Todo esto es verdad, pero debo confesar que lo que me enamoró de esta artista y me hizo sentir una afinidad cálida e inmediata por sus pinturas fueron sus trenes, el color intenso de las formas y las vastas llanuras y mares vacíos que, a veces, se desvanecen en la pura abstracción.
Un crítico describió así la obra de Marta Zamarska: “Monet conoce a Edward Hopper”. Es verdad que estos cuadros recuerdan a Hopper, un pintor que se ha convertido en paradigma de la soledad. Pero no estoy muy de acuerdo, es una impresión superficial, en realidad no tienen nada que ver. Hopper es estático y sus colores mitigados acentúan una forma de soledad. En esta pintora hay huida, convergencia, raíles que se juntan en el infinito, y colores sólidos que convierten la aparente soledad en pasión reprimida. Como a Dufy, le gustan los enlaces ferroviarios.
No solo yo creo que los trenes son poesía. Oigan a Jorge Teillier:
“El silbato del conductor
es un guijarro
cayendo al pozo gris de la tarde.
El tren parte con resoplidos
de boxeador fatigado”.
Y a Pablo Neruda:
“Un penacho perdido,
el plumero
de una locomotora fugitiva
con un tren arrastrando
cosas vagas”.
Y por supuesto a Julio Cortazar:
"La vida había sido eso, trenes que se iban llevándose y trayéndose a la gente mientras uno se quedaba en la esquina con los pies mojados, oyendo un piano mecánico y carcajadas manoseando las vitrinas amarillentas de la sala donde no siempre se tenía dinero para entrar".
Ahora, con permiso de Marta, voy a subir a uno de sus trenes.