jueves, 30 de julio de 2015
sábado, 25 de julio de 2015
Las mejores películas
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"El mundo en sus manos" (Raoul Walsh, 1952) |
Los medios nos ofrecen, de vez en cuando, una lista de las
10 mejores películas de la historia, elaboradas con un criterio de selección
muy variado: pueden reflejar una votación popular, la estimación de los
críticos, la de un grupo de directores, etcétera. Estas listas difieren casi
siempre unas de otras, y la misma clasificación varía de un año a otro; pero
también suele ocurrir que dos o tres películas coincidan en casi todas las
clasificaciones. Por ejemplo, "Ciudadano Kane" ha sido durante años
la mejor película de la historia, y a veces me he preguntado si se debía a sus
indudables valores cinematográficos, o a que los confeccionadores no se
atrevían a quitarla de las listas.
En los años 60, por poner otro ejemplo,
dentro de los entornos culturales, nadie
se atrevía a menospreciar el cine de Ingmar Bergman -una mezcla de surrealismo
y filosofía críptica-, devoción que se ha diluido con el paso del tiempo. A
quien esto escribe no le duelen prendas en reconocer que en su día militó entre
los adoradores de Bergman. "Casablanca" (Michael Curtiz, 1942),
película mítica donde las haya y
presente en casi todas las listas, fue, en principio, un film propagandístico,
ya que se rodó en plena guerra. Los guionistas no se entendían entre sí, ni el
director con ellos, por lo cual la acción de la película cambió de sentido
varias veces, hasta el punto que Bogart
y Bergman no supieron hasta el último momento si al final se iban juntos o Rick
se quedaba. Esta obra, bien valorada en su momento, cayó en el olvido hasta que
en los años 60-70 se convirtió en una película de culto y sigue siéndolo en
nuestros días. Contribuyó a ello que Woody Allen le hiciera un homenaje en
"Sueños de seductor".
¿Quiere esto decir que, a pesar de las discrepancias, hay
películas inmortales que no envejecen con el tiempo? Yo diría que hay obras que
han conseguido conmover a sucesivas generaciones, pero creo que el motivo de
admiración ha sido diferente en cada generación. Aunque haya sentimientos
universales y posiblemente intemporales como los arquetipos que expresaron
Sófocles o Shakespeare, la forma de vivir estas sensaciones cambia con el
tiempo y con la expansión de la cultura. Y muchas veces esta translación se
hace con acierto, como, por ejemplo, la actualización del tema de Romeo y Julieta
en la película "West side story".
Pero lo que no entiendo es la
idolatría indiscutible de la que gozan algunas películas, fomentada por
críticos pedantes que temen ser tachados de incultos. Hace años fui a ver
"El acorazado Potemkin", convencido de que no haber visto esa
película era un pecado mortal para un cinéfilo. No dije entonces pero digo
ahora, que el film ruso no me produjo ni frío ni calor; ni siquiera la
archiconocida secuencia de la escalinata de Odessa me pareció tan magistral, y
desde luego menos divertida que el remake de Brian de Palma en "Los
intocables de Elliot Ness". Un ejemplo más moderno es "Vértigo",
de Alfred Hitchcock, película a mi juicio sobrevalorada, llena de trampas e
inconsistencias, que no hubiera alcanzado el Olimpo de no haber sido
santificada por Truffaut. La película "Matar un ruiseñor" (Robert
Mulligan, 1962) y la novela homónima de Harper Lee, en la que se inspira el
film, tuvieron un éxito arrollador porque salieron a la luz en el momento
álgido de la defensa de los derechos civiles en EEUU. Si "Matar un
ruiseñor", la película, sigue pareciéndome excelente, no es porque sea
anti racista, sino por los valores humanos que encarna y la descripción maravillosa
de la niñez en un pueblo perdido. (Lo que han hecho ahora con el libro de
Harper Lee, publicando un infumable refrito, es de juzgado de guardia).
El cine, como la literatura, la pintura o cualquier forma de arte, puede producir
obras maestras, pero esto solo sucede si, en cada momento del tiempo, esa obra consigue
conmover a diferentes personas con diferentes formas de enfrentar el mundo.
miércoles, 15 de julio de 2015
¿Qué bello es vivir?
