(Capítulo anterior el 17/2/15)
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MEDITACIONES EN LA CASA DEL PUERTO
La
muchacha rubia se agitó inquieta mientras encendía un cigarrillo con
imprecisión. Consultó de nuevo su reloj de pulsera y miró hacia la puerta una
vez más. No más de veinte años, pensé, e intenté cruzar mi mirada con la suya.
Yo estaba allí, en el otro extremo de la barra, observando el mundo a través de
un cubalibre, algo que hacía últimamente con demasiada frecuencia. Una forma
como otra cualquiera de matar el tiempo, aunque debo reconocer que mis intensas
miradas se perdían en el vacío las más de las veces. La chica tenía una mirada
virginal y un cuerpo inquietante. En particular, los muslos eran notables:
densos y tostados escapando de la leve presión del vestido de verano. ¿Sería
ella consciente de la perturbación telúrica que producía cada vez que
descruzaba las piernas? Posiblemente no. Era demasiado joven y los jóvenes han
introducido una maldita naturalidad en el sexo: todo queda en una placentera
modalidad de gimnasia sueca. Sonreí al fondo de mi vaso. Qué sabía yo en
realidad de los jóvenes. Estaba a años luz de aquella chica. A los cuarenta el
tiempo empieza a pasar deprisa y con poco significado.
La
muchacha rubia estaba sonriendo. Dos jóvenes habían entrado en el bar y se
dirigían hacia ella. Pedí otro cubalibre. El calor era sofocante, anormal para
finales de agosto, y no me seducía en absoluto irme a casa. Examiné otras
posibilidades: podía ir al cine (pero ya había visto la película); quizás ir a
cenar a alguno de los restaurantes del puerto (lo que en definitiva terminaba
por hacer casi todos los días); tal vez podría invitarme a casa de Braulio. En
fin, una deslumbrante serie de posibilidades. Me sentí abrumado. Después de
todo lo mejor sería cenar con Braulio y darle ocasión para que me largara una
de sus habituales digresiones políticas; mientras, yo me bebería su ginebra y
su mujer dormitaría en un sillón. Capté mi imagen en el espejo de detrás del
mostrador: el cabello desertaba imparable de mi cabeza, de aquella lucida y
envidiada cabellera tan sólo restaba un pelo fino y agonizante que se espesaba de
manera falaz sobre las orejas. Me sumí en sombrías consideraciones sobre el
paso del tiempo. Apuré de un golpe mi bebida. Aquél no había sido uno de mis
días más brillantes, pero para qué hablar de los anteriores. Tendría que
meditar sobre ello, analizar aquella especie de desgana. Eran casi las nueve y
seguía haciendo calor. Consideré la posibilidad de un nuevo cubalibre.
La
niña angelical y sus compañeros se disponían a salir. Al pasar frente a mí la
muchacha me miró durante un segundo. Tuve la visión fugaz de un cuerpo joven
desnudo, del baile salvaje de unos muslos incontenibles... Luego todo volvió a
ser como antes: la única realidad era el contacto frío de mi vaso y el rumor de
la gente, ahora perfectamente audible. Renuncié a beber más y busqué dinero en
los bolsillos.
En
la puerta tropecé con alguien que entraba y murmuré una excusa. Sentí que me
retenían.
-¡Adrián!
¡Tú eres Adrián!
Era
una mujer desconocida. Me miraba y sonreía ante mi confusión.
-¡Adrián,
no has cambiado nada! ¿No me recuerdas? Soy Lucía, la hermana pequeña de Adela.
La
miré más despacio y de súbito me hice cargo de la situación. No tenía ni la
menor idea de quién era; pero era joven, no muy alta, pelo corto color castaño,
ojos oscuros y poseía unos hermosos senos. No vacilé ni una fracción de
segundo.
-¡Ah,
sí, Lucía, claro! ¡Qué sorpresa! ¿Qué tal estás Lucía?
Empezó
a reírse y me zarandeó con familiaridad.
-¡Qué
cara tienes! Seguro que no sabes quien soy.
-Es
verdad. ¿Pero eso qué importa? Ahora sé que no te olvidaré jamás.
-Pero
hombre -insistió entre risas -, ¿no te acuerdas de Adela?
¿Adela?
¿Qué Adela? De pronto un salto brusco hacia atrás: viejas imágenes abriéndose
camino, el grupo de la sierra ocho o diez años antes... Adela, claro, un
romance de verano que apenas había dejado huella.
