Abre los ojos y la oscuridad no ha desaparecido como quizá ha soñado un momento antes, despierta de nuevo a la noche y su mirada busca con ansiedad la rendija de luz que se filtra bajo la puerta: esa línea amarilla es su único asidero, su única referencia para no perder la noción de las cosas. No sabe cuando es de día ni cuando llega la noche, la tenue luz está allí sin obedecer a un orden prefijado y cuando en algún momento se apaga se llena de tristeza y desconcierto, porque es como si se apagara su última esperanza de no enloquecer. Y cuando al fin reaparece la rendija de luz, siente un agradecimiento profundo que le conmueve y le oprime el pecho y, a veces, hace que sus ojos se llenen de lágrimas. Gracias a esa delgada línea de luz percibe los contornos de la habitación vacía: el catre donde yace, el agujero en el suelo que le sirve de retrete (a veces oye correr el agua bajo el suelo, tal vez para limpiar las inmundicias) y el cordón de luz que pende del techo con una bombilla permanentemente apagada en su extremo. El resto son paredes lisas, esquinas indiferentes. Cada cierto periodo de tiempo -pero no siempre el mismo- se abre un ventanillo en la parte baja de la puerta y alguien introduce un plato de comida y un jarro con agua. Si esta operación se realizase siempre a la misma hora, podría tener un cómputo aproximado de los días, pero ha observado que el ritmo no es regular, por lo que sólo puede medir el paso del tiempo por los periodos en que cae en un sueño intranquilo y desesperanzado. Ha aprendido a dejar el plato y el jarro cerca de la compuerta cuando están vacíos, porque de no hacerlo no recibiría nuevos alimentos. Al principio gritaba durante esos breves instantes que dura el intercambio, con la esperanza de que la persona que supuestamente está al otro lado le oyera y quizá respondiera algo. ¡Cuánto hubiera dado por una palabra o un grito, algo que delatase una presencia detrás de la puerta! Pero ha dejado de gritar, ante el fracaso de sus tentativas, y casi piensa que la entrada de comida la realiza un mecanismo automático.
Vive un silencio lleno de voces. Voces mudas que surgen con desorden de sus pensamientos. Antes hablaba solo, emitía sonidos, cualquier cosa que rompiera el zumbido constante del silencio, pero también de esto ha desistido porque comprende la inutilidad de esos actos que sólo consiguen causarle tristeza. No sabe por qué está encerrado, pero hay algo que le mantiene alerta e impide que caiga en la desesperación o la locura: sabe que su encierro acabará algún día. Lo dijo el hombre pequeño, vestido de negro, que le interrogó el día que le capturaron: volveremos a hablar, hijo mío. Fue extraño que le llamara hijo, pero en aquel momento estaba demasiado aterrorizado como para sorprenderse y casi lo agradeció, porque aquel término introducía un matiz afectuoso que dulcificaba un poco la situación. Quienes fueran sus raptores conocían sus costumbres. Sabían, por ejemplo, que no conducía y que todas las mañanas un taxi, avisado por teléfono, le recogía a la puerta de su casa. Aquella mañana el vehículo estaba esperándole. Penetró en el coche sin recelar nada y se sobresaltó al comprobar que un hombre estaba sentado en el asiento posterior. Pensó que se había confundido de taxi, pero antes de que pudiera decir una palabra un segundo individuo subió tras él y cerró la portezuela del coche, que arrancó inmediatamente. Sólo entonces inició una protesta temerosa que pronto fue acallada por sus raptores. De manera instintiva se lanzó hacia una de las puertas y forcejeó con la manija, pero antes de hacerlo ya sabía que las puertas del taxi no se abrirían. Luego se lanzó hacia delante y golpeó ridículamente la mampara de cristal que le separaba de los asientos delanteros, hasta que comprendió que toda resistencia sería inútil. Los hombres le dejaron hacer y el conductor no se inmutó, ni siquiera volvió la cabeza. Los dos hombres permanecían silenciosos y sus rostros reflejaban indiferencia. Procurando dar a su voz una firmeza que no sentía se dirigió a ellos en busca de alguna explicación, pero los dos sujetos no se dignaron a contestar.
Al principio miró por la ventanilla reconociendo el trayecto. Luego el vehículo se internó en un laberinto de callejuelas desconocidas y se sintió perdido. Salieron de la ciudad por una carretera estrecha y se internaron en un paraje boscoso. El coche se detuvo ante una gran casa rodeada de árboles, parecía ser una antigua mansión con signos de deterioro. Al descender del coche sus guardianes se mostraron activos por primera vez, le sujetaron los brazos y le llevaron al interior. No intentó huir. Hacía rato que había abandonado toda resistencia y sólo le consolaba el no muy razonable convencimiento de que no lo iban a matar de inmediato. Antes se produciría, al menos, una mínima explicación. Alguien le diría de qué se trataba: un rescate, un cumplimiento, una delación, cualquier cosa que justificase el apresamiento. En esto confiaba y por ello su miedo era más soportable. Le condujeron a una habitación que parecía un despacho o una biblioteca, de techos altos y muebles antiguos. Los dos sujetos permanecieron de pie junto a la puerta y poco después penetró en la estancia un hombre pequeño, de pelo escaso y gris, totalmente vestido de negro, que caminaba deprisa y movía nerviosamente las manos. Se paró ante el cautivo y su rostro reflejó una expresión preocupada.
