Romo ha huido de la reunión de antiguos alumnos, se
ha refugiado en el bar del hotel, semivacío a aquellas horas, y ha iniciado un
diálogo con la mujer que está acodada en la barra del bar. La melena
encanecida, despeinada, anárquica, le hace pensar en la pianista argentina Marta
Argerich. Aunque no es ella, claro. Pero se le parece. Lleva un vestido negro
sin mangas, largo hasta los pies, que a Romo le parece elegante. Los hombros
desnudos de una mujer son sugestivos.
-Tienes aspecto de estar abatido o aburrido o las
dos cosas –dice la mujer.
- Las dos cosas, no debería haber venido a esta
reunión.
- ¿De trabajo?
- No, de antiguos alumnos.
La mujer no dice nada. Le mira como esperando una
continuación y luego se concentra en su vaso.
- Son reuniones deprimentes - dice Romo -. Solo se
siente uno a gusto con la gente que ha seguido viendo a lo largo de la vida.
Los otros son personas viejas, irreconocibles, que te saludan sin saber quién
eres y te dicen yo soy fulano, ¿no te acuerdas? Y, claro, no te acuerdas.
La mujer asiente.
-¿Eres fumador?
- No, lo dejé hace años, pero a lo mejor vuelvo...,
bueno, no sé.
- Si salimos a la terraza yo podré fumar. Las sillas
son cómodas. Nos tomamos otra copa y charlamos. ¿Qué tal?
-La mejor idea de la noche.
Desde la terraza se ven luces y tejados negros
recortados sobre un cielo rojizo.
- Yo soy Romo.
- Carla. ¿A qué te dedicas, Romo?
- Soy analista de sistemas, pero fundamentalmente he
trabajado en estadística –miente Romo- ¿Estás alojada en el hotel?
- Sí. Siempre que vengo a Madrid me alojo aquí, no
es un gran hotel, pero el entorno es agradable.
- ¿Vienes desde muy lejos?
- Desde Ámsterdam.
-¿Trabajo, negocios, turismo?
- De todo un poco.
Por un momento Romo ha dejado de pensar en Olga.
Piensa en los tejados recortados sobre el cielo rojizo de la ciudad como algo
permanente, suyo en cierta manera.
- A ver si acierto, ¿divorciado?
- Aciertas. Bueno, en realidad no lo estoy todavía,
estamos en trámite. Lo estaré pronto. ¿Y tú?
- Divorciada también, hace años. ¿Por qué te
separas? ¿Estabais hartos de siempre lo mismo? –pregunta Carla y Romo no
contesta -. Oye, si te molesta no contestes. Soy muy directa preguntando, no lo
puedo evitar.
- No, no me molesta. Es un asunto triste. Olga, mi
mujer, me abandona. Se va a vivir con otro.
- Y te ha pillado de sorpresa.
- En parte, sí. Que tuviera una aventura, un
amante... bueno, esas cosas pasan. Pero un divorcio después de tantos años...
Desde luego lo nuestro no iba bien, eso está claro.
- ¿Conoces al otro?
- Sí, es amigo mío. Un auténtico vodevil, como
puedes ver. Pero no hay en mí ningún rencor... vamos, no creo que lo haya.
Tampoco es dolor, es desconcierto, desolación. Estas cosas son más dramáticas
cuando eres joven. A mi edad lo que más preocupa es la destrucción de la
rutina, la soledad que te asalta. Seguramente esa soledad ya existía, pero
disfrazada por la costumbre.
- No eres muy viejo. Ya sé que es una frase muy
manida, pero tómalo como un principio, no como un final.
-Sí, pero
¿empezar qué? No es fácil empezar nada a estas alturas de la vida. No es solo
la edad, es que tengo la sensación de que ya lo he empezado todo.
- Falso. Siempre quedan muchas cosas por hacer.
Emprende un viaje.