-Entonces
tú eres...
-Lucía.
Adela tenía dos hermanas y yo soy la pequeña. Pero no te esfuerces, no te
puedes acordar. Yo era muy pequeña.
-Debe
hacer unos diez años.
-Exacto.
Yo tenía entonces doce años.
Por
tanto ahora tenía veintidós años. Veintidós tiernos y apetecibles años. Era
exactamente lo que yo necesitaba. Dejé volar la imaginación presintiendo que el
encuentro bien podía cambiar las fúnebres perspectivas que me ofrecía aquella
noche y la vida en general. La chica dijo:
-Bueno,
¿qué hacemos aquí como dos tontos? Invítame a algo, anda.
Elegí
una mesa al fondo del salón. Después de un nuevo cubalibre experimenté dos
agradables sensaciones, en apariencia contradictorias: por una parte, la
evocación de viejos amigos y ambientes lejanos me sumergía en una atmósfera
cálida y familiar de mesa camilla; por otra, los ojos pícaros y el cuerpo
sugestivo de Lucía disparaban mi fantasía hacia terrenos menos domésticos. Ella
hablaba sin cesar, dejando oír a veces su risa fuerte que, para mi regocijo,
despertaba la atención de las mesas vecinas.
-Habla
algo, hombre -dijo de pronto-. A mí si no me cortan... Cuéntame cosas. ¿Estás
casado?
-Sí
y no. Vaya, estoy separado. La cosa no duró más de dos años.
Le
hablé de Marta, del error de nuestro matrimonio, de la incomunicación y el
hastío... Me callé. Estaba adoptando un tono de víctima que no me gustaba nada.
A Lucía parecía divertirle mi relato.
-Yo
estuve enamorada de ti, ¿sabes? -declaró sin previo aviso-. Con doce años,
imagínate, eras para mí algo inalcanzable. Eras el novio de mi hermana mayor,
así que tuve que sufrir en silencio. Tenía una foto tuya, recortada de un
grupo, guardada entre las páginas de un libro.
Lo
único que se me ocurrió fue sonreír estúpidamente sin saber donde fijar la
mirada.
-Recuerdo
que querías ser escritor -siguió Lucía-. ¿Eres ya un autor consagrado?
-No,
qué más quisiera. Sólo soy un modesto profesor de literatura en un instituto de
provincias. Bueno, también escribo, aunque es un tipo de
literatura...diferente.
Todo
había empezado cuando, a causa de una apuesta, una editorial de novelas de
bolsillo me publicó un relato policíaco.
Escribí un par de novelas más, que también fueron aceptadas, y lo que comenzó
como un juego se convirtió en un pasatiempo agradable con una no despreciable
retribución económica. Desde entonces escribía una novela al mes bajo el
seudónimo de Alan Parker.
Lucía
no pudo contener la risa:
-¡Alan
Parker! Es increíble.
-No
te burles. En realidad es una especie de divertimento y además me pagan. Como
puedes comprender yo aspiro a más. Ahora que he alcanzado la serenidad
necesaria pienso empezar algo más serio. Tengo algunos proyectos, algunas cosas
muy pensadas.
Estaba
claro que no resultaba muy convincente, ni siquiera para mí mismo. Cambié de
tema:
-Bueno,
bueno, la pequeña Lucía. ¿Cómo se te ha ocurrido pasar las vacaciones en este
pueblo perdido del norte peninsular?
-No
estoy de vacaciones -su voz se hizo cautelosa-. Estoy con un grupo. Estamos
siguiendo unas meditaciones.
-¿Religiosas?
-Intuí con alarma algo relacionado con algún tipo de secta.
-No,
nada de eso. Es una nueva forma de conocer las posibilidades de nuestro
espíritu, un método para liberarnos de los esquemas habituales del
conocimiento.
Torcí
el gesto. Ese tipo de cosas siempre me ha sonado a impostura, a pesar de la
aceptación que parecen tener entre la gente joven. De nuevo me sentí distante.
Las sesiones se celebraban en una vieja casa del puerto. En cualquier caso, no
estaba dispuesto a que Lucía se me escapara tan fácilmente, así que me mostré
educadamente escéptico e indagué si sus ejercicios espirituales, perdón,
intelectuales, le impedirían cenar con un viejo amigo. Ella aceptó y sus ojos
oscuros chispearon.
