(Capítulo anterior el 23/2/15)
3
LA
ATRACCIÓN DE LO PROHIBIDO
No
olvidaré aquellos días. Recorrimos los pueblos de la costa, le enseñé rincones
olvidados y fatigamos mi viejo dos caballos buscando ermitas románicas. Vi
cumplidos secretos anhelos, como bañarme desnudo en calas desiertas o hacer el
amor en la soledad de la montaña. Fue una adolescencia vivida con la intensidad
de la madurez. De mi mente se desvanecieron oscuros fantasmas de inseguridad y
frustración. Apenas nos separábamos. Por las mañanas, mientras yo hacía acto de
presencia en el Instituto, ella acudía a las reuniones de la casa del puerto.
Sobre este tema casi ni volvimos a hablar; estaba claro que yo no deseaba
conocer más del asunto y Lucía no trató de interesarme. Tampoco la reproché
nada. Por encima de cualquier cosa yo quería respetar su libertad. Era
demasiado increíble lo que me estaba ocurriendo como para echarlo todo a perder
con suspicacias. Nos reuníamos después y pasábamos juntos la tarde y la noche.
Volví
a escribir y comprobé que lo hacía mejor. Avancé en mi novela y sentí que
retornaba el ingenio de mis mejores días. Hasta Kantor parecía renovado: más
cínico, más petulante, volvía a arriesgar la vida con una sonrisa despectiva en
los labios. A Lucía le gustaba leer lo que yo escribía y no ocultaba su
admiración, lo cual afianzaba la confianza en mí mismo. ¿Puede extrañarle a
alguien que me enamorara de ella?
Ocurrió
de manera fulminante. Tras unos días de forcejeo intelectual conmigo mismo,
acabé aceptando la incuestionable verdad: estaba perdidamente enamorado de
Lucía. El reconocimiento ensombreció en parte mi felicidad. Yo no sabía nada de
Lucía, salvo la remota relación que ella había enunciado, y no quería saber
más. Me bastaba con sentir día a día su presencia y hubiera deseado prolongar de
manera indefinida la plenitud de aquellos días. Pero el amor no puede dejar de
presentir el futuro y empecé a pensar que nuestro idilio podría tener un final.
Lo lógico era pensar que un día, tal vez cercano, ella volvería a su mundo y yo
a mis rutinas de siempre. Pero ¿cómo asumir ese desenlace ahora que sabía que
la amaba? Las cosas nunca volverían a ser como antes. Lucía alentaba en mí expectativas
de vida que yo casi había excluido, despertaba en mi interior el reto de crear,
de vivir sin amurallar los sentimientos. Lo más acertado sería entonces vivir
con intensidad aquellos días sin hacer preguntas ni alimentar proyectos. Aunque
algo me decía no iba a ser fácil conseguirlo.
Tampoco
Lucía hablaba del futuro, como si existiese un acuerdo tácito para excluir de
nuestras conversaciones cualquier referencia al porvenir. No se mencionaba la
palabra amor: hablábamos de felicidad, de placer, de bienestar, pero nunca de
amor. Casi había conseguido adormecer mi inquietud cuando, una tarde que regresábamos
de un pueblo vecino, Lucía preguntó:
-¿Adrián,
tú eres feliz?
La
miré con sorpresa durante un instante y sonreí.
-Muy
feliz.
-No
me refiero a esto, a nosotros -dijo ella con cierta brusquedad -. Te pregunto
si eres feliz viviendo aquí.
-Bueno
-repliqué sin dejar de mirar la carretera-, esa es otra cuestión. Nadie es por
completo feliz, pero en fin, digamos que disfruto de una razonable felicidad.
Aunque claro, todo ha cambiado desde que tú...
-Pero
lo que haces, lo que tienes -me interrumpió -, ¿te satisface por completo?
-Nada
es por completo satisfactorio, Lucía, pero esto se parece bastante a lo que yo
deseaba.
-Muchas
veces lo que deseamos no es lo que nos hace feliz.
-¿Qué
quieres decir?
-Tú
huiste de Madrid, de tu mundo, de tus cosas. ¿No echas en falta nada de eso?
La
miré y sentí un incómodo desasosiego.
-Tal
vez sí, Lucía. Algunas veces echo de menos aquello. Pero aquí he encontrado
otras cosas.