- Querido Jaroslav, perdona el procedimiento utilizado para traerte hasta aquí –dijo con voz aguda y entonación amable-, pero comprende que era necesario. Siéntate, por favor. Ponte cómodo –le indicó uno de los sillones y él tomo asiento en otro sillón.
- Usted se equivoca, mi nombre es... –dijo el prisionero, acometido por una súbita excitación.
- Lo sabemos, lo sabemos –interrumpió el hombrecillo agitando las manos-. Sabemos cual es tu nombre actual. En realidad sabemos todos los nombres que has utilizado desde tu huida. Por favor, Jaroslav, no perdamos el tiempo con esas cosas.
- ¡Pero yo no me llamo Jaroslav! Están cometiendo una equivocación. Puedo demostrarlo, yo...
El hombrecillo movió la cabeza con abatimiento.
-Es un contratiempo, yo esperaba... Pero en fin, tu actitud es comprensible, aunque poco práctica. No olvides que yo te conozco, Jaroslav – dijo con tono suplicante-. ¿No podríamos acabar con esta comedia?
- ¡Le aseguro que se confunde! ¡Yo a usted no le he visto en mi vida!
- ¿Ni siquiera el recuerdo de Boscovic te haría cambiar? –insistió el hombre de negro.
- ¿Quién? – gritó el prisionero-. ¡Esto es una locura! Me habla de personas que desconozco. ¡Me han secuestrado, me han traído aquí a la fuerza! ¡Los denunciaré, le juro que los denunciaré! ¡Y todo por una maldita confusión! ¿Sabe lo que voy a hacer? Marcharme. Me voy de aquí y espero que no me impidan salir.
Al tiempo que hablaba se dirigió con resolución hacia la puerta, pero los dos hombres le cerraron el paso. Entonces sí ofreció resistencia: gritó y forcejeó con todas sus fuerzas, aunque finalmente fue reducido y obligado a sentarse de nuevo.
-Ya veo que es imposible –dijo el hombrecillo abatido-. No importa, te daremos tiempo para pensar. Volveremos a hablar, hijo mío.
Volvió a resistirse y a gritar, pero los dos hombres le sujetaron con fuerza e ignoraron sus voces. Le arrastraron hasta una escalera interior que descendía hasta un sótano oscuro en el que podían adivinarse varias puertas. Una de ellas era su celda.
No tiene conciencia clara del tiempo transcurrido, pero está casi seguro de que han pasado más de tres días. Al menos el ventanillo de la comida se ha abierto más de tres veces. No es fácil conservar la calma, pero ha descubierto que confía ciegamente en las palabras del hombre de negro: ha prometido que volvería a hablar con él y esa esperanza le ayuda a soportar la soledad. No sabe por qué está prisionero. Ha tenido tiempo sobrado para enumerar todas las posibles causas y por uno u otro camino siempre llega a la misma conclusión: le han confundido con alguien llamado Jaroslav. No parece un secuestro. Sus captores no se han comportado de la forma esperada en un caso así. No le han dicho: tendrás que pagar esta cantidad a cambio de tu libertad, vamos a ponernos en contacto con tu familia. O algo similar. Pero quizá no se informa de estas cosas al secuestrado. No lo sabe. No sabe nada y por momentos bordea la desesperación; otras veces le invade una inesperada quietud, una resignación ante lo inevitable que casi siempre le conduce al sueño.
Oye la voz y cree que suena en su cabeza, pero enseguida advierte que procede del techo. Su corazón empieza a latir aceleradamente y fuerza la vista tratando de localizar un lugar preciso. Se da cuenta de que la voz viene de un altavoz, lo denuncia el timbre metálico, y que es una mujer quien habla.
- ¿Puedes oírme? ¿Estás despierto?
- ¡Sí, sí! – apenas le sale un hilo de voz. Carraspea, se aclara la garganta, repite en voz más alta -: ¡Sí, la oigo!
- ¿Me escuchas? ¿Puedes oírme?
- ¡Sí, sí, la oigo, la oigo perfectamente!
La voz desaparece y es remplazada por el hormigueo eléctrico del altavoz. El cautivo grita, se desespera, se acerca a la puerta y golpea inútilmente. Ha sido el primer contacto después de mucho tiempo y su estabilidad se resiente. Instantes después vuelve a oírse la voz.
