No encuentro la palabra adecuada para nombrar a quienes nos prometen felicidad en esta España desvencijada. “Venimos a restaurar la felicidad de los ciudadanos”, han dicho. No parece raro que los cosechadores de votos nos ofrezcan sin pestañear transparencia, honradez o justicia, cosa fácil para aquellos que nunca han tenido oportunidad de gobernar y no se han visto todavía tentados por el robo o la manipulación; y difícil, si no imposible, para los que van a la deriva, hundidos hasta las cachas en el fraude y la malversación del dinero público. ¿Pero felicidad? ¿Quién puede vender felicidad si no es una agencia de viajes, un fabricante de lencería erótica o un ciego que vende el cupón? ¿Acaso piensa alguien incluir algo de esto en su programa electoral? ¿No saben que la felicidad pertenece al individuo y no al pueblo, y no es posible manipular ese bien intangible y difícil de definir que a veces nos otorgan por capricho no sé qué extraños dioses?
Esta utilización de la felicidad como moneda de cambio no es
nueva. Procede de una dudosa interpretación del pensamiento de Aristóteles
sobre esta materia. El filósofo afirmó que la felicidad es la prosperidad unida
a la excelencia o suficiencia de medios de vida (lo que en parte es cierto,
porque es difícil ser feliz desde la miseria), y que los gobiernos podían y
debían identificar la felicidad de sus súbditos e imponérsela.
Los políticos adaptaron
estos pensamientos a su conveniencia y no solo se atribuyeron la obligación de
impartir justicia sino también la de otorgar felicidad. Ellos proclamaban: “¿Cuál es el objeto de
vuestros trabajos y el término de vuestras esperanzas? ¿No es la felicidad?
Pues dejadnos a nosotros ese cuidado, que nosotros os la daremos”. A lo que
Benjamin Constant replicaba: "No dejemos
que obren así, pidámosles que se contengan en sus límites, que son los de ser
justos: nosotros nos encargaremos de hacernos dichosos a nosotros mismos”. Políticos
jóvenes y viejos deberían, me parece, aprender la diferencia que existe entre
felicidad y bienestar, ya que procurar el bienestar de los ciudadanos sí es su
tarea, pero la felicidad es un sentimiento individual que no puede venderse. A
fin de cuentas Aristóteles dijo también que solo en la vida contemplativa el
hombre puede alcanzar la máxima felicidad, estado que poco o nada tiene que ver
con la política.
La felicidad colectiva es un pensamiento utópico. ¿Una sociedad feliz? En realidad se refieren a una sociedad satisfecha. ¿Sin quejas? No poder quejarte se asemeja sospechosamente a una privación de libertad. ¿Las privaciones de los que sufren una dictadura? Etcétera.
ResponderEliminarEn el fondo siempre se acaba tratando de política y esa frase es, paradójicamente, menos polémica de lo que pretende. Aunque ya puestos, ¿alguien se imagina un Ministerio de la Felicidad? Es interesante como llegamos a una distopía partiendo del lado más opuesto.
El mismo Iglesias podría concebir un Ministerio de la Felicidad, si su personificación de salvador del pueblo fuera sincera. Pero no creo que este chico se mueva en esas veredas. Él debe saber que lo utópico es inalcanzable aunque lo prometa. ¿Habrá leído a Huxley?
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