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"El mundo en sus manos" (Raoul Walsh, 1952) |
Los medios nos ofrecen, de vez en cuando, una lista de las
10 mejores películas de la historia, elaboradas con un criterio de selección
muy variado: pueden reflejar una votación popular, la estimación de los
críticos, la de un grupo de directores, etcétera. Estas listas difieren casi
siempre unas de otras, y la misma clasificación varía de un año a otro; pero
también suele ocurrir que dos o tres películas coincidan en casi todas las
clasificaciones. Por ejemplo, "Ciudadano Kane" ha sido durante años
la mejor película de la historia, y a veces me he preguntado si se debía a sus
indudables valores cinematográficos, o a que los confeccionadores no se
atrevían a quitarla de las listas.
En los años 60, por poner otro ejemplo,
dentro de los entornos culturales, nadie
se atrevía a menospreciar el cine de Ingmar Bergman -una mezcla de surrealismo
y filosofía críptica-, devoción que se ha diluido con el paso del tiempo. A
quien esto escribe no le duelen prendas en reconocer que en su día militó entre
los adoradores de Bergman. "Casablanca" (Michael Curtiz, 1942),
película mítica donde las haya y
presente en casi todas las listas, fue, en principio, un film propagandístico,
ya que se rodó en plena guerra. Los guionistas no se entendían entre sí, ni el
director con ellos, por lo cual la acción de la película cambió de sentido
varias veces, hasta el punto que Bogart
y Bergman no supieron hasta el último momento si al final se iban juntos o Rick
se quedaba. Esta obra, bien valorada en su momento, cayó en el olvido hasta que
en los años 60-70 se convirtió en una película de culto y sigue siéndolo en
nuestros días. Contribuyó a ello que Woody Allen le hiciera un homenaje en
"Sueños de seductor".
¿Quiere esto decir que, a pesar de las discrepancias, hay
películas inmortales que no envejecen con el tiempo? Yo diría que hay obras que
han conseguido conmover a sucesivas generaciones, pero creo que el motivo de
admiración ha sido diferente en cada generación. Aunque haya sentimientos
universales y posiblemente intemporales como los arquetipos que expresaron
Sófocles o Shakespeare, la forma de vivir estas sensaciones cambia con el
tiempo y con la expansión de la cultura. Y muchas veces esta translación se
hace con acierto, como, por ejemplo, la actualización del tema de Romeo y Julieta
en la película "West side story".
Pero lo que no entiendo es la
idolatría indiscutible de la que gozan algunas películas, fomentada por
críticos pedantes que temen ser tachados de incultos. Hace años fui a ver
"El acorazado Potemkin", convencido de que no haber visto esa
película era un pecado mortal para un cinéfilo. No dije entonces pero digo
ahora, que el film ruso no me produjo ni frío ni calor; ni siquiera la
archiconocida secuencia de la escalinata de Odessa me pareció tan magistral, y
desde luego menos divertida que el remake de Brian de Palma en "Los
intocables de Elliot Ness". Un ejemplo más moderno es "Vértigo",
de Alfred Hitchcock, película a mi juicio sobrevalorada, llena de trampas e
inconsistencias, que no hubiera alcanzado el Olimpo de no haber sido
santificada por Truffaut. La película "Matar un ruiseñor" (Robert
Mulligan, 1962) y la novela homónima de Harper Lee, en la que se inspira el
film, tuvieron un éxito arrollador porque salieron a la luz en el momento
álgido de la defensa de los derechos civiles en EEUU. Si "Matar un
ruiseñor", la película, sigue pareciéndome excelente, no es porque sea
anti racista, sino por los valores humanos que encarna y la descripción maravillosa
de la niñez en un pueblo perdido. (Lo que han hecho ahora con el libro de
Harper Lee, publicando un infumable refrito, es de juzgado de guardia).
El cine, como la literatura, la pintura o cualquier forma de arte, puede producir
obras maestras, pero esto solo sucede si, en cada momento del tiempo, esa obra consigue
conmover a diferentes personas con diferentes formas de enfrentar el mundo.