Caminamos
por el paseo marítimo cogidos del brazo. Algunos conocidos me miraron con
curiosidad y disfruté imaginando los comentarios que enseguida pondrían en
circulación los correveidiles de turno. Divisé a Braulio al otro lado de la
calle y le saludé agitando la mano. Estaba con otras personas y no se movió,
pero nos siguió con la mirada como quien contempla el paso de un tren hasta que
se pierde en la distancia. Me decidí por un tranquilo restaurante del puerto
del que yo era asiduo. La comida era aceptable y los camareros me llamaban don
Adrián. Nos atendió la dueña en persona. Tenía en el rostro una sonrisa de
complicidad y a cada momento estuvo lanzándome lanzando miradas significativas
que simulé no ver.
Elegí
el menú cargando las tintas en el elogio de las materias primas y las
exquisiteces de la sencilla cocina local. Lucía me escuchaba paciente, con un
punto de socarronería en la mirada. La brisa de mar atenuaba el calor y
disfruté hablando con la muchacha de cosas triviales. Mediada la segunda
botella de vino me sentía muy locuaz y me enredé en confusas disquisiciones
sobre el amor-rutina, el amor-pasión y el amor-amor. Ella parecía sentirse a
gusto. En un olvidable momento recuerdo haberle dicho:
-Tus
ojos brillan como estrellas.
Lo
cual provocó de nuevo la risa desmesurada de Lucía. Pero no era una risa cruel.
Tal vez yo estaba bordeando el ridículo, pero ella no parecía advertirlo. Es
más, extendió el brazo desde el otro lado de la mesa y me oprimió la mano. Yo
procuré retener el contacto el mayor tiempo posible. Seguimos hablando hasta
que la dueña, desolada, me advirtió que tenía que cerrar. Paseamos entonces por
el espigón con las manos enlazadas, casi sin hablar, abismados en el reflejo
ondulante de las luces de la bahía. Deseé besarla en aquel momento, pero
vacilé. No quería echarlo todo a rodar. Aunque quizá ella esperaba que la
besara.
-Qué
tarde es, Adrián -dijo la muchacha resolviendo mi indecisión -. Mañana tengo
que levantarme temprano.
La
acompañé al hotel y en la entrada me quedé mirándola.
-Ha
sido una noche encantadora, Lucía.
-Yo
también he estado muy a gusto.
-¿Puedo
verte mañana? Te enseñaré cosas de por aquí.
-Me
encanta la idea.
-Bien.
Vendré a buscarte sobre las nueve. ¿De acuerdo?
-De
acuerdo.
Caminé
hacia mi casa sin prisa. Me sentía satisfecho, reconfortado. ¿Se habría roto el
maleficio? Las calles me parecían acogedoras, la gente adorable, la brisa
marina maravillosa. Por supuesto no había que sobre valorar un paseo romántico
junto al mar, pero me sentía como en los viejos tiempos, cuando un tímido apretón
de manos o un beso furtivo le hacían a uno soñar. Mi vida no había sido lo que
se dice ascética en los últimos años,
pero aquello parecía diferente. Lucía era joven, libre, vital. Presentí que
algo refrescante iba a destruir la monotonía de aquellos días.
Me
dormí tarde y al día siguiente estuve distraído, sin concentrarme por completo
en mis asuntos. Al salir del Instituto, Braulio se me acercó.
-Buena
mujer te acompañaba anoche.. ¿De dónde la has sacado? Vamos a tomar un
vino y me lo cuentas todo.
-Poco
hay que contar. Es una vieja amiga.
-Venga,
no me jodas que te conozco.
Braulio
era bajo de estatura, más ancho que grueso y lucía un enorme bigote recuerdo de
otros tiempos. Tenía tres hijas y una mujer inteligente que le quería y le soportaba.
Enseñaba matemáticas y había hecho del pragmatismo una norma de conducta, lo
cual le había causado problemas cuando estuvo afiliado a algún partido
político. Su espíritu crítico y su honestidad le habían impedido aceptar las
necesarias componendas de toda actividad política. Y no es que estuviera
amargado, ni que hubiera renunciado a su utópico izquierdismo: seguía sintiendo
pasión por la política, pero desdeñaba a sus ejecutores. Se había constituido
en protector mío, estableciéndose entre nosotros una curiosa simbiosis. Según
Braulio yo era frágil e indeciso y necesitaba protección; quizá estimaba en mí
una cierta capacidad imaginativa de la que él adolecía. Por el contrario yo
admiraba su solidez: era la persona con los pies en el suelo que yo necesitaba
para no perderme en mis fantasías. Gracias a Braulio mis comienzos en el pueblo
fueron menos desoladores.
