El cardenal Rouco Varela, en uno de sus discursos de
despedida, ha denunciado “...una cultura
mundana que arrincona a Dios en la vida privada y lo excluye del ámbito
público”. Está en un error, porque para un hombre de occidente, en
la actualidad, es muy difícil desprenderse del cristianismo. Toda nuestra
cultura radica en esta doctrina: nuestro pensamiento, nuestra ética, nuestra
moral, el arte, la política, la justicia o
cualquier forma de comportamiento se sustenta en las ideas cristianas.
Incluso los no creyentes, los ateos, los agnósticos, aunque rechacen las religiones, no pueden dejar de
ser culturalmente cristianos. “Sólo una
cultura cristiana podía haber producido a Voltaire y a Nietzsche”, decía
con cierta ironía T.S. Elliot.
Por tanto no debe afligirse el
cardenal: el Dios de la religión es más útil en la intimidad de los personas, y
lo público, quiérase o no, es culturalmente cristiano. Algo que Josep María Soler, Abad de Monserrat,
entiende mejor: “Los cristianos no
podemos pretender imponer nuestra visión antropológica en la sociedad plural,
no podemos pretender que la moral cristiana se convierta en ley del Estado”.
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