miércoles, 14 de diciembre de 2022

LA SOMBRA





Sabía y no sabía que la silueta que veía en la terraza de los vecinos no podía ser una persona. Y sin embargo, su inmovilidad me hacía imaginar vigilantes de la casa, espías acechantes o ladrones camuflados en la oscuridad. Lo comenté con M.

- Qué tonterías dices, está claro que esa sombra es la columna en la que termina la balaustrada.

-¿Y la cabeza?

- ¿Qué va a ser? ¡Una bola de piedra o de cemento!

- No me convences del todo.

- ¿No? Pues mira, el sábado nos han invitado los vecinos a cenar. Podrás comprobarlo por ti mismo.

El sábado, mientras los demás bebían una copa me escabullí a la terraza. La figura estaba allí y pude comprobar que, en efecto, se trataba de un adorno arquitectónico. Me acerqué y posé mi mano sobre la bola de piedra.

- Cuerpo incorpóreo-musité-, admiro tu fidelidad como salvaguarda de esta casa, expuesto a la lluvia y al frío sin moverte de tu pedestal. Yo, desde mi ventana, seguiré pensando en ti como un ser que se esconde en las sombras. Brindo por ti.

Alcé mi copa y me volví rápido hacia la casa temiendo que alguien pudiera haberme visto.

 -Gracias Manuel -dijo una voz a mis espaldas.

 Aterrorizado dirigí la vista al monolito. Nada había cambiado, seguía inmóvil y enhiesto y su cabeza seguí siendo pétrea.

 Achaqué la voz a un instante de obnubilación producido por el licor y me reintegré confuso al grupo de personas. Aún suelo mirar de noche la ventana de los vecinos y, sin yo quererlo, resuena en mi mente aquella voz.

domingo, 2 de octubre de 2022

MONTRESOR REVISITED

 

Adelante, inspector, adelante, tome asiento, por favor. ¿Me creerá si le digo que es la primera vez que un policía entra en esta casa? Sí, en efecto, conozco el motivo de su visita, pero de una manera muy vaga. Cuando me anunciaron telefónicamente su llegada se me dio una explicación muy escueta. Sorprendente, en cualquier caso. ¡Sacar ahora a la luz el fallecimiento de Sergio Rocamora, más de treinta años después! Qué cosa tan inesperada. Espero con ansiedad que me proporcione usted toda la información y me explique por qué han recurrido a mí, aunque esto último no debería extrañarme porque Sergio, que en paz descanse, y yo no solo fuimos socios sino amigos íntimos desde la infancia. 

Ah, ¿no es solo por mi relación con el difunto por lo que me requieren, sino por mis conocimientos de filología? Bueno, inspector, eso eleva mi intriga hasta extremos impensables. Comencemos cuanto antes, dígame lo que quiere saber y le ofreceré todo lo que pueda aportar mi modesta erudición. Jorge Villasante a su disposición, inspector. 

 Me pregunta qué sé yo de la muerte de Rocamora. Lo que sabe todo el mundo. Hace treinta y dos, no, treinta y tres años, un sábado de diciembre se fue él solo a cazar a la finca de "Las Olmedillas", cosa que hacía con frecuencia, y durante la noche se declaró un incendio en el caserón en el que murió Sergio junto con la pareja de guardeses de la finca. En efecto, la identificación de los cadáveres fue difícil porque estaban totalmente calcinados, pero bueno, si no me falla la memoria, creo que identificaron a Sergio por un anillo o una medalla, no recuerdo bien. Sí, era una casona antigua y ardió por completo con gran rapidez, mucho antes de que pudieran llegar los bomberos. Ya puede usted suponer que estos sitios suelen estar alejados de los núcleos de población y además son de difícil acceso. No, no se reconstruyó la vivienda, que yo sepa. Martina, su mujer, no heredó la finca porque existía un litigio contencioso administrativo sobre la propiedad, y ya sabe usted la lentitud de esos procesos. No sé si se resolvería años más tarde, la verdad es que después de la tragedia ya nadie de nuestro entorno volvió a preocuparse de la finca. Ah, dice usted que ahora se está edificando en la finca. Pero esos eran terrenos rústicos, no urbanizables. Sí claro, todo cambia, después de treinta años imagínese. Una urbanización de chalets adosados, lo típico. La laguna cercana es muy turística y seguramente el pueblo vecino se habrá extendido y aquello ya no será un paraje tan recóndito. 

