El
griego Epicuro dijo: "El peor de los
males, la muerte, no significa nada para nosotros, porque mientras vivimos no
existe, y cuando está presente nosotros no existimos". Es una pena que
el filósofo tuviera razón, porque si alguien nos pudiera relatar lo que ocurre
después morir, sería una importante aportación a nuestra cultura. Ya se intentó en
el siglo XIX y principios del XX, cuando florecieron los fantasmas, los médiums
y las sesiones de espiritismo, pero todo ese movimiento se fue desinflando a
causa de las frecuentes supercherías y la imposibilidad de demostrar aquellos pretendidos
prodigios. En cualquier caso, tanto en creyentes como en agnósticos, un temor
supersticioso hacia la muerte no se ha
perdido por completo, y en casi todos los códigos éticos del mundo existe un
obligado respeto por la vida humana. Y es precisamente en el comienzo y el
final de la vida, donde la supuesta infracción de esos códigos resulta más conflictiva.
Hablo del aborto y la eutanasia.
Las
colectividades han elaborado leyes que regulan estas dos situaciones, pero
llama la atención la disparidad de criterio que existe entre los distintos países.
Es obvio que la presión religiosa influye en la elaboración de estas leyes,
pero no solo la religión, ya que tanto el aborto como la eutanasia son
utilizados como instrumentos políticos:
de forma restrictiva, por parte de los partidos conservadores, y
permisiva por parte de los partidos progresistas. Actitud lamentable en ambos
casos, porque se convierten en etiqueta multiuso situaciones graves que
requieren una mayor reflexión y soluciones distintas en cada caso individual.
Ni en
la Grecia clásica ni en el Imperio Romano, el provocarse la muerte o ayudar a
otro a morir planteaba problemas legales. Existía el concepto de que una vida
indigna -fuera por enfermedad, ruina o desgracia política - no merecía la pena
ser vivida. En la Edad Media, la
doctrina cristiana, pero sobre todo la Santa Iglesia Romana, cambiaron este
concepto. Si la vida era un don otorgado por Dios, la persona incurría en
pecado grave al disponer libremente de ella. Curiosa disposición que
naturalmente no incluía las vidas arrebatadas en una guerra o en una ejecución,
ya que estas muertes "estaban justificadas". Esta paradoja medieval -
que no afectó al pensamiento oriental- no se ha extinguido y sigue vigente en
nuestros días. Aunque estuviera inspirada por el clero, la espera resignada de
la muerte fue también un hábito social. La muerte repentina (mors repentina et improvisa), se
consideraba una muerte mala (mala
mors). Lo correcto era estar plenamente consciente para despedirse de
familiares y amigos y poder presentarse en el más allá con un claro
conocimiento del fin de la vida.

Jules-Élie Delaunay. Peste en Roma. 1869
Arnold Böcklin, La peste, Museo de Arte, Basilea, 1898
A
finales de la década de 1340, la peste negra mató entre uno y dos tercios de la
población mundial y miles de personas se enfrentaron a la muerte sin
posibilidad de ser asistidos por un sacerdote. Esto causó frecuentes
levantamientos populares y para mitigar
esta carencia, entre 1415 y 1450, apareció el tratado Ars Moriendi, de autor anónimo, en el que se daban consejos y
reglas para morir bien. Presentaba la muerte como la última batalla que debe
librar el ser humano para ganar la salvación de su alma. Los consejos de este
libro no afectaban solo a los moribundos, sino también a los familiares y
amigos, que debían comportarse de manera adecuada junto al lecho del doliente.
Ars Moriendi.Tentación de la falta de fe; grabada por Maestro E.S. circa 1450.
El Ars Moriendi tuvo un éxito fulgurante en
toda Europa y se siguió editando durante siglos.
En la
sociedad actual, las leyes que regulan la eutanasia y el aborto no deberían
estar influidas por los preceptos religiosos. Lo que una religión prohíbe a sus
adeptos, no debería hacerse extensivo al resto de la sociedad. Pero los jerarcas del
Vaticano hablan a menudo para toda la humanidad. Joseph Ratzinguer, antes de ser Papa, dijo estas palabras contradictorias o hipócritas : "Aunque la
Iglesia exhorta a las autoridades civiles a buscar la paz, y no la guerra, y a
ejercer discreción y misericordia al castigar a criminales, aún sería lícito
tomar las armas para repeler a un agresor o recurrir a la pena capital. Puede
haber una legítima diversidad de opinión entre católicos respecto de ir a la
guerra y aplicar la pena de muerte, pero no, sin embargo, respecto del aborto y
la eutanasia".
Parece
entonces que en nuestras sociedades democráticas occidentales, henchidas de
derechos humanos, existe una doble vara de medir con respecto a la muerte: se
contemplan homicidios legales y
homicidios ilegales. Los legales son
numerosos: la guerra en todas sus modalidades incluyendo las victimas
colaterales, la pena de muerte, en los estados donde no está abolida (por
supuesto el verdugo no es un homicida), la defensa propia con resultado de
muerte, incluso inmolarse en un acto heroico que cause víctimas enemigas puede
ser legal y hasta romántico, y no solo para los musulmanes si recordamos al
Sansón bíblico. Sin embargo acortar la agonía de un enfermo o frustrar el
crecimiento de un embrión, son homicidios ilegales, y para tener visos de
legalidad deben ajustarse a confusas leyes que los anteriores homicidios,
descritos como legales, no precisan. Y que además pueden depender de la
objeción de conciencia de profesionales de la medicina, que hace valer sus
creencias personales en nombre de la humanidad. ¿No hay una gran hipocresía en
esas personas, supuestamente defensoras de la vida, que condenan el aborto y la
eutanasia, y permiten las masacres bélicas en nombre de la democracia?
Si un
Papa dictaminara urbi et orbe que el aborto y la eutanasia, debidamente
reglamentados, son homicidios legales, disminuiría la confusión entre los
católicos y se privaría a los políticos -de derechas y de izquierdas- de una de
sus demagogias preferidas. Homicidios legales y homicidios ilegales, piensen en
ello.