Un viaje. Romo ha pensado en viajar a la costa y
visitar a una antigua novia. No tiene muy claro el motivo, ni siquiera el
recuerdo de esa novia es placentero.
- Ya lo he pensado, pero no tengo ilusión por
visitar ningún lugar.
- No se trata de visitar un lugar, se trata de
viajar. El significado está en el viaje, no en el destino.
- Como una escapada.
- Exacto.
- Muy romántico.
- ¿Romántico? No creo. La huída, el cambio, son a
veces muy duros. Es una ruptura.
Romo reflexiona unos segundos.
- No me gusta viajar solo, pero es una idea.
- No viajes solo. Viaja conmigo-. Romo mira a la
mujer desconcertado y ella aclara-: mañana emprendo un viaje de trabajo.
Recorreré varios lugares de España. Puedes acompañarme, si quieres.
- ¿Cuál es tu trabajo, si no es indiscreción?
- Soy buscadora de obras de arte, me pagan por eso.
Tengo contactos que me proporcionan información. Me entero de quién guarda,
quién vende, quién compra y actúo como intermediaria entre los interesados,
gente con mucho dinero que muchas veces no quiere dar su nombre.
- ¿Lo que haces es legal?
- Procuro que lo sea. ¿Por qué no me acompañas?
- No sé, estoy sorprendido. Tú no me conoces de
nada, yo no sé nada de ti. Francamente, soy una persona muy metódica, me
aterran las improvisaciones.
- ¿No has recogido nunca a un autoestopista? ¿O has
compartido con otras personas uno de esos viajes colectivos que se anuncian en
internet? A mí ya me conoces algo más –y añade riendo al ver la expresión de
Romo-: No tengo intención de seducirte, si es eso lo que temes. Sexualmente,
quiero decir. Vivo con una mujer.
- Ah.
- Pero me caes bien, me apetece viajar con un
estadístico. Bueno, ¿qué te parece? ¿Vienes conmigo?
- Creo que no, Carla. Tal vez en otra ocasión. Te
agradezco mucho la invitación.
-Tú te lo pierdes, informático. ¿Otra copa?
- Va a ser lo mejor.
Las palabras se emborronan en los labios de Romo
después de dos o tres copas más. Siente el calor del alcohol y la calidez de la
mujer. Le gustaría besarla. Se da cuenta de que está demasiado inclinado hacia
ella, casi fuera de la silla.
- ¿Vas a besarme? –dice Carla.
- Si no te parece mal.
- No me parece mal.
Se besan y parece como si Carla lo hubiera estado
esperando. Se abrazan con precipitación en el incómodo escorzo de las sillas y
sus respiraciones se agitan al unísono.
- ¿Pero tú no te acuestas con mujeres? –dice Romo.
- Que me acueste con mujeres no quiere decir que no
me acueste con hombres. Vamos arriba.
Suben en el ascensor abrazados, sin dejar de
besarse, y Romo piensa que eso solo lo ha visto en las películas
norteamericanas. En el pasillo no deshacen el abrazo y avanzan a trompicones
hasta la habitación. Una vez dentro, ella se separa sin hablar y se encierra en
el baño. Romo vacila, no se atreve a desnudarse todavía y ensaya unos pasos por
la habitación mirando sin ver la decoración. Luego se sienta en la cama y
espera. La puerta del baño se abre de golpe y aparece Carla desnuda. Avanza
unos pasos y se para en medio del cuarto con un brazo extendido y otro apoyado
en la cadera, como una modelo o una estatua; sus ojos miran a Romo desafiantes.