¿Pero cuál es entonces el problema? ¿La bodega? Sí, debía de haber una bodega. Ah, que no se destruyó en el incendio. Qué extraño. Así que al derrumbarse la casa los escombros obstruyeron la entrada y la bodega no se vio afectada por el fuego. Qué curioso, y claro, ahora, al excavar los cimientos ha aparecido la bodega... ¿Qué? ¿Una colección de cuadros valiosos? ¿Y un esqueleto maniatado? ¿Los restos de Sergio Rocamora? ¡Santo Dios! Pero... pero ¿cómo es posible? Identificado por el ADN... claro, claro, entonces no hay duda. Y dice usted que además, colgada del esqueleto había una inscripción... Bueno, bueno, inspector, esto supera todo lo imaginable. ¿Y qué decía esa inscripción? ¡Está escrita en latín! Ya comprendo, me han buscado como experto, para ver si como filólogo puedo arrojar alguna luz sobre el caso, habiendo sido además amigo del difunto. Sí, ahora todo está claro. Por supuesto pueden contar conmigo. Adelante, pues. Estoy impaciente, enséñeme enseguida la inscripción. 

 ¡Oh, oh, esto es increíble! Disculpe mi alborozo, inspector, no me estoy burlando de nadie, es que esto es...es asombroso. Esta leyenda: Nemo me impune lacessit es famosa. ¿Nadie la ha reconocido? ¿Nadie ha mencionado a Edgar Allan Poe? Nemo me impune lacessit, es decir: Nadie que me insulta queda impune. ¡Es el lema del escudo de Montresor! Vuelvo a pedirle perdón por mi excitación, en un momento se lo explicaré todo. Veamos, el cuento se titula... porque usted seguro que conoce al escritor, a Edgar Allan Poe, ¿verdad? El autor de "Los crímenes de la calle Morgue" o de "El corazón delator". Lo conoce pero no ha leído nada suyo, no importa, no importa, se lo explicaré en pocas palabras y lo entenderá todo perfectamente. Bien, como le decía, el cuento se titula en inglés "The cask of Amontillado" y se ha traducido al español como "El barril de Amontillado", aunque algunos prefieren traducir tonel en vez de barril, en fin, da lo mismo, es una disquisición un poco tonta. Digamos "El barril de Amontillado". Bien. "El barril de Amontillado" es la historia de una venganza y un crimen atroz. Deliberadamente Poe omite toda precisión sobre tiempo y lugar. Hay algunos indicios, no obstante. En un momento Montresor desenfunda la espada, lo cual nos sitúa probablemente en el siglo XVIII o XIX; y ocurre en Italia, desde luego, o al menos eso sugiere el empleo repetido de la palabra palazzo, y dado que la acción transcurre durante la celebración de un Carnaval, podría conjeturarse que nos hallamos en Venecia. 

