20
FRONTERA
DE ESPAÑA, 11 DE SEPTIEMBRE
La
larga hilera de vehículos se movía despacio a causa de los minuciosos registros
que se producían en el lado español de la frontera. La causa era el atentado
terrorista ocurrido el día anterior, que había hecho saltar por los aires un
convoy de la Guardia Civil. El señor Osborne no había previsto una eventualidad
semejante y no podía decirse que estuviera absolutamente tranquilo, pero, al
menos en apariencia, no reflejaba la menor inquietud. Su compañera se mostraba
un poco menos habladora, aunque, no conociendo nada del proyecto, razonaba el
señor Osborne, su temor debía ser difuso, referido únicamente a la falsedad de
la situación.
El
policía uniformado se acercó al Volvo y pidió los pasaportes. Verificó el
parecido de las fotografías y echó un vistazo al asiento posterior.
-¿Su nieto?
-Mais non, c'est mon fils.
-Es
nuestro hijo, señor -intervino Silvia.
-¿Motivo
de su viaje a España?
-Turismo.
-¿Cuánto
tiempo piensan permanecer?
-Una
semana.
-¿Quiere
abrir el maletero, por favor?
El
señor Osborne obedeció. Tres agentes se repartieron el trabajo de revisar el
compartimento de equipajes, el del motor y los bajos del coche. Uno de ellos se
dirigió a Silvia.
-Baje
usted también. Abra esa maleta.
Las
manos del aduanero se movieron con agilidad en el interior de la valija, sin
casi desordenar su contenido.
-Esa
otra, por favor.
El
agente removió con indiferencia profesional la sugerente lencería de Silvia. Luego
entró en el coche y miró bajo los asientos y en la guantera. Cuando inspeccionó
la bolsa de los biberones, el señor Osborne experimentó un ligero envaramiento
que se acentuó cuando las expertas manos del policía rozaron la cuna. El niño
estaba despierto y sonrió al agente, quien, tras un instante de vacilación
siguió registrando otros rincones. El señor Osborne comprobó que sus manos se
habían humedecido.
-Puede
seguir. Es posible que encuentre controles en la carretera. Si es así, obedezca
la señalización para evitar accidentes.
-¿Hay
problemas, agente? -preguntó en mal español el señor Osborne.
-Ninguno
que a ustedes les afecte. Buen viaje.
El
Volvo reanudó la marcha sin apresuramiento.
21
CONFIDENCIAS
Itciar
estaba tensa. El barrio que atravesaban no era precisamente de los que ella
frecuentaba y la razón misma de estar allí acentuaba su inquietud: nunca había
hablado con un confidente ni con nadie del hampa. Tampoco le tranquilizaba la
actitud confiada de Cortés, a pesar de sus repetidas declaraciones sobre su
experiencia en ese tipo de negocios. Desde la ventanilla del coche contemplaba
con disgusto la desabrida configuración del suburbio, los desmontes pelados y
los solares llenos de escombros y basura. La deprimente uniformidad de los
bloques de edificios convocaba en su imaginación escenas de hacinamiento y
miseria. Observaba con aprensión los grupos de adolescentes recostados en tapias o sentados en la acera,
aparentemente ociosos, pero que a ella le resultaban amenazadores. No dejaba de
pensar que en lugares como aquel había una mayor incidencia de hechos
delictivos, aunque, se decía, a aquella hora de la mañana la peligrosidad tenía
que ser forzosamente menor. En cualquier caso, guardaba para sí estos recelos,
en parte para no darle satisfacción a Cortés, que sonreía burlón ante su mal
disimulado desasosiego, y en parte porque sabía que esos escrúpulos eran
atribuibles a su condición de niña bien que rara vez abandona su hábitat,
circunstancia esta poco adecuada para quien pretende llegar a ser una audaz
reportera.
Cortés
detuvo su automóvil frente a una taberna de aspecto inofensivo, con rótulo de
Coca Cola y especialidades escritas con pintura blanca en la vidriera. El bar
estaba desierto. Cortés pidió dos cafés y después de unos minutos interpeló al
tabernero.