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Qué bello es vivir (It's a wonderful life). Frank Capra, 1946 |
Cuando era pequeño, la primera vez que vi "Qué bello es
vivir", en la escena final -cuando suena la campanilla- se me llenaron los
ojos de lágrimas y tuve que mirar hacia otro lado para que mis amigos no lo
notaran. En ese tiempo no juzgaba las películas ni buscaba intenciones
escondidas, solo sabía disfrutar del cine, unas veces más, otras veces menos. En
algunas películas me enamoraba de la chica, en otras del chico o del caballo
del bueno, y en ocasiones se repetía el vergonzoso lagrimeo a que antes me he
referido. Los niños, y los adolescentes y jóvenes no contaminados, si los hay,
son el mejor público para un director de cine porque contemplan la película con
absoluta imparcialidad, sin conocer o dejarse llevar por lo que otros han dicho
sobre la técnica, la credibilidad del argumento o la inclinación política del
film. Aunque luego, en la sombría edad adulta, al revisitar esa película,
digan: "Cómo pudo gustarme esta tontería" o "Qué mal ha
envejecido esta película". Cuando yo he pronunciado esas o parecidas palabras,
en algún momento me he preguntado si no sería yo el que había envejecido mal.
Años después, en los años 70, "Qué bello es vivir"
la daban en televisión todas las Navidades, lo cual parecía adecuado ya que las
secuencias finales ocurren en Navidad, en la película se respira un ambiente de
solidaridad y además sale Clarence, que es un ángel. La causa de que esta
película se proyectara tan asiduamente, en España y en otros países, es mucho
más prosaica. En 1974, Republic Pictures se olvidó de renovar el copyright y el
film quedó exento de derechos. Circunstancia que aprovecharon de inmediato los canales
de televisión, primero en USA y luego en el resto del mundo. Ocurrió entonces
algo extraño que sorprendió al propio Frank Capra. Cuando la película se
estrenó en 1946 no obtuvo un gran éxito, y aunque fue nominada para varios
premios de la Academia, no ganó ninguno; se los arrebató todos "Los mejores
años de nuestra vida", de William Wyler. Sin embargo, en su reposición
televisiva, alcanzó altísimos índices de audiencia que se repitieron cada año.
(Fenómeno viral diría, si no me disgustara tanto esa expresión).
Cuando volví a verla en esa época, y a pesar de que
conservaba virtudes cinematográficas y buenas interpretaciones- Donna Reed-, me
pareció una película maniquea, sentimentaloide, en la que el bien se
representaba con iglesias y bibliotecas y el mal con sex shops y rótulos de
neón. Paradójicamente me volvió a gustar, y la volví a ver en años sucesivos, y
debo confesar con sonrojo que en la escena de la campanilla volvían a
humedecerse mis ojos. Ahora ya no la vemos porque en 1993 Republic Pictures
recuperó sus derechos.
¿Por qué me gusta "Qué bello es vivir"? No estoy
muy seguro, pero aventuraré una explicación. A uno puede indignarle el
puritanismo de Capra y su defensa de un falso american way of life; puede parecerle pueril que un ángel te
muestre cómo sería tu ciudad si tú no hubieras existido; o pensar que nadie se
hubiera sacrificado tanto como George
Bailey; y, más aún, que al volver a su casa esa noche de invierno, no hubiese
experimentado el almibarado recibimiento de sus convecinos; ni la campanita
hubiera hecho tilín.
Pero si despojamos la película de estos aspectos negativos,
¿qué nos queda? Nos queda un hombre que renuncia a sus ilusiones por convicciones
cívicas y desde su mediocridad financiera se enfrenta al poder. No hubiera
ganado nunca, claro, porque el poder aplasta, pero, como dice John Berger, en
el hecho de protestar ya hay una pequeña victoria. No es maravillosa la vida,
como dice el título original de la película, pero definitivamente sí es bello
vivir. En este detestable mundo en que vivimos, no es malo idealizar a un
George Bailey de vez en cuando. Aunque no haya campanitas.
sábado, 4 de julio de 2015
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