Pero todo esto son especulaciones bibliográficas de poco interés en este asunto. La trama del relato es la siguiente: Montresor es un noble que ha sido humillado -al parecer de manera continuada- por Fortunato, un personaje con el que, sin embargo, mantiene una relación social. Para vengarse, Montresor idea una forma terrible de asesinar a Fortunato. En la confusión del Carnaval encuentra a su enemigo, que está ebrio, y le dice que ha adquirido un barril de una reserva muy rara de Amontillado, pero no está seguro de su autenticidad y apela a Fortunato, que presume de ser experto en vinos, para que se lo confirme. Para ello le conduce a la cripta de su palazzo, o catacumbas en alguna traducción, y tras atravesar intrincados pasadizos, sin dejar de trasegar diversos vinos, llegan a un nicho donde supuestamente se encuentra el barril. No le es difícil a Montresor encadenar al muro al casi inconsciente Fortunato y acto seguido comienza a tapiar el nicho con las piedras y la argamasa que tenía preparadas a tal efecto. Fortunato pide auxilio, pero su amigo le previene que nadie oirá sus gritos. Insistentemente pide ser liberado y, quizá enloquecido, se ríe y felicita a Montresor por "su fantástica broma". Cuando apenas queda un resquicio para concluir la pared se escucha la escalofriante súplica del condenado: "¡Por el amor de Dios, Montresor!" A lo que el asesino, con terrible frialdad, responde: "Sí, por el amor de Dios." Y a continuación coloca la última piedra.

 ¡Es extraordinario, inspector! ¡Puede verse con claridad que alguien asesinó a Sergio Rocamora siguiendo el guion del cuento de Poe! Asombroso, asombroso. Quien cometió este crimen no era un vulgar sicario, eso está claro. Dice usted que si el criminal imitó la estrategia de Montresor, también sus motivos podrían haber sido los mismos, es decir, alguien que durante largo tiempo hubiera sido humillado por mi antiguo amigo. Pues sí, estoy de acuerdo. Eso es lo que da a entender la inscripción latina. Todo esto es fantástico, inspector. No sabe cuánto me agrada que hayan solicitado mi opinión. ¿Que quién pudo haber sido humillado por Rocamora? De nuevo le pido disculpas, no he podido evitar la risa. Yo volvería la oración por pasiva: ¿quién no fue humillado por Sergio Rocamora? Fue un déspota en todas sus acciones, un hombre que amasó su fortuna mediante el fraude y la estafa, causó la ruina de muchos de sus presuntos amigos y siempre se rodeó de aduladores. Todo en Sergio era deplorable y sin embargo, fíjese, consiguió brillar en sociedad, porque, a qué negarlo, poseía un enorme atractivo personal. Solo sus íntimos sabían de qué calaña era Sergio Rocamora. Claro, usted se preguntará cómo es que yo fui amigo y colaborador de semejante monstruo. No sé, a veces la vida le lleva a uno por caminos impensables. Verá, él, cuando era joven, no era así o al menos no lo manifestaba con claridad. En efecto, fuimos compañeros de colegio y cultivamos una amistad que duró muchos años. Sí, fueron tiempos felices, debo reconocerlo, si bien es verdad que Sergio estableció jerarquías desde el principio: siempre era el mandón del grupo, el jefe de toda pandilla que se organizaba. En la universidad dejamos de vernos algunos años. Un día nos reencontramos en un teatro y pareció alegrarse mucho de volver a verme. Quedamos un día para comer, charlamos de viejos tiempos y al saber que mi situación económica era endeble me ofreció de inmediato trabajo en sus empresas. En fin, terminé por convertirme en su secretario, conociendo como es lógico cuáles eran sus manejos y como trataba a la gente. ¿Qué miré hacia otro lado? Pues sí, debo confesarlo, me acababa de casar y mi esposa y yo estábamos llenos de proyectos que junto a Sergio podríamos realizar. Y así siguió mi vida, incluso aguanté cuando empezó a humillarme en público por no ejecutar debidamente sus órdenes. Terminó por sustituirme por una persona más joven y no me dejó sin trabajo por los restos de compañerismo que supuestamente persistían entre nosotros. En fin, todo pareció terminar con el incendio de “Las Olmedillas”, pero su relato me llena de desconcierto. ¿Qué pudo ocurrir realmente aquella noche fatídica? 

