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AMSTERDAM,
9 DE SEPTIEMBRE
El
señor Osborne pensó que las bicicletas mantenían el espíritu de la ciudad tanto
o más que los canales. Amsterdam es una de esas ciudades cuya fisonomía cambia
poco con el paso del tiempo y el señor Osborne se dejó ganar moderadamente por
la nostalgia. En la estación central tomó un tranvía que en pocos minutos le
dejó en la Plaza del Damm, y allí se dirigió a una de las múltiples agencias
que organizan recorridos turísticos por el Zuiderzee. Compró su boleto, como un
turista más, y se arrellanó en su asiento hasta que el ómnibus inició la
marcha. Un guía explicaba en dos idiomas las curiosidades históricas y
geográficas del terreno que recorrían, sin olvidarse de recomendar a los
excursionistas la adquisición de cerámica en Delf o quesos en Alkmaar. En cada
pueblo, el señor Osborne participó colectivamente en el recorrido y escuchó con
atención las explicaciones del guía. Sin embargo, al llegar a Volendamm, se
apartó discretamente del grupo; el pueblo estaba en fiestas, sonaba música en
las calles y muchas personas se ataviaban con trajes regionales. Le fue fácil
confundirse entre el gentío y dirigirse a una zona menos transitada.
Apresuró
el paso, tomó una callecita estrecha y en poco tiempo alcanzó la periferia del
pueblo. Sin titubear, subió los peldaños de entrada de una casa baja rodeada de
un pequeño jardín y golpeó la puerta. Enseguida apareció un rostro en la
ventana y el señor Osborne saludó con una inclinación de cabeza. El rostro
desapareció tras los visillos y poco después un hombre joven le franqueó la
puerta.
-Me
envía De Haan -dijo escuetamente el señor Osborne.
El
individuo no hizo ningún comentario, desapareció en el interior de la vivienda
y regresó con un paquete alargado metido en una bolsa de plástico. A cambio, el
señor Osborne le entregó un sobre que el joven guardó sin abrir. El señor
Osborne se despidió con un gesto y regresó en busca de su grupo. Una vez más se
sintió complacido de que sus contactos siguieran funcionando y que las cosas
marcharan con la requerida precisión. El paquete no despertó la curiosidad de
sus compañeros de excursión; a esas alturas, quien más quien menos, todos iban
cargados de recuerdos y regalos.
El
viaje en tren de regreso a Bruselas transcurrió sin incidencias. No era la
primera vez que el señor Osborne hacía ese recorrido y, como en otras
ocasiones, se ensimismó en la contemplación de la planicie que en primavera se
adornaría con los colores violentos de los tulipanes. Llegó a Bruselas sobre
las cinco de la tarde y sin abandonar la estación alquiló un coche; le
contrarió un poco que en la agencia sólo dispusieran de coches nuevos. Por fin
se decidió por un Volvo, al considerar que esa marca no modificaba demasiado el
aspecto de sus nuevos modelos. Firmó el alquiler con el nombre de François
Lambert y advirtió que dejaría el coche en Madrid.
Guardó
el paquete en el maletero y se dirigió al hotel. Subió a su habitación llevando
consigo la bolsa de plástico y llamó con suavidad. Le abrió Silvia y con un
gesto señaló una de las camas. En una cuna transportable dormía con placidez un
niño de pocos meses. A su lado había una bolsa que contenía pañales, biberones
y útiles infantiles de aseo. El señor Osborne se acercó en silencio y contempló
al niño largo rato. Nunca en su azarosa vida había precisado colaboradores de
tan corta edad. La idea del pequeño le había parecido acertada, aun contando
con las numerosas incomodidades que iba a ocasionar; pero una cosa era el plan teórico
y otra muy distinta hacerse caso de aquella cosa diminuta y frágil. Se preguntó
si, después de todo, no estaría al borde de la senilidad.
Miró
a la ecuatoriana con una pregunta pintada en el rostro y ella le devolvió una
sonrisa tranquilizadora.
-He
trabajado antes con niños y sé cómo se maneja un bebé.
El
señor Osborne no dijo nada y se sentó en la cama. Luego habló con su voz
habitual, monótona e indiferente.
