka, y se preguntaba: "¿Qué pensar entonces de esos monstruos cuyas almas quizá eran banales, como quiso Hannah Arendt, pero cuyo comportamiento no era banal sino atroz? ¿Eran humanos como nosotros? ¿Tenemos que admitir que pese a su chapoteo en vísceras y sangre no deben resultarnos ajenos? ¿Cómo aceptar el tormento de semejante parentesco? Pero, al mismo tiempo… ¿cómo negarlo?" En efecto, cómo negarlo. Savater recuerda que el calificativo humano tiene una doble significación, la biológica, que señala la pertenencia a nuestra especie, y otra que supone ciertos valores. Es decir, los valores que nos hemos atribuido los humanos y que se integran en esa concepción abstracta y difusa que llamamos humanismo. "Nunca dejamos de pertenecer a nuestra especie, pero no siempre demostramos los valores de la humanidad", se lamenta Savater. El problema de esos valores es que no tienen una existencia real, son normas que hemos inventado para dotarnos de vínculos sociales necesarios: no se basan en conceptos reales, sino en mitos compartidos que han sido diferentes a lo largo de la historia. El historiador Noah Harari analiza, por ejemplo, el concepto de libertad y afirma que en biología no existe tal cosa. La libertad es una invención imaginaria, lo mismo que la igualdad. No obstante si creemos que somos iguales y libres podremos crear una sociedad estable y próspera. Nuestros principios éticos o morales son en realidad mitos tan imaginarios como los que sustentaron las sociedades babilónicas o hebreas en la antigüedad.

Durante siglos fue la religión la que se encargó de delinear la normas indiscutibles de nuestro comportamiento. En el Renacimiento se produjo una escisión, una rebelión frente al poder religioso, sustituyendo la fe por la razón y la teología por la ciencia. Así surgió el humanismo, un movimiento que se liberaba del poder religioso, pero aceptaba  la supremacía del ser humano como especie capaz de ser dueña de su destino. El hombre seguía siendo el rey de la creación (aunque nada hubiera sido creado) y su privilegiada inteligencia construía esa abstracción que llamamos progreso. En el fondo el humanismo es solamente un cristianismo laico, su escala de valores es idéntica a la cristiana. Pero desde el punto de vista biológico no  existe esa distinción entre la especie humana y otras especies. Nuestra inteligencia superior nos permite hacer cosas que no pueden hacer los simios, de igual modo que la inteligencia de los monos es más creativa que la de los anfibios. Debido a que nuestro cerebro está más evolucionado, hemos progresado y edificado una cultura. Pero estas diferencias, por muy abismales que parezcan,  no permiten asignar a la especie humana un especial sentido de la vida. Los valores humanísticos que Savater deplora que se olviden - como en el caso de Treblinka o Auschwitz, o en cualquiera de las múltiples masacres de la historia-, son atributos imaginarios con los que nos revestimos para dignificar nuestra realidad biológica.

Es obvio que no se trata de justificar el genocidio nazi o la violencia fundamentalista. La humanidad ha progresado y creado normas de convivencia cada vez más justas y solidarias, poco importa que sean imaginarias; pero no nos sobrevaloremos como especie, porque nuestro más desarrollado cerebro es capaz de producir, con fría indiferencia, desde el más excelso bien cultural a la más depravada inclemencia. 

lunes, 23 de marzo de 2015

Reflejos en el agua

Claude Monet.Étretat sous la pluie, 1886

Hoy es un día de primavera verde y lluvioso y no tengo ganas de escribir. Hoy es un día que pararía el tiempo para que los álamos se quedaran aún más quietos, para que las gotas de lluvia resbalaran despacio en mi ventana y el cielo fuera gris más allá del anochecer. Me sentaré frente al ventanal y escucharé música de Debussy. Su música siempre es distinta, la misma composición suena de otra manera según el ánimo con que se escuche, por lo menos a mí me pasa. La música de Debussy siempre me sugiere reflejos en el agua, sí ya sé que una de sus obras se titula "Reflets dans l'eau", pero yo me refiero a todo lo que escribió para piano. Son eso, reflejos en el agua. Siempre hay una leve marea cristalina en sus notas, que parecen llegar de un lugar desconocido, de una isla misteriosa y lejana. Si les apetece escuchen conmigo a Debussy interpretado por Jean-Efflam Bavouzet, en mi opinión el mejor intérprete moderno de este músico.