-¿Y
te satisfacen? ¿No te has vuelto un poco conformista? -Sin esperar respuesta
Lucía continuó -: Tu trabajo, por ejemplo. Es posible que no te disguste, pero
no creo que te apasione. Tus libros: escribes novelas, pero no las que te
gustaría escribir. Tu vida sentimental: te separaste de tu mujer, pero no sabes
vivir solo. Cualquier día te volverás a casar con una chica provinciana... ¿Dónde
están tus fantásticos proyectos?
No
dije nada. No podía haber hecho Lucía una disección más precisa de mi estado de
ánimo. Ni más cruel.
-Bueno,
no me hagas caso. Son tonterías mías -dijo ella para romper el silencio. Sonrió
y me apretó el brazo.
No
eran tonterías. Era el primer indicio de que la realidad invadía nuestro sueño.
Ella había infringido el pacto removiendo inquietudes que yo había procurado
olvidar. No había aludido a nuestro futuro, pero era aún peor: me había
recordado mi propio problema, un problema al que yo, ni siquiera después de
aquellos días idílicos, había sido capaz de dar solución.
-En
resumen -sentenció Braulio -, que te has enamorado de ella.
Me
encogí de hombros.
-Si
es que eres un caso, coño. No podías ligar por las buenas, como todo el mundo.
Si no te complicas la vida no disfrutas. Bueno, y si estás enamorado, ¿qué hay
de malo en ello?
-Es
más que eso, Braulio. Es plantearme mi propia estabilidad. Yo tengo aquí una
vida organizada, tranquila. Lucía es lo opuesto: tiene veinte años, es libre,
independiente. ¿Qué le puedo ofrecer? ¿Pudrirse en este agujero junto a un
escritor de quinta categoría?
-Muchacho,
lo que te pasa a ti es que eres incapaz de vencer tus propias contradicciones.
Vamos a ver, rompes con todo en Madrid porque estás harto de la gran ciudad,
pero aquí te pasas la vida quejándote de tedio. Afirmas que allí no podías
desarrollar tus proyectos, pero desde que te conozco no has emprendido, que yo
sepa, ninguno. Ahora conoces a una tía que te gusta, que te estimula, y te
acojonas porque puede romper tu estabilidad. A ver si te aclaras.
-Tienes
mucha razón. Ni yo mismo me entiendo. Luego está la cuestión de la edad, la
llevo veinte años. ¿Tú no tendrías miedo de hacer el ridículo?
-El
sentido del ridículo está en uno mismo -dijo Braulio alzando la voz-. Tú sabrás
si te merece la pena. El ridículo, el dolor, la tristeza, son riesgos que hay
que correr. Que yo sepa, nada se consigue sin riesgo.
No
dije nada durante unos instantes.
-¿Sabes
una cosa? No sé si estoy enamorado de Lucía o de lo que ella representa.
-Eso
son pamplinas y ganas de marear. ¡Échale huevos, hombre!
Aquella
noche pensé que, como otras veces, me estaba adelantando a los acontecimientos.
La madurez sólo nos cambia en aspectos muy superficiales. Mis viejos temores
volvían a impedirme disfrutar con plenitud lo que de manera sencilla la vida me
ofrecía. Debía tomar las cosas tal como eran. Y lo único real en aquel momento
era el hermoso cuerpo de Lucía dormido entre mis brazos.
-Pronto
me iré.
-Ya
lo suponía- dije en tono neutro.
-¿Qué
harás cuando me vaya?
Tardé
algún tiempo en contestar. Había una infinidad de respuestas posibles.
-Intentaré
acostumbrarme a vivir sin ti.
-¿Por
qué? -dijo en voz baja.
Se
dio la vuelta y me miró a los ojos. Había en su rostro una expresión dura que
me sorprendió.
-¿Por
qué? ¿Por qué? -repitió.
-No
quiero retenerte, Lucía -contesté en el mismo tono tranquilo. Pero mi respuesta
la enfureció.
-¿Te
das cuenta cómo eres un conformista? Lo que hemos vivido juntos no cuenta para
nada, ¿verdad? Si me quedo, está bien, si me voy... resignación. Cualquier cosa
antes que perturbar tu orden y tu tranquilidad. ¡Muy bien, quédate aquí y no
salgas nunca de tu mausoleo!
Con
un gesto brusco se ajustó la pieza superior del bikini. Tuve la lamentable
sensación de haber escogido un camino equivocado y traté de rectificar.
