7
BRUSELAS,
8 DE SEPTIEMBRE
Lloviznaba
cuando el avión de Londres aterrizó en el aeropuerto de Bruselas. Densos y
oscuros nubarrones, asombrosamente cercanos, cubrían el cielo, creando una
atmósfera opresiva. El señor Osborne conocía bien el clima, al igual que la
ciudad. Un taxi le dejó en un modesto hotel de la parte antigua. Portando un
pequeño maletín se dirigió al recepcionista.
-Ah,
sí. Señor y señora Osborne.- Como sólo viera una persona, el empleado alzó las
cejas interrogativamente.
-La
señora Osborne vendrá después.
-Perfectamente,
señor. Firme aquí. Su pasaporte, si es tan amable. Todo correcto, señor.
Habitación 214.
El
señor Osborne dejó el maletín sobre una de las camas y se sentó en la contigua.
Descolgó el teléfono y pidió un número. Al cabo de unos segundos se estableció
la comunicación.
-¿George? Soy Osborne. ¿Qué tal, viejo amigo? Bien, bien. ¿Qué hay de
nuestro asunto? Magnífico, dime cuándo nos vemos. De acuerdo, esta noche a las
ocho en "Le faissant d'or". Hasta luego, George.
Colgó
el auricular y se quedó ensimismado, tenía mucho tiempo por delante y nada que
hacer. Resolvió que daría una vuelta por la Place du Sablon y husmearía entre
las antigüedades de sus colegas belgas.
El
restaurante se hallaba en una de las calles afluentes a la Grand Place. El
señor Osborne encontró agradable deambular por aquellos lugares antes de acudir
a la cita. A las ocho en punto entró en "Le faissant d'or" y echó un
vistazo a la concurrencia. En una mesa del fondo descubrió la inmensa humanidad
de su amigo, que agitaba los brazos como aspas de molino. El señor Osborne se
sintió estrujado, besado y desbordado por la atronadora salutación de George.
El tiempo también había pasado por su antiguo compañero, quien parecía querer
retener la juventud con manotazos y carcajadas estentóreas. Comieron y bebieron
-George abundantemente, el señor Osborne con comedimiento- recordando tiempos
pasados. Al término de la cena, el belga cambió de actitud. Bajó la voz, miró
con discreción a su alrededor y extrajo un sobre abultado del bolsillo interior
de su chaqueta.
-Aquí
está todo. Documentación completa a nombre de François Lambert, súbdito belga,
financiero; la de su esposa Silvia Flores, de origen ecuatoriano, y la de Jean
Paul, el pequeño hijo de ambos. El niño está incluido en el pasaporte de la
chica. No te pregunto para qué demonios necesitas una criatura de meses,
supongo que como otras veces habrás urdido una cobertura poco común. Pero, ¡mil
rayos!, ¿por qué una esposa sudamericana? No ha sido fácil conseguirla.
-¿Dónde
está ella? -preguntó el señor Osborne guardándose el sobre.
-Vendrá
dentro de quince minutos. Tiene veinticinco años. ¿No es demasiado joven? Vais
a formar una pareja un poco extraña.
-He
pensado que debería ser así. Voy a ser un cincuentón recién casado con una
jovencita, que, a mayor gloria de su virilidad, le ha dado un hijo. Este tipo
de cosas suele despertar hilaridad o simpatía, pero nunca suspicacia. Las
sospechas, como tú sabes, recaen a menudo en las personas corrientes que tratan
de ser demasiado normales para pasar inadvertidas.
-Sí,
bueno. Lo más caro ha sido el niño, aunque no difícil. Hoy en día el tráfico o
el alquiler de niños es moneda corriente.
-Muy
bien, George. Es un buen trabajo. Aquí está lo convenido -dijo el señor Osborne
entregándole un paquete
-Me
alegro de que volvamos a trabajar juntos. Qué demonio, voy a pedir champán.
La
mujer tenía el cabello negro y liso y la tez muy morena, sus labios eran
gruesos y la oblicuidad de sus rasgos delataba un lejano mestizaje. El señor
Osborne contempló con desaprobación su busto prominente y la deliberada
ceñidura de su vestido; habría que corregir algo en ese sentido. Por lo demás,
su francés era aceptable y a su evidente desenvoltura unía la no desdeñable
condición de ser poco habladora.
-No
es usted tan viejo como me habían dicho -comentó al ser presentada.
El
señor Osborne respondió con una ligera inclinación de cabeza. El pelo del señor
Osborne era totalmente gris y no demasiado abundante, pero su cuerpo era
todavía atlético, a pesar de la curva del abdomen, y en conjunto podía resultar
atractivo. Entre Silvia y George dieron buena cuenta de la botella de champán
-el señor Osborne apenas lo probó- y brindaron por el éxito.
De
regreso al hotel la muchacha se mostró muy comunicativa, pero sólo obtuvo
respuestas concisas de su acompañante. Ni por un momento pensó el señor Osborne
establecer con la ecuatoriana algún tipo de relación fuera de lo estrictamente
profesional, y cuando, ya en la habitación, ella comenzó a desvestirse con
cierta voluptuosidad, el anticuario le recordó con frialdad para qué había sido
contratada y le sugirió que utilizase el cuarto de baño. Comprobó con agrado
que la mujer acató sus órdenes sin sentirse rechazada: era la mejor garantía de
una relación futura sin problemas. Antes de dormir le instruyó sobre algunos
aspectos generales del plan, indicándola
cual sería su cometido al día siguiente. Silvia lo memorizó bien y no
fue necesario repetirlo. La chica parecía lista y el señor Osborne pensó que su
antiguo camarada había hecho una buena elección.
