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Paul Gauguin - D'ou venons-nous? Que sommes-nous? Ou allons-nous? 1897, Museo de Bellas Artes (Boston), Boston, MA, USA |
Un capítulo de mi libro "El laberinto de Dios"
El sentido de la vida
Yo vivo, y por tanto mi vida debe tener algún sentido. Esta
puede ser una manera de formular la pregunta sobre el sentido o significado de
la vida, cuestión no resuelta que ha ocupado un lugar preferente en la historia
de la filosofía. La mayor parte de los pensadores ha restringido esta pregunta
al sentido de la vida humana, en razón a que solo nuestra especie tiene
capacidad para preguntarse por el significado de su vida. Pero la vida es
independiente de la conciencia y por consiguiente el hecho de vivir afecta
tanto al ser humano como a cualquier otro ser vivo. Sin embargo la especie
humana es, por lo que sabemos, la
única que conoce que su vida está
limitada en el tiempo, y es precisamente esa certeza de la muerte la que nos
impulsa a preguntarnos por qué y para
qué vivimos.
El hombre rechazó siempre la idea de que la muerte fuera el
final absoluto de su persona; el cuerpo material desaparecía, eso era
innegable, pero su "yo", su "espíritu", su "alma"
o como quiera llamarse esa supuesta parte no material del ser no podía
extinguirse con la muerte. La creencia en otra vida se remonta al principio de
la humanidad, ya que además de mitigar el miedo a la muerte, proporcionaba un
sentido a la existencia. Vivimos y morimos, para seguir viviendo en otra vida
que es eterna. Las diferentes religiones han ofrecido su particular
interpretación de cómo sería esa otra vida, ya que todo lo relacionado con el
espíritu y la vida después de la muerte ha sido durante siglos competencia casi exclusiva de la clase
sacerdotal, única capaz de interpretar la revelación del dios o los dioses
correspondientes. La existencia de otra vida se convierte así en un importante
instrumento regulador de la conducta del
ser humano, ya que éste alcanzará un premio o un castigo según sus
merecimientos durante tránsito terrenal. El budismo no admite dioses ni vida
eterna en el mismo sentido que las religiones judeocristianas, pero tampoco
escapa a la esperanza de otra vida después de la muerte mediante la reencarnación.
Por tanto, para el creyente, sea cual sea esa creencia, la vida es solo un
tránsito, y su sentido está más allá de la vida misma: procurar que nuestras
obras, nuestros pensamientos y nuestros anhelos se adapten a un determinado
código para, después de la muerte, alcanzar otra vida en la cual, si hemos
cumplido, disfrutaremos del bien absoluto en sus distintas versiones.
Para el no creyente es más difícil encontrar un sentido a la
vida. Si como afirma la ciencia no existen dioses creadores, el universo y la
vida surgieron por azar, no hay un más allá y nuestra conciencia es solo una
consecuencia biológica de la evolución, la vida humana no tiene más sentido que
la de un chimpancé. Pero esta proposición es difícil de aceptar y ha sido uno
de los problemas que más han preocupado a los filósofos. Para Albert Camus
juzgar si la vida merece la pena vivirla es responder a la pregunta fundamental
de la filosofía. El dilema es por tanto suicidarse o no. Para Heidegger, el
hombre habita el mundo, que es su morada, y lo organiza de acuerdo con sus
proyectos y decisiones, en cambio el animal, se limita a corretear por el
mundo. Nietzsche se acerca a Epicuro y propone hallar el sentido de la vida
realizando lo que a uno le hace feliz, de tal manera que si volviera al pasado
volvería a hacer lo mismo, creando así un bucle infinito que confirma el
acierto de nuestros actos respecto a nuestra razón. Es más racional la visión
de Wittgenstein: “Nosotros sentimos que incluso si todas las posibles
cuestiones científicas pudieran responderse, el problema de nuestra vida no
habría sido más penetrado”. “La explicación del sentido del mundo debe quedar
fuera del mundo [...] sólo podríamos decir cosas sobre el mundo como un todo,
si pudiésemos salir fuera del mundo, es decir, si dejase de ser para nosotros
el mundo".
A menudo el hombre encuentra dramático que la vida pueda no
tener sentido. Este pensamiento le angustia, porque parece forzoso que la
inteligencia humana, muy superior a la de otros animales, no sea un hecho fortuito
en la naturaleza. Y si lo es, habría que plantearse, como Camus, si merece la
pena vivir una vida sin sentido. Para John Gray esa frustración nace de la
deprivación de un cristianismo que todavía no hemos conseguido superar. Durante
siglos la Iglesia se ocupó de responder a esta preguntas y sus dogmas
influyeron no solo en la filosofía sino también en la ciencia incipiente.
Revolucionarios hallazgos científicos, las leyes de Newton, por ejemplo, no
eran sino el refrendo de la obra de Dios. En el Renacimiento y después en La
Ilustración se produjo una escisión, una rebelión frente al poder religioso,
sustituyendo la fe por la razón y la teología por la ciencia. Así surgió el
humanismo, un movimiento que renunciaba Dios, pero aceptaba la supremacía del ser humano como especie
capaz de ser dueña de su destino, lo cual no era sino una versión secular del
cristianismo (Gray). El hombre seguía siendo el rey de la creación (aunque nada
hubiera sido creado) y su privilegiada inteligencia construía esa abstracción que llamamos
progreso. Si se descarta el premio después de la muerte, el sentido de la vida
hay que buscarlo en la vida misma. Para Carlos Marx, por ejemplo, el sentido de la vida está en la lucha, tanto
la individual o personal como la social, por la redención del hombre de toda
forma de esclavitud y explotación. Jaspers cree que el sentido de la vida solo
es válido en una dimensión subjetiva: es el móvil supremo de la conducta
humana, es la ley que rige la toma de decisiones del individuo en su acción
social e individual. Para Epicuro el sentido de la vida es evitar el dolor, la
cumbre del placer es la simple y pura destrucción del dolor.