miércoles, 18 de marzo de 2015

LA MUERTE DE ARTEMISA (Novela) - CAPÍTULOS 5 Y 6


                                                                          5

                                                 LONDRES, 4 DE SEPTIEMBRE


Era un sobre alargado, corriente, con las franjas rojas y azules del correo aéreo, pero el matasellos de Bruselas hizo que el señor Osborne lo seleccionara del resto de su correspondencia. Dentro había una simple hoja de papel escrita a mano, cuyo texto no hubiera despertado la curiosidad de nadie. Sin embargo, para el señor Osborne era la confirmación de que algunas gestiones realizadas con anterioridad comenzaban a dar su fruto. Sin abandonar la carta, abrió el armario donde guardaba el whisky y se sirvió un vaso. Paseó pensativo por la pequeña habitación que hacía las veces de cuarto de estar, comedor y despacho, y se detuvo en la ventana, mirando a la calle. El cielo estaba gris y corría un viento desapacible. Nunca había estado en España, pero tenía entendido que allí el clima era muy diferente.

Bebió el licor a pequeños sorbos, paladeándolo, y se acomodó en su butaca favorita. Estaba oscureciendo, pero no se preocupó de encender la luz. En el fondo no le desagradaba volver a entrar en acción y se preguntó si seis años de inactividad habrían mermado sus facultades. Extendió la mano que sujetaba el vaso y la mantuvo firme sin observar ningún temblor. Se palpó el vientre y consideró que le sobraban algunos kilos; sin embargo, incluso en los años de mayor actividad, su aspecto no había sido muy diferente. Era al fin y al cabo una ventaja, aquel aire inofensivo y bonachón había sido su mejor camuflaje. Sólo los que lo conocían bien habían aprendido a desconfiar de su apariencia.

El  señor Osborne vivía solo en aquel pequeño apartamento, siempre había vivido así, sin buscar compañía ni en lo profesional ni en lo personal. Pero ahora le hubiera gustado comentar con alguien su próximo trabajo. No era en apariencia más peligroso que otros, pero sí distinto: en anteriores misiones no había tenido más motivación que el dinero. Eso, y tal vez una necesidad irracional de vivir arriesgadamente. Esta vez existía una motivación de orden afectivo y eso le preocupaba. Nunca era bueno mezclar el trabajo con los sentimientos. Todavía le extrañaba que le hubieran convencido. Era sorprendente que algo ocurrido casi cuarenta años antes hubiera podido despertar en su interior deseos de venganza. El señor Osborne se dijo que así de inexplicables eran las cosas del espíritu y no cabía darle más vueltas.

Casi sin luz releyó la carta de Bruselas y se sintió satisfecho. A pesar del tiempo transcurrido seguía contando con amigos. Era básico en aquel tipo de trabajo. Su mirada se detuvo en el calendario: faltaba muy poco para entrar en acción y había que ponerse en marcha. Sin precipitación y sin retrasos. Con la precisión de uno de sus relojes. Tal había sido siempre su forma de actuar. Y le había dado buenos resultados.


6

                                                     LA AVENTURA COMIENZA


Durante el vuelo me pareció que todos los pasajeros me vigilaban. Los rostros me resultaban vagamente conocidos y sus expresiones sospechosas. Combatí esta percepción con alcohol y después de la tercera ginebra empecé a tranquilizarme. El sol brillaba con fuerza en el exterior y el avión se deslizaba suavemente por un cielo sin nubes. Con suerte estaría de regreso en dos o tres días. Si todo iba bien llamaría a algún amigo o acaso me decidiera a ver a Marta. Habían pasado dos años, tiempo suficiente para que la hostilidad hubiera desaparecido. La nuestra no fue una separación cordial precisamente y mi conducta no todo lo meditada que hubiera sido de desear. La huida de Madrid pudo ser un error, pero no la ruptura con Marta: nuestra vida en común había dejado de existir, éramos dos extraños sin nada que decirnos, excepto cuando hacíamos el amor. Era difícil comprender cómo dos personas tan distanciadas eran incapaces de desoír la llamada del sexo. Pero era un amor sin ternura, insatisfactorio casi siempre. No sabría decir cómo alcanzamos esa situación límite -pienso que Marta tampoco lo sabe - y creo que conociendo las causas tampoco se hubiera podido evitar el final. Estoy seguro de que Marta me entendió al principio y admiró mi talante soñador. Cuál fue su desengaño o su frustración posterior, lo ignoro. Con desconcierto comprobé que ella se alejaba de mí. Al final uno alcanza el cero absoluto y se pregunta qué sentido tiene seguir intentándolo. ¿Habíamos llegado a odiarnos? Me recreé un momento en ese sentimiento primordial. ¿Había odiado yo a alguien alguna vez? La palabra odio me hacía evocar las viejas novelas, los grandes dramas, las películas memorables de mi infancia. El odio era un sentimiento noble y poderoso que no figuraba entre mis más inmediatos recuerdos. No, no odiaba a mi ex-mujer, y sin duda yo era en gran parte culpable de nuestro fracaso.