8
ARTEMISA,
MON AMOUR
A
las 8,25, después de atravesar un dédalo de corredores, entré en el Salón
Primavera. Las paredes del recinto eran de color verde claro y las cortinas
blancas con motivos florales: sin duda era el Salón Primavera. Había algunas
personas conversando en pequeños grupos. Varios rostros me resultaron conocidos
de entrada y luego reconocí a otros. Identifiqué a tres escritores, un pintor,
algún político. Me sentía un poco intimidado, pero recordé que contaba con el
beneficio del anonimato: el nombre de Alan Parker carecía de significado para
tan selecta asistencia. (Para todos menos para uno, pensé). Al fondo de la sala
descubría al autor hablando con Azurmendi, el filósofo de moda, que iba a
encargase de presentar el libro. Me moví de un lado a otro observando a los
asistentes, parecían todos muy amigos, hablaban disputándose la palabra y de
vez en cuando se interrumpían para palmear la espalda de un recién llegado o
besar la mejilla de una recién llegada. La sala se iba llenando y me situé con
discreción en un ángulo alejado de la tribuna de oradores. A mi derecha, un
hombre gordo y calvo, ataviado con prendas vaqueras, hablaba en susurros con
una anciana; delante de mí, un individuo de rasgos orientales revisaba su
grabadora; a mi izquierda, un chico joven, casi un adolescente, tomaba notas en
un bloc. El resto eran espaldas y cabezas distantes.
Unos
golpecitos secos en el micrófono preludiaron el inicio del acto y entonces advertí
que el muchacho joven me miraba. Me observaba fijamente a través de sus gruesas
gafas redondas, y yo me mantuve en silencio mientras me inspeccionaba, actitud
no del todo lógica, pero comprensible si uno está allí para ser reconocido.
Representaba poco más de veinte años y no era muy alto, tenía una de esas
cabezas peculiares que son fáciles de reconocer entre una multitud: su cabello,
rubio pajizo, formaba un promontorio enmarañado que aumentaba su estatura medio
palmo al menos; sus ojos, de un azul desteñido, parecían enormes tras el
espesor de los lentes. Me señaló con el bolígrafo.
-Nos
conocemos de...
Hice
un gesto ambiguo porque ignoraba qué debía decir.
-De
La Gaceta, ¿no? Tú haces la información de La Gaceta -dijo el joven.
-No,
no trabajo para esa revista.
-Entonces
eres de radio.
-Tampoco.
No soy periodista.
-¿Pues
de qué te conozco? -El muchacho reflexionó un instante y se encogió de
hombros-. Bueno, a lo mejor no te conozco de nada. Con las caras soy un
desastre.
Dio
por zanjado el asunto y se reintegró a sus notas. A través de los altavoces
alguien reclamó silencio.
Habló
en primer lugar el editor, elogiando el polifacetismo de Domínguez, la
permanente actualidad de sus temas, y le agradeció en nombre del público que,
pese a sus innumerables dedicaciones, siguiera produciendo tan excelentes
narraciones policiales.
-Comerciales,
desde luego -dijo a mi lado el joven rubio, casi en alta voz. Y precisó-: Creo
que esta novela es muy floja.
El
editor alabó después la audacia del escritor, que en este libro terminaba
matando a su protagonista -no descubría ningún secreto, la obra se anunciaba
como la última aventura de Raúl Moncada-; pero al propio tiempo le suplicaba
que, a semejanza de algunos ilustres predecesores, buscara en su próxima novela
el medio de resucitar al detective. Al finalizar pregunté al muchacho:
-¿No
te gustan las novelas de Domínguez?
-No
demasiado, la verdad. Son buenos libros, pero malas novelas policíacas. Son
demasiado realistas, demasiados problemas sociales. No sé, creo que les falta
la candidez de una buena novela policíaca.
Iba
a dar mi opinión, pero ya comenzaba el segundo discurso. Inició Azurmendi su
intervención con un análisis de los habituales personajes de la serie. De
Moncada dijo que era un anti-héroe al que motivan principios que él mismo
desconoce o de los que a veces reniega. No faltan otros personajes esenciales
en una narración, como el amigo del protagonista, desvalido pero fiel a
ultranza, y la compañera, quien mediante su amor-dependencia por Moncada se
autoredime de una profesión que en el fondo detesta.
-No
estoy de acuerdo -opinó el muchacho rubio-. A ella le gusta ser puta. Quien se
avergüenza en el fondo del personaje es el propio autor. Aunque intente
disfrazar su puritanismo con una pretendida comprensión progresista.
Algunos
asistentes se movieron inquietos y se volvieron para lanzar miradas de reproche
sobre el importuno. El chico, sin inmutarse, continuó anotando cosas en su
cuaderno. Sonreí con disimulo; quien quiera que fuese era un tipo divertido. A
esas alturas ya había descartado que fuese mi contacto.