Él contempla maravillado la melena blanca que casi le cubre los hombros y
parece hecha de mimbres retorcidos; los senos pequeños, la cintura amplia, las
caderas anchas, el vientre un poco descendido. Espléndido, piensa Romo, y
empieza a desabrocharse la camisa. Pero antes de terminar advierte que las
manos nerviosas de la mujer ya trajinan imperativas en su cinturón y tiran con
fuerza de su pantalón con un apresuramiento imprevisto. Cualquier posible
estimación o cálculo desaparece enseguida de la mente de Romo cuando la cabeza
de Carla se encaja con firmeza entre sus muslos. Solo alcanza a ver la
escandalosa cabellera de la mujer
esparcida sobre su vientre como una
blanca erupción volcánica.
Romo yacía sudoroso en silencio. A su lado la mujer
fumaba.
- Es increíble –murmura Romo y Carla le mira de
reojo.
- ¿Es increíble que dos desconocidos se acuesten
juntos?
- No, no… Es que yo…Oye Carla, te he mentido, no soy
informático, soy profesor de Educación Física. Te lo quería decir.
- Se te nota.
- ¿Por qué?
- Porque estás en forma.
- Bueno, en el sexo la mente es más importante que
el músculo, ¿no?
- Solo era una broma.
- Sí, ya lo sé.
- ¿Por qué me has mentido? ¿Pensabas que yo era una
vampira?
- ¿Lo eres? – Romo se gira para mirarla -. Es una
manía que tengo. Me gusta inventarme profesiones. Es como un reto: por un
momento ser alguien que no soy yo. Y tratar de mantener el equívoco. A veces lo
paso mal, no creas. Una vez fingí ser médico y tuve que hacer una receta. Una
receta de un medicamento desconocido para mí, o sea que no podía saber si lo
que recetaba era inofensivo o mortal. ¡Me entran sudores al recordarlo!
- ¿Y cómo terminó la cosa?
- Ah, no sé. Nunca supe si la receta sirvió y la
persona obtuvo la medicina. En realidad no sé si ahora está muerta o viva.
- Como el gato de la caja.
- Eso, como el gato.
- ¿Nunca te has hecho pasar por mujer?
-¿Por mujer? No, mi bipolaridad no llega a esos
extremos-Romo vuelve a mirarla.- Eres una mujer muy especial.
Carla sonríe mirando al techo.
- Todas las personas son especiales o ninguna lo es
–dice ella-. No consiste solo en las personas, sino en los momentos. A lo mejor
te acuestas con otra persona y dices: vaya, ha sido un buen polvo, pero
enseguida te pones a pensar en otras cosas. A veces, además del polvo, notas
que queda algo que no sabes definir, una chispa, un estremecimiento, qué se yo,
algo.
- Me gustaría preguntarte una cosa. Si te molesta,
no me contestes. ¿Eres bisexual?
Carla se incorpora un poco, se apoya en el codo
derecho para mirar a Romo.
- Todo el mundo es bisexual. Yo creo que en el sexo
no hay etiquetas, es una transición. Las hormonas influyen, claro, pero solo
marcan una tendencia. El componente psicológico que rodea al sexo es muy
poderoso, te hace seguir caminos insospechados. Mira, yo estuve casada con un
hombre y disfruté del sexo. Luego me divorcié y tuve varias aventuras fugaces
con otros hombres que no me dejaron satisfecha. Un día me acosté con una
mujer y me gustó más. Descubrí cosas que
no había sentido, pero no solo físicas, también espirituales. Y eso es todo.
Por supuesto hay hombres y mujeres que no se salen de la tendencia hormonal.
Aparentemente. Porque hay padres de familia que de pronto cambian de rumbo. O
madres. ¿Lesbianas? ¿Bisexuales? ¿Homosexuales? Puta manía de poner etiquetas.
Solo hay un sexo.
- Me gustaría volver a verte, Carla. ¿Me llamarás
cuando vuelvas a Madrid?
- No. Intercambiar los números de teléfono es una
vulgaridad y yo no soy una mujer vulgar. Ven a este hotel y siéntate en la
barra del bar a media noche. Seguro que algún día me encuentras.
Ambos quedan en silencio y Romo vuelve a pensar en
Olga.