-Estoy
buscando al Estanis. ¿Ha estado por aquí?
El
tabernero, un hombre grueso de expresión abúlica, miró un instante a la chica y
luego hizo un gesto con la cabeza:
-Ahí
al lado, en las máquinas.
Cortés
dio las gracias y dejó unas monedas sobre el mostrador. Caminaron unos metros
por la misma acera hasta dar con el lugar indicado. En el local sólo había
hombres, la mayoría adolescentes, aplicados a una gran variedad de videojuegos
que entremezclaban sus sonidos; otros probaban fortuna en las máquinas
tragaperras. Cortés avanzó con resolución entre la concurrencia y algunas
miradas se fijaron en Itciar, que seguía a su amigo a corto trecho. Cortés se
detuvo ante una máquina y la hizo funcionar. Sin dejar de mirar la pantalla le
habló en voz baja al hombre que jugaba a su izquierda, un joven de rostro
cetrino.
-¿Tienes
algo, Estanis?
-Según
-replicó el otro sin apartar la vista de su aparato.
-Se
han cargado a una tía, una modelo que se llamaba Artemisa. ¿Sabes algo de eso?
-No,
nada. No me suena el nombre.
-¿Has
oído hablar de algo llamado Blackfire?
-¿Cómo?
-B-l-a-c-k-f-i-r-e
-deletreó Cortés.
-No,
ni idea.
-Vale
tío, avísame al periódico si te enteras de algo.
Al
salir, Cortés comentó:
-Mala
suerte. Probemos en otro ambiente.
El
segundo confidente era un limpiabotas que trabajaba en una cafetería céntrica.
Se acodaron en la barra y Cortés hizo una seña al limpiabotas.
-Aquí
ya estás más tranquila, ¿verdad? -le dijo a su amiga.
Mientras
el limpiabotas ejercía su trabajo, el periodista repitió parecidas preguntas,
pero los resultados fueron igualmente negativos: el hombre sabía quién era
Artemisa, pero no sabía nada sobre su muerte. Continuaron la búsqueda, pero no
tuvieron más suerte con otros dos confidentes. Cortés estaba desconcertado.
-Nadie
sabe nada. Es muy raro todo esto. Probemos con el Beato.
El
Beato era un sujeto insólito que realizaba su trabajo en el interior de las
iglesias, no sólo, según se decía, para aprovechar la intimidad de los sagrados
recintos, sino porque era de por sí hombre religioso. Esa mañana, la vieja
iglesia donde ejercía el Beato se encontraba casi vacía, sólo había unas pocas
viejas desperdigadas entre los bancos. Cortés localizó enseguida a su hombre:
era un tipo pequeño, con cara de hurón, que parecía sumido en un profundo
recogimiento. El periodista se arrodilló a su lado, se santiguó devotamente y
le hizo al Beato las preguntas pertinentes.
-No
he oído nada, Rodrigo -susurró el confidente.
-¿Hay
algo que pueda estar preparándose? -preguntó Cortés en el mismo tono.
-No,
que yo sepa.- El hombre movió la cabeza pensativo.- Pero me parece que no vas
bien encaminado.
-¿Por
qué?
-Por
lo que me cuentas me huele que ese es un negocio de mucha altura, y esos
asuntos no se controlan por aquí.
-¿Dónde,
entonces?
-Habla
con el Profesor.
-¿Con
quién?
-Creí
que lo conocerías. Ése no es un cualquiera. Búscalo por la noche en Camelot.
-¿En
la discoteca? -preguntó Cortés sorprendido. Camelot era la discoteca de moda en
Madrid.
-Eso
es. Y vete preparado que ese tío cobra caro.
-¿Cuánto?
-Calcula
cien talegos.
-¡Hostias!
-Calla,
hombre, no digas blasfemias, y menos aquí.
-Vale,
Beato. Gracias por la información.