-Espera
un momento, Lucía. Escúchame. Encontrarte ha sido lo mejor que me ha ocurrido
en los últimos cien años. Si no te he pedido nada, no ha sido por conformismo,
sino por temor a romper el encanto. No me importa nada mi miserable
tranquilidad. Pero es verdad que tampoco me atrevo a retenerte.
Permaneció largo rato mirándome. Luego dijo:
-¿Nunca
has sentido la atracción de lo prohibido?
-¿Eres
tú lo prohibido? -pregunté tratando de ser ocurrente.
-Tal
vez... -Perdió su mirada en el mar y añadió -: Hay otras cosas distintas, prohibidas,
que te hacen vivir con intensidad.
-¿A
qué te refieres?
-Tú
escribes historias fantásticas. ¿Qué hay de ti en ellas? ¿Nunca has deseado
vivirlas?
-Diablos,
sí -intenté bromear-, cualquier día voy a comprar un revolver y me voy a
ofrecer a los servicios secretos de algún país.
Lucía
estaba de espaldas y no dijo nada. Me acerqué a ella y la abracé con suavidad.
-Sé
lo que quieres decir, Lucía. En cierta manera yo transfiero a mis novelas
deseos de aventura que nunca realizaré. Soy Kantor cuando salta de aviones
incendiados o seduce hermosas espías, es mi cerebro el que resuelve los enigmas
y castiga a los villanos. Para narrar una aventura hay que sentirse
protagonista de ella. A veces pienso que mis invenciones tienen más
autenticidad que la vida cotidiana. Pero me engaño, porque la vida real no es
así.
-Qué
poco sabes de la vida, Adrián.
Giró
entre mis brazos para mirarme de frente. Su sonrisa de conmiseración me afectó
más que todo lo anterior.
-Quizás
me he equivocado. No debería haberte dicho nada, Adrián. Puede que en el fondo
sea mejor pensar que todo fue un sueño maravilloso.
Me
sentí mal. Lucía se escapaba sin que pudiera evitarlo. Le pedí que fuera más
explícita, pero no quiso volver sobre el tema. Sólo obtuve amables evasivas
hasta que un silencio extraño se interpuso entre los dos. Más tarde Lucía
volvió a ser la de siempre y por la noche mostró el mismo entusiasmo amoroso
que en días pasados. Pero yo no pude desprenderme de una vaga sensación de
pesadumbre: intuía que aquello era el principio del fin.
Dos
días después Lucía desapareció. Cuando regresé a medio día no estaba en el
apartamento. No me alarmé, a veces ella volvía tarde de sus reuniones, y esperé
más de dos horas sin que la muchacha apareciera o llamara por teléfono. Tampoco
estaba en su hotel. Intenté convencerme sin resultado de que su ausencia
tendría una explicación lógica, tal vez las malditas meditaciones la habían
retenido más tiempo del habitual. Esperé su regreso hasta bien avanzada la
tarde. A esas alturas distaba mucho de encontrarme sereno y mi cerebro era un
mar de elucubraciones. Una suposición se alzaba con firmeza sobre las demás:
Lucía se había ido. A qué negarlo, se había marchado sin decir adiós. A fin de
cuentas era lo más lógico después de su repentino cambio de actitud. Menos me
dolía su huida que mi propia incapacidad para retenerla.
No
me resigné y salí a buscarla. Recorrí los lugares y las calles que habíamos
frecuentado inspeccionando los rostros de la gente y llegué hasta el puerto.
Avisté allí la casa de las reuniones y por un momento pensé en acercarme. Algo
parecido a la dignidad me lo impidió. Si ella decidía volver sabía dónde
encontrarme, si no, mejor dejar las cosas como estaban.
Esa
noche, sin proponérmelo de manera consciente, me emborraché, una borrachera muy
británica, solitaria y autocompasiva, que no me alivió gran cosa. Tuve un sueño
intranquilo y a la mañana siguiente estaba agotado y tenía un espantoso dolor
de cabeza. Me levanté tarde y combatí la resaca con todos los medios a mi alcance.
Encontré a Braulio tomando el aperitivo en el lugar de costumbre y le relaté lo
ocurrido.
-Supongo
que recordarte que ya te lo había
advertido no te servirá de nada.
-No.
-Entonces
no te lo recuerdo. Cada uno es como es.
-No
te pido que hagas filosofías. Dime qué hago.