Adormecido en mi asiento repasé los últimos acontecimientos que ya me parecían inexplicablemente lejanos. Volví al día siguiente a la casa del puerto y esta vez Calabor no perdió el tiempo en disquisiciones: mi tarea consistiría en establecer contacto en Madrid con una determinada persona y transmitirle un mensaje. Un mensaje muy especial: yo mismo ignoraría su contenido.

lunes, 16 de marzo de 2015

Jane

Si les digo que a mediados del siglo XIX, en Inglaterra, una joven de 18 años de la más baja estirpe y sin educación consiguió salir de la pobreza, educarse y llegar a ser admirada por lo más distinguido de la sociedad victoriana, pensarán que se trata de un cuento de hadas. Sin embargo esta mujer existió, se llamaba Jane Burden y su bello rostro no se extinguirá en la memoria al quedar inmortalizado en los lienzos de grandes pintores.

Jane Burden Morris - Dante Gabriel Rossetti 
Jane Burden nació en 1839, en el seno de una familia muy humilde. Su madre era lavandera y su padre mozo de cuadra. De no ser por un suceso fortuito, Jane hubiera seguido los pasos de la madre o se hubiera dedicado al servicio doméstico. Cuando tenía 18 años asistió, junto con su hermana, a una función de teatro en Oxford. A ese espectáculo asistían también Dante Gabriel Rossetti y Edward Burne-Jones, dos creadores de la escuela Prerrafaelista. Ambos quedaron fascinados al instante por la belleza de Jane y sin más dilación le propusieron convertirse en modelo. 

Pia de Tolomei - Dante Gabriel Rossetti


La Hermandad Prerrafaelista (Pre-Raphaelite Brotherhood) fue creada en 1848 en Londres por John Everett Millais, Dante Gabriel Rossetti y William Holman Hunt. Estos pintores rechazaban la pintura posterior a Rafael y Miguel Ángel y propugnaban el retorno a los primitivos italianos, ensalzando el detallismo y el colorido de pintores prerrenacentistas como Fra Angélico, Piero della Francesca, Ghirlandaio o Botticelli . Querían también recuperar, como los artistas del quattrocento italiano, la evocación de lo antiguo y la observación de la naturaleza. Para Rossetti, el descubrimiento de Jane fue una revelación: ella encarnaba el prototipo de belleza que buscaban él y sus compañeros. Posó para todos ellos, pero fue monopolizada por Rossetti que plasmó su imagen en sus mejores cuadros.

La belle Iseult - William Morris 
Proserpina - Dante Gabriel Rossetti 
 Conoció después a William Morris quien se enamoró enseguida de Jane y la eligió como modelo para su obra La belle Iseult, el único oleo que se conoce de este artista. Morris fue un artista polifacético, pintor, creador de vidrieras y tejidos, escritor e ideólogo socialista. Jane y él se casaron enseguida y a partir de entonces ella fue educada privadamente. Jane era inteligente y trabajadora, y se entregó con ansia a recrearse a sí misma. Estudió, leyó, aprendió francés e italiano y llegó a ser una notable pianista. Sus modales y conversación se refinaron tanto que los contemporáneos la calificaban de regia, y nunca tuvo problemas para desenvolverse en los círculos sociales más altos. Fue amante de Dante Gabriel Rossetti y cuando éste falleció tuvo un romance con el activista político Wilfrid Scawen Blunt. Se dice que la extraordinaria transformación de Jane sirvió de inspiración a Bernard Shaw para el personaje Eliza Doolittle, de su obra Pigmalión.
Su hermoso rostro que nunca sonríe y su mirada enigmática quedarán para siempre como símbolo de un grupo de pintores ingleses que creyeron encontrar en Jane Burden Morris el paradigma de la belleza pre-renacentista.

Tomo prestado este vídeo de mi querida amiga Amalia, enamorada del arte y experta en la escuela Prerrafaelista





miércoles, 11 de marzo de 2015

Neutrinos




Un neutrino no es casi nada. Hasta hace poco se creía que los neutrinos no tenían masa. Imagínense una cosa sin masa, no pueden, ¿verdad? Son cosas de la física, parece que las entendemos, pero qué va. Son espejismos mentales en los que creemos, porque hay que tener fe en la ciencia como antes se creía en Yahvéh o en el Diluvio. Un neutrino es una cosa sin masa que vuela libremente por el espacio sin pertenecer a nadie. Los neutrinos no forman parte de nada, no están dentro del átomo como los aburridos protones, no tienen que dar vueltecitas alrededor de un núcleo como los electrones, son libres para viajar sin rumbo por el cosmos a velocidades asombrosas, atravesando galaxias, estrellas, planetas, cuerpos como el suyo y el mío sin que notemos nada.