Le
conté, alargándolo lo más posible, mi encuentro con Lucía.
-Bien,
bien. Puede ser el comienzo de una historia -sentenció.
-¿Tú
crees? Yo lo dudo.
-Tú,
claro, cómo no vas a dudar. Cada vez que pienso en los planes que has desaprovechado...Ay, si
yo pudiera. Pero en este pueblo inmundo todo se sabe.
-Bueno,
ya veremos.
-Pero
si está muy claro, joder. Mira, esta es la típica niña bien, liberada, que se
marca el rollo budista ese para andar fuera de casa. Entonces apareces tú, un
tío ya maduro, con escuela, con mundo, una novedad para ella. ¡No puede estar
más claro!
Ya
en mi apartamento intenté continuar el tercer capítulo de "Muerte en
Beirut", la última aventura del agente Kantor, pero las ideas se me
escapaban. Durante dos horas no fui capaz de escribir nada aprovechable, de
modo que me rendí sin condiciones, puse música, me serví una ginebra y me
dediqué a pensar en Lucía. Conforme se acercaba el momento de volver a verla,
crecía en mí una extraña ansiedad a la que no encontré fácil justificación. Pensaba
que Braulio, con su habitual tendencia a la esquematización, había considerado
el asunto en su justa medida, pero algo me decía que no era todo tan simple. El
día anterior Lucía se había mostrado habladora, incitante, trivial en muchos
momentos; en otros, en cambio, silenciosa y evasiva. No, no iba a ser un asunto
tan trillado como pretendía Braulio. Además, no me apetecía una aventura
vulgar, no con Lucía.
Consumí
una razonable cantidad de alcohol escuchando a Vivaldi, me duché y acudí a la
cita.
Estaba
preciosa. Un ajustado pantalón vaquero evidenciaba la rotundidad de sus
caderas. La camisa, semitransparente, permitía adivinar el contorno de sus
pechos. Anduvimos por los bares bebiendo y comiendo cosas típicas. La
conversación fluyó fácil, como en el día anterior. Más tarde dijo que le
apetecía bailar. El único sitio posible era una discoteca de adolescentes.
Accedí un poco contrariado, habida cuenta del odio que profeso a esos lugares,
pero a ella le pareció un sitio
encantador y se contorsionó feliz en la pista mientras yo trataba imitarla con
torpeza. Por fortuna los dioses se apiadaron de mí y comenzó a sonar música
lenta. Bailamos abrazados, con las mejillas unidas y los cuerpos apretados, sin
hablar, lo que me hizo pensar que los jóvenes no habían perdido después de todo
las buenas costumbres. Tal vez por eso me decidí a besarla. Ella me
correspondió con fuerza y luego me miró con intensidad.
-Un
pequeño tributo a un viejo amor -murmuré a modo de excusa.
No
sonrió, pero me volvió a besar con una fuerza insospechada. A partir de ahí
perdí un poco la noción del tiempo. Más tarde dijo que quería pasear, de manera
que fuimos a buscar mi coche y, acordándome de las recomendaciones de Braulio,
tomé la carretera de la costa. Nos detuvimos en un recodo del camino y
anduvimos hasta el borde del acantilado. El mar, allá abajo, estaba oscuro y en
calma. Nos bañaba la luz azulada de la luna que a intervalos se escondía entre
las nubes. Permanecimos silenciosos escuchando el batir de las olas. Ella dijo:
-Me
gusta este sitio. Me gusta estar aquí contigo.
Me
llegaba el perfume distinto de su cuerpo entremezclado con el olor a mar.
Intenté decir algo profundo, una frase memorable, algo adecuado al momento.
Pero sólo dije:
-Estás
preciosa, Lucía.
Se
acercó más a mí y me acarició la cara con suavidad. Yo la estreché con fuerza y
sentí que su cuerpo se estremecía. Procuré hablar con naturalidad cuando le
propuse tomar una copa en mi apartamento.
A
ella le gustó mi casa. Curioseó entre los libros y se entretuvo ojeando las
novelas de Alan Parker. Rebuscó entre los discos y no sin dificultad seleccionó
algo no demasiado antiguo. Yo me encargué de preparar las bebidas, un poco
decepcionado de que el momento pasional se hubiera desvanecido. Ahora, Lucía
parecía tener ganas de hablar.
-Así
que llevas dos años aquí.