-Mañana
emprenderemos el viaje. Lo haremos sin prisa y nos ajustaremos a las necesidades
del niño. Pararemos para alimentarlo a sus horas, para darle agua, para
entretenerlo si llora o para cambiarle el pañal. Somos un matrimonio con su
hijo en viaje de placer. ¿Alguna pregunta?
-No.
-Muy
bien. Espero que la suerte nos acompañe. Pero recuerda esto: no hay mejor
suerte que no cometer errores.
En
ese instante el niño despertó y comenzó a lloriquear.
12
CONCIERTO BARROCO
A
las cinco y cuarto llegamos en dos coches a la calle de Santa Clara, una
estrecha vía del barrio viejo de Madrid. Yo fui con Tracy, en su pequeño
Lancia, y los demás en el viejo Opel de Daniel. Tracy tuvo suerte de aparcar a
unos metros del portal en cuestión; Daniel tuvo que resignarse a estacionar en
doble fila. Se decidió que Tracy y yo entraríamos en la casa y el grupo
esperaría en la calle. Era un edificio antiguo, de cuatro plantas, con macetas
y canarios en los balcones. El portal estaba oscuro y al fondo se vislumbraba
el inicio de una escalera. No había rastros de ascensor. Las placas de la
entrada notificaban la consulta de un callista en el segundo piso, una tienda
de encajes y bordados en el primero derecha, y una sastrería en el tercer piso;
ninguna indicación sobre los Amigos del Barroco. Bajo el hueco de la escalera,
en una reducida caseta de madera, un anciano leía un diario deportivo a la luz
de una débil bujía.
-¿Los
Amigos del Barroco, por favor? -preguntó Tracy.
-Primero
centro -informó el portero sin interrumpir la lectura.
Ascendimos
los desgastados escalones hasta el primer piso. Olía a antigüedad y a pis de
gato. En la puerta del centro no había rótulo alguno, pero se oía música en el
interior. La puerta cedió al ser empujada y transpusimos con resolución el
umbral. Accedimos a una habitación amplia y soleada: a un lado se alineaban
consolas llenas de discos y estanterías con partituras y libros. Sentada tras
una mesa blanca, una rubia muy maquillada nos miró con indiferencia. A su
izquierda había otra puerta de donde provenía la música que escuchábamos. Tracy
preguntó si podíamos echar un vistazo y la rubia asintió con un gesto
reintegrándose a su quehacer, que en aquel momento consistía en limarse las
uñas.
Con
una calma que estaba muy lejos de sentir, me dedique a revisar los discos
mientras Tracy ojeaba las partituras. Me abrumaba pensar que todo aquello era
una tremenda improvisación: no sabía por qué estaba allí ni lo que debía hacer.
Durante unos minutos no sucedió nada. Poco después la puerta volvió a abrirse y
entro un hombre, saludó con la cabeza a la rubia y desapareció tras la otra
puerta; a continuación entró una mujer que siguió el mismo camino. En poco
tiempo desfilaron seis o siete personas. Era obvio que en la habitación
contigua iba a celebrarse la anunciada reunión de los Amigos de la Música
Barroca.
Tracy
se acercó a la mujer y preguntó con acento profesional:
-¿Tienen
el concierto para arpa, cuerda y continuo de Vivaldi?
-¿Grabación
o partitura? -preguntó la rubia con desgana.
-Partitura.
Es el opus 525.
La
mujer giró en su silla y consultó un archivador
-No
está.
-¿Pero
lo han tenido?
-Sí.
-¿Está
segura?
-Por
supuesto -replicó la rubia mirando de arriba abajo a Tracy con expresión de
fastidio.
Justo
entonces entró un hombre calvo con barba negra que desapareció velozmente por
la puerta del fondo. Giré la cabeza con rapidez y el corazón empezó a latirme
con violencia. Tracy seguía hablando con la mujer.
-¿Es
posible asistir a las audiciones?
-No
son socios, ¿verdad? Las reuniones son sólo para socios.
Intenté
atraer la atención de Tracy por señas. Me vio, pero continuó con la rubia.
-¿Cómo
podemos hacernos socios?
-No
lo sé.- La rubia parecía estar cada vez más incómoda -. Mire, yo llevo poco
tiempo aquí. Supongo que tendrán que hablar con el presidente o el secretario.
-¿Quién
es el presidente?