Nadie sabe hacia dónde van los neutrinos. Antes, cuando se hacía un silencio, nuestras abuelas decían: "Ha pasado un ángel"; ahora podríamos decir: "Ha pasado un neutrino". Ahora los científicos han descubierto que después de todo los neutrinos tienen un poquito de masa -insignificante, desde luego-, y eso a algunos nos ha entristecido un poco, porque es como si le pusieran una mínima traba a una cosa que era absolutamente libre. Si uno piensa en la libertad tiene que acordarse de estas partículas, porque no hay nada más libre que un neutrino, ni siquiera un pensamiento, que tampoco tiene masa, pero puede ser detectado y controlado, incluso prohibido. Me imagino a uno de esos tiranos que forman parte de cualquier paisaje diciendo: ¿Cómo? ¿Neutrinos libres? ¡Qué arresten a los neutrinos! Bueno, no es tan imaginario como piensan, los científicos están empeñados en atraparlos, cada vez construyen maquinas más complejas que son como cepos o trampas para cazar neutrinos. ¿Qué harán después con ellos?

Cuando pienso en esos seres libres que vuelan sin cesar me acuerdo de aquel libro casi olvidado de Julio Cortázar, " Historias de Cronopios y de Famas". ¡Es tan fácil identificar un neutrino con un cronopio! (Si no saben lo que es un cronopio, por favor lean el libro, ahora no tengo tiempo para explicarlo). Por desgracia los cronopios se están extinguiendo, si no se han extinguido ya. ¿Se imaginan a un cronopio hablando de la economía de mercado o presentándose a unas elecciones autonómicas? Mejor que no imaginen nada porque esas hipótesis son tóxicas. Es mejor que piensen en los neutrinos indomables surcando con júbilo el espacio sin ningún rumbo, sin ningún destino. Y ya sabe, si se hace un silencio en su entorno, piense que un neutrino ha atravesado dulcemente su corazón.




martes, 10 de marzo de 2015

LA MUERTE DE ARTEMISA (Novela) - CAPÍTULO 4


4
                                             EL HOMBRE DEL OJO DE CRISTAL


El viento había barrido las nubes llevando la tormenta tierra adentro. El cielo estaba limpio y me encaminé con resolución hacia el puerto. La vieja casa estaba construida sobre un montículo. Dejé el coche orillado en la carretera y me dispuse a recorrer a pie el resto del camino. Recordaba vagamente aquel sombrío caserón, semioculto por árboles frondosos, que siempre me había parecido deshabitado. Caminé a través de la maleza del descuidado jardín dominado por una extraña sensación de irrealidad. Al margen del amor propio y de la dignidad, acercarme a aquella casa provocaba en mí un oscuro sentimiento de rechazo, como si presintiera algo maléfico escondido entre sus viejos muros. La convicción de que era el último sitio en donde buscar a Lucía me animó a seguir.

El sendero finalizaba en la cima de una suave colina. Dejé atrás los últimos árboles y arribé a la explanada en la que se alzaba el caserón. Era una antigua casa solariega de dos plantas, en la que los signos de abandono eran evidentes. La alta hiedra, que en otro tiempo habría tupido de verdor la fachada, se había secado; había algunas contraventanas desvencijadas y la balaustrada de madera del porche estaba vencida en varios puntos. El silencio era absoluto.

Me estremecí al descubrir en el zaguán una figura inmóvil. Era un hombre alto, delgado, de abundante pelo gris cuidadosamente peinado; vestía un inmaculado traje blanco de verano y una corbata roja. Traspuse los últimos metros y el hombre salió a mi encuentro.

-Buenas tardes -saludé con voz insegura -. Estoy buscando a Lucía. (Me di cuenta de que ignoraba su apellido).

La expresión del hombre era cordial, aunque advertí algo raro en su rostro que, al pronto, no supe identificar.

-Lucía no está aquí -dijo-. En cambio yo le estaba esperando a usted.
-¿A mí?
-Usted es el profesor Adrián Sánchez, ¿no es así? Me gustaría hablar un rato con usted. Mi nombre es Calabor.

Estreché la mano que me tendía y no supe qué contestar. Entonces descubrí qué era lo que me había llamado la atención: aquel hombre tenía un ojo de cristal.

-¿Le importa si caminamos un rato? -sugirió con voz armoniosa -. Ha dejado de llover y la temperatura es sumamente agradable.

Le seguí maquinalmente y a los pocos pasos me detuve.

-No quisiera parecer descortés, pero he venido aquí en busca de Lucía. Con franqueza, si no está...


-Le aseguro que luego hablaremos de Lucía.

