Mark Rothko, Orange and Yellow, 1956 |
Fernando Savater, comentaba en un artículo las atrocidades del campo de concentración de Treblinka, y se preguntaba: "¿Qué pensar entonces de esos monstruos cuyas almas quizá eran banales, como quiso Hannah Arendt, pero cuyo comportamiento no era banal sino atroz? ¿Eran humanos como nosotros? ¿Tenemos que admitir que pese a su chapoteo en vísceras y sangre no deben resultarnos ajenos? ¿Cómo aceptar el tormento de semejante parentesco? Pero, al mismo tiempo… ¿cómo negarlo?" En efecto, cómo negarlo. Savater recuerda que el calificativo humano tiene una doble significación, la biológica, que señala la pertenencia a nuestra especie, y otra que supone ciertos valores. Es decir, los valores que nos hemos atribuido los humanos y que se integran en esa concepción abstracta y difusa que llamamos humanismo. "Nunca dejamos de pertenecer a nuestra especie, pero no siempre demostramos los valores de la humanidad", se lamenta Savater. El problema de esos valores es que no tienen una existencia real, son normas que hemos inventado para dotarnos de vínculos sociales necesarios: no se basan en conceptos reales, sino en mitos compartidos que han sido diferentes a lo largo de la historia. El historiador Noah Harari analiza, por ejemplo, el concepto de libertad y afirma que en biología no existe tal cosa. La libertad es una invención imaginaria, lo mismo que la igualdad. No obstante si creemos que somos iguales y libres podremos crear una sociedad estable y próspera. Nuestros principios éticos o morales son en realidad mitos tan imaginarios como los que sustentaron las sociedades babilónicas o hebreas en la antigüedad.
Durante siglos fue la religión la que se encargó de delinear la normas indiscutibles de nuestro comportamiento. En el Renacimiento se produjo una escisión, una rebelión frente al poder religioso, sustituyendo la fe por la razón y la teología por la ciencia. Así surgió el humanismo, un movimiento que se liberaba del poder religioso, pero aceptaba la supremacía del ser humano como especie capaz de ser dueña de su destino. El hombre seguía siendo el rey de la creación (aunque nada hubiera sido creado) y su privilegiada inteligencia construía esa abstracción que llamamos progreso. En el fondo el humanismo es solamente un cristianismo laico, su escala de valores es idéntica a la cristiana. Pero desde el punto de vista biológico no existe esa distinción entre la especie humana y otras especies. Nuestra inteligencia superior nos permite hacer cosas que no pueden hacer los simios, de igual modo que la inteligencia de los monos es más creativa que la de los anfibios. Debido a que nuestro cerebro está más evolucionado, hemos progresado y edificado una cultura. Pero estas diferencias, por muy abismales que parezcan, no permiten asignar a la especie humana un especial sentido de la vida. Los valores humanísticos que Savater deplora que se olviden - como en el caso de Treblinka o Auschwitz, o en cualquiera de las múltiples masacres de la historia-, son atributos imaginarios con los que nos revestimos para dignificar nuestra realidad biológica.
Es obvio que no se trata de justificar el genocidio nazi o la violencia fundamentalista. La humanidad ha progresado y creado normas de convivencia cada vez más justas y solidarias, poco importa que sean imaginarias; pero no nos sobrevaloremos como especie, porque nuestro más desarrollado cerebro es capaz de producir, con fría indiferencia, desde el más excelso bien cultural a la más depravada inclemencia.
Me has recordado a Giovanni Pico della Mirandola, Manuel. "Podrás degenerar en los seres inferiores que son las bestias, podrás regenerarte, según tu ánimo". Somos capaces de lo mejor y de lo peor.
ResponderEliminarCurioso que menciones a Pico della Mirandola. Precisamente estaba pensando en comentar el libro El Giro, de Stephen Greenblatt, sobre Poggio Bracciolini y su descubrimiento del poema de Lucrecio. Es una época fascinante. Gracias por tu comentario.
ResponderEliminarTengo el libro de Greenblatt, pero aún no lo he leído. Apetece, porque, como dices, es una época fascinante.
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