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DEMASIADO
PARA SÁNCHEZ
Desperté
sobresaltado, cubierto de sudor, dominado por una violenta sensación de alarma.
Una luz grisácea se filtraba en la habitación a través de las cortinas.
Mecánicamente miré la hora: eran las seis. Poco a poco el torbellino de mi
mente se apaciguó y mis latidos se normalizaron. Sin duda había tenido una
pesadilla. Me volví hacia la izquierda para asegurarme que Artemisa seguía dormida y descubrí la
cama vacía. Palpé desconcertado las sábanas y encendí la luz, pero no vi a
nadie: el cuarto estaba vacío. Retornó la sensación de alarma y la llamé en voz
baja, después elevé la voz. Nadie contestó a mi llamada. De pronto pensé en el
cuarto de baño. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Me levanté y empujé la
puerta, la luz estaba apagada y no se oía ruido alguno. Con el corazón encogido
pulsé el interruptor. Me costó trabajo reconocerla: su hermoso cuerpo yacía
inmóvil en el suelo, estaba boca abajo, con la cintura rotada y las piernas
abiertas en un ángulo imposible, un brazo se engarfiaba inútilmente en la
bañera. Me quedé quieto, aturdido, con la mente en blanco. ¿Qué estaba pasando?
Una idea asombrosa se abrió camino sobre las demás: Artemisa estaba muerta.
Durante un tiempo sólo pude repetir mentalmente esa conclusión. ¿Pero qué había
sucedido? Artemisa estaba muerta y yo estaba allí, aterrorizado, despavorido, y
no acababa de entender por qué estaba allí. Yo tenía que estar lejos, junto al
mar. Era todo una broma, una broma estúpida.
Hice
un esfuerzo y me arrodillé y palpé su muñeca sin percibir ningún latido. Pero
yo ya sabía que estaba muerta, lo supe al verla. Su cuerpo estaba aún caliente,
pero sus ojos abiertos estaban aterradoramente inmóviles. Entonces descubrí las
manchas: había restos de vómito en el suelo, en el lavabo, en el baño; su olor
acre, inadvertido hasta ese momento, me produjo nauseas. Me incorporé y salí
tambaleándome del cuarto de baño. Me apoyé en la pared e intenté pensar, tenía
que serenarme y pensar con frialdad. Respiré hondo varias veces y me sentí un
poco mejor. La nausea había desaparecido, pero quedaba el miedo; un miedo
inmenso que me impedía razonar. De golpe comprendí por qué tenía miedo: estaba
seguro de que la muerte de Artemisa había sido provocada, en ningún momento
pensé en una causa natural: la habían asesinado, esa era la espantosa verdad.
La habían asesinado para interferir el mensaje. Empecé a preguntarme cómo había
sucedido y la botella de whisky atrajo mi atención. A pesar de la tensión,
debía funcionar mi mentalidad de novelista porque enseguida supe cuál era la
respuesta: habían envenenado el whisky. Por eso Artemisa había vomitado antes
de morir. Me acerqué a la mesa y olfateé la botella sin percibir ningún olor
especial, tampoco en el vaso encontré nada sospechoso. Daba igual, era seguro
que aquel había sido el procedimiento. Pero si el whisky estaba envenenado, yo
podía haber bebido también de la botella. Esa certeza hizo que mis piernas
volvieran a flaquear y tuve que buscar asiento. ¡Habían tratado de matarme a mí
también!