La promesa me hizo transigir, aunque mi ánimo no era el más adecuado para charlas convencionales. Tomamos el sendero que circundaba la casa y descendimos hasta una pequeña playa solitaria llena de algas. El desconocido inició la conversación con afirmaciones sobre el clima y la belleza del paisaje; yo me limité a responder con monosílabos a la espera de que abordase el verdadero motivo de la entrevista. Al fin dijo Calabor:

-Delicioso rincón para encontrar inspiración, ¿no le parece? Ya sé que es usted escritor.
-Digamos que un escritor menor.
-¿A qué viene esa modestia, amigo mío? No es un escritor menor quien tiene en su haber una larga lista de libros.

Me molestó que se refiriera a un aspecto en el que no me encontraba especialmente cómodo. También me molestó que Lucía hubiera divulgado mis intimidades.

-Son libros de escasa calidad -declaré con alguna sequedad.
-Permítame disentir. La calidad literaria es una estimación subjetiva. Usted tendrá probablemente muchos más lectores que otros autores, supuestamente de más categoría, a los que sólo leen detestables minorías.
-¿Intenta halagarme? Cierto que el escritor escribe para ser leído, pero eso no basta. También la gente lee anuncios, prospectos, informes, folletos, cosas escritas sin calidad literaria. Existe algo que es la capacidad creativa, por medio de la cual el escritor intenta comunicar algo. Nada de eso hay por el momento en los libros que yo escribo.
-A lo mejor hay más de lo que cree -Calabor sonrió con afabilidad -. En cualquier caso ése es sólo un aspecto del problema. Si he de serle franco, no he leído una sola línea escrita por usted. Por falta de oportunidad o porque tal vez pertenezco a esas detestables minorías. Pero me gustaría desarrollar el tema de una manera más general.

domingo, 8 de marzo de 2015

Mañana


Los sonidos del silencio


Los caminos del éxito son a veces insospechados. Aunque en la música pop la versión original suele ser la mejor y más conocida, ha habido numerosos ejemplos de lo contrario. La canción Unchained Melody solo alcanzó fama mundial en la versión de los Rightheous Brothers, como ya comentamos en este blog. Lo mismo ocurrió con The first time ever I saw your face, cuyo primer intérprete pasó sin pena ni gloria, y solo fue un éxito mundial cantada por Roberta Flack. Más curiosa es la historia de The sounds of silence.  Simon y Garfunkel incluyeron esta melodía en su primer álbum  Wednesday Morning, 3 A.M. grabado en marzo de 1964. El LP no tuvo ningún éxito hasta el punto que ambos amigos deshicieron el dúo, Paul Simon regresó a Inglaterra y Art Garfunkel retomó sus estudios en la Columbia University. Sin embargo, su productor Tom Wilson no se quedó conforme. En la primera versión de The sounds of silence solo se oían las voces del dúo y la guitarra de Paul, como pueden comprobar en el siguiente vídeo.



Lo que hizo Wilson, sin conocimiento de sus intérpretes, fue introducir guitarras eléctricas y batería en la canción (a cargo de los mismos instrumentistas que habían acompañado a Bob Dylan en Like a rolling stone) y reeditar un single que inmediatamente alcanzó el número uno en The Billboard Hot 100 en diciembre de 1965. Este fue el arreglo:






El suceso hizo que Simon y Garfunkel volvieran a cantar juntos y se convirtieran en uno de los grupos más conocidos de la música pop. Rarezas del destino.

(En la primera versión sound era en singular y se pluralizó en la segunda)

jueves, 5 de marzo de 2015

Anselm Kiefer, 2011.

 Mixed media and lead boat on canvas

Música y romance

Panufnik y su hija Roxana
Andrzej Panufnik, (Varsovia, 1914 - Twickenham, Londres 1991), es un compositor cuya obra merecería ser más conocida; pero también su biografía, porque la vida de este músico bien podría haber inspirado una novela de aventuras o de amor. Su madre era violinista y su padre aficionado a construir violines, así que vivió la música desde niño. Su abuela le matriculó en unas clases de piano, pero su dedicación fue errática, ya que además de la música le apasionaban los aviones, y como era de esperar suspendió todos los exámenes. No obstante Andrzej se preparó para ingresar en el Conservatorio de Varsovia. Obviamente suspendió el examen de piano, pero logró ser admitido como estudiante de percusión, aunque pronto dejó esa clase para concentrarse en el estudio de composición y dirección. Muchos compositores suelen ser aceptables instrumentistas, pero a algunos les basta con crear la música en su imaginación, como parece que fue el caso de Panufnik. Se graduó en 1936 y planeó viajar a Viena para estudiar con el compositor austriaco Félix Weingartner, pero justo entonces fue llamado para hacer el Servicio Militar. Desesperado, pasó la noche antes del examen médico bebiendo litros de café puro y oyendo música folclórica polaca. No sabemos si la cafeína aceleró peligrosamente su corazón hasta el punto de alarmar a los médicos, pero en el examen del día siguiente le declararon no apto para la milicia.