Cortés
y la chica regresaron con algo más de optimismo a reunirse con el grupo.
Decidimos consultar al Profesor, aunque no sabíamos cómo obtener la
financiación necesaria. Tracy aportó una solución:
-Si
necesitamos dinero, se lo pediré a mi padre. De algo me tiene que valer ser de
familia rica.
Aquella
noche volveríamos a dividirnos: unos iríamos a la discoteca Camelot y otros al
club Malibú. Nada que hacer hasta entonces y el grupo se desperdigó. Pensé en
llamar a Marta, pero Tracy sugirió que le acompañase a hablar con su padre y
acepté.
La
casa familiar de Tracy estaba en un barrio residencial. Era una de esas
anticuadas mansiones de altas murallas, vestigio de una clase floreciente en
otros tiempos, que en la actualidad han pasado a ser sede de embajadas,
capricho de nuevos ricos o recuerdo nostálgico de millonarios románticos. Este
parecía ser el caso de Miguel Álvarez del Soto, el padre de Tracy, quien
mantenía en el caserón una servidumbre anacrónica, incluido un viejo mayordomo
uniformado. Fue éste quien nos franqueó la entrada y saludó a Tracy con
sobriedad.
-Buenas
tardes, señorito Miguel.
-Hola,
Lucio. ¿Está mi padre?
-Su
padre esta descansando, pero tengo que llamarle ya -eran las cuatro de la
tarde-. Tiene una reunión dentro de una hora.
-Está
bien. Dile que le espero en el jardín.
-¿Tomarán
ustedes algo, señorito Miguel?
-Sí,
Lucio, gracias. Tomaremos café.
Tracy
me condujo a través de un amplio vestíbulo decorado con cuadros antiguos y
muebles admirables. Entreví al pasar una biblioteca con invitadores sillones de
cuero y chimenea de mampostería. Flotaba un denso olor a madera recién encerada
mezclado con aroma de flores frescas. Fugazmente consideré que no se notaba en
aquella casa la ausencia de una mujer. Por una puerta trasera salimos al
jardín. Era una tarde hermosa y corría una suave brisa. El césped inmaculado
brillaba bajo el sol y los macizos de rosas y dalias y los cuidados aligustres,
denunciaban la mano experta de un jardinero. Nos dirigimos a una pérgola
recubierta de glicinias, había allí varios muebles de jardín y sobre la mesa
algunos periódicos del día. Mientras Tracy ojeaba los diarios desplacé la
mirada por el jardín. Un sendero de piedra conducía a la piscina y entre los
árboles distinguí una pequeña edificación que debía ser la vivienda de los
guardeses; adosada a ella había una estructura baja, acristalada, que parecía
un invernadero.
-Después
de que mi madre regresara a Inglaterra, mi padre decidió seguir cultivando
flores -dijo Tracy en respuesta a mi mirada-. Ella tenía pasión por las flores.
A mi padre le dan igual, pero no quiso modificar nada.
-¿Nunca
te has sentido sólo en una casa tan grande?
-No,
porque nunca me pareció grande. Nadie me prohibía nada y yo podía recorrer
libremente hasta el último rincón. También tuve mis lugares secretos. Allí hay
un cobertizo para la leña que durante mucho tiempo fue mi refugio.
-¿Y
de quién te escondías?
-Yo
también tuve adversarios, ¿qué te creías? Pero estaban en mi imaginación. El
amigo invisible fue en mi caso más duradero. Y sin embargo un día necesité
salir de aquí.
-Te
envidio -dije recostándome en el sillón-. Yo en tu caso pasaría aquí más
tiempo, es un lugar idílico, ideal para escribir. Bueno, creo que también
siento algo de frustración pequeño burguesa. Esta casa es un sueño que nunca
estuvo a mi alcance. Tracy, pertenecemos a mundos distintos.
-¡Oh,
eso es terrible! -se burló Tracy.