Con
desesperación hice un esfuerzo por controlarme, era preciso actuar, aunque no
sabía con exactitud qué hacer. Puede que en algún momento pensase en llamar a
la policía, pero mi mente era un caos y, poco a poco, se adueñaba de mí una
sola idea: huir. En vano me repetía que el asesino debía estar ya lejos y nada
me amenazaba de manera inmediata, pero no podía dejar de pensar que a pocos
metros de mí había un cadáver. Imaginé lo que sucedería si la policía me
encontraba allí. Estaba en una habitación de hotel con una mujer muerta y
resultaba obvio que habíamos dormido juntos. Muchas personas podrían atestiguar
que nos habíamos encontrado la tarde anterior en la velada literaria. ¿Qué
pensaría la policía? Yo sería el principal sospechoso, aunque no hubiese un
móvil aparente. Se inventarían que era un maníaco sexual o algo parecido. ¿Y
qué podría decir en mi defensa? Cuando me preguntaran qué hacía yo allí, cuál
era la razón de mi viaje a Madrid, cómo había conocido a Artemisa, ¿qué podría
responder? ¿Contaría las increíbles circunstancias que habían motivado mi
viaje? ¿Les hablaría de un hombre con un ojo de cristal, de mensajes
subliminales, de organizaciones secretas? No, nunca me creerían. Me tomarían
por un loco o, lo que es peor, pensarían que me burlaba.
Advertí
que estaba desnudo, lo cual hizo que me sintiera aún más desvalido. Me vestí
con precipitación y guarde mis cosas en el maletín. Anduve sin sentido de un
lado a otro sin decidirme a salir y mi mirada tropezó con un objeto no familiar
caído en el suelo. Era el bolso de noche de Artemisa. Lo abrí y volqué el
contenido sobre la mesa. Había un pañuelo, llaves, una barra de labios, algunos
billetes prendidos con una pinza de oro y una pequeña agenda. Sin pensarlo dos
veces me guardé la agenda y devolví el resto de las cosas al interior del
bolso. Algún oscuro impulso necrofílico me impulsó a entrar de nuevo en el
cuarto de baño. Contemplé absorto el cuerpo de Artemisa y evoqué los momentos
de placer de la noche anterior hasta que la urgencia me apremió. Antes de
abandonar la habitación tuve un atisbo del futuro: mis huellas dactilares
impresas por todas partes, mi nombre inscrito en el registro del hotel... Pero
ya pensaría en todo eso más tarde. Ahora era preciso salir.
Con
la mano en el pomo de la puerta me volví a mirar la estancia: buscaba algo sin
saber o quizás una fuerza desconocida me obligaba a permanecer allí. Abrí la
puerta de un tirón y me asomé al exterior. Estaba vacío y en silencio. Cerré la
puerta tras de mí y sentí que se desvanecía el horror; todos mis sentidos,
todos mis resortes mentales, convergían de pronto en un único y preciso
objetivo: escapar. Avancé con celeridad, confiado en que la gruesa moqueta
absorbería el ruido de mis pasos. Dudé entre utilizar el ascensor o la escalera
y descarté esto último: siempre sería sospechoso que alguien me viera hacer uso
de esa vía. Tenía que evitar, en cualquier caso, ser visto por el personal de
recepción, de modo que debía descartar la salida por la puerta principal. Una
alternativa era escapar por la cafetería, que tenía acceso directo a la calle,
pero dado lo temprano de la hora estaría cerrada con seguridad. Tuve una súbita
inspiración y pulsé el botón del aparcamiento. El ascensor se desplazó con
suavidad y al cabo de unos segundos la doble puerta se abrió silenciosamente.
Estaba en el rellano de una escalera de servicio; una puerta metálica pintada
de rojo indicaba el acceso al garaje. Tiré de ella y se abrió sin dificultad.
Respiré hondo y avancé con resolución entre los coches sin encontrar a nadie.
Fácilmente localicé una salida de peatones, ascendí rápido por la escalerilla y
me encontré en el exterior.
El
rumor de la mañana fue como un bálsamo. Algunos pájaros piaban, se oía el
rechinar de los primeros autobuses y el crujido triturador de un camión de
basura. El aire era fresco y de lejos me llegó el tañido de una campana. Tuve la
sensación de haber retrocedido en el tiempo. Por un momento me sentí
desorientado, luego reconocí donde me hallaba y me encaminé a paso vivo hacia
la Castellana.