Viajó a Viena al año siguiente para estudiar con Weingartner y cuando todo parecía ir bien, se frustraron de nuevo sus proyectos. En marzo de 1938 Hitler incorporó Austria al III Reich, lo que, entre otras cosas, provocó que Weingartner fuese expulsado de la Academia. Panufnik vivió durante algunos meses en París y Londres, donde estudió privadamente y compuso su Primera sinfonía. Encontró de nuevo a Weingartner en Londres, y el viejo profesor le instó a permanecer en Inglaterra  dado el empeoramiento de la situación internacional. Andrzej desoyó el consejo y decidió regresar a Polonia.

Durante la ocupación alemana de Varsovia Panufnik formó un dúo de piano con su amigo el compositor Witold Lutosławski. Tocaban en los cafés de Varsovia para ganarse la vida, ya que las fuerzas de ocupación habían prohibido las reuniones multitudinarias y era imposible organizar conciertos. Panufnik compuso en ese tiempo algunas Canciones para la Resistencia, que se hicieron bastante populares, y terminó su Segunda sinfonía. Pero en 1943, justo antes del Levantamiento del Gueto de Varsovia, huyó precipitadamente de la ciudad con su madre enferma, dejando toda su música en su vivienda. Cuando regresó a Varsovia, en la primavera de 1945 para enterrar el cuerpo de su hermano y recuperar sus manuscritos, descubrió que el nuevo inquilino de sus habitaciones había quemado todas sus partituras.

Después de la guerra, Panufnik se trasladó a Cracovia, donde encontró trabajo componiendo música de cine para la "Unidad de Cine del Ejército", que en su mayor parte realizaba películas propagandísticas. Panufnik relató después cómo el director de la película "La electrificación de las ciudades" había sido incapaz de encontrar una casa sin suministro eléctrico y tuvo que derribar algunas torres a fin de filmar en la película cómo se construían. Por fin le ofrecieron el cargo de director de la Orquesta Filarmónica de Cracovia y, ya con un trabajo estable, se dedicó a reconstruir alguna de sus obras perdidas, lo que solo consiguió en parte. Más adelante fue nombrado director musical de la Orquesta Filarmónica de Varsovia,  y en ese momento comenzó a aceptar contratos como director en el extranjero. 

Empezó a componer de nuevo, escribiendo la Sinfonía Rústica, a la que decidió darle un nombre (en lugar de la denominación Sinfonía nº 1) por el sentimiento de pérdida de sus dos anteriores sinfonías. Pero Panufnik estaba cada vez más descontento, ya que el gobierno polaco -siguiendo la estela estalinista- se volvió cada vez más intervencionista con las artes, sobre todo cuando ordenó que todos los compositores debían seguir el "Realismo Socialista". Panufnik, que no era miembro del Partido Comunista, intentó avanzar en el camino de una solución aceptable componiendo obras basadas en la música tradicional polaca. No obstante, su Nocturno fue retirado por las críticas y, más tarde, el general Sokorski, secretario de Cultura, anunció que la Sinfonía Rústica también había "dejado de existir". Mientras que sus composiciones eran tachadas de formalistas en su patria, Panufnik era promovido en el extranjero como exportación cultural, tanto como compositor como director, y las mismas autoridades que censuraban su música le concedieron su más alta distinción, la Medalla del Trabajo de Primera Clase.
Panufnik y Scarlett

En 1951 conoció a la irlandesa Marie Elizabeth O'Mahoney, a la que llamaban
Scarlett por su semejanza, tanto física como temperamental, con la Scarlett O'Hara de la película "Lo que el viento se llevó". A pesar de que estaba de luna de miel con su tercer marido, Elizabeth se  enamoró perdidamente de Panufnik y comenzaron un romance. Ese mismo año se casó con ella. Las continuas exigencias políticas del gobierno polaco desestabilizaron a Panufnik de tal forma que decidió emigrar a Inglaterra, donde contaba con el apoyo de la familia de su mujer. Pero abandonar Polonia no era fácil. De acuerdo con unos emigrantes polacos establecidos en Londres, improvisó una invitación para realizar una gira en Suiza, que en principio fue aceptada por las autoridades polacas. 

Viajó atemorizado a Suiza, y aunque cumplió rigurosamente con sus compromisos, una filtración alertó a la legación polaca en Suiza de su inminente fuga. Fue urgentemente requerido a la embajada, pero el compositor, como si fuera el protagonista de una película de acción, esquivó a los miembros de la policía secreta en una persecución nocturna en taxi por las calles de Zurich y consiguió tomar un vuelo a Londres. Su huida fue recogida en titulares internacionales y el gobierno polaco le marcó como traidor suprimiendo de inmediato toda su música y cualquier grabación de sus obras como director.



