jueves, 10 de abril de 2014
Verano del 59
El año en que Carlos conoció a
Isabel, Fallet de Mar era un pueblo pequeño y desconocido, bañado por un suave
mar azul. No verde, ni azul verdoso, ni gris, sino azul como el mar azul de las
geografías, diría años más tarde el propio Carlos en una de aquellas cartas
pretendidamente literarias que solía escribir a los amigos o a las chicas que
intentaba deslumbrar. Jorge Remesal, que lo conocía de antiguo, decía que
aquella fue su etapa de impacto mediterráneo y que fue entonces cuando comenzó
a amar el mar. Mucho después habría intentado recuperar esa exaltación oceánica
en otras playas -como un elemento más de la obsesiva recapitulación de momentos
de plenitud a que se había entregado - sin lograr revivir aquella primitiva e
irrepetible sensación, sea porque la vida cambia nuestra forma de percibir las
cosas, sea porque los paisajes también cambian y mueren con el paso del tiempo.
Entonces los veranos eran largos y uno llegaba a olvidarse de Madrid, y al
regresar, las personas y las cosas nos parecían extrañas y alejadas. Fallet era
un puñado de casas blancas encaramadas en un promontorio que se adentraba en el
mar como la proa de un navío. Había una plaza en la parte alta donde se
celebraban las fiestas del Carmen, con fuegos artificiales y baile hasta la madrugada
y había una montaña protectora, cercana y distante, que estaba siempre presente
en nuestros días. Hacia el norte, el pueblo descendía con suavidad hasta el mar
a través de un entramado de callejas que se extinguía en la playa de La
Asunción; hacia el sur finalizaba de modo abrupto en un semicírculo de
acantilados y allí, al socaire de la roca, se había construido un mirador,
lugar obligado para turistas y cobijo de parejas en las horas oscuras. Muchas
noches vimos allí amanecer escuchando el fragor de la espuma.
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