Caminé
rápido, alejándome del hotel, pero enseguida comprendí que no me alejaba lo
bastante deprisa, de modo que, sin pararme demasiado a pensar, subí al primer
autobús que pasó y me mezclé con los somnolientos pasajeros. Me dejé caer en un
asiento y traté de examinar con frialdad mi situación: enseguida comprendí que
era desesperada. Me había dominado el pánico y mi actuación había sido
irracional; había sido una torpeza escapar, nadie tendría duda de mi
culpabilidad. La policía no tardaría en conocer mi identidad y ordenaría mi
búsqueda y captura; cuando esto sucediera -no sabía cuanto tiempo tardarían en
encontrarme, pero antes o después lo conseguirían-, estaría irremisiblemente
perdido. Todas las explicaciones que pudiera aducir en mi defensa sonarían tan
falsas, tan fantásticas, que más valía no pensar en ello. Y si de cualquier
forma me iban a atrapar, ¿no sería mejor entregarme? ¿Por qué había huido? Le
di vueltas a una idea: desde luego había escapado presa del pánico, pero acaso
no era ésa la única razón. Confusamente entreví otra explicación: que yo
despertase junto a un cadáver podía haber estado dispuesto de antemano por los
asesinos de Artemisa; también podía haber muerto si hubiera ingerido el whisky
envenenado (aunque lo del veneno era, por el momento, una suposición). Ambas
alternativas debían estar previstas: si bebía, moría, si no, sería el principal
sospechoso de un crimen. Y si este era el plan de los asesinos, que yo
desapareciera perturbaba de algún modo sus planes.
Mis
cavilaciones se vieron interrumpidas por una urgente necesidad de orinar.
Descendí del autobús en la primera parada y anduve hasta encontrar un bar. Pedí
un café y un bocadillo y pregunté por los servicios; satisfecha mi necesidad
consumí el desayuno con un apetito voraz. No había advertido hasta entonces que
estaba hambriento. En un espejo contemplé sobresaltado mi aspecto: sin afeitar,
pálido y ojeroso, descubrí que había olvidado la corbata en el hotel. El
hallazgo me desalentó, aunque, bien mirado, la policía no iba a necesitar
muchas pistas para saber quién era yo. Pensé en el revuelo que iba a organizarse
en el pueblo si me buscaban allí. Aunque consiguiese demostrar mi inocencia, el
escándalo en una comunidad tan reducida sería enorme; mi reputación quedaría
destruida para siempre. ¿Qué pensaría Braulio? ¿Debería llamarle y ponerle al
tanto de la situación? La cuestión era que no podía estar huyendo
indefinidamente, a algún sitio tendría que ir. Necesitaba ayuda y pasé revista
a los antiguos amigos de Madrid, pero ninguno me pareció adecuado.
Al
sacar la cartera para pagar, un papel doblado cayó al suelo. Lo recogí y lo
desplegué para ver de qué se trataba. Era la nota que me había dado aquel
muchacho tan raro, Tracy, la noche anterior. Contemplé el papel unos instantes
y tuve una corazonada. ¿Por qué no? Tal vez fuera la persona adecuada. Me
dirigí al teléfono e introduje varias monedas. Pasó más de un minuto antes de
que alguien contestara.
-¿Sí?
-preguntó una voz ronca.
-¿Puedo
hablar con Tracy?
-Soy
yo. ¿Quién llama?
-Soy
Adrián Sánchez, anoche...
-¿Quién?
-¡Soy
Alan Parker! -grité.
Se
oyó un estrépito que interpreté como la caída del teléfono.
-¡Alan
Parker! Un momento... Caramba, son las siete y media de la mañana. ¿Siempre
llamas a estas horas, Parker?
-Lo
siento, es una emergencia. ¿Podría verte lo antes posible?
-¿Una
emergencia? -su voz denotó interés -. Sí, claro, por supuesto. Bueno, ya sabes
donde vivo. Ven ahora mismo.