-El
señor Reuber. Es alemán, creo, pero no le he visto nunca.
-¿Con
el secretario podemos hablar?
-Ahora
está ocupado -dijo la mujer señalando la sala de reuniones.
-Muy
bien. Muchas gracias. Volveremos otro día.
Tracy
se acercó a mí y preguntó en voz baja:
-¿Qué
pasa?
-¿Te
has fijado en ese tipo calvo con barba que acaba de entrar?
-Sí.
-¡Estaba
anoche en la presentación literaria!
-¡No
me digas! -Tracy silbó por lo bajo-. ¿Te ha reconocido?
-No
lo sé. Creo que no me ha visto.
-Bueno,
la cosa se pone interesante. Vámonos y te cuento mi impresión de todo esto.
En
la escalera Tracy me habló con excitación.
-Es
todo fingido. Esta asociación debe ser la tapadera de algo. Por lo menos esa
tía no sabe nada de música. Le pedí la partitura de un concierto que no existe
y no se inmutó. Supongo que la secretaria de esta asociación debería saber que
Vivaldi nunca escribió un concierto para arpa.
-¿Estás
seguro? Vivaldi escribió muchos conciertos.
-Cuatrocientos
treinta y cinco, para ser exactos, pero ninguno para arpa. Los primeros son de
Mozart.
-No
está mal la estratagema.
-No
es nueva, Parker. Philip Marlowe emplea un truco parecido en El sueño eterno,
como tú muy bien sabes.
Informamos
a los demás de las novedades y se decidió que el grupo de Daniel seguiría al
hombre de la barba negra cuando acabase la reunión. Tracy y yo investigaríamos
en la agencia Euromodel. Media hora después empezaron a salir los musicólogos.
Al aparecer el sujeto de la barba Tracy hizo la señal convenida y en respuesta
oímos como se ponía en marcha el coche de Daniel. El individuo pasó junto a
nosotros sin detenerse y se introdujo en un BMW; el coche se puso en movimiento
seguido a corta distancia por el Opel de Daniel. Tracy esperó a que los
vehículos desaparecieran y luego arrancó su coche.
La
agencia Euromodel estaba en la calle de Serrano y, a pesar de lo pretencioso del nombre, se
reducía a una pequeña oficina con dos secretarias que tecleaban reposadamente.
En las paredes había fotografías de modelos y carteles publicitarios. Una de
las secretarias, que vestía una turbadora minifalda, vino a nuestro encuentro.
-Buenas
tardes, desearíamos contratar una modelo.
-¿Tienen
ustedes cita?
Ni
Tracy ni yo teníamos idea de cómo se contrataba una modelo, pero habíamos
elaborado un pequeño plan.
-Comprendo
que deberíamos haber concertado una cita -dije-, pero el señor Calafell, aquí
presente, ha preferido venir directamente. Soy el jefe de publicidad de...
(aquí mencioné una conocida marca catalana de cosméticos).
-Ya.
Veré si el señor Durán puede recibirles.
Regresó
a su escritorio, descolgó el teléfono y murmuró algunas palabras que no
alcanzamos a escuchar.
-Pueden
pasar.
Abrió
una puerta de cristal traslúcido y nos hizo a entrar en un pequeño despacho. Un
hombre alto, de rostro enérgico, nos estrechó la mano desde detrás de su
escritorio y nos invitó a tomar asiento.
-Ustedes
dirán.
Repetí
el motivo de nuestra visita y añadí:
-Se
trata de lanzar una nueva línea de perfume dirigida a la gente joven. Pero no
pretendemos lanzar un producto informal, deportivo, ecológico; es un poco todo
lo contrario. Algo para la juventud, sí, pero agresivo, sofisticado, con un
cierto matiz de erotismo salvaje, ¿comprende? Y necesitamos un rostro nuevo, un
rostro de mujer, claro está. Pero, ¿cómo le diría?, ha de ser un rostro
misterioso, sensual, casi incómodo para la gente de orden. Es un decir, claro,
no queremos desnudos ni obscenidades. La empresa, como usted sabrá, tiene una
mecánica muy familiar y no querríamos... En fin, lo importante es que sea un
rostro diferente, ¿capta la idea?
El
hombre se frotó la barbilla y nos miró con fijeza. Su expresión era
indescifrable.