Un
hombre de mediana estatura y pelo gris se acercaba por el sendero. Sus ojos
eran castaños y usaba lentes tan gruesos como los de Tracy. Físicamente no se
parecían demasiado, pero su expresión era idéntica y nadie hubiera podido
cuestionar el parentesco. Padre e hijo se saludaron como si hubieran cenado
juntos la noche anterior. Tracy me presentó como un amigo y el hombre me acogió
con una mirada educada e indiferente, similar a la que su hijo me había dedicado
la noche en que nos conocimos. Se sirvió una taza de café y sólo un rato
después indagó el motivo de nuestra visita. Tracy no se anduvo con rodeos.
-Necesito
dinero, papá.
-Dinero,
claro, debería haberlo supuesto.- Bebió un sorbo de café y habló dirigiéndose a
mí-: Uno tiene a veces la absurda esperanza de que un hijo visite a su padre
por otra causa, pero no hay que hacerse ilusiones, siempre termina por surgir
el aspecto económico. ¿Puedo saber para qué lo necesitas? Que yo sepa no te
falta tu asignación semanal, aparte de lo que pago por tu apartamento. ¿Qué
quieres comprar ahora?
-No
quiero comprar nada, papá. Es otra cosa. Además, esta vez necesito más dinero.
-¿Cuánto
más? -. Había una nota de alarma en su voz.
-Necesito
150.000 pesetas.
-¡Vaya!
-sus ojos miopes se agrandaron-. Espero que no tengas deudas de juego o algo
parecido. ¿Puedes explicarte?
-Verás,
se trata de un negocio. Es que quisiera ganar mi propio dinero y no tener que
pedirte a todas horas. Eh... mi amigo Adrián me ha propuesto una magnífica
inversión. De momento es un secreto.
El
padre de Tracy me contempló sin decir nada. Yo evité mirarle, mientras maldecía
mentalmente a su hijo y me concentraba en el morado violento de las glicinias.
-Hijo,
no te creo en absoluto. ¿Tú metido en negocios? Es algo impensable.
-No
es exactamente un negocio, papá. En fin, te diré la verdad: Adrián es inventor.
Me
prometí estrangular a Tracy en la primera ocasión, sonreí y procuré adoptar una
actitud relajada.
-¿Y
qué ha inventado, si puede saberse?
-Es
un genio. Ha inventado un disruptor iónico de despolarización que va a causar
asombro. Queremos construir uno y patentarlo.
El
hombre, sin perder la calma, se sirvió otra taza de café y le dijo a Tracy.
-Tampoco
te creo, Miguel. Pero bueno, esa insensatez está más en tu línea. Y dime,
ese... disruptor ¿para qué vale?
-Adrián
te lo podría explicar mejor, pero en definitiva es un relajador de tensiones
psíquicas.
-Bueno,
no estoy muy al tanto de las modas, pero me parece recordar que ese artefacto
ya está inventado.
-En
cierta manera, sí, papá. Pero éste modelo es infinitamente superior.
Revolucionará el mercado.
Admiré
las dotes de comediante de Tracy. Su padre guardó silencio un instante y luego,
con movimientos pausados, extrajo un talonario y una estilográfica.
-No
me has convencido, hijo. Estás perdiendo inventiva. Por lo demás, no necesitas
mentirme. Sabes que te hubiera dado el dinero de todas formas.- Empezó a
rellenar el cheque, pero se detuvo y se dirigió a mí-: Tengo mejor concepto de
Miguel que el que él tiene de mí. Miguel tiene defectos, como todo el mundo,
pero nunca ha sido trivial. Si necesita dinero, pienso que no será para
derrocharlo. Por tanto no voy a hacer más preguntas. Quizás esta actitud tan
transigente sea equivocada en un padre, pero es un poco tarde para cambiar. Lo
único que me preocupa es que Miguel esté metido en alguna complicación. Usted
no parece un inventor, pero tampoco tiene aspecto de delincuente. Si mi hijo lo
ha traído aquí, no veo por qué tendría que desconfiar. Sea lo que sea lo que se
traen entre manos, espero que tengan suerte. Ahora espero que me disculpen,
pero tengo que irme.