 ¿Otros sucesos? Bueno, es natural, me he limitado a hacer un resumen de la vida de Rocamora y, claro, se podrían añadir otros hechos. ¿La relación de Sergio con mi mujer? Sí…es cierto, no lo he mencionado… compréndame, son sucesos muy dolorosos que no quería evocar. Pero permítame preguntar, ¿cómo se han enterado de ese asunto? El joven secretario, claro, estaba seguro de que se convertiría en su confidente y cómplice de sus turbias manipulaciones. Bien, le contaré todo: mi mujer se había convertido en la amante de Sergio. Todo el mundo lo sabía menos yo. Comprenda mi desolación, era la mayor humillación recibida. Sí… mi mujer y yo terminamos divorciándonos después de la muerte de Rocamora. Yo no podía soportar aquella mentira. Odié a Sergio por aquello, por todos sus desdenes, le odié como a nadie he odiado, y sin embargo…no le dije nada, seguí a su servicio. Tampoco le dije nada a mi mujer. Sí, reconozco mi cobardía, pero hay momentos en los que la mente se niega a fracasar sin ninguna compensación, cuando está uno hundido en lo más profundo solo puede pensar en la venganza. Sí, inspector, la venganza, una idea trasnochada, romántica en el fondo, un sentimiento que nunca creí sentir. Mis ideas dislocadas no podían pensar en otra cosa y lentamente, con absoluta frialdad, comencé a elaborar mi plan. 

 Lo que va a oír no estaba previsto, aunque en el fondo sabía que terminaría por hablar. En fin, se lo contaré todo. Antes le mentí. Yo conocía la existencia de la bodega y la pinacoteca oculta. De hecho ayudé a Sergio a formar esa colección de cuadros, muchos obtenidos por procedimientos de dudosa legalidad; incluso sospecho que algunos eran robados de algún museo. No había muchos, pero todos de alto valor y firmas reconocidas. Aquella colección fue la pasión secreta de Sergio, no solo por su valor monetario, sino también por su valor artístico; creo que su amor al arte fue lo único fue el único rasgo noble de su persona. Sobre estas bases ideé mi venganza. Aquel fin de semana yo acudí a “Las Olmedillas” junto con Sergio. Durante la mañana él salió cazar, con muy poca fortuna, por cierto, y aproveché para montar el escenario. Después de la comida empezamos a beber whisky en abundancia y pronto comprobé que mi amigo mostraba dificultad para pronunciar las palabras. Era el momento adecuado. Le dije que tenía una sorpresa para él, un nuevo cuadro. Aquello pareció avivar su mirada y me preguntó de qué se trataba. Yo sonreí de manera cómplice y afirmé: un posible Piero della Francesca. Se levantó de un salto y preguntó dónde escondía aquel tesoro. Yo me puse en pie y dije: bajemos a la bodega. 

 Lo que sigue no me parece que sea necesario detallarlo. Puede usted suponerlo. Me limité a seguir el guion trazado por Edgar Allan Poe en “El barril de amontillado”, incluida la inscripción en latín. No fue difícil reducirlo en su estado de embriaguez. Lamenté que Sergio no cumpliera con su papel, cuando estuvo maniatado no gritó “¡Por el amor de Dios, Montresor”!”, sino una sarta inacabable de insultos. Cerré la bodega y prendí fuego a la casa. Allí ardieron Rocamora, sus malditos cuadros e infortunadamente los guardeses. Así pues, inspector, tiene usted delante al autor de aquel crimen, pero antes de que empiece a hablar o actuar como policía, como supongo hará, déjeme decirle un par de cosas. El asesinato de Rocamora ha gravitado sobre mí como una culpa permanente todos estos años. Yo, señor, no soy un asesino, tengo unos principios morales sumamente estrictos, a los que pocas veces traiciono. ¿Por qué le maté? Porque entonces me pareció absolutamente justificado hacerlo, y no solo para vengar mis humillaciones sino también para eliminar del mundo a un hombre perjudicial para la humanidad. ¿Qué yo no era quien para erigirme en ejecutor de ese hombre? Desde luego, totalmente de acuerdo. Pero, créame, no me arrepiento, como no me arrepentiría de matar un mosquito. ¿Los guardeses? Sí, fue lamentable, pero entiéndame, fueron las víctimas colaterales. 