- ¡Hola! ¿Puedes oírme?
- ¡Sí, sí, puedo oírla! ¡No se vaya, por Dios!
- Ah, muy bien. Ahora yo también te oigo. Antes no te oía. ¿Cómo te encuentras?
- No muy bien... ¡Quiero salir de aquí! ¡Quiero saber qué está pasando!
- Lo comprendo, saldrás a su debido tiempo y se te informará de todo.
-¿Por qué me retienen?
- Deberías saberlo, Jaroslav.
- ¡Jaroslav! ¡Le aseguro que ése no es mi nombre! ¡Créame, por favor! ¡Aquí hay un terrible error! Se lo dije al otro hombre y no me quiso creer.
- Está bien, tranquilízate. Te llamaré Ismael, si lo prefieres.
- ¡Sí! ¡Ése es mi nombre!
- Ya. Y Terence, y Kurt, y Stephen. ¿No te suenan esos nombres?
- No, en absoluto. No sé de qué me habla. ¿Quién es usted? ¿También se supone que debo conocerla?
- No, yo soy Loreli.
- Escúcheme, por favor, Loreli. Aquí hay una confusión terrible, un problema de identidad. Yo no soy ese Jaroslav, pero ya veo que por más que insista no me van a creer. Muy bien. Dígame que es lo que pretenden que Jaroslav haga o diga y, si está en mi mano, procuraré complacerles. Lo único que quiero es salir de aquí.
- Esa actitud es razonable –dice la mujer tras unos segundos-. Transmitiré tu propuesta. Ahora, adiós.
- ¡Espere, no se vaya! –grita inútilmente.
La voz se apaga y el prisionero vuelve al silencio. Está lleno de una excitación indescriptible. Quisiera retener la comunicación con la voz y grita descontrolado llamando a la mujer, pero no hay respuesta. Se deja caer en el camastro y rememora punto por punto la conversación. Presiente que algo ha cambiado. Quizá su liberación está cercana. Es una conclusión precipitada, lo sabe, la voz puede no volver, pero le es imposible pensar de otra manera: esa voz significa que no le han olvidado. Y algo más: sean quienes fueren sus secuestradores, quieren algo de él, algo que ignora, pero mientras ellos lo esperen, mientras no decidan renunciar, seguirá vivo. Debe fomentar la creencia de que él sabe algo y no insistir en la confusión. ¿Pero cómo podría engañarlos si en realidad no sabe nada? ¿Cómo fingir lo que no es? ¿No serán más crueles si al final descubren el engaño? Pero no hay alternativa. Poco puede hacer el prisionero salvo estar preparado. Todo depende de una futura conversación, de un encuentro que no sabe si se producirá.
Despierta sobresaltado. Hay una luz cegadora. Se incorpora, mira sin ver. La puerta está abierta y percibe la silueta de de un hombre. Siente un pánico repentino, como si le asustase la luz y se sintiera más seguro en la oscuridad. El hombre dice:
-Acompáñeme, por favor.
Está de nuevo en el despacho, esta vez sin vigilancia. Se mueve nervioso sin atreverse a sentarse. No hace nada, espera. Los días de cautiverio han minado su resistencia, se siente como un guiñapo. Su corazón late apresurado y percibe la inminencia, no sabe si su estratagema dará resultado, pero algo va a ocurrir. Se abre una puerta y vuelve aparecer el hombrecillo vestido de negro. Tiene el semblante serio. Luego entran tres personas más, todos son hombres. Hay un largo silencio, después el hombrecillo se sienta y dice con voz dulce:
-Acomódate, Jaroslav. Siento muchísimo tu encierro, pero no tenía otra opción. ¿Estás dispuesto a hablar?
El prisionero se sienta, mira al hombre de negro y siente que de pronto le invade una extraña tranquilidad. Piensa que es inútil fingir, lo que suceda ya no está en sus manos, solo quiere llegar al final.
-Señor –dice con calma-, no ha cambiado nada, sigo pensando que todo esto es un error. No soy quien usted cree. No obstante, intentaré responder a todas las preguntas que usted me haga.
Los ojos del hombrecillo brillan con intensidad. Tiene un libro en la mano y se lo entrega al prisionero.
- Gracias, hijo mío. Por favor, antes de hablar lee en voz alta la última línea de la última página de este libro.
Sorprendido, el prisionero abre el libro, busca la página y con voz serena lee:
- “Lo he grabado en las colinas, y mi venganza, sobre el polvo dentro de la roca”.
En ese momento Jaroslav recupera la memoria.
Nota: La frase leída es la última línea de la última página de “Las aventuras de Arthur Gordon Pym”, de Edgar Allan Poe.