Oigo
con claridad la voz de mi padre: Es el portal del arco, dice. El taxista
asiente y detiene el vehículo ante el portal señalado. Otras veces mi padre
habría dicho: Es al lado de la casa que se cayó, y yo pienso que el
derrumbamiento debió ser un suceso espectacular, aunque la obra estaba sin
terminar y no hubo víctimas. Cuando se cayó la casa todavía no vivíamos en
Madrid; ahora tengo siete años y la casa está reconstruida, pero siempre que
oigo a mi padre hablar de ello trato de imaginar el derrumbe en todo su
esplendor, como una emocionante secuencia cinematográfica. Mi padre nunca
condujo un coche, siempre iba en taxi a todas partes y le daba al conductor
indicaciones precisas: vamos a Hermanos Miralles 95, antes General Porlier.
Entonces yo no sabía quién era el general Porlier ni quiénes eran los hermanos
Miralles. Ahora le han devuelto su calle al general pero para mí esa calle
siempre será Hermanos Miralles.
El
portal del arco es un falso portal. Da acceso a una galería, más larga que
ancha, a cuyos costados se abren los verdaderos portales, dos a cada lado. La
galería, que a mí me recordaba un hangar, está dividida por columnas y dos
largos maceteros donde nunca hubo flores. Había diversas opiniones: unos decían
que era un portal con aire modernista; otros afirmaban que era feo sin
paliativos. Con el paso de los años se ha vuelto original y ahora dicen que no
hay que tocarlo, que está bien así. Nada más entrar, a la derecha, estaba el
cubículo del portero, que vestía un uniforme gris o un mono azul, según el día,
y cuando veía llegar a mi padre corría por el interior y le esperaba con la
puerta del ascensor abierta y la gorra en la mano. Esto sólo lo hacía con mi
padre y con algún otro vecino; con los chicos se comportaba de manera hosca y a
veces nos increpaba a gritos cuando jugábamos a la pelota en el portal.
Vivíamos en un quinto piso. Es un interior, solía decir mi padre, pero como no han construido nada
delante tiene mucha luz. Desde el balcón se veía un estanque rodeado de árboles
y al fondo la calle del General Pardiñas, que siempre se ha llamado igual. Este
general tuvo mejor suerte. A un lado del estanque había un taller con obreros y
maquinaria y camiones que entraban y salían. Nunca supe para qué servía el
taller, si reparaban cosas o construían algo, y ahora que el taller no existe y
han levantado un edificio de color rosado siento añoranza de aquel taller
misterioso. Recuerdo sobre todo el ruido, el estruendo de hierros y metales, de
sierras mecánicas, de martillazos, y las voces de los obreros confundidas con
el ruido. El taller formaba parte de la vida cotidiana: había momentos en que
el ruido cesaba y uno sabía que eran las doce, la hora de comer de los obreros;
o eran las siete, cuando terminaban de trabajar.
La casa
era grande y estaba llena de rincones y de cortinas para esconderse. No había un cuarto de estar,
porque mi padre necesitaba un despacho, y la vida se hacía en el comedor, y si
venía una visita se recibía también en el comedor. El pasillo terminaba en la
cocina y en una pared del pasillo estaba colgado el teléfono, un modelo
antiguo, con dos campanillas en la parte de arriba, como un despertador, y un
gancho metálico para colgar el auricular. Me encantaba ese teléfono porque era
igual o muy parecido a los que salían en las películas del Oeste, aunque le
faltaba la manivela. Pero tenía una palanca que conmutaba con otro teléfono de
mesa, que era donde lo cogían mis padres. La casa tenía una puerta de servicio
que daba a un patio interior muy grande, recorrido por una galería con
barandilla, adonde se abrían las puertas de servicio de otros pisos. Algo así
como una corrala, aunque esta es una apreciación posterior, claro. A esa
entrada se subía por un montacargas muy siniestro, era todo metálico con la
puerta enrejada, también de hierro, como los que se veían en las películas de
miedo, y era un poco temeroso porque el motor rechinaba y hacía un ruido
tremendo, y subía muy despacio, con un ritmo entrecortado que no inspiraba
confianza. A pesar de todo, siempre que
podía subía en el montacargas.
Un relato muy bien contado, Manuel, con recuerdos muy precisos y nítidos. Me han gustado mucho "el fondo y la forma".
ResponderEliminarLo que comentas de tu padre me ha recordado a mi tía Araceli cuando íbamos a su casa en taxi: "calle de Fernán González, perpendicular a O'Donnell, paralela a Narváez". El taxista siempre le lanzaba una mirada en la que podía leerse: "señora, conozco Madrid". A partir de determinado momento, empecé a preguntarme, intrigada, qué hacía ese conde medieval rodeado de militares decimonónicos. Es lo que tienen los nombres de las calles.
ResponderEliminarLa casa o las casas de la infancia siempre son evocadoras.
Y los ascensores que dan miedo, irresistibles. Sobre todo cuando, por fin, llegan a la planta y saltas al rellano porque piensas que en ese momento, justamente en ese momento, es cuando el ascensor se desplomará.
Una entrada muy interesante, de la que salen hilos de los que cada uno podemos tirar para recuperar nuestras casas de la infancia. Gracias.
Muchas gracias, Pepa. Tu espléndida foto añade ese aire decadente que yo quería dar a la entrada.Los recuerdos nunca son nítidos del todo, pero la imaginación sirve para añadir los detalles olvidados.
ResponderEliminarHola Carmen. Me alegro que te gusten los montacargas, siempre los he preferido a los ascensores, aunque, como tantas cosas, los de entonces han desaparecido. No puedo concebir un montacargas con un panel digital.
ResponderEliminarMi padre era muy sordo, y una vez cogimos un taxi cuyo taxista era sordo también. El intercambio fue inolvidable: ¿Qué calle dice? ¿Ha dicho Porlier? ¡No el 75, no, el 95! No sé cómo llegamos a casa.