Colgué
el teléfono pensativo. Puede que mi actuación hubiera sido impremeditada, pero
no perdía nada por intentarlo.
Tracy
vivía en un edificio antiguo del Paseo de Rosales. El vecino Parque del Oeste
me trajo recuerdos de mis tiempos de Universidad. Subí hasta el ático en un
ascensor de madera, con espejos, y banqueta de terciopelo rojo desgastado. Un
corto tramo de escalera me condujo hasta la buhardilla de Tracy. El muchacho
estaba aún en pijama y en el interior olía a café recién hecho. Se entraba
directamente a una espaciosa habitación de contorno irregular. El techo
descendía oblicuamente de izquierda a derecha y en su parte media se abría un
amplio ventanal por el que penetraba un raudal de luz. La pared opuesta a la
entrada se truncaba en un breve chaflán y había en ella una ventana oval desde
la que se divisaba la arboleda del parque. Había en un rincón una pequeña
cocina donde burbujeaba una cafetera; una cortina sugería el paso a otra
habitación. Observé estanterías llenas de libros, butacas desparejas, un largo
sofá forrado de lona, una pesada mesa de oficina, con cajones a ambos lados, y
sillas diversas. Las paredes estaban decoradas con posters, fotos, carteles de
películas y algún cuadro; en el suelo se amontonaban papeles y libros. Todo era
anárquico, sin la menor traza de armonía, pero resultaba acogedor.
Tracy
llenó dos tazas de café y me invitó a sentarme. Tras una breve indecisión me
decidí por el sofá y me hundí en un asiento de muelles deteriorados.
-Muy
bien, Parker. Te escucho -dijo Tracy.
Le
miré sin saber qué decir ni por dónde empezar. Había decidido en un arrebato
confiar en Tracy y ahora estaba indeciso. Lo único que sabía del muchacho era
su pasión por la literatura policial y que, curiosamente, leía mis novelas,
pero no tenía ninguna seguridad de que pudiera ayudarme. Yo necesitaba
confiarme a alguien, relatar mi disparatada historia, pero más que eso
necesitaba ayuda, o la iba a necesitar en un futuro muy inmediato. Pensé que, a
fin de cuentas, mucho no podía empeorar mi situación por hablar con Tracy, así
que me acomodé como pude en el destartalado sofá y le conté todo desde el
principio.
Tracy
me escuchó casi sin pestañear, sólo me interrumpió para precisar algún dato. Al
terminar quedó silencioso, mirándome con expresión grave. Tomó la cafetera y se
sirvió más café.
-Una
cosa está clara: no debes entregarte -dijo al fin.
-¿Entonces
me crees?
-¿Y
por qué no habría de creerte? -Su semblante permanecía serio y sus ojos miopes
reflejaban asombro.
-Bueno,
no sé, te he contado una historia absurda y...
-Completamente
absurda, sí -me interrumpió-. Es una historia fantástica, rocambolesca,
inadmisible; pero es más que eso, es apasionante.
-Sí,
es posible. Pero preferiría que fuera menos apasionante y tuviera alguna
solución. ¿Te das cuenta del lío en que estoy metido? Y por desgracia no hay
nada que hacer.
-En
eso te equivocas, Parker. Hay muchas cosas que hacer, y la última es acudir a
la policía.- Le miré con escepticismo
sin decir nada. Tracy continuó -: De acuerdo, de acuerdo, acabas de
pasar un mal trago, sé como te sientes, pero no te precipites. Lo primero que
hay que hacer es analizar la situación, ¿no te parece? Igual que en una novela
de misterio. Porque aquí hay un misterio, de eso no hay duda. Este es un asunto
complejo. Así que vamos a examinar con calma el problema. Tú sabes muy bien
cómo se hacen estas cosas, Parker.
Quise
aclarar que no se trataba de ninguna novela, pero el entusiasmo de Tracy
resultaba estimulante.