 Ahora debo decirle lo más importante, inspector. Salvo que ocurra un milagro, cosa poco probable, moriré dentro de pocos meses o días. Tengo un cáncer inoperable y estoy invadido por las metástasis. Sobre esa mesa están los informes médicos por si quiere consultarlos. De no ser así, mi actitud habría sido otra y no hubiera confesado tan fácilmente mi delito. Pero me alegro de haberlo hecho y dejar a salvo mi dignidad. Teniendo todo esto en cuenta, debe usted decidir ahora si va a detenerme, por unos delitos que seguramente han prescrito, y si debo hacer frente a una condena que, a mi juicio, no beneficiaría a nadie. O por el contrario dejará que el cáncer acabe definitivamente conmigo. Sea como sea, créame, esta confesión ha supuesto para mí un descargo. Ahora usted tiene la palabra.

martes, 15 de marzo de 2022

El legado de Boscovic

 

 

    


Abre los ojos y la oscuridad no ha desaparecido como quizá ha soñado un momento antes, despierta de nuevo a la noche y su mirada busca con ansiedad la rendija de luz que se filtra bajo la puerta: esa línea amarilla es su único asidero, su única referencia para no perder la noción de las cosas. No sabe cuando es de día ni cuando llega la noche, la tenue luz está allí sin obedecer a un orden prefijado y cuando en algún momento se apaga se llena de tristeza y desconcierto, porque es como si se apagara su última esperanza de no enloquecer. Y cuando al fin reaparece la rendija de luz, siente un agradecimiento profundo que le conmueve y le oprime el pecho y, a veces, hace que sus ojos se llenen de lágrimas. Gracias a esa delgada línea de luz percibe los contornos de la habitación vacía: el catre donde yace, el agujero en el suelo que le sirve de retrete (a veces oye correr el agua bajo el suelo, tal vez para limpiar las inmundicias) y el cordón de luz que pende del techo con una bombilla permanentemente apagada en su extremo. El resto son paredes lisas, esquinas indiferentes. Cada cierto periodo de tiempo -pero no siempre el mismo- se abre un ventanillo en la parte baja de la puerta y alguien introduce un plato de comida y un jarro con agua. Si esta operación se realizase siempre a la misma hora, podría tener un cómputo aproximado de los días, pero ha observado que el ritmo no es regular, por lo que sólo puede medir el paso del tiempo por los periodos en que cae en un sueño intranquilo y desesperanzado. Ha aprendido a dejar el plato y el jarro cerca de la compuerta cuando están vacíos, porque de no hacerlo no recibiría nuevos alimentos. Al principio gritaba durante esos breves instantes que dura el intercambio, con la esperanza de que la persona que supuestamente está al otro lado le oyera y quizá respondiera algo. ¡Cuánto hubiera dado por una palabra o un grito, algo que delatase una presencia detrás de la puerta! Pero ha dejado de gritar, ante el fracaso de sus tentativas, y casi piensa que la entrada de comida la realiza un mecanismo automático.

