lunes, 11 de noviembre de 2013
Relato de Vicente (Fragmento de mi novela inédita "Los Espejos Rotos")
Pero yo también he sentido el
amor, ese amor que te ablanda los sentidos y corta tu respiración cuando
contemplas a la persona amada. Es una vieja historia que os contaré si queréis
que lo haga y si no me lo impide esta botella que me he propuesto vaciar,
aunque no sé muy bien si ya os la he contado antes, pero qué importa, la misma
historia es diferente según los días. Esto lo decía mi abuelo, que gustaba de
contar historias perversas a sus nietos con gran disgusto de mi madre. Gran tipo
mi abuelo, se divertía relatando obscenidades a los niños, que no eran
obscenidades aunque entonces lo pareciesen. Eran retazos reales o inventados de
su propia vida. Solía contar siempre la misma historia, aunque cada vez la
aderezaba de un modo distinto, introduciendo nuevos personajes y
acontecimientos, e incluso variaba el final, y cuando se lo hacíamos notar nos
miraba con sorna y decía que las historias, como las personas y las nubes, son
diferentes según los días. Pero a lo que voy, hace años yo estaba en la legión,
no me preguntéis cómo ni por qué, esa es otra historia, pero como digo, me
había enrolado en la legión y estaba en África, en el Sahara Español para ser
exactos.
La vida en el tercio era dura y cruel, aunque a mí no me lo parecía tanto, en aquella época los moros estaban tranquilos y existía una cierta relajación de la disciplina. Las únicas peleas eran entre nosotros mismos y se castigaban con severidad. Cuando estábamos de permiso íbamos al pueblo más cercano para emborracharnos y acostarnos con unas moras divinas que ejercían desde muy jóvenes la prostitución. Aquella vida no me parecía tan mala: no tenía uno nada en que pensar, la comida era abundante, las mujeres fáciles, lo único que se me pedía era obediencia y ni siquiera sabían quién era yo, porque me había alistado con un nombre falso. Las cosas se jodieron con la llegada de aquel tenientillo. Había habido otros antes que él: lechuguinos imberbes recién salidos de la academia que pretendían ganarse el respeto de aquella ralea. Pero éste era más cabrón, disfrutaba humillando a sus subordinados, solía golpearlos con una fusta que llevaba siempre consigo, igual que unas botas altas de montar, para que todo el mundo supiese que pertenecía al arma de caballería.
La vida en el tercio era dura y cruel, aunque a mí no me lo parecía tanto, en aquella época los moros estaban tranquilos y existía una cierta relajación de la disciplina. Las únicas peleas eran entre nosotros mismos y se castigaban con severidad. Cuando estábamos de permiso íbamos al pueblo más cercano para emborracharnos y acostarnos con unas moras divinas que ejercían desde muy jóvenes la prostitución. Aquella vida no me parecía tan mala: no tenía uno nada en que pensar, la comida era abundante, las mujeres fáciles, lo único que se me pedía era obediencia y ni siquiera sabían quién era yo, porque me había alistado con un nombre falso. Las cosas se jodieron con la llegada de aquel tenientillo. Había habido otros antes que él: lechuguinos imberbes recién salidos de la academia que pretendían ganarse el respeto de aquella ralea. Pero éste era más cabrón, disfrutaba humillando a sus subordinados, solía golpearlos con una fusta que llevaba siempre consigo, igual que unas botas altas de montar, para que todo el mundo supiese que pertenecía al arma de caballería.
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