En Inglaterra le fue concedido asilo político, pero había perdido todo su dinero y no tenía empleo fijo. Panufnik sobrevivió con los ingresos ocasionales por contratos de dirección de conciertos y también recibió apoyo financiero de compositores británicos, como Ralph Vaughan Williams y Arthur Benjamin. Finalmente, en1957, fue nombrado director principal de la Orquesta Sinfónica de la Ciudad de Birmingham. En 1959 Panufnik se enamoró de Winsome Ward, que fue
Panufnik y Camilla
diagnosticada de un cáncer en 1960. Durante ese tiempo, cumplió un encargo para su Piano Concerto y otro para su Sinfonía Sacra. Tras la muerte de Winsome Ward en 1963 se enamoró de Camilla Jessel, que era 23 años más joven que él. Se casaron en noviembre de 1963. A partir de este momento se estabiliza la vida de Andrzej Panufnik, que ya es un compositor y director de orquesta reconocido. Fue nombrado sir en 1991, poco antes de morir a los 77 años. Roxanna Panufnik, la hija que tuvo con Camilla, es también compositora. 


martes, 3 de marzo de 2015

Últimas luces


LA MUERTE DE ARTEMISA (Novela) - CAPÍTULO 3

(Capítulo anterior el 23/2/15)

3

                                             LA ATRACCIÓN DE LO PROHIBIDO

       No olvidaré aquellos días. Recorrimos los pueblos de la costa, le enseñé rincones olvidados y fatigamos mi viejo dos caballos buscando ermitas románicas. Vi cumplidos secretos anhelos, como bañarme desnudo en calas desiertas o hacer el amor en la soledad de la montaña. Fue una adolescencia vivida con la intensidad de la madurez. De mi mente se desvanecieron oscuros fantasmas de inseguridad y frustración. Apenas nos separábamos. Por las mañanas, mientras yo hacía acto de presencia en el Instituto, ella acudía a las reuniones de la casa del puerto. Sobre este tema casi ni volvimos a hablar; estaba claro que yo no deseaba conocer más del asunto y Lucía no trató de interesarme. Tampoco la reproché nada. Por encima de cualquier cosa yo quería respetar su libertad. Era demasiado increíble lo que me estaba ocurriendo como para echarlo todo a perder con suspicacias. Nos reuníamos después y pasábamos juntos la tarde y la noche.

Volví a escribir y comprobé que lo hacía mejor. Avancé en mi novela y sentí que retornaba el ingenio de mis mejores días. Hasta Kantor parecía renovado: más cínico, más petulante, volvía a arriesgar la vida con una sonrisa despectiva en los labios. A Lucía le gustaba leer lo que yo escribía y no ocultaba su admiración, lo cual afianzaba la confianza en mí mismo. ¿Puede extrañarle a alguien que me enamorara de ella?

Ocurrió de manera fulminante. Tras unos días de forcejeo intelectual conmigo mismo, acabé aceptando la incuestionable verdad: estaba perdidamente enamorado de Lucía. El reconocimiento ensombreció en parte mi felicidad. Yo no sabía nada de Lucía, salvo la remota relación que ella había enunciado, y no quería saber más. Me bastaba con sentir día a día su presencia y hubiera deseado prolongar de manera indefinida la plenitud de aquellos días. Pero el amor no puede dejar de presentir el futuro y empecé a pensar que nuestro idilio podría tener un final. Lo lógico era pensar que un día, tal vez cercano, ella volvería a su mundo y yo a mis rutinas de siempre. Pero ¿cómo asumir ese desenlace ahora que sabía que la amaba? Las cosas nunca volverían a ser como antes. Lucía alentaba en mí expectativas de vida que yo casi había excluido, despertaba en mi interior el reto de crear, de vivir sin amurallar los sentimientos. Lo más acertado sería entonces vivir con intensidad aquellos días sin hacer preguntas ni alimentar proyectos. Aunque algo me decía no iba a ser fácil conseguirlo.

Tampoco Lucía hablaba del futuro, como si existiese un acuerdo tácito para excluir de nuestras conversaciones cualquier referencia al porvenir. No se mencionaba la palabra amor: hablábamos de felicidad, de placer, de bienestar, pero nunca de amor. Casi había conseguido adormecer mi inquietud cuando, una tarde que regresábamos de un pueblo vecino, Lucía preguntó:

-¿Adrián, tú eres feliz?

La miré con sorpresa durante un instante y sonreí.