Vive un silencio lleno de voces. Voces mudas que surgen con
desorden de sus pensamientos. Antes hablaba solo, emitía sonidos, cualquier cosa que rompiera el zumbido constante del silencio, pero también de esto ha desistido porque comprende la inutilidad de esos actos que sólo consiguen causarle tristeza. No sabe por qué está encerrado, pero hay algo que le mantiene alerta e impide que caiga en la desesperación o la locura: sabe que su encierro acabará algún día. Lo dijo el hombre pequeño, vestido de negro, que le interrogó el día que le capturaron: volveremos a hablar, hijo mío. Fue extraño que le llamara hijo, pero en aquel momento estaba demasiado aterrorizado como para sorprenderse y casi lo agradeció, porque aquel término introducía un matiz afectuoso que dulcificaba un poco la situación. Quienes fueran sus raptores conocían sus costumbres. Sabían, por ejemplo, que no conducía y que todas las mañanas un taxi, avisado por teléfono, le recogía a la puerta de su casa. Aquella mañana el vehículo estaba esperándole. Penetró en el coche sin recelar nada y se sobresaltó al comprobar que un hombre estaba sentado en el asiento posterior. Pensó que se había confundido de taxi, pero antes de que pudiera decir una palabra un segundo individuo subió tras él y cerró la portezuela del coche, que arrancó inmediatamente. Sólo entonces inició una protesta temerosa que pronto fue acallada por sus raptores. De manera instintiva se lanzó hacia una de las puertas y forcejeó con la manija, pero antes de hacerlo ya sabía que las puertas del taxi no se abrirían. Luego se lanzó hacia delante y golpeó ridículamente la mampara de cristal que le separaba de los asientos delanteros, hasta que comprendió que toda resistencia sería inútil. Los hombres le dejaron hacer y el conductor no se inmutó, ni siquiera volvió la cabeza. Los dos hombres permanecían silenciosos y sus rostros reflejaban indiferencia. Procurando dar a su voz una firmeza que no sentía se dirigió a ellos en busca de alguna explicación, pero los dos sujetos no se dignaron a contestar.

Al principio miró por la ventanilla reconociendo el trayecto. Luego el vehículo se internó en un laberinto de callejuelas desconocidas y se sintió perdido. Salieron de la ciudad por una carretera estrecha y se internaron en un paraje boscoso. El coche se detuvo ante una gran casa rodeada de árboles, parecía ser una antigua mansión con signos de deterioro. Al descender del coche sus guardianes se mostraron activos por primera vez, le sujetaron los brazos y le llevaron al interior. No intentó huir. Hacía rato que había abandonado toda resistencia y sólo le consolaba el no muy razonable convencimiento de que no lo iban a matar de inmediato. Antes se produciría, al menos, una mínima explicación. Alguien le diría de qué se trataba: un rescate, un cumplimiento, una delación, cualquier cosa que justificase el apresamiento. En esto confiaba y por ello su miedo era más soportable. Le condujeron a una habitación que parecía un despacho o una biblioteca, de techos altos y muebles antiguos. Los dos sujetos permanecieron de pie junto a la puerta y poco después penetró en la estancia un hombre pequeño, de pelo escaso y gris, totalmente vestido de negro, que caminaba deprisa y movía nerviosamente las manos. Se paró ante el cautivo y su rostro reflejó una expresión preocupada.

- Querido Jaroslav, perdona el procedimiento utilizado para traerte hasta aquí –dijo con voz aguda y entonación amable-, pero comprende que era necesario. Siéntate, por favor. Ponte cómodo –le indicó uno de los sillones y él tomo asiento en otro sillón.


- Usted se equivoca, mi nombre es... –dijo el prisionero, acometido por una súbita excitación.

- Lo sabemos, lo sabemos –interrumpió el hombrecillo agitando las manos-. Sabemos cual es tu nombre actual. En realidad sabemos todos los nombres que has utilizado desde tu huida. Por favor, Jaroslav, no perdamos el tiempo con esas cosas.

- ¡Pero yo no me llamo Jaroslav! Están cometiendo una equivocación. Puedo demostrarlo, yo...

El hombrecillo movió la cabeza con abatimiento.

-Es un contratiempo, yo esperaba... Pero en fin, tu actitud es comprensible, aunque poco práctica. No olvides que yo te conozco, Jaroslav – dijo con tono suplicante-. ¿No podríamos acabar con esta comedia?

- ¡Le aseguro que se confunde! ¡Yo a usted no le he visto en mi vida!