-Más
o menos.
-¿Y
no has vuelto a ver a tu mujer?
-No.
Hablamos por teléfono de vez en cuando, pero no he vuelto a verla.
-¿Cómo
era Marta?
Le
ofrecí su bebida e hice un gesto ambiguo.
-¿Cómo
era? No sé. Entonces me parecía guapa, inteligente... Ahora no sabría decirte.
-¿Estuviste
muy enamorado de ella?
-Sí,
supongo que sí. Pero las cosas no funcionaron bien desde el principio. Tuvimos
un largo período de convivencia previo al matrimonio, durante el cual fuimos
felices. Después nos casamos. No sé por qué. Nada nos obligaba. Supongo que
pensamos que lo nuestro estaba ya consolidado. Creo que fue una decisión más
cerebral que emotiva. Puede que ese fuera el error, aunque es probable que el
error sea el matrimonio en sí mismo.
Yo
estaba de pie, recostado en una estantería; ella, sentada en mi silla de
trabajo y me escuchaba con aparente interés.
-El
caso es que sexualmente no teníamos demasiados problemas. Marta nunca dejó de
atraerme. No sé cómo, un día descubrí que nos amábamos y nos destruíamos al
mismo tiempo. Suena demasiado literario, ¿verdad? Pero no creo que pueda
explicarlo de otro modo. Cientos de parejas se unen y se separan, y si se
indaga la causa del fracaso la mayoría ofrece explicaciones ambiguas como que
no se soportaban o que su vida era un infierno; o sea, vaguedades. Tampoco yo
puedo ser más preciso. La cuestión es que de pronto, sin saber por qué, uno se
encuentra metido en una situación cerrada y hostil y lo único sensato que puede
hacer es escapar.
-Y
te escapaste.
-Sí.
Me escapé de ella y de lo que yo era entonces. El enfrentamiento constante con
Marta me estaba destruyendo. Destruyó en mí muchas cosas: la confianza en mí
mismo, el placer de afrontar la vida con ingenuidad, la alegría de desear cosas
inútiles, la capacidad de sorprenderme cada día...
Me
interrumpí. No quería parecer teatral ni ser demasiado explícito. La intimidad
confesada sin reparo puede a veces resultar trivial.
-También
abandonaste tu trabajo y tu ambiente.
-¿Qué
otra cosa podía hacer? Separarme físicamente de Marta no resolvió mis
problemas. Me dominaba una intensa sensación de fracaso que había contagiado a
todo cuanto me rodeaba. Pero había algo que Marta no había destruido en mí: la
necesidad de soñar. Y sólo se puede soñar hacia atrás o hacia delante. El
presente era incoloro y yo tenía que recuperar cosas pasadas o descubrir otras
nuevas. Así que opté por la segunda posibilidad. No lo pensé dos veces:
conseguí un traslado de mi plaza de profesor y me vine abandonando todo lo que
me ligaba a Madrid. Siempre había deseado vivir junto al mar y quise creer que
este tipo de vida sencilla, pueblerina, me ayudaría a recobrar todas esas cosas
perdidas.
-¿Y
fue así?
-Bueno,
ese es otro tema.
Lucía
dejó su vaso sobre la mesa y se acercó a mí sonriendo. Movió un poco la cabeza
y me dio un beso fugaz en los labios.
-Eres
muy tierno, ¿sabes?
-Y
poco peligroso, ¿verdad? -pregunté de manera incongruente.
-¿Por
qué dices eso? -Lucía frunció con sorpresa el entrecejo. Se separó de mí y
salió a la terraza-. Un hombre tierno es a veces más temible que uno dominante.
Me
acerqué a Lucía y la atraje hacia mí. La besé con ansia. Luego ella se separó
un poco y empezó a cubrir mi rostro con pequeños besos. Me miraba con ojos tiernos.
-¿Te
gustaría hacer el amor? -dijo de pronto.
-Sí
-contesté con un hilo de voz.
-¿Estás
seguro?
Acaso
había en su pregunta una lejana advertencia que desoí. Afirmé con la cabeza.
-Adrián,
mi amor dormido... ¡Qué extraño haberte encontrado!
Todo
fue espontáneo y natural. No experimenté las vacilaciones e inseguridades de un
primer encuentro, ni sentí necesidad de demostrar nada. Nos amamos sin
extrañeza, mecidos por la nostalgia de un pasado que quizás estábamos
inventando en aquella primera noche.
(Continuará)
(Continuará)
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