-Voy
a enseñarles el "book".
Puso
sobre la mesa un álbum vuelto hacia nosotros y comenzó a pasar páginas.
Desfilaron hermosas mujeres que sonreían o miraban con esa mezcla de
distanciamiento y sensualidad que caracteriza a las modelos y las hace ser más
verosímiles en el papel que en carne y hueso. Había primeros planos, escenas
campestres, delicados fondos difuminados o violentos contornos geométricos. De
vez en cuando Durán sugería una modelo que creía apropiada y yo descartaba
pretextando defectos poco creíbles. Hacia el final apareció la imagen de
Artemisa y, casi con precipitación, señalé la fotografía.
-¡Alto!
He aquí lo que necesitamos. ¿Qué te parece Jordi?
-Me
gusta. ¿Quién es esta chica? -dijo Tracy con marcado acento catalán.
-Se
llama Artemisa -dijo Durán.
Busqué
en su expresión algún sobresalto, un gesto de inquietud, algo que revelase una
posible complicidad, pero el rostro de aquel hombre era una máscara.
-Bien,
les informaré de las condiciones del contrato.
-Perdóneme
-interrumpí -. Dejemos para más adelante esos aspectos. Antes de nada
quisiéramos conocer algunos detalles de la trayectoria personal de esta señorita.
Infórmenos un poco sobre su vida, sus relaciones...
-Realmente,
no es costumbre... -dijo Durán frunciendo el entrecejo.
-Lo
sé, lo sé. Pero ya le he dicho que esta es una empresa muy familiar y don
Ernesto, me refiero al fundador, tiene esas manías. El señor Calafell, aquí
presente, que es su nieto y director de la división de perfumes, sabe de qué
hablo.
-Pero
comprendan que esta es una agencia seria y no podemos divulgar la vida privada
de nuestras modelos.
-Me
temo que sin ese pequeño requisito será difícil llegar a un acuerdo -presionó
Tracy.
Durán
pareció algo desconcertado, durante unos instantes jugueteó con un lápiz, lo
dejó caer sobre la mesa y abrió un fichero del que extrajo una tarjeta.
-Artemisa
lleva con nosotros un año. Ha hecho una campaña de bebidas, otra para unos
grandes almacenes. Ha posado como modelo de peluquería y de fotografía
artística para revistas especializadas. Es una modelo bien situada en la
profesión, tiene una cotización alta.
-¿Dónde
ha trabajado previamente?
-En
la boutique Anselmo -dijo Durán, tras consultar la ficha.
-¿Qué
más?
-No
hay más. Habla inglés, si es que eso les sirve de algo. De sus gustos y
aficiones no puedo informarles. Solemos mantener con nuestras chicas una
relación estrictamente profesional. ¿Podemos pasar ya a los aspectos formales?
Simulamos
atender a los detalles técnicos y pospusimos para más adelante cualquier tipo
de compromiso escrito: era necesario el visto bueno del director general. Durán
nos entregó una foto de Artemisa y prometimos dar una respuesta cuanto antes.
Dio por terminada la entrevista con un simulacro de sonrisa y nos acompañó
hasta la salida; en el antedespacho sorprendí un interesante cruce de miradas
entre Durán y la secretaria minifaldera. El cara de palo podría mantener con
sus modelos una relación aséptica, pero a buen seguro se beneficiaba a su
secretaria.
-No
es mucho lo que nos ha contado -dije cuando estuvimos en la calle.
-No,
pero es suficiente para continuar. Esa boutique donde trabajó Artemisa está
aquí al lado. El dueño es un conocido homosexual. Vamos a ver qué nos cuenta.
Era
una tienda con aire exclusivo. Tenía un toldo amarillo y un pequeño escaparate
con algunas pieles distribuidas con elegancia. No había clientes en el interior
y dos dependientas ordenaban algunas prendas. Tracy preguntó por el dueño y una
de las chicas desapareció tras una cortina. Anselmo salió enseguida. Tenía la
corpulencia de un búfalo y la languidez de una gacela. Era un hombretón de casi
dos metros de altura, de carnes lacias y obesidad mal controlada. Vestía una
camisa color salmón, pantalones azules de terciopelo y botas de piel repujada.
Se dirigió a nosotros con una sonrisa profesional.