Firmó
el cheque y se lo tendió a Tracy. Mientras se alejaba por el jardín, le dije a
Tracy:
-Eres
un cabrón, pero tienes un padre extraordinario.
-No
es mal tipo. Y no me guardes rencor, algo tenía que decir.
-¿No
querrá saber algún día en qué quedó lo del invento?
-No,
él sabe que es una excusa. Si le hubiera dado una explicación menos absurda se
habría preocupado más. Algún día le contaré la verdad. Anda, vamos a cobrar
esto cuanto antes.
-¿Pretendes
cobrar un cheque a las cinco de la tarde?
-Está
todo previsto. Iremos a la oficina de mi padre y su secretario nos adelantará
el dinero.
La
placidez de la tarde se vio truncada por un hecho inesperado. Estábamos de
regreso en el estudio de Tracy, cuando irrumpieron Itciar y Cortés dando
muestras de gran excitación. Cuando consiguió serenarse, el periodista dijo
haber recibido una llamada anónima que podía revolucionarlo todo. Apremiado por
los muchachos, relató lo ocurrido:
-Estaba
trabajando en la redacción, cuando me pasan una llamada. Aquí Cortés, digo yo ,
y una voz extraña, como desfigurada, me pregunta si estoy interesado en el caso
de la modelo asesinada. Por supuesto, contesto, ¿quién llama? Eso no importa,
dice el desconocido, si quiere una noticia sensacional sobre el caso vaya esta
noche a las 11 al café Rialto. Oiga, le digo yo, no voy a acudir a una cita
anónima así como así, deme alguna prueba de que esa información vale la pena.
El tío se calla un momento y dice: Artemisa
está viva y puedo demostrarlo.
Me
quedé estupefacto y durante unos instantes fui incapaz de hablar. Luego
exclamé:
-¡Eso
es imposible!
-Eso
es lo que yo le dije -continuó el reportero-, pero el tipo insistió. Entonces
me dio una serie de instrucciones y colgó. Llamé inmediatamente a Itciar y aquí
estamos.
Todos
empezaron a hablar a la vez hasta que Tracy puso orden.
-Hay
un hecho indiscutible, Adrián vio el cadáver de Artemisa. No hay duda de eso,
¿verdad?
-¡Claro
que no! Yo la vi allí tendida y estaba muerta.
-¿Pero
era Artemisa? -preguntó Daniel-. ¿O podría alguien haber maquillado el cadáver
de otra mujer con el propósito de confundirte. Tú estabas asustado, medio
dormido...
-Sí,
eso es cierto, pero... No, no hay duda, Daniel, era ella. Yo la vi.
-Tal
vez sólo viste lo que esperabas ver -sugirió Daniel.
-Todo
eso está muy bien, Daniel -intervino Jaime-, pero el marido también la vio.
Blasco tuvo que reconocer el cadáver.
-¡Exacto!
Eso lo prueba todo -dije yo.
-A
no ser que Blasco haya mentido -insistió Daniel.
-¿Por
qué iba a hacerlo? -dijo Tracy- No saquemos las cosas de quicio. Mientras no se
demuestre lo contrario, Artemisa está muerta. De lo que no hay duda es de que
la llamada de Rodrigo tiene una motivación concreta. Creo que no se trata de
una broma, hay algo muy intencionado en esa confidencia. Por tanto, Cortés debe
acudir a la cita.
Nadie
puso ninguna objeción y, puesto que Cortés no podía desdoblarse, Tracy y yo
iríamos a hablar con el Profesor y Daniel y Jaime tratarían de localizar a la
amiga de Orozco en el club Malibú.
-Yo
voy contigo, Rodrigo -dijo Itciar.
-Realmente,
pequeña, no sé si...
-Oye,
guapito. Ésta es...
-Lo
sé, lo sé. Es tu historia. De acuerdo, lo haremos juntos.
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