La vida en el tercio era dura y cruel, aunque a mí no me lo parecía tanto, en aquella época los moros estaban tranquilos y existía una cierta relajación de la disciplina. Las únicas peleas eran entre nosotros mismos y se castigaban con severidad. Cuando estábamos de permiso íbamos al pueblo más cercano para emborracharnos y acostarnos con unas moras divinas que ejercían desde muy jóvenes la prostitución. Aquella vida no me parecía tan mala: no tenía uno nada en que pensar, la comida era abundante, las mujeres fáciles, lo único que se me pedía era obediencia y ni siquiera sabían quién era yo, porque me había alistado con un nombre falso. Las cosas se jodieron con la llegada de aquel tenientillo. Había habido otros antes que él: lechuguinos imberbes recién salidos de la academia que pretendían ganarse el respeto de aquella ralea. Pero éste era más cabrón, disfrutaba humillando a sus subordinados, solía golpearlos con una fusta que llevaba siempre consigo, igual que unas botas altas de montar, para que todo el mundo supiese que pertenecía al arma de caballería.
Yo no había tenido ningún conflicto con este hombre, pero tuve la mala suerte de tropezarme con él en uno de los tugurios que frecuentábamos. Y con una mujer de por medio, como no podía ser menos. Yo estaba bastante borracho y el teniente también habría bebido lo suyo, el caso es que se empeñó en arrebatarme a Yaiza. Era una mora muy guapa y era mi novia, lo que significaba que cuando yo estaba de permiso no jodía con nadie más que conmigo. Bueno pues el cabrón del teniente se empeñó aquella tarde en acostarse con Yaiza y quiso hacer valer su autoridad sobre mí. Yo me negué, al principio con respeto, luego con más vehemencia. Mis compañeros trataron de detenerme para que no agrediera al oficial, pero yo estaba muy ofuscado y creo que le zarandeé. En respuesta el hijo de puta me cruzó la cara con la fusta, mirad, todavía se me nota la cicatriz. Entonces lo vi todo rojo y empecé a golpear con saña al petimetre. Los otros legionarios consiguieron detenerme a duras penas. El teniente estaba caído en el suelo, inconsciente, con la cara ensangrentada, y yo no sabía si lo había matado. Muerto o vivo era casi lo mismo, porque era seguro que me formarían un consejo de guerra y podría acabar ante un pelotón de fusilamiento, así que lo único que podía hacer era huir. Pero ¿adónde? Estábamos en medio del desierto y las posibilidades de escapar de un hombre solo y sobrevivir eran casi nulas.
El dueño del burdel, que era amigo mío y además aceptó todo el dinero que llevaba encima, accedió a esconderme. Enseguida llegó la policía militar y se llevaron al teniente al hospital. Todo el mundo afirmó que yo había huido, pero de todas formas registraron el establecimiento. No lograron dar conmigo y esa noche, vestido de árabe, abandoné el poblado y me uní a una caravana de beduinos que se dirigía a Tifariti a través del desierto. Con un poco de suerte desde allí podría pasar a Mauritania. A los dos días de viaje comencé a tener fiebre alta y vómitos y los beduinos no sabían que hacer conmigo. Por fortuna llegamos a un oasis donde se alzaban las tiendas de una tribu nómada. Pese al odio ancestral que sentían por los legionarios, aquellos árabes se mostraron hospitalarios, empezando por su jefe el jeque Ibn-Shared. Estuve tres días entre la vida y la muerte, pero por fin la fiebre hizo crisis. Lo poco que entendía de árabe me permitió conocer que había estado enfermo de malaria. Mi convalecencia se prolongó más de una semana y durante ese tiempo confraternicé con los moros: eran gente de costumbres muy arraigadas, pero curiosos, y me preguntaban muchas cosas sobre el mundo exterior. Sobre todo me distinguió con su amistad el jeque Ibn-Shared, un hombre sabio, mesurado y valiente. Allí conocí a Aixa, una muchacha de quince años con una belleza poco común, que, según supe después, me había cuidado durante mi enfermedad. También estuvo a mi lado mientras recuperaba fuerzas y la gente de la tribu no pareció encontrar nada censurable en esta asiduidad. ¿Para qué seguir? Me enamoré de aquella mujer y ella se enamoró de mí. Todo contribuía a crear el ambiente propicio: mi situación de desertor, mi debilidad, el ambiente grato del poblado y aquellos ojos negros y ardientes que jamás olvidaré. Más tarde supe que la muchacha era una de las hijas del mismísimo Ibn-Shared y que el jeque no veía con malos ojos nuestro acercamiento.
Un día el viejo me llamó a su jaima y con toda sencillez me preguntó si yo estaba enamorado de su hija Aixa. No vacilé al decir que sí y el jeque pareció complacido. Luego quiso saber, puesto que su hija también me amaba, si había pensado en casarme con ella. Esa pregunta desató en mí un torbellino de emociones. Yo adoraba a Aixa hasta extremos inconcebibles, pero ¿era mi destino vivir para siempre entre aquellos árabes? Eran gente sencilla que se dedicaba a la cría de camellos y sólo se movían cuando escaseaban los pastos. Yo no tenía una idea muy clara de lo que quería hacer con mi vida, pero supuse que junto a Aixa podría ser feliz, de modo que mi respuesta fue afirmativa. Hubo que solventar algunos problemas, puesto que según la costumbre árabe hay que pagar por la mujer que se te entrega y yo no tenía nada que ofrecer, pero todo se arregló y pudo celebrarse la boda. El tiempo que pasé junto Aixa nunca se borrará de mi memoria; fue una vuelta a la naturaleza, un retorno a lo primitivo: aprendí a pastorear camellos y a domar caballos y, en fin, fui feliz. Estaba seguro que entre aquellas gentes superaría por fin la crisis espiritual que me había empujado a alistarme en la legión.
Unos meses después mi mujer me dijo que esperaba un hijo y esa noticia fue el comienzo del fin. Tener un hijo de Aixa suponía para mí una inmensa alegría, pero también significaba, bien claro lo vi, encadenarme para siempre a aquella vida. Tal vez nunca llegué a asumir por completo aquella situación como definitiva y desde ese momento la idea de volver a la civilización me atormentó a todas horas. Y sé que Aixa advirtió el cambio que se estaba operando en mí y tal vez adivinó el desenlace, pero jamás salió de sus labios un reproche. Huí una noche, de manera ruin, sin decir adiós a nadie, sin despedirme siquiera de mi mujer. Quizá no ignoraron mi huida, no lo sé, quizá hubieran podido perseguirme, pero no lo hicieron. Conseguí llegar a Mauritania y desde allí, tras múltiples vicisitudes, a la península. El resto de la historia ya no interesa, o tal vez os la cuente otro día, sólo quería deciros que hubo un tiempo en el que yo también conocí ese amor irracional, destructivo, absurdo y maravilloso que ahora os asombra.
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