-¿Me
buscabais?
-¿Podemos
hablar un momento contigo, Anselmo? Somos periodistas -. Tracy exhibió
brevemente un carné.
-Ah,
periodistas. ¿Qué puede querer de mí la prensa? Pasad, por favor.
La
trastienda era un saloncito acogedor, con butacas de estilo y una gran mesa de
trabajo sobre la que reposaban muestrarios y pieles.
-Sentaros
por ahí. ¿Os apetece un whisky? Bueno, vosotros diréis.
Tracy
le dijo que trabajábamos para una de las más populares revistas del corazón y
se nos había encomendado un reportaje sobre modelos profesionales. Nuestro
propósito era profundizar en el aspecto humano de esa profesión, la lucha por
la vida, los sacrificios, los proyectos, las decepciones; se trataba de ofrecer
algo más que la visión frívola y superficial que, por lo común, se tiene de
estas chicas.
-Muy
bonito -dijo Anselmo -, ¿pero qué tengo yo que ver en todo eso?
-La
modelo que hemos elegido es Artemisa. Sabemos que trabajó para ti.
-Ah,
ya comprendo. Artemisa, claro. O mejor Julia, cuando estaba aquí no tenía un
nombre tan estelar. ¡Increíble mujer! Siempre dije que llegaría. Ella se reía,
pero yo no dejaba de decirle: tú triunfarás, Julia, con ese cuerpo y esos ojos
no hay quien te pare. Y ya lo veis, ahora es una de las top. Pero ella
es ya famosa, ¿qué más puedo contaros?
-Mucho,
Anselmo. Tu punto de vista es muy importante. Tú sabes cómo era ella antes de
destacar, cuáles eran sus ambiciones, quiénes eran sus amigos...
-No
os equivocáis, yo la conozco bien. Y guardo de ella un recuerdo maravilloso. En
esta casa somos todos como de la familia, ¿sabéis? Trato de ser amigo de las
chicas que trabajan conmigo, ellas me cuentan sus cosas, sus problemas, sus
amores. Así la gente trabaja a gusto, ¿verdad? Y no todo es trabajo, mantenemos
una relación amistosa fuera de la tienda, hacemos reuniones, nos vamos a
cenar... O sea, un trato humano. Es tan raro en este mundo en que vivimos.
Tracy
asentía con la cabeza y anotaba cosas en su cuaderno.
-¿Cuánto
tiempo trabajó Artemisa para ti? -pregunté con la intención de fijar a Anselmo
en lo que nos interesaba.
-Dos
años largos. Cuando yo la contraté no era nada; tenía buena figura y esa carita
de muñeca, pero le faltaba estilo. Venía de trabajar en uno de esos monstruosos
almacenes, imaginaros. Nunca había tratado a gente con clase, bueno, modestia
aparte, ya sabéis que visto a media jet. Pero tenía ansias de aprender,
quería refinarse y estaba dispuesta a lograrlo. Después del trabajo estudiaba
idiomas y ballet y estudiaba cultura por correspondencia, leía libros. En fin,
un ejemplo de tesón.
-¿Desde
el principio su objetivo fue hacerse modelo?
-No,
ella quería ser artista. Incluso creo que ya lo había intentado en alguna
ocasión. Pero su autentico despegue se produjo cuando empezó a frecuentar los
ambientes de la alta sociedad.
-¿Cómo
sucedió? Es un cambio importante.
-¡Ya
lo creo! Bueno, ella se lo debe todo a Silvana Scampi. Ya conocéis la historia,
supongo. ¿No? -Anselmo rió con picardía -. Esto
es "off the record", ¿eh? No lo podéis publicar. Hablando claro, fue un flechazo, un "amour
fou". Silvana es cliente mía de toda la vida, una mujer exquisita, podrida
de dinero. Bueno, no le tengo que explicar a dos periodistas quien es la
Scampi. Lo que quizás no sabéis es que se vuelve loca por las jovencitas. ¡Una
cosa tremenda! Total que un día se encaprichó de nuestra Artemisa y comenzó a
asediarla; venía más a menudo por la tienda, hablaba con ella, le hacía
regalitos. Y Julia se daba cuenta, no vayáis a pensar que no, pero aceptaba las
atenciones sin pestañear. La vida es muy dura, chicos, y Julia sabía muy bien
lo que quería. Puede que ella esperase una oportunidad de otro estilo: un
productor, un empresario... ¡Pero fue una mujer!
