Tiempo atrás solían definir los
límites del mundo. El norte lo constituía la calle Diego de León, desde su
arranque cuesta arriba en Serrano, un repecho en el que renqueaban los tranvías,
hasta su disolución en una falsa plaza donde confluían Francisco Silvela y
Conde de Peñalver. Esta última calle -antes Torrijos- descendía hacia el sur
hasta entroncar con Goya, que era el contorno oriental del mundo, camino
obligado para alcanzar uno de los más frecuentados puntos de encuentro, la
intersección Torrijos-Goya-Alcalá. Allí, en la boca del Metro, junto a unas
pañerías desaparecidas, se citaban con sus novias y sus amigos, haciendo frente
al cierzo invernal que corría en aquella esquina. Torrijos o Conde de Peñalver
fue siempre una calle de invierno y en Navidad se llenaba de casetas que
vendían musgo y figuras para el belén. Frente a esa esquina, formando el
vértice entre Alcalá y Goya, se alzaba majestuosa la cervecería de La Cruz Blanca , en cuya
segunda planta se reunían a tomar café desde tiempo inmemorial. La calle de
Goya delimitaba el mundo en su extremo sur y siempre fue muy frecuentada. Por
último, el mundo se cerraba al oeste por la calle Serrano, que tenía su propio
universo y sus propios habitantes. Fuera estaba el espacio exterior, aunque en
ocasiones viajasen a otros mundos, como el planeta Fuencarral o el planeta Gran
Vía.
¿Y dónde
encontraremos cobijo
para la
alegría o el simple bienestar
cuando apenas
queda nada en pie
más que los
suburbios de la discordia?
W. H. AUDEN
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