-Tienes
dos opciones -Braulio se acomodó en su silla y extendió los brazos -: o la
olvidas o vas a buscarla.
-¡Joder!
-Pero
bueno, tío, ¿qué quieres que te diga?
-Quiero
que me expliques lo que ha pasado.
-La
cosa está muy clara. La pájara ha huido...
-No
la llames pájara.
-...
y lo más lógico es pensar que ha tenido miedo de enredarse contigo. Yo creo que
si se hubiera cansado de ti te lo hubiera dicho. Y no de golpe, sino poco a
poco. Las tías saben cómo prepararse el terreno en estos casos: que si son muy
jóvenes, que si tienen su vida en otra parte, que si todo tiene un final. Eso
es lo normal, pero dar la espantada así es raro. Pienso que la chavala estaba
muy por ti y se ha acojonado. Ahora, si no te resignas a perderla, está en tu
mano. Búscala.
-¿Pero
dónde? La he buscado por todas partes.
-Excepto
en la casa del puerto.
-No
creo que esté ahí. Estoy convencido de que allí no queda nadie.
-Compruébalo.
Quedé
pensativo tratando de averiguar por qué me resistía a ir a la casa. Aún me
dolía la cabeza.
-¿Y
lo prohibido? Ella me habló de la atracción de lo prohibido. ¿Qué quiso decir?
-A
saber -Braulio se encogió de hombros -. Asuntos de drogas o cosas así.
Me
vio muy abatido -aunque la culpa era en parte de la resaca- y me golpeó el
hombro con afecto.
-Te
ha jodido esa mujer, ¿verdad? Bueno, ya pasará. El mundo no se acaba con esto.
-Te
juro que no acabo de comprenderlo, Braulio. Puedo entender que esto tuviera que
terminar. Por muchas razones: hemos vivido sin preguntarnos nada, sin
proyectos, sin futuro, disfrutando sólo del presente. Bien, de acuerdo, esas
historias no suelen durar. Pero entonces, ¿por qué esas alusiones a una vida
diferente? ¿Por qué echarme en cara mi inmovilismo?
-Lo
que yo te digo. Se ha enamorado de ti y piensa que si te vuelve a ver no tendrá
valor para escapar. Para mí está muy claro.
-Es
que si creo eso tengo que buscarla donde sea.
-Pues
búscala.
Transcurrió
el día sin noticias. Volví a recorrer en vano los lugares posibles y casi
llegué a persuadirme de que Lucía se había marchado. Ir a la casa del puerto
era la última posibilidad, pero seguía sin decidirme, influido quizás por mi
amor propio y por el temor a sentirme ridículo ante sus compañeros de grupo, si
es que todavía seguían allí. Al final interrumpí la búsqueda y me refugié en mi
erosionada dignidad. La olvidaría. Por la noche fui a ver una película, de la
que apenas tengo recuerdos fragmentarios,
luego intenté escribir, sin conseguir otra cosa que una papelera llena
de folios arrugados. El cansancio y un somnífero acabaron rindiéndome al sueño.
Al
día siguiente me levanté temprano y me dirigí al muelle. El cielo estaba
cubierto y había en el aire un presagio de tormenta. Baldeé a conciencia el
barco, preparé los aparejos y salí al mar. Durante la mañana no llovió. Estuve
navegando sin preocuparme demasiado de las cañas, sometiéndome a la fuerza
aturdidora del viento. A mediodía abrí unas latas y me forcé a comer algo.
Navegué hacia el oeste bordeando la costa y cobré algunas piezas cerca de los acantilados
donde había estado con Lucía.
El
viento empezó a soplar duro y el mar a rizarse. Cuando cayeron las primeras
gotas me enfundé en la ropa de agua y viré en redondo dirigiéndome al puerto.
Pronto la luz disminuyó y escuché el retumbar del primer trueno. En pocos
minutos la tormenta desplegó toda su potencia de deslumbradores relámpagos y
lluvia torrencial. Calado hasta los huesos, a todo lo que daba el motor de mi
embarcación, entré en la dársena cuando ya amainaba el temporal. Al doblar la
escollera divisé la casa. Iluminada por los últimos relámpagos me pareció
siniestra y fantasmal.
Amarré
con prisa el barco y volví al apartamento con la débil esperanza de que Lucía
hubiera regresado. Mientras me cambiaba de ropa tomé una decisión.
(Continuará)
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