-¿Qué
ocurrió después?
-Lo
normal: llamadas, invitaciones, fiestas. Durante un tiempo Artemisa siguió con
nosotros, pero pronto se vio que este empleo le venía estrecho. Era lógico que rompiera
con muchas cosas, como fue lógico que se separara del marido.
-Sí,
claro, lo del marido. ¿Qué puedes decirnos del marido?
-Pobre
Juan. Un hombre adorable, pero demasiado mayor para ella. ¿Qué futuro podía
tener un matrimonio así? Sobre todo después de que ella entrase en el gran
mundo.
-¿Dónde
vive Juan?
-Pues
no sé. Antes tenían un piso alquilado por Hortaleza, yo estuve un par de veces
allí, aunque creo que lo dejaron después de la separación. Pero seguro que lo
podéis localizar en el negocio ese suyo de los bichos.
-¿Una
pajarería?
-¡No!
Es de esos que disecan animales, un taxidermista. Qué oficio tan terriblemente
exótico, ¿verdad?
Nos
dijo que el taller estaba a nombre de Juan Blasco y estaba situado en una
bocacalle de Tirso de Molina.
-Antes
de que os marchéis, quiero enseñaros algo.- Anselmo tomó de un estante un
grueso álbum de fotografías y lo abrió sobre la mesa -. Este es el álbum
familiar, aquí está nuestra pequeña historia. Mirad esta foto, aquí estamos en
Navacerrada. Todavía no estaba Julia con nosotros; estaba yo más esbelto,
¿verdad? Esta otra es de una pasarela que hicimos... Mirad, aquí aparece
Artemisa, es en una cena en mi casa.
Un
grupo de chicas rodeaba a Anselmo; costaba trabajo aceptar que aquella muchacha
de aspecto tímido, con melena corta, falda gris y blusa blanca, que sonreía a
la cámara deslumbrada por el flash, fuera Artemisa. Era más reconocible en otra
foto, en bikini, al borde de una piscina, aunque estaba muy delgada. La
sucesión de instantáneas mostraba un cambio paulatino en su apariencia: otra
forma de peinarse y de vestir; pero sobre todo se advertía una notable
transformación en su actitud, una mayor soltura para posar, un desafío
creciente en la mirada. Una foto de pequeño formato llamó mi atención.
-¿Cuándo
se hizo esta foto? -pregunté.
-¿A
ver? Ah, esa foto no es de mi colección. Debió dejarla olvidada Artemisa. Pero
mira, aquí está la famosa Silvana Scampi.
Había
cinco personas en primer plano y al fondo una mansión de paredes rosadas
iluminada por el sol. Eran tres hombres y dos mujeres, una de las cuales era
Artemisa y su aspecto era el actual. La otra era una mujer alta, muy morena, de
ojos rasgados y boca sensual.
-¿Quiénes
son los otros?
-Estos
no tengo ni idea, pero a este lo conocéis seguro. Claro que la foto es muy
mala, pero es Franco Dalessio, el famoso play boy. Últimamente parece que
Artemisa y él están muy unidos.
Le
pedimos a Anselmo prestadas algunas fotografías y accedió de buena gana. Elegí
al azar dos fotos antiguas y la que aparecía con Silvana Scampi. Anselmo nos
acompañó hasta la puerta.
-No
os quejaréis, os he dado el reportaje hecho. Espero que mencionéis a Anselmo,
un poco de publicidad nunca viene mal.
En
el exterior, Tracy me interrogó con la mirada.
-Bueno,
Parker, suéltalo ya.
-¿El
qué?
-Lo
de la foto. ¿Qué has visto en esa foto?
Sonreí
enigmáticamente y me acerqué a un escaparate en busca de luz.
-Mira
este tipo. ¿No te llama la atención? - Yo señalaba a un sujeto con bigote que
sonreía al lado de Silvana Scampi.
Tracy
negó con la cabeza.
-Al
principio me despistó el bigote, pero fíjate en sus ojos. ¿No ves algo extraño?
Tiene un ojo de cristal. Este hombre es Calabor.
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