- ¿Ni siquiera el recuerdo de Boscovic te haría cambiar? –insistió el hombre de negro.

- ¿Quién? – gritó el prisionero-. ¡Esto es una locura! Me habla de personas que desconozco. ¡Me han secuestrado, me han traído aquí a la fuerza! ¡Los denunciaré, le juro que los denunciaré! ¡Y todo por una maldita confusión! ¿Sabe lo que voy a hacer? Marcharme. Me voy de aquí y espero que no me impidan salir.

Al tiempo que hablaba se dirigió con resolución hacia la puerta, pero los dos hombres le cerraron el paso. Entonces sí ofreció resistencia: gritó y forcejeó con todas sus fuerzas, aunque finalmente fue reducido y obligado a sentarse de nuevo.

-Ya veo que es imposible –dijo el hombrecillo abatido-. No importa, te daremos tiempo para pensar. Volveremos a hablar, hijo mío.

Volvió a resistirse y a gritar, pero los dos hombres le sujetaron con fuerza e ignoraron sus voces. Le arrastraron hasta una escalera interior que descendía hasta un sótano oscuro en el que podían adivinarse varias puertas. Una de ellas era su celda.


No tiene conciencia clara del tiempo transcurrido, pero está casi seguro de que han pasado más de tres días. Al menos el ventanillo de la comida se ha abierto más de tres veces. No es fácil conservar la calma, pero ha descubierto que confía ciegamente en las palabras del hombre de negro: ha prometido que volvería a hablar con él y esa esperanza le ayuda a soportar la soledad. No sabe por qué está prisionero. Ha tenido tiempo sobrado para enumerar todas las posibles causas y por uno u otro camino siempre llega a la misma conclusión: le han confundido con alguien llamado Jaroslav. No parece un secuestro. Sus captores no se han comportado de la forma esperada en un caso así. No le han dicho: tendrás que pagar esta cantidad a cambio de tu libertad, vamos a ponernos en contacto con tu familia. O algo similar. Pero quizá no se informa de estas cosas al secuestrado. No lo sabe. No sabe nada y por momentos bordea la desesperación; otras veces le invade una inesperada quietud, una resignación ante lo inevitable que casi siempre le conduce al sueño.

Oye la voz y cree que suena en su cabeza, pero enseguida advierte que procede del techo. Su corazón empieza a latir aceleradamente y fuerza la vista tratando de localizar un lugar preciso. Se da cuenta de que la voz viene de un altavoz, lo denuncia el timbre metálico, y que es una mujer quien habla.


- ¿Puedes oírme? ¿Estás despierto?

- ¡Sí, sí! – apenas le sale un hilo de voz. Carraspea, se aclara la garganta, repite en voz más alta -: ¡Sí, la oigo!

- ¿Me escuchas? ¿Puedes oírme?

- ¡Sí, sí, la oigo, la oigo perfectamente!

La voz desaparece y es remplazada por el hormigueo eléctrico del altavoz. El cautivo grita, se desespera, se acerca a la puerta y golpea inútilmente. Ha sido el primer contacto después de mucho tiempo y su estabilidad se resiente. Instantes después vuelve a oírse la voz.


- ¡Hola! ¿Puedes oírme?

- ¡Sí, sí, puedo oírla! ¡No se vaya, por Dios!

- Ah, muy bien. Ahora yo también te oigo. Antes no te oía. ¿Cómo te encuentras?

- No muy bien... ¡Quiero salir de aquí! ¡Quiero saber qué está pasando!

- Lo comprendo, saldrás a su debido tiempo y se te informará de todo.

-¿Por qué me retienen?

- Deberías saberlo, Jaroslav.

- ¡Jaroslav! ¡Le aseguro que ése no es mi nombre! ¡Créame, por favor! ¡Aquí hay un terrible error! Se lo dije al otro hombre y no me quiso creer.

- Está bien, tranquilízate. Te llamaré Ismael, si lo prefieres.

