Hace no
mucho (hace no mucho pueden ser dos o tres años) me reuní con unos compañeros
de colegio. A alguno lo había visto ocasionalmente, pero a Jaime Hernando, que
había sido mi compañero de habitación en el internado, no lo había visto en
casi 50 años. Tanto es así, que dudé de que nos reconociéramos, y al acercarme
al punto de encuentro, una terraza veraniega, le llamé por el móvil para anunciar
mi llegada. Desde lejos, su voz disipó mis dudas: "Ya te veo, dijo Jaime,
esa forma de andar es inconfundible". Yo casi había olvidado mi forma de
andar, inconfundible en efecto, porque entre adultos no es correcto comentar
los defectos ajenos, pero los niños disfrutan señalando sin complejo de culpa
las peculiaridades de sus amigos. Me vinieron a la memoria apodos colegiales
olvidados como "pata chula", "tuercebotas" o "cabeza
buque" y sentí en el pecho una nostalgia especial.
No me
extrañó que la reunión fuera cálida y espontanea, ni que la conversación fuera
fluida como si nos hubiéramos visto anteayer. Los afectos que nacen en la
infancia deben anclarse en un puñado de neuronas vírgenes que, a lo largo de la
vida, se niegan a ser reutilizadas bajo ningún concepto para otras funciones.
Mi colegio, la Institución San Isidoro, ya no existe. Era un colegio de posguerra,
para huérfanos de periodistas, que se financiaba con 5 céntimos del costo de
cada periódico que se vendía en toda España una vez al año. El colegio admitía
también a hijos de periodistas vivos, como era mi caso, para financiarse mejor.
Jaime, sin embargo, era huérfano. Cuando yo tenía 9 años mis padres me
internaron en San Isidoro; supongo que por ninguna razón especial, salvo que en
aquella época se consideraba el internado la mejor opción pedagógica. A lo
largo de todo el bachillerato Jaime Hernando fue mi compañero de habitación y
nuestras peripecias llenarían un libro de muchas páginas. A los internos se nos
permitía salir los domingos, y lo más
frecuente en mi caso era consumir la tarde dominical viendo un programa doble
en un cine de barrio; después, me despedía de mis padres y regresaba a dormir al
colegio. Entonces, según me recordó Jaime, después de la cena, comenzaba el
espectáculo.
Al
parecer, en esos años, tenía yo una memoria excepcional y unas notables
aptitudes interpretativas, de manera que, subrepticiamente, apagadas ya las
luces de los dormitorios, un grupo de chicos se reunía en torno a mi persona
para que les contase la película que acababa de ver. Según Jaime no solo
narraba el argumento sino que interpretaba el diálogo exacto de los personajes
con la entonación adecuada de cada uno, fuera el bueno, el malo o la chica
quien hablaba, sin olvidar las obligadas onomatopeyas para acentuar el realismo
del relato. De hecho hubo películas, más emocionantes o mejor contadas, que
tuve que repetir dos y tres veces. Yo recordaba vagamente aquellas sesiones,
pero no la expectación que despertaban, ahora evocada con asombro por mi amigo.
Nunca imaginé que de niño hubiera sido un "hablador", en el sentido más
homérico del término. Con los años, en la noche del domingo, debimos olvidar el
cine para hablar de asuntos más candentes: las primeras chicas, los primeros
besos, las primeras caricias. Pero eso ya es otra historia.
Este es
el comienzo de una película contada muchas veces. Maravillosa música de Victor
Young.
Y lo mejor de la película, es que yo era una admiradora de Alan Lad y todos me decían que era muy bajito y que le ponían un taburete cuando tenía que besar a la chica.
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