-Muy
bien. Adelante.
-Primero
te diré por qué entregarte no resuelve nada, en mi opinión. Para empezar te
retendrán un tiempo indefinido, tendrás que buscar un abogado y te costará
conseguir la libertad provisional. Todo dependerá de que te crean o no. Si no
te creen, te procesarán y, en el mejor de los casos, pasarás bastante tiempo
encerrado. Luego hay que ver si deciden investigar el caso y consiguen
descubrir un culpable, cosa difícil si como parece hay gente gorda metida en
esto. En los periódicos hay todos los días noticias de asesinatos y
desapariciones, relacionados con oscuras tramas internacionales, que nunca
llegan a resolverse. Ahora bien, en este caso la policía lo tiene fácil: hay un
virtual culpable, una víctima propiciatoria. Es posible que no consigan probar
de manera incuestionable tu culpabilidad, pero tú tampoco puedes demostrar, sin
ningún género de dudas, que eres inocente. De modo que con pruebas
circunstanciales te pueden condenar a unos años de cárcel y dar carpetazo al
asunto.
-Puede
que tengas razón -comenté. (El análisis me había parecido realista) -. Así que
en el fondo da igual que me cojan o me entregue; el resultado es el mismo.
-No,
no. Ni mucho menos -rebatió el muchacho-. Hay una diferencia esencial: todavía
no te han cogido, y eso significa tiempo. Vamos a ver, ¿a qué hora limpian las
habitaciones en los hoteles? Sobre las doce, ¿no? Más o menos. Así que no
descubrirán el cadáver hasta mediodía; luego vendrán los trámites forenses y
judiciales, después el examen de los datos, tu identificación, etc. Hay mucha
burocracia en estas cosas y no creo que antes de cinco o seis horas se ordene
tu búsqueda. El tiempo que tarden en encontrarte puede ser muy variable. Nadie
sabe que estás aquí, nadie te relaciona conmigo. Todo eso significa tiempo.
-Pero
tiempo, ¿para qué?
-Para
encontrar a los asesinos de Artemisa -dijo Tracy muy serio.
Me
quedé sin habla. Luego pensé que Tracy se burlaba de mí.
-Perdón,
¿cómo dices?
-Que
tenemos que encontrar a los asesinos de
Artemisa. Es la única solución.
-¿Estás
hablando en serio? -pregunté sin salir de mi asombro.
-Completamente
en serio.
-Oye,
Tracy -dije con creciente irritación -. Te agradezco tu hospitalidad, has sido
muy amable escuchándome... Pero esto no es un juego, ¿comprendes?
-¡Sí
lo es! -replicó el muchacho con firmeza-. Es un juego de muy alto nivel en el
que, por ahora, nosotros no jugamos. Pero vamos a empezar a hacerlo.
-Pero...
¡esto es ridículo! Perdona, quiero decir... Me propones seriamente buscar a los
asesinos... ¡Pero eso es una locura! Esa gente es peligrosa, ya ha matado una
vez y puede volver a hacerlo. ¿Y tú quieres jugar a detectives? Mira, yo no soy
un detective, soy sólo un escritor mediocre. Y bastante asustadizo. Además,
¿qué podríamos hacer nosotros solos? ¿Por dónde empezar?
-De
momento somos dos, pero se unirán unos amigos míos.
-¿Unos
amigos? No, mira, olvídalo. En serio, Tracy. Vamos a olvidar este asunto.
-¡Vamos,
vamos, Parker, no me decepciones! ¡Tú eres un creador, eres el famoso novelista
Alan Parker! ¿Dónde está el nervio que se aprecia en tus libros? ¿No comprendes
que esta es una ocasión única? Hay una historia fantástica, un misterio
apasionante, y no es una novela, ¡es real! Eso quiere decir que podemos
participar. Querías vivir una aventura, ¿no? Bueno, pues aquí la tienes.