- ¡Sí! ¡Ése es mi nombre!

- Ya. Y Terence, y Kurt, y Stephen. ¿No te suenan esos nombres?

- No, en absoluto. No sé de qué me habla. ¿Quién es usted? ¿También se supone que debo conocerla?

- No, yo soy Loreli.

- Escúcheme, por favor, Loreli. Aquí hay una confusión terrible, un problema de identidad. Yo no soy ese Jaroslav, pero ya veo que por más que insista no me van a creer. Muy bien. Dígame que es lo que pretenden que Jaroslav haga o diga y, si está en mi mano, procuraré complacerles. Lo único que quiero es salir de aquí.

- Esa actitud es razonable –dice la mujer tras unos segundos-. Transmitiré tu propuesta. Ahora, adiós.

- ¡Espere, no se vaya! –grita inútilmente.


La voz se apaga y el prisionero vuelve al silencio. Está lleno de una excitación indescriptible. Quisiera retener la comunicación con la voz y grita descontrolado llamando a la mujer, pero no hay respuesta. Se deja caer en el camastro y rememora punto por punto la conversación. Presiente que algo ha cambiado. Quizá su liberación está cercana. Es una conclusión precipitada, lo sabe, la voz puede no volver, pero le es imposible pensar de otra manera: esa voz significa que no le han olvidado. Y algo más: sean quienes fueren sus secuestradores, quieren algo de él, algo que ignora, pero mientras ellos lo esperen, mientras no decidan renunciar, seguirá vivo. Debe fomentar la creencia de que él sabe algo y no insistir en la confusión. ¿Pero cómo podría engañarlos si en realidad no sabe nada? ¿Cómo fingir lo que no es? ¿No serán más crueles si al final descubren el engaño? Pero no hay alternativa. Poco puede hacer el prisionero salvo estar preparado. Todo depende de una futura conversación, de un encuentro que no sabe si se producirá.

Despierta sobresaltado. Hay una luz cegadora. Se incorpora, mira sin ver. La puerta está abierta y percibe la silueta de de un hombre. Siente un pánico repentino, como si le asustase la luz y se sintiera más seguro en la oscuridad. El hombre dice:

-Acompáñeme, por favor.

Está de nuevo en el despacho, esta vez sin vigilancia. Se mueve nervioso sin atreverse a sentarse. No hace nada, espera. Los días de cautiverio han minado su resistencia, se siente como un guiñapo. Su corazón late apresurado y percibe la inminencia, no sabe si su estratagema dará resultado, pero algo va a ocurrir. Se abre una puerta y vuelve aparecer el hombrecillo vestido de negro. Tiene el semblante serio. Luego entran tres personas más, todos son hombres. Hay un largo silencio, después el hombrecillo se sienta y dice con voz dulce:

-Acomódate, Jaroslav. Siento muchísimo tu encierro, pero no tenía otra opción. ¿Estás dispuesto a hablar?

El prisionero se sienta, mira al hombre de negro y siente que de pronto le invade una extraña tranquilidad. Piensa que es inútil fingir, lo que suceda ya no está en sus manos, solo quiere llegar al final.

-Señor –dice con calma-, no ha cambiado nada, sigo pensando que todo esto es un error. No soy quien usted cree. No obstante, intentaré responder a todas las preguntas que usted me haga.

Los ojos del hombrecillo brillan con intensidad. Tiene un libro en la mano y se lo entrega al prisionero.

- Gracias, hijo mío. Por favor, antes de hablar lee en voz alta la última línea de la última página de este libro.

Sorprendido, el prisionero abre el libro, busca la página y con voz serena lee:

- “Lo he grabado en las colinas, y mi venganza, sobre el polvo dentro de la roca”.

    En ese momento Jaroslav recupera la memoria.


Nota: La frase leída es la última línea de la última página de “Las aventuras de Arthur Gordon Pym”, de Edgar Allan Poe.