-Muy feliz.
-No me refiero a esto, a nosotros -dijo ella con cierta brusquedad -. Te pregunto si eres feliz viviendo aquí.
-Bueno -repliqué sin dejar de mirar la carretera-, esa es otra cuestión. Nadie es por completo feliz, pero en fin, digamos que disfruto de una razonable felicidad. Aunque claro, todo ha cambiado desde que tú...
-Pero lo que haces, lo que tienes -me interrumpió -, ¿te satisface por completo?
-Nada es por completo satisfactorio, Lucía, pero esto se parece bastante a lo que yo deseaba.
-Muchas veces lo que deseamos no es lo que nos hace feliz.
-¿Qué quieres decir?
-Tú huiste de Madrid, de tu mundo, de tus cosas. ¿No echas en falta nada de eso?

La miré y sentí un incómodo desasosiego.

-Tal vez sí, Lucía. Algunas veces echo de menos aquello. Pero aquí he encontrado otras cosas.
-¿Y te satisfacen? ¿No te has vuelto un poco conformista? -Sin esperar respuesta Lucía continuó -: Tu trabajo, por ejemplo. Es posible que no te disguste, pero no creo que te apasione. Tus libros: escribes novelas, pero no las que te gustaría escribir. Tu vida sentimental: te separaste de tu mujer, pero no sabes vivir solo. Cualquier día te volverás a casar con una chica provinciana... ¿Dónde están tus fantásticos proyectos?

No dije nada. No podía haber hecho Lucía una disección más precisa de mi estado de ánimo. Ni más cruel.

-Bueno, no me hagas caso. Son tonterías mías -dijo ella para romper el silencio. Sonrió  y me apretó el brazo.

No eran tonterías. Era el primer indicio de que la realidad invadía nuestro sueño. Ella había infringido el pacto removiendo inquietudes que yo había procurado olvidar. No había aludido a nuestro futuro, pero era aún peor: me había recordado mi propio problema, un problema al que yo, ni siquiera después de aquellos días idílicos, había sido capaz de dar solución.

            -En resumen -sentenció Braulio -, que te has enamorado de ella.

 Me encogí de hombros.

          -Si es que eres un caso, coño. No podías ligar por las buenas, como todo el mundo. Si no te complicas la vida no disfrutas. Bueno, y si estás enamorado, ¿qué hay de malo en ello?
-Es más que eso, Braulio. Es plantearme mi propia estabilidad. Yo tengo aquí una vida organizada, tranquila. Lucía es lo opuesto: tiene veinte años, es libre, independiente. ¿Qué le puedo ofrecer? ¿Pudrirse en este agujero junto a un escritor de quinta categoría?
-Muchacho, lo que te pasa a ti es que eres incapaz de vencer tus propias contradicciones. Vamos a ver, rompes con todo en Madrid porque estás harto de la gran ciudad, pero aquí te pasas la vida quejándote de tedio. Afirmas que allí no podías desarrollar tus proyectos, pero desde que te conozco no has emprendido, que yo sepa, ninguno. Ahora conoces a una tía que te gusta, que te estimula, y te acojonas porque puede romper tu estabilidad. A ver si te aclaras.
-Tienes mucha razón. Ni yo mismo me entiendo. Luego está la cuestión de la edad, la llevo veinte años. ¿Tú no tendrías miedo de hacer el ridículo?
-El sentido del ridículo está en uno mismo -dijo Braulio alzando la voz-. Tú sabrás si te merece la pena. El ridículo, el dolor, la tristeza, son riesgos que hay que correr. Que yo sepa, nada se consigue sin riesgo.

No dije nada durante unos instantes.

 -¿Sabes una cosa? No sé si estoy enamorado de Lucía o de lo que ella representa.
-Eso son pamplinas y ganas de marear. ¡Échale huevos, hombre!


Aquella noche pensé que, como otras veces, me estaba adelantando a los acontecimientos. La madurez sólo nos cambia en aspectos muy superficiales. Mis viejos temores volvían a impedirme disfrutar con plenitud lo que de manera sencilla la vida me ofrecía. Debía tomar las cosas tal como eran. Y lo único real en aquel momento era el hermoso cuerpo de Lucía dormido entre mis brazos.

Sin embargo mis previsiones resultaron certeras. Un día descansábamos en mi pequeño barco después de haber pescado con fortuna. La tarde era transparente y Lucía tomaba el sol a proa, despojada de la pieza superior del bikini. Yo estaba recogiendo los aparejos y ella me pidió un cigarrillo. Hice ademán de llevárselo, pero la muchacha gateó por la cubierta hasta situarse a mi lado. La abracé y deslicé mi mano por sus pechos, pero ella me rechazó con delicadeza y se volvió de espaldas. Sin mirarme dijo: