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Gabriel y su sobrina |
Pedro,
otro de los médicos, me invita a cenar a su casa. Me pide que le sustituya
otros dos meses cuando termine lo de Martín. Quiere aprovechar para operarse de
hemorroides. No sé qué contestarle. En principio yo contaba con estar fuera de
Madrid solo dos meses, he dejado cosas pendientes y no quiero alejarme del
Hospital Provincial. Le digo que tengo que pensarlo. Pedro es buena persona y
buen médico. Al día siguiente, al recoger el correo, veo una carta que me
sobresalta. Reconozco la letra de mi ex novia. ¿Cómo ha podido encontrarme?
Esa
noche le leo algunos poemas a Antonio. No le hablo de ella, pero él adivina que
hay alguien detrás de esos versos atormentados. Le gusta lo que escribo, no por
su corrección formal, supongo, sino por la intensidad. Me riñe. No quiere que
emplee expresiones escabrosas, como "enterrar el semen frio de mi
esperanza", o "despertar de un mal sueño absurdamente potente".
No lo dice por moral, claro, sino por delicadeza literaria. No contesto a la
carta. Sigo mi rutina.
Veo una
señora muy bien vestida en la sala de espera. Al salir un paciente se me
acerca:
-
Doctor, ¿puedo hablar un momento con usted? Soy la señora de Santos.
José
Santos es el notario. No lo conozco, nadie me lo ha presentado. Le digo que
pase.
-
Doctor, vengo a hablarle de los testículos de mi marido.
Me
aguanto la risa y voy a
visitar al notario. Un hombre grueso, con poco pelo y un bigote como una línea
de hormigas. Es simpático, sabe tratar a la gente. Nos tuteamos enseguida.
Pasamos a una habitación, donde no entra su mujer, y examino sus testículos.
Una orquitis clara. Le toco el cuello y le pregunto si ha padecido paperas. Me
dice que sí. Las orquitis y las paperas suele producirlas el mismo virus, pero
no siempre. Le receto antiinflamatorios y le recomiendo que use un suspensorio
mientras tenga inflamado el escroto. Me paga en metálico. La misma cantidad que
cobran los otros médicos
Además
de con el grupo de Antonio me relaciono con Lucas, el hijo del farmacéutico,
que es de mi edad y acaba de terminar la carrera. Es el único que tiene coche,
un 600, al que ha cubierto de pegatinas deportivas. A veces vamos a bañarnos,
junto con otros chicos, a un embalse cercano. Por la tarde paseamos por la
alameda con las chicas del pueblo. Pasear por una calle, arriba y abajo, por un
parque o por un paseo, era muy frecuente en los pueblos y ciudades pequeñas.
Era una forma de acercamiento entre chicas y chicos cuando no existían
discotecas o lugares de encuentro. Recuerdo una niña que siempre se ponía a mi
lado y me sonreía. Pero no estaba yo para escarceos.
La
segunda carta de mi ex novia llega una semana después. Piensa que voy a volver
pronto a Madrid y quiere que nos encontremos. Hablo con Antonio, se lo cuento
todo. No sé qué razones le doy ni cómo justifico mi actitud, soy incapaz de recordarlo. Todo gira en torno a la
destrucción, al amor que destruye, es la única idea a la que puedo aferrarme,
la única que me explica a mí mismo. Antonio me pregunta si mi decisión de cortar con ella estaba justificada. Le digo que sí. Él mueve la cabeza y me dice: aguanta. Al día siguiente le digo a Pedro que le
sustituiré otros dos meses.
Antonio
me ofrece dar una clase de Ciencias Naturales en su academia. Acepto. Insiste
en pagarme un modesto salario. Lo rechazo, le digo que si me paga no doy clase.
La vida es rutinaria en Bailén, pero no me quejo. Me estoy serenando.
De vez
en cuando algo se sale fuera de lo común. Me despierta temprano Gabriel:
-
Venga, por favor. No conseguimos que Don Antonio se despierte.
Entro
en la habitación de Antonio, le tomo el pulso. Es lento, pero regular. Le
sacudo. Imposible despertarlo. Su aliento huele a alcohol. Entonces veo en el
suelo una caja de barbitúricos. Examino el blíster: faltan tres comprimidos.
Bueno, no es una dosis alta. No hace falta hacer nada extraordinario. Le dejo
dormir y digo a los de la pensión que lo vigilen y me avisen si es necesario.
Duerme varias horas más. Cuando despierta, me siento en su cama y agito la caja
de barbitúricos delante de sus narices.
- ¿Qué
pretendías?
-
Descansar.
-
¿Descansar para siempre?
Sonríe.
- No
hubiera estado mal. Pero hubiera tenido que tomarme todas las pastillas.
Estoy
cabreado.
- Oye,
si te quieres quitar de en medio, hazlo. Pero espérate a que me marche de
Bailén.
Sigue
la rutina. Un día pasa por Bailén un obispo y se detiene para saludar a
Antonio. No sabía que los obispos podían ser tan jóvenes. Es un tío guapo de
unos 50 años. Se encierra a hablar con Antonio en el comedor. Luego se reúne
con todos, la gente de la pensión le ofrece un aperitivo. Más tarde hablo yo
solo con el obispo, no sé cómo, pero hablo a solas con él. Le digo que no tengo fe.
- Le ocurre a muchas personas -me dice.
- ¿Qué
hay que hacer?
- Nada.
La fe no es algo que pueda ejercitarse. Se tiene o no se tiene.
- Un
sacerdote me dijo que rezara mucho, que comulgase con frecuencia. Pero no puedo
hacerlo.
- Ni
debes. Comulgar, ir a misa, rezar, sería una hipocresía hacerlo si no lo
sientes dentro de ti. Simplemente, espera. Sé honesto. Si algún día necesitas
volver a creer, lo sabrás.
No
volví a ver a aquel obispo ni recuerdo cuál era su diócesis.