-Pero
el riesgo...
-¡Joder,
con el riesgo! Todo tiene riesgo. Pero no somos imbéciles. Tenemos capacidad de
maniobra, ya lo verás. Hay muchas cosas que podemos hacer.
Miré
con desconcierto a Tracy. Tal vez, dentro de aquella serie de acontecimientos
insólitos, su proposición no era del todo incoherente. Era una locura, desde
luego, pero ¿algo no lo había sido hasta entonces? Me levanté decidido a
encontrar un asiento más confortable y paseé por la habitación. El muchacho
esperaba mi decisión. ¿Estaría Tracy en lo cierto? ¿Sería realmente lo que me
proponía mi única alternativa? Calabor había dicho: si ocurre algo imprevisto,
actúe con sentido común. ¿Dónde estaba allí el sentido común? ¡Maldito Calabor,
buena me la había jugado! En poco tiempo había pasado de tener una existencia
placentera y ordenada, a estar reclamado por asesinato y dispuesto a secundar
los delirios detectivescos de un joven paranoico.
Me
aposenté en una sobria silla de madera y encendí un cigarrillo.
-En
fin, no me comprometo a nada, pero estoy dispuesto a escucharte. Explícame tu
plan.
-Muy
bien. Lo primero es establecer una hipótesis de trabajo -comenzó Tracy-. Existe
una organización, que llamaremos A, que te contrata para transmitir una
información secreta, pero teme que esa información pueda ser interceptada por
otra organización, que llamaremos B. Consigues enlazar con tu contacto, pero lo
eliminan antes de que puedas comunicarle tu mensaje. ¿Quién puede haber
asesinado a Artemisa? Lo más lógico es suponer que haya sido la organización B,
aunque no se pueden descartar otras posibilidades: por ejemplo, que haya sido
la misma organización A, por motivos que desconocemos; o una tercera
organización, o un loco, o la policía. Pero sin duda la primera hipótesis es la
más consistente, y es verosímil considerar que el plan original incluía también
tu eliminación. ¿Qué ocurre ahora? Que tú estás vivo y libre, y sigues siendo
portador de un mensaje valioso para ambas organizaciones. Es decir, tienes algo
que vender. Y si puedes vender algo, puedes negociar. Esa es la clave de lo que
podemos hacer: negociar.
-Hay
una cierta lógica en tu teoría -admití -. ¿Pero cómo vamos a negociar? ¿Con
quién, si desconocemos dónde se ocultan unos y otros?
-Pienso
que serán ellos los que tratarán de localizarte. Otra cosa no tendría sentido.
-Bueno,
si me encuentran los A, no será demasiado malo, espero. ¿Pero qué ocurrirá si
me encuentran antes los B o la policía?
-Si
te encuentra la policía ya sabemos lo que va a pasar. Si son los otros... es
difícil predecirlo. Puede que les interese la información que tú posees, o
puede que esperen a que te atrape la policía.
-O
pueden intentar matarme otra vez.
-Sí,
no lo niego. Pero ésa es una posibilidad que existirá siempre, hagas lo que
hagas.
-Total,
que lo que me propones es que salga a la calle gritando: ¡Eh, oigan, soy Adrián
Sánchez y tengo un mensaje para el mejor postor!
Tracy
movió negativamente la cabeza sin perder
la calma.
-No
nada de eso. Lo principal es preservar tu integridad. Hay otras formas de
hacerlo.
-Sí,
bueno, perdona. Ha sido una salida de tono. Continúa, por favor.
-No.
Estás cansado y creo que te sentará bien una ducha. El baño está ahí dentro.
Voy a llamar a mis amigos y seguimos después.
Tracy
tenía razón. El agua tibia relajó mis músculos y apaciguó mi mente. Estuve un
buen rato bajo la ducha sin pensar en nada, me afeité y me puse ropa limpia.
Cuando salí ya habían llegado los amigos de Tracy.
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